3- UNA VOZ EN EL DESIERTO

Santiago y Juan, Pedro y Andrés, pescadores y simpatizantes del movimiento zelote, viajan desde Cafarnaum, para conocer a Juan, el Bautizador.

El año 15 del reinado del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, Herodes virrey de Galilea, su hermano Filipo virrey de Iturea y Traconítide, y Lisanio virrey de Abilene, bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás, Dios le habló a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto. Juan había pasado muchos años en el monasterio del Mar Muerto. Pero cuando sintió la llamada de Dios, se fue a predicar recorriendo las orillas del río Jordán y proclamando un bautismo de conversión.

Bautista – ¡Lo dijo el profeta Isaías y lo repito yo! ¡Abran el camino, dejen pasar al Señor! ¡El Liberador de Israel viene, viene pronto! ¿No escuchan ya sus pisadas?… ¡Abran paso, dejen libre el camino para que pueda llegar hasta nosotros!

Los gritos de Juan resonaron en Betabara y en la ciudad vecina de Jericó y su eco llegó a Jerusalén y se extendió como fuego en paja seca por todo el país de Israel. Estábamos ansiosos de escuchar una voz que reclamara justicia y anunciara la liberación del yugo romano. Y vinimos del norte y del sur para conocer al profeta del desierto. Mi hermano Santiago y yo habíamos viajado desde Cafarnaum. Vinimos con nuestros compañeros de siempre, Pedro y Andrés, también hermanos, también pescadores del lago de Tiberíades y, como nosotros, simpatizantes del movimiento zelote.

Santiago – ¡Este es el hombre que necesitamos, Pedro! ¡Diablos, este profeta no tiene pelos en la lengua y les escupe la verdad lo mismo a los de arriba que a los de abajo!
Pedro – ¿Qué hacemos aquí, Santiago? Llama a tu hermano y vamos a oírlo de cerca. ¡Eh, tú, Andrés, vamos para allá aunque tengamos que abrirnos paso a codazo limpio! ¡Que viva el movimiento!

Hacía setenta años que nuestro país era una colonia del imperio romano. El pueblo estaba desesperado por aquella esclavitud, por el hambre y por los enormes impuestos que nos obligaban a pagar. Por eso, muchos mirábamos con simpatía al movimiento zelote que conspiraba contra el poder romano y tenía a sus guerrilleros extendidos por todo el país.

Pedro – ¡Que viva el movimiento!
Todos – ¡Viva! ¡Viva!
Santiago – ¡Mueran los romanos!
Todos – ¡Mueran! ¡Mueran!

Los zelotes estaban bien organizados, sobre todo en nuestra provincia, en Galilea. Pedro y Andrés, y mi hermano Santiago y yo formábamos un pequeño grupo de apoyo en Cafarnaum. Les hablábamos a todos del movimiento y, por supuesto, nos metíamos en cuanta protesta y lío se armaba. Bueno, alguno lo armábamos nosotros. Yo creo que cuando fuimos a ver al profeta Juan fue por eso. Después, al oírlo hablar, nos dimos cuenta de que la cosa iba también con nosotros.

Bautista – Los de arriba gritan: ¡paz, paz, que haya paz! Pero, ¿cómo puede haber paz si no hay justicia? ¿Qué paz puede haber entre el león y el cordero, entre el rico y el pobre? Los de abajo gritan: ¡violencia, violencia! Pero ellos lo dicen por ambición, porque también quieren subir y abusar de los que queden abajo. ¡Tienen un león escondido bajo la piel de cordero! Así dice Dios: ¡todos, todos tienen que cambiar de actitud! ¡Todos tienen que convertirse!

El calor era agobiante. Los mosquitos formaban una nube sobre nuestras cabezas. Gentes de todas partes, campesinos, artesanos de los pueblos, comerciantes de lana, cobradores de impuestos, mendigos y enfermos, prostitutas y soldados, todos estábamos allí. Tampoco faltaban los vendedores que empujaban sus carretones entre la gente pregonando rosquillas y dátiles.

Bautista – ¡Arrepiéntanse antes de que sea demasiado tarde! Los que quieran escapar de la cólera de Dios, ¡métanse en el agua, que este río limpia el cuerpo y limpia el alma! ¡Métanse en el agua antes de que llegue el Fuego y los convierta en cenizas!

En la arena gris de la orilla se amontonaban las sandalias y los mantos. Juan, apoyado en una roca y con el agua hasta la cintura, iba agarrando por los pelos a los que se querían bautizar. Los hundía en el río y cuando ya creían ahogarse, el brazo del profeta los sacaba a flote y los empujaba hacia la orilla. Fuimos centenares los que recibimos este bautismo de purificación.

Pedro – ¡Mira, Andrés, fíjate cómo le brillan los ojos, como dos carbones encendidos!
Andrés – ¡Este profeta es el mismo Elías que ha bajado del cielo en su carro de fuego! ¡Elías en persona!
Pedro – ¡Esto es el fin del mundo!
Santiago – ¡Quítense de ahí, zoquetes! ¡Déjenme ver al profeta!

