67- EL BASTÓN DEL MESÍAS

En Cesarea de Filipo, Jesús pregunta a sus amigos quién creen ellos que es él. Tú eres el Mesías, el Liberador, confiesan ellos.

Por aquellos días, viajamos al norte, a la región montañosa de Cesarea de Filipo, en las fuentes del Jordán. Los paisanos que vivían por allá querían oír hablar del Reino de Dios que trae justicia y paz a la tierra.

Jesús – Y si tu hijo te pide pan, ¿le vas a dar una piedra? ¿Verdad que no? Y si te pide un pescado, ¿le vas a dar una culebra? ¡Claro que no, porque es tu hijo! Pues eso es lo que anunciamos, que Dios es nuestro Padre y nos quiere. Y nosotros, sus hijos y sus hijas, le pedimos que nos eche una mano. ¡Y Dios no va a fallarnos!

Jesús, como siempre, se ganaba enseguida la atención de la gente. Empalmaba una historia con otra y los de Cesarea no se cansaban de escucharlo.

Jesús – ¡Amigos, ya llega el Reino de Dios! ¡Ya viene la liberación! El Mesías está a la puerta. Y cuando él venga, traerá en una mano la balanza para hacer justicia y en la otra un bastón para gobernar sin privilegios.
Hombre – ¡Bien dicho! ¡Que viva ese Reino de Dios!
Mujer – ¡Y que lo veamos pronto!

Entonces, entre los aplausos y los gritos de la gente, apareció un hombre inmenso, con la piel muy quemada por el sol y una barba larga, larguísima, como la de los antiguos patriarcas. Se fue abriendo paso entre todos y se acercó a Jesús. Era un viejo beduino de las estepas de Galaad.

Melquíades- No hables más, hermano. Ya es suficiente. Soy Melquíades, pastor de ovejas, nieto de Yonadab, de la tribu de los recabitas, todos pastores de ovejas, como nos mandó Dios. Atravesando el desierto hemos aprendido a leer en el cielo y también en los ojos de los hombres. Tú tienes ojos negros como la noche y brillantes como las estrellas. Sé mirar en ellos.

El viejo beduino se acercó más Jesús y puso una mano sobre su hombro…

Melquíades- Escucha, hermano. Nuestras tribus andan dispersas desde hace mucho tiempo, muchos años, muchas generaciones de años. Andamos como ovejas sin pastor. Gracias por haber venido. Tómalo: esto es para ti.

Melquíades, el recabita, levantó en su mano derecha un largo y nudoso bastón de olivo.

Melquíades- Con este bastón he pastoreado mi rebaño desde que era joven. Con él espanté a los lobos y encaminé por la estepa a mis ovejas. Era de mi abuelo. Míralo: es un cayado de pastor, como el que tenía David en sus manos cuando el viejo Samuel lo fue a buscar y lo puso al frente de su pueblo.
Jesús – ¿Y qué quieres que haga yo con este bastón?
Melquíades- Es tuyo. Pastorea tú al pueblo. Tú eres el hombre que necesitamos para que las cosas cambien.
Jesús – Pero, ¿qué estás diciendo, abuelo? Yo…
Melquíades- Toma el bastón. Y apriétalo fuerte entre tus manos para que el calor de tu sangre le dé vida a los nervios muertos de la madera.

Y el viejo beduino entregó a Jesús aquel bastón gastado y amarillo como un hueso seco.

Jesús – Pero, abuelo, yo…
Hombre – ¡Bien hecho, Melquíades! ¡Bien dicho y bien hecho!
Mujer – ¡Estamos contigo, Jesús! ¡Cuenta con nosotros!
Hombre – ¡Y con nosotros también!

Esa noche, los trece del grupo nos quedamos conversando hasta muy tarde. El cielo se cubrió pronto de estrellas. Al fondo, iluminado por la débil luz de la luna, descansaba el monte Hermón. Sus laderas nevadas ya comenzaban a derretirse con la primavera.

