13- EN EL BARRIO DE LOS PESCADORES

Jesús viaja a Cafarnaum, junto al lago de Galilea. Allí se junta con los amigos pescadores que conoció en el Jordán.

El gran lago de Galilea estaba bordeado de llanuras y colinas sembradas de frutales y de trigo, de viñedos y de huertas. En sus orillas se apiñaban muchos pueblos de pescadores. Tiberíades, la ciudad maldita, donde el rey Herodes tenía su palacio. Magdala, famosa por sus mujeres. Betsaida, que quiere decir “la casa de los pescados”, donde habíamos nacido todos nosotros. Y la más bulliciosa, Cafarnaum, “la ciudad del consuelo”, donde ahora vivíamos y trabajábamos a las órdenes de mi padre, Zebedeo.

Zebedeo – ¡Por hoy ya está bien, caramba! ¡Y muy requetebién! Santiago, dile a tu madre que separe los dorados más grandes para la sopa. Hace tiempo que no teníamos una pesca tan bue­na. ¡Y por las tripas de la ballena del profeta Jonás, que esto hay que celebrarlo!
Santiago – Me dejarás probar esa sopa, ¿no, viejo?
Zebedeo – Sí, hombre, ven con tu mujer. Y le dices a ese granuja de Pedro que se aparezca también. ¡Si entre todos lo pescamos, entre todos lo comemos, sí señor!

Mi padre, el viejo Zebedeo, aprendió a remar antes que a caminar. Toda su vida la había pasado pescando en el lago de Galilea. Se conocía aquellas aguas mejor que la palma de su mano. A veces, pienso que mi viejo tenía escamas en la piel y espinas en vez de huesos. Con Jonás, el padre de Andrés y Pedro, y otros dos pescadores, habían formado como una cooperativa. Zebedeo era el jefe. Teníamos en común las barcas y las redes. Todos trabajábamos juntos y, al final de cada jornada, nos repartíamos las ganancias, que no eran muchas.

Zebedeo – ¡Ya llegará el día, y estos ojos lo verán, en que haya sopa de pescado para todos y trabajo para todos y justicia para los pobres! ¡Ea, vamos para casa, Juan, que ya tengo más hambre que Adán junto al arbolito!

Cuando El sol se escondía detrás del monte Carmelo, el lago se quedaba en silencio. Las gaviotas que durante todo el día revoloteaban sobre el agua, volvían a sus nidos. Las barcazas se apretujaban con sus velas ya dobladas en el embarcadero de Cafarnaum, esperando la nueva mañana de faena. Y en todas las casas de los pescadores, amontonadas junto a la orilla, empezaban a encenderse los fogones.

Zebedeo – ¿Cómo va esa sopa, mujer?
Salomé – ¡Ya no tarda mucho, viejo, no seas impaciente!
Zebedeo – ¡No te olvides de echarle algún erizo! ¡Eso le da buen sabor!
Salomé – Déjame tranquila. Yo no me meto en tus barcos, no te metas tú en mis cacharros.

Mi madre Salomé era una mujer bajita y flaca. Fuerte como la raíz de un árbol y tostada por el sol. Ya estaba vieja, pero aún no tenía una sola cana. Esa era su única vanidad. Le gustaba el trabajo de la casa tanto como el irse a chismear con las vecinas. Sabía hacerlo todo muy de prisa para poder estar en todas partes. Me recordó siempre a esos peces voladores que a veces brincan en el lago: rápidos como una centella. Y astutos. Nunca lográbamos atraparlos.

Zebedeo – Oye, Andrés, y tu hermano Pedro, ¿qué? ¿No va a venir hoy por aquí?
Andrés – Vendrá más tarde. Ése no se pierde un guiso de Salomé así como así. Lo que pasa es que la suegra sigue enferma y Rufina fue a buscar unas hierbas donde Jairo. Y Pedro se quedó con los muchachos. Ya vendrá.

Mientras mi madre cocinaba, el olor a pescado iba llenando la casa. Andrés, Santiago y yo jugábamos a los dados.