El profeta Juan era un gigante tostado por el sol del desierto. Se vestía con una piel de camello amarrada con una correa negra. Nunca se había cortado el pelo y ya le llegaba hasta la cintura. Cuando el viento soplaba, parecía la melena de una fiera salvaje. Era el profeta Elías el que hablaba por su boca. Bueno, en realidad, Juan no hablaba: gritaba, rugía, y sus palabras rebotaban como pedradas en nuestras cabezas.

Bautista – ¡Abran el camino, un camino recto, sin curvas ni desvíos, para que el Liberador llegue más pronto! ¡Rellenen los baches para que su pie no tropiece! ¡Tumben las montañas si hace falta para que no tenga que dar ningún rodeo y se demore! ¡No, no se demora, viene ya! ¿No escuchan sus pisadas? ¿No sienten ya su olor en el aire? ¡Ya viene el Mesías, el Liberador de Israel!

Pedro – ¡Puaf! Aquí el único olor que se siente es a orines. Ya estoy mareado.
Andrés – ¡Qué puerco eres, Pedro! ¡Cállate y oye lo que dice el profeta!
Pedro – Pero si es la verdad, Andrés. Yo no sé ni para qué vine aquí. Esta gente se mete en el río y hacen de todo ahí dentro. Y luego va uno y sale más sucio de como entró. ¡Y dice el profeta que el río limpia y purifica, puaf!
Santiago – Tienes razón, Pedro. El agua parece ya una sopa. Y las cabezas de la gente, los garbanzos.
Pedro – Ea, vámonos a otro lado, compañeros, esto me da asco.
Andrés – Oigan a mi hermano haciéndose el fino… ¡Pero si el que más apesta eres tú mismo, Pedro!
Pedro – ¡Vete al cuerno, Andrés! Ahora mismo te vas a tragar esas palabras…
Juan – ¡Déjalo ya, Pedro! Vámonos un poco fuera, aquí hay un calor que no hay quien aguante.

Nos fuimos de allí para poder respirar. Pedro estaba molesto con Andrés y Andrés molesto conmigo y Santiago molesto con todos. Los cuatro éramos buenos amigos, pero siempre estábamos peleando.

Santiago – Bueno, en fin de cuentas, ¿con quién está el profeta? ¿No oyeron lo que dijo? Que todos, los de arriba y los de abajo, teníamos que convertirnos.
Juan – Esas son palabrerías, Santiago. Que diga claramente con quién está. ¿Apoya a los zelotes o no? Eso es lo que tiene que decir.
Pedro – ¡Bien dicho, Juan! ¡Que viva el movimiento!
Andrés – ¡Ay, cállate ya, Pedro, pareces una cotorra repitiendo siempre lo mismo!
Pedro – Y tú, parece que te has dejado embobar por el bautizador.
Andrés – Yo estoy con él. Diga lo que diga y apoye a quien apoye, estoy con el profeta.
Juan – Pero, ¿el profeta apoya al movimiento o no? Eso es lo que yo quiero saber, Andrés.
Andrés – Pues anda tú mismo y pregúntaselo, Juan. Métete en el río y pregúntale de qué lado está. Tú te llamas Juan como él, eres tocayo suyo. A lo mejor te responde.
Juan – Pues sí. A mí no me da miedo ese profeta ni nadie. Si está con los zelotes, bienvenido sea. Si está con los romanos, ¡ojalá se ahogue en ese río mugriento!
Andrés – No grites tanto, Juan. La cosa no es tan fácil.
Santiago – La cosa es muy fácil, Andrés: darle una patada en el trasero a todos los romanos. Y se acabó.
Pedro – Cualquiera que te oye hablar, Santiago, piensa que tú eres uno de los siete cabecillas. A ver, pelirrojo, ¿qué has hecho tú por el movimiento, dime? ¿dar cuatro gritos en cuatro pueblos?
Santiago – ¿Y qué has hecho tú, Pedro, eh? ¿Tirar piedras desde los tejados? ¡Y no me saques otra vez cuando le escupiste al capitán romano porque aquí hasta los niños escupen a los soldados!
Pedro – ¡Eres un fanfarrón, Santiago, y te voy a cerrar el pico!
Juan – ¡Basta ya de discusión, maldita sea! A ver quién de nosotros se atreve a preguntarle a Juan de qué lado está. Eso es lo que yo propongo.
Pedro – Y yo lo que propongo es que nos vayamos un poco más lejos. Hasta aquí llega el tufo. Les digo que estoy mareado. Anda, vamos.

Los cuatro nos alejamos para comer algunas aceitunas. Pero cuando salimos al camino tuvimos una gran sorpresa.

