1- LA COSA EMPEZÓ EN GALILEA

Jesús se ha enterado de un profeta que está predicando en el desierto y quiere ir a verlo. Pero María, su mamá, se opone.

Lo que yo vi con mis ojos, que ya están viejos, lo que escuché, lo que mis manos de pescador llenas de callos tocaron de Aquel que vivió entre nosotros, eso es lo que quiero contarles. Mi nombre es Juan. Desde Patmos, una islita verde perdida en el mar de Grecia, no dejo de recordar a Jesús de Nazaret, el hijo de María, a quien conocí tan de cerca. Junto a él viví los mejores años de mi vida, que ya se está acabando. La buena noticia que él nos trajo, se la anuncio yo ahora a ustedes para que todos nos sintamos unidos en un mismo esfuerzo y alegres por una misma esperanza. Verán, la cosa empezó en Galilea.

Galilea es la provincia del norte de Palestina. Los judíos del sur nos despreciaban a nosotros. Decían que los galileos éramos chismosos, sucios y alborotadores. Y tenían razón. Pero también lo decían por envidia, porque nuestras tierras son las más hermosas del país. Sobre todo en primavera, Galilea parece un inmenso jardín. El valle de Esdrelón se cubre de flores, crece el trigo y la uva, se despiertan los olivares y las datileras, y el lago de Tiberíades, azul y redondo, se llena de peces. En Galilea hay algunas ciudades importantes: Séforis, Cafarnaum, Magdala misma… Pero la cosa empezó en un caserío pequeño, muy pequeño, llamado La Flor. Bueno, La Flor que, en nuestro idioma arameo, se dice Nazaret.

Susana – Comadre María, ¿ya te dijeron que se ha ido el hijo de la Raquel?
María – Sí, Susana, ya me enteré.
Susana – Cuando una palmera nace torcida, no hay Dios que la enderece. Ese muchacho comenzó mal.
María – Y terminará peor, Susana.
Susana – Pero la madre tiene la culpa, eso digo yo. Muchacho bien criado, sigue buen camino. Pero ese mal ejemplo de la Raquel…
María – No son los malos ejemplos, Susana. Es que la juventud de ahora no sabe ni lo que quiere. Mira al mío cómo está: sin trabajo fijo, sin… sin porvenir.
Susana – No hables así de Jesús. Ese moreno hijo tuyo es un tesoro de muchacho.
María – Será un tesoro, pero míralo: treinta años ya y nada. Todos sus amigos están ya casados, criando hijos…
Susana – Lo que pasa, comadre María, es que tu hijo no se conforma con poco. Seguro que anda buscando novia fuera de Nazaret. A ver, dime, ¿qué porvenir tiene Jesús en este puebluchito, eh?
María – Sí, también es verdad.
Susana – ¡Oye, niña, que ahora es mi turno para el agua!
Muchacha – ¡Pues no chacharees tanto y date prisa!
Susana – ¡No empujes, muchacha! ¡Caramba con esta mocosa! Oye, María, antes que se me olvide, dile a tu hijo que se dé una vuelta por mi casa, que tengo otra vez el muro derrumbándose. ¡No te olvides, María!
María – ¡Está bien, Susana, se lo diré!

Nazaret era eso: un pueblito de campesinos perdido en un oscuro rincón de Galilea. Tenía unas veinte casas solamente y una pequeña sinagoga. De aquel caserío no había salido nadie importante. De Nazaret no sale nada bueno, así decían los vecinos del pueblo de Caná. Los nazarenos eran muy pobres. Andaban descalzos y casi ninguno sabía de letras. Construían sus casas aprovechando las cuevas que se formaban en la ladera de la colina. En una de aquellas chozas vivía una campesina viuda, todavía joven: se llamaba María. Vivía con su único hijo, un hombretón alto y simpático, con el rostro moreno quemado por el sol y la barba bien negra. Se llamaba Jesús.