Santiago – ¡Y van cinco! Te toca, Andrés.
Andrés – ¡Cuatro y dos!
Santiago – Tú, Juan…
Juan – Sigo en siete.
Santiago – ¡Gano yo otra vez! Vamos, Juan, paga, que me debes dos vueltas. Y tú también, Andrés.
Andrés – ¡Caray con este suertudo! No me queda nada, ni un céntimo. Estoy pelado.
Juan – Santiago, yo creo que tú has hecho trampas.
Santiago – ¿Tramposo yo? ¡Vete al infierno, yo he jugado limpio!
Juan – Pelirrojo, tú has hecho trampas.
Andrés – Déjalo, Juan. Siempre las hace.
Santiago – Pero, ¿qué dices tú, flaco? Yo he jugado limpio, ¿me oyes?
Zebedeo – Vamos, muchachos, no gasten los puños peleando entre ustedes, guárdenlos para los romanos. Por cierto, ya hace mucho que nadie del movimiento viene por acá. Algo raro pasa. Demasiada tranquilidad.
Juan – Desde que agarraron a Juan el bautizador, la gente tiene miedo. Nadie saca las uñas.
Andrés – Los zelotes estarán esperando a ver qué le hacen.
Santiago – ¡A ver qué le hacen, a ver qué le hacen! ¡A ver lo que hacemos nosotros! Si esto sigue así y nadie se mueve, nos vamos a mover nosotros sin esperar órdenes, qué demonios. No vamos a quedarnos mirando las musarañas.
Zebedeo – ¿Y qué podrían hacer ustedes, muchachos?
Juan – Nada, ahora hay romanos por todos los rincones. Galilea entera está tomada. Y en el cuartel hay más soldados que nunca.
Santiago – Pues mejor entonces. Sí hay tantos pájaros sueltos, alguno caerá en la red. ¿Por qué no aprovechamos y les damos un buen susto?
Andrés – Pedro también hablaba de eso el otro día. Pero…
Santiago – Pero qué, flaco, tú siempre estás poniendo peros.
Andrés – Santiago, ahora es el tiempo de mejor pesca en el lago. Si hacemos algo tendríamos que escondernos después. ¿O ya no te acuerdas de cómo fue cuando el lío de Pascua? Y entonces, ¿el trabajo?
Juan – El flaco tiene razón. Nosotros, los muertos de hambre, siempre tenemos que pensar en la tripa antes que en nada.

Jesús llegó a Cafarnaum cuando ya la noche se había cerrado sobre el lago. Atravesó el barrio de los artesanos y caminó hacia el embarcadero. De todas las casas salía un olor penetrante a comida recién hecha que se mezclaba en las calles con la peste a pescado podrido. Aquella era la hora más viva y ruidosa de Cafarnaum. Después de preguntar aquí y allá, encontró nuestra casa.

Jesús – ¿Se puede pasar?
Zebedeo – Adelante, amigo. ¿Quién eres?
Juan – ¡Jesús! Pero, ¿qué haces tú por aquí?
Jesús – Ya ves, vengo a hacerles una visita.
Santiago – ¡El moreno de Nazaret por Cafarnaum!
Jesús – Santiago, qué alegría verte… ¡Andrés, flaco!
Zebedeo – Bueno, ya veo que se conocen ustedes mucho.
Juan – ¡Oye, que desde aquella mañana que te fuiste al desierto, no habíamos vuelto a saber de ti! ¡Pensábamos que ya te habían comido los escorpiones!
Santiago – ¿Cuándo supiste lo de Juan? ¡Tenemos que hacer algo, Jesús!
Andrés – Ahora mismo estábamos hablando de eso y…
Zebedeo – ¡Maldita sea! Pero, ¿quién es este hombre? Viene un tipo, se cuela en mi casa y yo aquí como un pasmarote.
Santiago – No te pongas así, viejo, es un amigo que conocimos por el Jordán.
Andrés – Es de Nazaret. Se llama Jesús.
Zebedeo – ¿De Nazaret? Bah… Basura de pueblo. ¿Y qué, un campesino que quiere conocer el mar?
Jesús – Sus hijos me dijeron que viniera por aquí. Dicen que en Cafarnaum hay mucho trabajo. Por Nazaret las cosas andan difíciles.
Juan – Jesús, este es Zebedeo, nuestro padre. Cuéntale los pelos que tiene en la barba y sabrás todos los líos en que ha estado metido. Ahí lo tienes: un viejo revolucionario con cicatrices y todo.
Salomé – ¡Y aquí está la madre de este par de sinvergüenzas!
Santiago – Esta es Salomé, nuestra madre.
Salomé – Sé bienvenido, muchacho. Llegas a tiempo de tomar con nosotros una buena sopa de pescado. Estarás cansado, ¿no? Ven, ven, siéntate.

