68- EN LA CUMBRE DEL TABOR

Jesús se emociona viendo la belleza del paisaje y siente la urgencia de cambiar las cosas en Israel. Con su grupo, vive una auténtica transfiguración.

Por aquellos días, íbamos Pedro, Santiago, Jesús y yo camino de Nazaret, por la ruta de las caravanas que bordea el lago de Tiberíades y atraviesa el valle de Esdrelón. El sol del verano, como un globo de oro, hacía brillar los campos de trigo ya maduros para la siega.

Jesús – Ustedes no han subido nunca, ¿eh, Pedro?
Pedro – ¿A dónde, Jesús?
Jesús – Al monte. Yo, de niño, me escapaba a veces de la sinagoga. Nos juntábamos tres o cuatro del caserío y caminábamos hasta acá. Y luego, ¡pa’rriba! Llegábamos con la lengua afuera, eso sí, y con las sandalias medio rotas, pero… valía la pena.

A nuestra izquierda, redondo como una cúpula, se levantaba el monte Tabor, separando los antiguos territorios de las tribus de Isacar, Zabulón y Neftalí, guardián solitario de la fértil llanura galilea.

Juan – Pedro, Santiago… ¡amárrense las sandalias!
Santiago – ¿Cómo dices, Juan?
Juan – Que a este moreno lo conozco yo como al patio de mi casa. ¿No están viendo que se le van los pies para subir?

Enseguida echamos a andar cuesta arriba, hacia la cumbre del monte, serpenteando entre los pinos y los terebintos que crecen en las laderas.

Pedro – ¡Por las melenas de Sansón y las tijeras de Dalila! Estoy sin fuerzas, sin resuello. Espérate, Jesús…
Jesús – Debe ser que uno ya va para viejo, Pedro… Uff… Las veces que yo subí de muchacho corriendo hasta… hasta arriba mismo.
Pedro – Eh, Juan… Santiago… vengan aquí.
Juan – Y esas ovejas, ¿de dónde han salido?
Santiago – Si hay rebaño, habrá también pastor, digo yo. Oh, oh, el pastor… ¡el pastor! ¿Dónde se habrá metido?
Pedro – ¡Ea, sigamos subiendo!

Allá arriba, sobre una roca, en la cumbre del monte, estaba el viejo Jilel, con su flauta de caña y los ojos perdidos en la línea del horizonte.

Jesús – ¡El pastor! ¡El pastor!
Jilel – ¡Aquí estoy! ¿Qué me piden o qué me dan?
Pedro – ¡Sólo podemos darte los buenos días, viejo! ¿Y tú?
Jilel – ¡Yo puedo brindarles un poco de queso y toda la leche que quieran! Vengan, vengan, paisanos, que la leche de mis ovejas es más pura que la casta Susana.
Jesús – Oye, tú eres el viejo Jilel, ¿no?
Jilel – Sí, así me llamo. ¿De dónde sabes mi nombre? ¿Te lo dijo algún cuervo por el camino?
Jesús – No, es que cuando era muchacho subí varias veces al monte y ya tú andabas dando vueltas por estos lugares.
Jilel – Claro, porque esta es mi casa. Otros juntan ladrillos y se encierran dentro. Yo no. Yo no tengo cabaña. Prefiero el aire libre. Mi único techo es el cielo. ¡Ea, prueben esta leche de chiva, les refrescará la garganta!
Juan – Gracias, Jilel.
Santiago – ¿Y no te aburres aquí tan solo, viejo?
Jilel – ¿Aburrirme yo? ¡Ja! La música es la amiga más fiel del hombre, no lo olvides. Y mira el valle… Ni Matusalén, con todos sus años, tuvo tiempo para ver toda esta belleza. Ustedes, los que viven abajo, en las ciudades y los caseríos, aprenden a leer y van a la sinagoga y oyen las escrituras santas. Yo no sé nada de letras. Pero tampoco me hace falta, ¿saben? Este es el libro mío, con éste me basta.

El viejo Jilel señalaba con su mano callosa el valle de Esdrelón que se abría inmenso y verde a nuestros pies.