María – Deja ya ese martillo y ven, que se va a enfriar la comida… ¡Jesús!
Jesús – ¿Qué pasa, mamá?
María – ¿Pero es que tú no oyes? Deja ya de clavetear y ven a comer, anda.
Jesús – Está bien, está bien… ¡uff! ¿Quién me habrá metido a hacer estas malditas herraduras? En mala hora le dije a ese romano que sabía fabricar herraduras. Una me sale más larga que otra…
María – ¡Ay, Jesús, hijo, es que tú quieres meter las narices en todo! Que si van a sembrar trigo, allá vas tú. Que si la cría de carneros, para allá también. Y a pegar ladrillos y a clavar puertas. Y ahora, lo que faltaba, inventando herraduras!
Jesús – No te quejes, que estas lentejas las vamos a comer gracias a las herraduras. El romano me pagó un denario por adelantado.
María – Pobre romano y, sobre todo, pobre caballo…
Jesús – ¿No decías que se enfriaba la comida? ¡Pues a comer! Ahh… esto huele bien.
María – Anda hijo, reza la bendición. Y hazla corta.
Jesús – ¿Por qué corta?
María – Porque la comida está corta también. Pan y lentejas, nada más. Vamos, reza, que ya tengo hambre.
Jesús – Está bien Bendice, Señor, este pan y estas lentejas, amén. Bueno, dame un poco de vino que tengo la garganta más caliente que el martillo.
María – No hay vino, hijo. Confórmate con agua fresca.
Jesús – Acabaré como las ranas con tanta agua fresca.
María – ¿Sabes, hijo? La mujer de Neftalí está enferma. Esas fiebres que le dan. Ahora por la tarde voy a hacerle un caldo. Pobre mujer, con tanto muchacho… ¿No tienes apetito, Jesús? ¿Estás enfermo?
Jesús – ¿Enfermo yo? ¿Por qué?
María – No estás comiendo nada. Te encuentro un poco raro desde hace unos días. Vamos, cuéntame lo que te pasa.
Jesús – No me pasa nada, de verdad.
María – Tú te traes algo entre manos.
Jesús – ¡Claro, me traigo las herraduras ésas que me tienen fastidiado!
María – No, no seas mentiroso. Mira, yo sé lo que te pasa. Que el Benjamín ése se fue al Jordán, a ver al profeta. Y tú ya tienes un hormigueo en el cuerpo por irte también, ¿no es eso?
Jesús – Pues sí, adivinaste. No quería decírtelo para no ponerte triste.
María – No, yo no me pongo triste. Pero me preocupo. Hay muchos bandidos por esos caminos.
Jesús – Pues poca cosa pueden robarme a mí. Si es por eso…
María – Oye, Jesús, antes que se me olvide: la comadre Susana me dijo que te des una vuelta por su casa, que se le está cayendo el muro.

La vida en el caserío de Nazaret era siempre igual: comer, trabajar y dormir. Las mujeres se entretenían conversando y chismeando cuando sacaban agua del pozo. Los niños siempre se escapaban de las lecciones que intentaba darles el viejo rabino, que ya estaba ciego, y se iban a robar frutas por los alrededores. Los hombres esperaban en la pequeña plaza de la sinagoga a que el tacaño Ananías los contratara para sembrar o cosechar. Cuando no había trabajo, mataban el tiempo jugando a los dados y apostando el dinero que no tenían. O inventándose alguna manera de ganarse el pan, como Jesús.

Jesús – Bueno, Susana, esta pared está más firme que las murallas de Jerusalén.
Susana – ¿Ya lo acabaste? Ay, moreno, eres un encanto… Ven, llévale a tu madre esta gallina.
Jesús – Gracias, Susana, ¡hasta la vista!
Susana – Adiós, Jesús. ¡Salúdame a mi comadre María!

Cuando caía la tarde, todos regresaban a sus chozas, a calentarse junto a los fogones de piedra, tomar alguna sopa y acostarse sobre las esteras de paja que les servían de cama.