Al poco rato, llegó Pedro, alborotando más que todos juntos. Estaba feliz de volver a ver a Jesús. Con él vino Rufina, su mujer, y Simoncito, uno de sus cuatro hijos. Querían saludar al que había llegado de Nazaret. Mi madre tuvo que echarle más agua a la sopa para que nos alcanzara a todos.

Juan – ¿Te acuerdas de aquella tarde que estuvimos el flaco y yo conversando contigo? ¡Oye, Jesús, cuéntales el chiste de la pulga, es muy bueno!
Santiago – Déjate ahora de chistes, Juan. Pareces bobo. ¿No estábamos hablando de hacer algo? Pues vamos a discutirlo con Jesús.
Pedro – Yo digo lo mismo que Santiago. ¡Y que viva el movimiento!
Rufina – Pedro, te lo pido por el Dios Altísimo, ¡no te metas más en ningún guirigay! Mi madre se está muriendo. No me eches otra pena encima. ¡Qué hombre más loco éste, Dios santo!
Pedro – Bueno, Rufi, tampoco es para tanto…
Santiago – Y qué, Jesús, ¿qué hay por Nazaret? Judas, el de Kariot estuvo por allí hace poco y nos contó que…
Simoncito – Oye, ¿tú sabes que yo voy a tener una hermanita?
Santiago – Parece que por el valle todo está muy vigilado.
Jesús – Sí, es por lo de Juan. En Cafarnaum vi muchos soldados.
Simoncito – Oye, ¿tú sabes que yo voy a tener una hermanita?
Santiago – Ay, cállese ya, mocoso, que no hace más que estorbar. ¿No ve que estamos hablando los mayores?
Rufina – Simoncito, hijo, ven acá, no molestes.
Simoncito – ¡Es que yo voy a tener una hermanita!
Jesús – ¿Ah, sí? ¿Y cómo sabes tú que va a ser una hermanita y no un hermanito, eh? ¿Cómo lo has adivinado?
Simoncito – ¡Es que yo lo adivino todo!
Rufina – Cállese ya, muchacho, y venga acá.
Jesús – ¿Ajá? ¿Con que lo adivinas todo, eh? Pues oye, adivíname esto: ¿cuál es el único pez que usa collares?
Simoncito – El único pez…
Juan – Eso, ¡un chiste!
Zebedeo – Calla, Juan… Pero, ¿qué has dicho tú? ¿Cuándo se ha visto un pez que use collares?
Jesús – Sí, señor, hay uno que los usa, y también se pone pañuelos y…
Pedro – Pero, ¿qué pez tan raro es ése, Jesús? ¿Cuál es? Dilo.
Jesús – ¡El pez-cuezo, caramba, el pes-cuezo! A ver este otro: “todos lo compran para comer y nadie se lo come”.
Andrés – … para comer y nadie se lo come…
Jesús – ¡El plato!
Todos – ¡Es verdad!
Juan – ¡Esto se está poniendo bueno!
Zebedeo – ¡Cállense, y dejen oír, el que viene lo saco yo! Vamos, di otro.
Jesús – Oye bien: “un matrimonio muy unido, cuando sale la mujer, se queda el marido”.
Salomé – ¡Esos seremos tú y yo, Zebedeo!
Zebedeo – Cierra el pico, tonta… deja pensar… ¿Cómo dijiste?… un matrimonio unido… sale la mujer y se queda el marido… uff, me rindo.
Jesús – ¡La llave, hombre, la llave y el candado!
Todos – ¡Otro, otro!
Simoncito – Oye, ¿tú sabes muchas adivinanzas?
Juan – Este moreno empalma una historia con otra. ¡Ea, Jesús, cuéntales una larga, aquella de los camellos, ¿te acuerdas? ¡Psst! cállense para oír.
Jesús – Pues, miren ustedes… Resulta que un hombre tenía tres camellos. Y uno de los camellos se fue al pozo a beber. Y cuando llegó al pozo…

Jesús empezó a contarnos historias. Una detrás de otra. La sopa se había acabado y todos teníamos sueño, pero lo seguíamos escuchando. ¡Qué buena lengua tenía para decir las cosas! Lo entendían todos, desde la abuela Rufa hasta el mocoso Mingo. Después, cuando empezó a hablar del Reino de Dios siguió haciendo lo mismo, contando historias y parábolas. Lo entendieron en Cafarnaum y en Jerusalén. Ahora sus palabras corren de boca en boca y nosotros las proclamamos en las calles y en las plazas, seguros de que lo que comenzó en un barrio de pescadores es buena noticia para todos los hombres en cualquier rincón de la tierra.