Jesús – ¡Ese pastor recabita está chiflado!
Pedro – El chiflado eres tú, Jesús, si no aprovechas el momento. ¡El pueblo está entusiasmado contigo!
Jesús – Pedro, el pueblo está entusiasmado con el Reino de Dios.
Santiago – ¡Y contigo, moreno, contigo!
Jesús – Pero, Santiago, escúchame…
Santiago – Que no, Jesús, que no quieras tapar el sol con un dedo. Tienes al pueblo en tus manos igual que ese bastón. A una orden tuya, todos se pondrán en marcha.

Jesús hacía rayas en la tierra con el cayado largo y nudoso que le había regalado aquella tarde el viejo Melquíades.

Andrés – La gente espera mucho de ti, Jesús. No los defraudes.
Jesús – ¿Y qué es lo que espera la gente de mí, Andrés?
Andrés – ¿Que qué esperan? Mucho. Que les sigas abriendo los ojos, que te pongas al frente de ellos para que este país se enderece y se acaben de una vez tantos abusos y podamos vivir en paz. Eso es lo que esperan.
Jesús – Pero, ¿están locos? ¿Quién se creen ellos que soy yo?
Judas – Te tienen como a un profeta, Jesús.
Felipe – ¿Sabes lo que me dijo hoy una mujer? Que cuando te miraba así, de medio lado, le recordabas mucho a Juan el bautizador. Que ella apostaba cinco contra uno a que el profeta Juan había resucitado y se te había colado a ti en el pellejo.
Tomás – ¡Pues va-va-vaya chiste! ¡Le corta-ta-tarán otra vez la cabe-be-beza!
Andrés – No, no. Lo que yo oí fue otra cosa. Dicen que el profeta Elías se bajó del carro y te prestó el látigo con que arrea sus caballos de fuego. ¡Que tu lengua tiene el mismo chasquido que la del profeta del Carmelo!
Jesús – Bah, tonterías de la gente.
Judas – El otro día me preguntaron si tú tenías mujer. Y yo les dije que no.
Jesús – ¿Y para qué querían saber eso?
Judas – Bueno, porque el profeta Jeremías tampoco se casó. Dicen que tú te pareces mucho a él.
Jesús – Sí, claro. Y también me parezco al profeta Amós porque soy campesino. Y al profeta Oseas, porque soy del norte. Y dentro de poco dirán que una ballena me tragó y me vomitó como al profeta Jonás. Yo no sé de dónde la gente se inventa tantas
cosas.
Santiago – No es la gente, Jesús, no es la gente…
Jesús – ¿Ah, no? Y entonces, ¿quién? ¿No me van a decir que también ustedes?
Pedro – Verás, moreno. Llevamos ya un tiempo juntos, muchos meses. Hemos formado un grupo. Podemos hablar con confianza, ¿no es eso?
Jesús – Claro que sí, Pedro, para eso somos amigos. ¿Qué es lo que pasa?
Andrés – Jesús, tú has hecho cosas delante de nosotros que, a la verdad, Bueno, sin ir más lejos, lo del sordomudo del otro día en Corozaim.
Santiago – Y aquella niña, la hija de Jairo, estaba muerta, yo la vi.
Felipe – Y el sirviente del capitán romano.
Andrés – Y Floro, el paralítico. Y Caleb, el leproso. Y el loco Trifón. Y la…
Jesús – Está bien, está bien. ¿Y qué? Dios es el único que tiene poder para curar. Dios toma mis manos o las tuyas o las de quien sea y hace lo que quiere. Hay mucha gente que hace cosas más grandes aún.
Judas – Pero no es eso solamente, Jesús. Es tu manera de hablar. Reconócelo: tus palabras son como las piedras que lanzaba David con su honda.
Pedro – Tú hueles a profeta, moreno. Y ni con lejía se te quita ese olor.
Andrés – Tú sabes cómo hablar al pueblo. La gente te escucha, te hace caso.
Jesús – ¡La gente! La gente dice hoy blanco y mañana negro. Ustedes… ¿qué dicen ustedes? Ahora estamos los trece reunidos. Hablemos claro, entonces. ¿Qué esperan ustedes de mí?
Pedro – Lo mismo que esperan todos, Jesús. ¡Que levantes el bastón y te pongas al frente de] pueblo!
Jesús – No sabes lo que dices, Pedro. ¿Quién soy yo para hacer eso, eh? ¿Quién soy yo?
Pedro – ¿Tú? ¡Tú eres el Liberador que espera Israel!
Jesús – Pero, Pedro, ¿te has vuelto loco? ¿Cómo dices eso?
Pedro – Lo digo porque lo creo, ¡qué caramba! Y ya me pica la lengua por decirlo. Y ya se lo dije a Rufina y a la suegra. Y las dos mujeres me dijeron que ellas piensan lo mismo.
Jesús – Pero, Pedro, por favor…
Pedro – Sí, Jesús. ¿Te acuerdas la otra noche? Lo vi clarísimo. Mira, íbamos en la barca, en la mía. De pronto, comenzaron los rayos y el viento del Mar Grande. Una tormenta horrible. Y apareciste tú caminando sobre las olas. Y el viento se calmó. Y tú me diste la mano y yo también caminé sobre el lago, ¿no comprendes?
Jesús – Sí, sí, comprendo. Sigue soñando con agua y un día amaneces ahogado.
Pedro – ¡Tú eres el Mesías, Jesús! ¡Tú liberarás a nuestro pueblo!