Pedro – Oye, pero ese cabezón que viene hacia acá, ¿no es nuestro amigo Felipe, el vendedor? ¡Felipe! ¡Demonios, ya se puso bueno esto!
Felipe – ¡Caramba, Pedro! ¡Pedro tirapiedras! ¿Cómo va esa vida? ¡Y tú, Santiago, bocagrande! ¡Y Juan, el buscapleitos! ¿Qué lío estarán armando por aquí los hijos del Zebedeo? Y mira también al flaco Andresito… ¡Por las pantorrillas de Salomón, me alegro de encontrarme con ustedes!
Juan – ¡Y nosotros también, Felipe, el charlatán más grande de toda la Galilea!
Santiago – Oye, Felipe, no seas maleducado. ¿Quiénes son estos dos que vienen contigo?
Felipe – Pero si es verdad. Todavía no he hecho las presentaciones. Nata y Jesús… ejem… Aquí les presento a estos cuatro bandidos, pescadores de cangrejos en Cafarnaum. Y éstos… ¡son dos granujas peores que ustedes! Este se llama Natanael, un israelita de buena marca, vive en Caná, trabaja con lana, es más tacaño que una rata y tiene una mujer que ni el rey David la aguantaría. Y este otro, un moreno simpático de Nazaret. Se llama Jesús. Lo mismo te arregla una puerta que te hace una herradura. Un hacelotodo, ¿entiendes? ¡Ah, y cuando presta dinero nunca te cobra los intereses! ¡Lo malo es que nunca tiene y hay que prestarle a él! Señores, ya está dicho todo.
Pedro – Pues entonces, como si nos conociéramos de toda la vida. ¡Y ahora, a llenar el buche, que para luego es tarde!

Y nos fuimos los siete a comer y a conversar entre aquella maraña de gente. Cuando caía la noche, todo el mundo se desparramaba por la orilla del río. Buscaban ramas secas y encendían fogatas para calentarse. Otros cortaban hojas de palmera y hacían tiendas para no dormir al raso. El Jordán estaba repleto de gente. Todos venía­mos buscando al profeta Juan y Juan seguía buscando al Mesías, el Liberador que él anunciaba.

Mateo 3,1-6; Marcos 1,1-8; Lucas 3,1-6.

Notas

* Juan el Bautista, hijo del sacerdote Zacarías y de Isabel, predicó y bautizó en el desierto, en las orillas del río Jordán, en un vado llamado Betabara. Actualmente, este lugar es zona fronteriza entre Israel y Jordania. Las largas melenas que usó Juan eran una costumbre entre los que se comprometían a un servicio total a Dios y hacían el llamado voto de los nazireos (Jueces 13, 5; 1 Samuel 1, 11). Tanto el evangelio de Marcos como el de Juan inician los relatos de la vida de Jesús con la predicación del Bautista en las orillas del Jordán. Es una forma de destacar la estrecha relación que une los mensajes de ambos.

* Juan el Bautista usaba un rito, que se hizo muy popular entre sus contemporáneos, principalmente entre los más pobres: el bautismo. La gente que venía a escucharlo, confesaba sus pecados y Juan los hundía en las aguas del Jordán. Era un símbolo de limpieza: el agua purifica lo sucio. Y también de renacimiento, de empezar de nuevo: del agua nace la vida. Eran bautismos colectivos. Las masas populares se adhirieron al mensaje de Juan, con la convicción de que así preparaban la llegada del Mesías.

* En la época de Jesús, el imperio romano era el más poderoso de la tierra. Desde hacía unos 70 años, Palestina era una de las colonias de Roma. La mayoría de las naciones conocidas entonces eran provincias sometidas al poder romano. Esto significaba en los países dominados: gobiernos dependientes, ocupación del territorio por ejércitos extranjeros y explotación del pueblo, al que se cobraban altos impuestos, y al que se controlaba impidiéndole la participación en las decisiones políticas o económicas. Roma fue destruida casi 500 años después del nacimiento de Jesús.

* La palabra zelote viene de “celo”: celosos, apasionados por el honor de Dios. Tanto en Galilea como en Judea existía un gran descontento ante el dominio de los romanos sobre el país. Entre los opositores destacaba el grupo o partido de los zelotes, una escisión radicalizada del grupo de los fariseos. Actuaban en la clandestinidad, algunos como guerrilleros, especialmente en la región norteña, en Galilea, en donde el control de Roma era más débil. Los zelotes eran nacionalistas, predicaban a Dios como único rey y se oponían a todo poder extranjero. Se negaban, por esto, al pago de los impuestos y a los censos ordenados por el imperio. Los campesinos y los pobres de Israel, agobiados por los tributos, simpatizaban con el movimiento y encubrían a sus miembros.
Los zelotes tenían un programa de reforma agraria: proclamaban que la propiedad debía ser redistribuida justamente, pues las diferencias sociales eran extremas. Proponían la cancelación de las deudas inspirándose en la ley mosaica del Año de Gracia. El grupo más radical dentro del partido zelote era el de los sicarios, que llevaban siempre bajo la túnica pequeños puñales (“sicas”) y cometían con frecuencia atentados contra los romanos.