Jesús – Susana me pagó con esta gallina. Ya tenemos algo para mañana.
María – Amárrala a ese palo, anda. Y vamos a cenar, que ya es tarde. Bendice la comida, hijo.
Jesús – Pero, mamá, ¿no son las mismas lentejas que sobraron al mediodía?
María – ¿Y qué pasa?
Jesús – ¡Que ya están benditas!
María – ¿Cuántos días vas a estar fuera?
Jesús – No lo sé…
María – Pero, hijo, ¿qué tienes que ir a buscar a un sitio tan lejos? ¿Se te ha perdido algo por allá?
Jesús – Nada. Pero toda la gente quiere ver y escuchar al profeta Juan. Yo también quiero ir. Además, ¿no me dijiste que era medio pariente tuyo?
María – Sí, Isabel era tía mía. Pero ya sabes que en Galilea todos somos parientes de todos.
Jesús – ¡Pues yo quiero saludar a ese primo! Es un hombre famoso ya. Me dicen que la gente viaja desde Jerusalén para que él los bautice. Y que Juan habla, grita, echa fuego por la boca.
María – Cuidado no te quemes. Eso es peligroso.
Jesús – ¿Qué es peligroso?
María – Lo que está haciendo Juan. Agitando a la gente. Que siga soltándose de la lengua y acabarán cortándole el pescuezo como a todos los que se meten a profetas.
Jesús – Ojalá hubiera mil lenguas como la de Juan, mil valientes que le dijeran la verdad al pueblo.
María – Habría entonces mil pescuezos cortados y mil madres llorando a sus hijos. Acuérdate de la matanza de Séforis. Bien cerca la tuvimos.
Jesús – O sea, que a ti la vejez te ha dado por ser cobarde.
María – Lo primero, que no soy cobarde. Y lo segundo… que tampoco estoy tan vieja. Vamos, come… Pero, Jesús, ¿por qué quieres ir allá?
Jesús – Volveré pronto, te lo prometo.
María – No me lo creo. Llegas, empiezas a contar chistes, te haces amigo de todos los locos que encuentres y te quedas por allá.
Jesús – Mamá, quiero ir. ¿Cómo te diré? No estoy conforme con esto. Arreglar una puerta hoy, pegar tres ladrillos mañana, ganar cuatro denarios pisando uvas… Sí, pero luego, ¿qué?
María – Ahí quería llegar yo. Y luego, ¿qué? Eso mismo digo yo. ¿Qué es lo que quieres, Jesús? Pasa un año, pasa otro v tú no te decides por nada.
Jesús – Yo quiero poner también un granito de arena para que esto cambie, ¿no? ¿O es que tú no tienes ojos? Nos están pisoteando los romanos, el pueblo cada vez más hambriento, los impuestos cada vez más altos Y para colmo, los sacerdotes de Jerusalén echándole la bendición a todo este abuso. Entonces, ¿qué? Los israelitas jóvenes, ¿nos vamos a cruzar de brazos?
María – Sí, hijo, ya lo sé. Pero, ¿qué podemos hacer nosotros, los pobres? Hazme caso. Olvida los sueños y sé realista. Tienes treinta años. Ya es hora de que pongas los pies en la tierra. Yo estoy sola. Si tu padre estuviera con nosotros… Ay, mi buen José, que en paz descanse. Jesús, hijo, ¿qué va a ser de mí si a ti te pasa algo?
Jesús – Lo que dije antes. Te has puesto cobarde con los años. A ver, ¿no eres tú la que dice siempre: Dios va a tumbar del trono a los orgullosos y levantará a los humildes, Dios dará de comer a los hambrientos y dejará a los ricos con las manos vacías?
María – Sí, Jesús, lo digo y lo creo. Y todos los días le rezo al Señor para que los pobres al fin salgamos de esta miseria.
Jesús – No basta rezar, mamá. Hay que arriesgarse. Hay que hacer algo como Juan.
María – Ya sacaste las orejas. Eso es lo que quieres. Irte al Jordán y unirte a esos revoltosos. Y no me extraña que un día vengan a decirme: María, tu hijo se metió a profeta. Tu hijo anda predicando también.
Jesús – ¿Profeta yo? No, no te preocupes por eso. Me saldrían las palabras más torcidas que estas herraduras. No, no, yo no sirvo para eso. ¡Y ahora, vamos a terminar las lentejas, que mañana hay que comerse esta gallina!