Mateo 4,13

 Notas

* Por su gran extensión, el lago de Galilea es llamado “mar” de Galilea. En los evangelios se le llama también lago de Tiberíades o de Genesaret, haciendo referencia a dos de las ciudades que se encontraban en sus orillas. En el Antiguo Testamento se le llama mar o lago de “Kinneret” de “kinnor” que, en hebreo, significa arpa. La leyenda dice que el lago tiene esta forma y que la sua­ve voz de sus olas recuerda el sonido de las cuerdas del arpa. De norte a sur, el lago mide 21 kilómetros. Su mayor anchura es de 13 kilómetros. Está situado, como el Mar Muerto, bajo el nivel del mar, a 212 metros, y llega a tener una profundidad de 48 metros. Sus aguas son dulces y ricas en varias clases de peces. Se conocen hasta 24 especies distintas.

* Junto al lago de Galilea había varias ciudades. En tiempos de Jesús, una de las más importantes era Cafarnaum (“ciudad del consuelo” o “ciudad de Nahum”), nunca mencionada en el Antiguo Testamento. La ciudad tenía un puesto de aduanas, pues era fronteriza entre la Galilea que gobernaba Herodes y la zona de Iturea y Traconítide, que correspondía a su hermano Filipo. Estaba, además, junto a la gran calzada romana que unía Galilea con Siria, la llamada “via maris”. Por su importancia estratégica había también en la ciudad una guarnición romana con un centurión a su mando. En Cafarnaum se desarrollaron gran cantidad de episodios de la vida y predicación de Jesús en Galilea. Allí vivió al dejar Nazaret y Mateo la llamó “la ciudad de Jesús” (Mateo 9, 1).

* En tiempos evangélicos, Cafarnaum era una ciudad de unos tres kilómetros de extensión y pocos miles de habitantes. Además de la pesca, la población se dedicaba a la agricultura: aceitunas, trigo y otros granos. Las casas estaban construidas en piedra negra de basalto con techos de lodo y paja, que hicieran más soportable el calor, muy fuerte en verano, por la gran depresión que forma el mar de Galilea. Unos cuatro siglos después de Jesús, Cafarnaum quedó destruida, y no fue hasta finales del siglo XIX cuando se hallaron sus ruinas. Los cimientos de algunas casas, trazados de barrios y calles de la antigua ciudad son uno de los mayores tesoros arqueológicos de Israel.

* En el Cafarnaum actual se conservan restos de una gran sinagoga edificada sobre la de tiempos de Jesús, y muchos objetos de la época: lámparas de aceite, prensas de aceite, piedras de molino. De todos los recuerdos, el más importante es, sin duda, el basamento o cimiento de la casa de Pedro, cercana al embarcadero. Las inscripciones encontradas demuestran que los primeros cristianos se reunían allí desde el siglo I a celebrar la eucaristía.

* En todas las culturas campesinas predomina la tradición oral. La gente se reúne para escuchar a uno de sus paisanos una historia mil veces repetida y adornada. El padre transmite a sus hijos el saber acumulado durante generaciones valiéndose de cuentos o acertijos. El abuelo o abuela, expertos relatores de historias antiguas, las cuentan a los más jóvenes. Jesús, un campesino, fue heredero de esta cultura. Por otra parte, el Oriente ha sido siempre cuna fértil de historias con moralejas, fábulas, leyendas, parábolas. Los evangelios muestran que a todo esto Jesús uniría una maestría personal como conversador y narrador. De su mundo familiar y campesino nacieron todas sus parábolas. Se explicaba con imágenes mucho mejor que con ideas abstractas y es un error creer que lo hacía por “adaptarse” a oyentes poco inteligentes para que lo entendieran mejor.