Cuando Pedro dijo aquellas palabras, se hizo un silencio entre todos. Esperábamos la respuesta de Jesús. Teníamos los ojos clavados en él que ahora apretaba nerviosamente el bastón del viejo beduino.

Tomás – No te pre-pre-preocupes, mo-moreno… Nosotros te apo-po-poyaremos.
Judas – Cuenta con nosotros. Para eso formamos este grupo, ¿no?
Andrés – Decídete, Jesús. Si la cosa viene de Dios, no podrás escapar de él.
Pedro – No es la gente ni nosotros. Es Dios el que te ha dado el bastón de mando.

Jesús nos fue mirando uno a uno, lentamente, como pidiendo permiso para decir aquellas palabras que le subían a la garganta.

Jesús – Sí, es verdad. A los hombres se les puede engañar, pero a Dios no. Llevo días y noches dándole vueltas a esto mismo que ustedes me acaban de decir. Desde que el profeta Juan murió, sentí que algo había cambiado. Como si Dios me dijera: ha llegado tu hora, el camino está preparado.
Pedro – ¡Pero dicen que Dios no le echa a un burro más carga que la que puede llevar! ¡Ea, moreno, ten confianza! ¡Dios no te fallará!
Judas – ¡Y nosotros tampoco!
Santiago – ¿No oíste lo que dijo el viejo Melquíades? ¡Aprieta el bastón y levántalo! ¡Contigo saldremos adelante!

Entonces Jesús levantó el largo y nudoso cayado del recabita, lo agarró con las dos manos… y de un golpe lo partió por medio.

Felipe – Eh, moreno, ¿qué te pasa? ¿Por qué has hecho eso?
Jesús – Porque a Elías lo persiguieron, a Jeremías lo tiraron a un foso y a Juan le cortaron la cabeza. Mírenlo todos: el bastón de mando está roto. Así acaban los profetas, rotos. Así acabará también el Mesías.
Pedro – No hables así, Jesús. Nosotros te defenderemos, ¡qué caramba! ¿No es verdad, compañeros? ¡Por la buena estrella de Jacob, que a ti no te pasará nada malo!
Jesús – Primero me empujas hacia adelante, ¿y ahora me quieres tirar la zancadilla? No, Pedro, vamos a hablar claro. A mí me partirán como a este bastón. Y a ustedes, si luchan hasta el final, también. Que cada uno se eche al hombro su cruz ya desde ahora para que luego no nos coja por sorpresa.
Pedro – Bueno, Jesús, no hables más de eso. ¡Tú amárrate la correa y sé valiente!
Jesús – Y tú también, Pedro. Detrás de mí, vas tú.
Pedro – ¿Cómo dijiste, moreno?
Jesús – Pedro… Pedro tirapiedras… Ahora te las tirarán a ti. Pero no te preocupes. Eres una buena piedra de cimiento. No te romperán ni a martillazos.
Judas – Bueno, bueno, no hablemos de cosas tristes. ¡Lo importante es que ahora estamos todos y que estamos unidos!
Santiago – ¡Y que seguiremos adelante, a las duras y a las maduras!
Andrés – ¡Y pase lo que pase, este grupo no se desbaratará!
Felipe – ¡Bien dicho, Andrés! Ni el diablo con su tridente podrá contra nosotros, ¿no es cierto?
Jesús – Claro que sí, Felipe. La amistad que hemos atado aquí en la tierra, no la vamos a desatar ni en el cielo. ¿De acuerdo?
Tomás – ¡De acuerdo! ¡Una buena cerradura y trece llaves, una para cada uno!
Jesús – Y tú, Pedro, ¡guarda el llavero para que no se pierdan!
Pedro – ¡Entonces, mano con mano, para siempre!
Santiago – ¡Mano con mano, compañeros!