Jilel – Miren bien, muchachos… ¡Esta es la tierra que Dios juró dar a nuestros padres, la tierra que mana leche y miel, la más hermosa de todas!
Pedro – Oye, viejo, y por allá, por el fondo, ¿no es que cae el lago?
Jilel – Sí, el lago de Galilea, redondo como un anillo de novia. Dicen que Dios se lo puso en el dedo a Eva cuando se la entregó a Adán como esposa. Pero miren hacia allá, paisanos: ¿no lo ven?
Juan – ¿Dónde, viejo?
Jilel – Allá, detrás de todo… Es el monte Hermón, chorreando nieve, tan blanco como las barbas de Dios. Desde allí el Señor bendice nuestra tierra. Miren ahora hacia la otra punta… Por allá están las tierras de Samaria. Allá, junto a las nubes, el monte Ebal y el monte Garizín… y entre los dos, como un dije entre los pechos de una mujer, la ciudad de Siquem. Allá se reunió nuestro padre Josué con todas las tribus de Israel y les hizo jurar la alianza con Dios, bendición para el que la cumpla, maldición para el que la rompa.
Juan – Oye, viejo, ¿y esos montes que se ven más cerca?
Jilel – Ah, ésas son las alturas de Guelboé, donde los filisteos mataron al primer rey de nuestro pueblo, a Saúl, y a su hijo Jonatán, el amigo de David. Y David, que también sabía de música, tomó la flauta y le cantó a su amigo muerto. Miren hacia allá, hacia el poniente… Hay como una espuela verde que sale de la tierra y se hunde en el mar Grande. Es el monte Carmelo, la patria de Elías, el primer profeta que sacó la cara por los pobres de Israel y defendió sus derechos. ¡Ah, Elías! Su lengua fue como un látigo en las manos de Dios. Hizo temblar a los reyes y a todos los que abusaban de los humildes. Y cuando Dios se lo llevó en el carro de fuego, su espíritu se repartió como chispas entre los nuevos profetas. ¿Ven lo que les decía, paisanos? Cada una de estas montañas que se ven desde aquí es como la página de un libro: en ellas está escrita la historia de nuestro pueblo.
Jesús – Pero esa historia comienza en otra montaña, viejo, la más grande de todas, la que no se ve desde aquí…
Jilel – Es verdad, muchacho, el Sinaí queda lejos, muy lejos, por allá por el sur, donde sólo alcanza el ojo del águila. Y fue por aquellas soledades donde a Dios se le antojó llamar a Moisés en el fuego de una zarza. Y desde allí lo envió a Egipto a liberar a sus hermanos. Y Moisés se enfrentó al faraón, y sacó a los esclavos, y atravesó con ellos el Mar Rojo y el desierto, hasta llevarlos al Sinaí, la montaña santa, la que tiene dos puntas en la cumbre, como las rodillas abiertas de una parturienta: allí nació un pueblo libre, nuestro pueblo de Israel.
Juan – Caramba, viejo, oyéndote hablar uno se emociona…
Jilel – Ay, muchachos, es que ustedes son jóvenes y no saben. Pero han pasado tantas cosas… ¡Y las que faltan, claro! Porque Dios nunca se está quieto. De seguro que algo estará tramando para estos tiempos. ¿Saben lo que les digo, paisanos? Que Dios se parece a las cabras: le gusta el monte. Unas veces está con Elías en el Carmelo, otras con Moisés en el Sinaí. Pero siempre está peleando por la justicia y defendiendo a los más humildes. ¿No recuerdan ustedes cómo le llamaban a Dios nuestros abuelos? El Saday, el Dios montañero. Porque cuando a Dios no le gusta cómo van las cosas abajo, en la gran ciudad de los hombres, se sube a las montañas. Y desde allí, se ríe. Sí, Dios se ríe de los reyes y de los faraones. Las grandes naciones hacen guerras y los poderosos abusan de los pobres. Pero no cantarán victoria. Dios pondrá un liberador en el monte Sión. El será mi hijo amado, yo me complaceré en él.

Hasta hoy me represento en los ojos aquella hora: la línea azul del horizonte, el valle inmenso cortado en huertos, como remiendos de un patio de cien colores, el sol a medio guardar detrás de las nubes y la brisa del Hermón anunciando lluvia en el Tabor. A las palabras del pastor Jilel, como un abismo que llama a otro abismo, siguieron las de Jesús…