Y a los pocos días, Jesús se levantó bien temprano, se echó encima su vieja túnica, tomó una rama seca como bastón y se puso en camino rumbo al río Jordán, donde estaba Juan, el profeta.

 
Notas

* Nazaret era un oscuro y desconocido rincón de la tierra de Israel, nunca mencionado en el Antiguo Testamento. Allí empezó la vida de Jesús, “la cosa” (Hechos 10, 37). En los tiempos de Jesús, Nazaret, que en hebreo significa “la flor”, era una pequeña aldea del interior de Galilea en la que vivían apenas unas 20 familias. Por estar la aldea asentada en una colina, los campesinos usaban como casas las grutas excavadas en las laderas. La pobreza era extrema. Las “propiedades” de aquellas familias no pasaban de un par de esteras de paja, algunas vasijas de barro en las que se guardaba el grano y el aceite, y algún que otro animal.

* Actualmente, por la influencia de la historia cristiana, Nazaret se ha convertido en la capital de Galilea, con unos 30 mil habitantes, en su mayoría de raza árabe y de religión cristiana. El mayor edificio del actual Nazaret es la basílica de la Anunciación. En su interior, se conservan lo que fueron las “paredes”, la parte trasera de la cueva en donde vivía la familia de María, madre de Jesús. Una inscripción de principios del siglo II fue hallada allí y en ella se puede leer “Xe María” (Dios te salve, María), acreditando la autenticidad histórica del lugar. Se conserva también la fuente que ha abastecido desde siempre la aldea, y a la que María iría a buscar agua. Se pueden ver también los restos del cementerio de Nazaret en tiempos de Jesús y en donde, sin duda, fueron enterrados sus antepasados.

* María tendría unos cuarenta y tantos años cuando Jesús comenzó a destacar entre sus paisanos. Como todas las campesinas, sería a esa edad una mujer gastada por duros trabajos, pero llena de la sabiduría que da el contacto con los dolores y las alegrías más elementales de la vida. Sus manos tendrían callos, vestiría humildemente y, como todas las mujeres de su clase en Israel, sería analfabeta. Era una mujer pobre que, como el pueblo fiel de los “pobres de Yavé”, tenía puesta toda su esperanza en Dios. No existen datos que prueben que María fuese viuda en este momento de la vida de Jesús, pero todo lo hace suponer. En Israel, tanto los hombres como las mujeres se casaban muy jóvenes. Por eso, el hecho de que Jesús, a los treinta años, estuviera aún soltero, sería algo chocante para sus vecinos y para su propia madre. La soltería o la virginidad no eran valores en la sociedad en la que vivió Jesús.

* Tradicionalmente, se ha limitado el oficio de Jesús, como el de José, al de carpintero. Sin embargo, la palabra original que emplea Marcos tiene como exacta traducción algo así como “hacelotodo” (Marcos 6, 3). Jesús trabajaría la madera, haría herraduras o arreglaría puertas. También sembraría y recogería los frutos de la cosecha como jornalero eventual.

* Susana fue una mujer cuyo nombre conserva el evangelio de Lucas al hablar de las mujeres que acompañaron a Jesús en su predicación por las aldeas y pueblos de Israel (Lucas 8, 3). Pudo ser la comadre de María. Las relaciones de vecindad en un pueblo tan pequeño como Nazaret eran estrechas, y prácticamente todos eran familia o todos conocían la vida y los problemas de sus paisanos.

* Moreno es el apodo cariñoso que se da a Jesús en este relato. El origen semita de Jesús sugiere una piel oscura y unos rasgos que, como los de los hombres de sangre árabe, no tendrían nada que ver con los de esas imágenes que lo hacen pasar por un hombre de tez blanca, cabellos rubios u ojos claros.