Amaneció en Cesarea de Filipo. Se nos había ido la noche conversando y ahora teníamos unas cuantas millas por delante. Estiramos las piernas y nos pusimos en camino hacia el sur, rumbo a Cafarnaum. El monte Hermón brillaba blanco a nuestra espalda.

Mateo 16,13-24; Marcos 8,27-33; Lucas 9,18-22.

 Notas

* La ciudad de Cesarea de Filipo fue fundada por Filipo, hijo de Herodes el Grande y hermanastro del rey Herodes Antipas, unos tres años antes de nacer Jesús. Filipo heredó las dotes de constructor de su padre. A la ciudad le puso por nombre Cesarea en honor de César Augusto, el emperador que entonces gobernaba en Roma. La ciudad estaba situada muy al norte, en la frontera con Siria. En Cesarea nace el río Jordán, que desde allí baja y atraviesa toda la tierra de Israel. Cesarea de Filipo se llama actualmente Banias.

* Los recabitas eran un grupo de israelitas que, desde hacía siglos y por fidelidad a sus principios religiosos, vivían como pastores, rechazando la vida de agricultores sedentarios. No tomaban vino, eran muy celosos de sus tradiciones y sólo entraban en las ciudades de paso y en momentos muy especiales. Representaban la oposición a la civilización urbana y el recuerdo de la vieja tradición religiosa del desierto, cuando Israel era un pueblo errante (Jeremías 35, 1-19).

* Los evangelios sitúan en Cesarea de Filipo la aceptación por Jesús de su misión de Mesías. Hasta ese momento, Jesús, impulsado por el ejemplo de Juan el Bautista y apoyado por sus discípulos, se había presentado ante sus compatriotas como un profeta. Como profeta hablaba y actuaba, sintiéndose heredero de la tradición de Israel. En Cesarea, Jesús dio un nuevo paso. La libertad con la que interpretaba la Ley y con la que se presentaba como emisario del Reino de Dios que iba a cambiar la historia, le acercaron cada vez más a la conciencia de ser el Mesías. Como es imposible determinar un lugar y un momento concreto para ese salto en la evolución de su conciencia, los evangelistas lo situaron en el relato de Cesarea.

* Cuando Jesús habla de la cruz, de su futura pasión, de su muerte, no se trata de una “profecía” en el sentido más limitado de esta palabra, como si Jesús fuera un adivinador de su propio futuro. Si así se entendiera, el final dramático que tuvo su vida, no sería un hecho histórico. Todo habría estado predeterminado desde fuera y sabido desde un principio. Lo que estas palabras de Jesús indicaron fue que, a partir de un cierto momento de su actividad pública, él empezó a contar con la posibilidad de una muerte violenta. Había violado la ley del sábado quicio del sistema y esto era suficiente motivo para ser condenado a muerte. Había sido acusado por los sacerdotes de estar endemoniado, y esto también estaba penado con la muerte. Se había enfrentado a las autoridades, a los terratenientes. Se había relacionado con gente despreciada en la sociedad y les había abierto los ojos sobre su condición de marginados. Se había juntado con quienes eran considerados como subversivos, los zelotes. Estaba poniendo en pie un movimiento popular. Los jefes religiosos y las autoridades políticas lo consideraron, con creciente preocupación, como un elemento peligroso. Por todo esto, Jesús podía imaginar, casi con certeza, que le matarían, como habían matado a los profetas.