Jesús – Sí, viejo, usted tiene razón.
Es en la montaña donde los ojos se limpian
y las orejas se abren para escuchar la voz de Dios.
Es aquí donde el Dios de Israel habló en susurros a Elías
y donde conversó cara a cara con Moisés.
Sí, Dios vive y se deja sentir.
Y desde cada una de estas montañas él ha ido entretejiendo,
con dedos de mujer hacendosa,
los caminos del hombre sobre la tierra.
Ahora el trabajo está cumplido,
ahora es el momento de Dios.
Él viene a poner su casa en un monte alto,
en la cima de los montes,
para que a ella subamos los hijos de Israel
y también los de todas las naciones.
Porque Dios es Dios de todos,
de los de cerca y de los de lejos.
Él no se conforma con reunir a las tribus dispersas de Jacob.
No, hay liberación abundante.
Sobra perdón y misericordia
para todos los hijos de los hombres.
Y el ungido de Dios,
el Mesías que tanto ha esperado nuestro pueblo,
será puesto en lo alto del monte,
como luz de las gentes,
para que la salvación
alcance hasta los confines de la tierra.

Pedro – ¡Bravo, moreno! Ya decía yo que tú tenías las barbas de Moisés y la lengua de Elías. ¡Sigue hablando, no te calles, que esa liberación del mundo viene pronto, ya no puede demorarse!
Santiago – Lo que viene pronto es la tormenta. Ea, camaradas, dejemos la poesía para otro momento, y vamos, bajemos si no queremos empaparnos.
Pedro – Pero, ¿qué dices, Santiago? ¡No, nunca! ¿No has oído lo que dijo Jesús? ¡Ahora es que esto se pone bueno!
Juan – Pero, Pedro, ¿te has vuelto loco? ¿No ves que viene un diluvio y aquí no hay ni una cabaña para refugio?
Pedro – ¡Pues las fabricamos, qué caray! ¡Fabricamos una y tres si hacen falta! ¡Pero de aquí no se mueve nadie!

Pedro, entusiasmado, miraba al cielo. Las nubes grises ya se iban juntando sobre nuestras cabezas. A los pocos segundos, cayeron las primeras gotas.

Pedro – ¿Qué importa el agua, compañeros? ¿En el Sinaí no caían rayos y centellas cuando Dios apareció? ¡Y en el Carmelo lo mismo! ¡Es que Dios anda suelto por las montañas! ¡Sí, sí, ahora bajará Elías en su carro de fuego, y también vendrá Moisés con una zarza ardiendo en la mano!

Las nubes descargaron con furia sobre el monte Tabor y nos calamos hasta los huesos. Los rayos cruzaban el cielo como flechas y su resplandor iluminaba las caras del pastor Jilel, de mi hermano Santiago, de Pedro y de Jesús.

Pedro – Bueno, y ahora… ¿ahora, qué? ¿Se acabó todo?
Jesús – No, al contrario. Ahora es que empieza.
Pedro – Pero, ¿qué va a pasar ahora, moreno?
Jesús – Nada, Pedro. Si no quieres pescar un buen catarro, ponte en marcha y a seguir nuestro camino. ¿O qué querías tú? ¿Quedarte acá arriba viendo pasar los relámpagos?
Pedro – No sé, yo esperaba algo más… Ver a Dios… aunque fuera de medio lado, pero…
Jesús – Escucha, Pedro: Dios está en los montes, sí. Pero los hombres y las mujeres están ahí abajo, fíjate…

Y Jesús miraba el valle de Esdrelón, salpicado de caseríos, donde los pobres de Israel amasaban el pan con sudor y con lágrimas.

Jesús – Es ahí a donde tenemos que ir, Pedro. Deja tranquila la zarza ardiendo y el carro de fuego y vamos abajo. Son las brasas de esos fogones apagados los que tenemos que soplar. Eso hizo Moisés y también Elías: ocuparse de sus hermanos, trabajar sin descanso para ayudarlos a salir adelante. ¡Ea, andando! Hay que encender con prisa un fuego en toda la tierra, ¡y que arda!

Pedro, mi hermano Santiago, Jesús y yo bajamos por las laderas del monte Tabor, resbalosas después del aguacero. Allá arriba quedó el viejo Jilel con sus rebaños de ovejas y su flauta de caña. Abajo estaban los campos y las ciudades de Galilea, esperando un cambio, una renovación, una transfiguración.

Mateo 17,1-13; Marcos 9,2-13; Lucas 9,28-36.

 Notas

* El monte Tabor es un monte aislado, en el nordeste de la hermosa y fértil llanura de Esdrelón, en Galilea. Tiene forma redondeada y 560 metros de altura. Desde muy antiguo se le consideró, por su enclave en el límite de los territorios de las tribus de Isacar, Zabulón y Neftalí, y por su belleza, como un monte santo. Aunque los evangelios no dicen el nombre de la montaña a donde Jesús subió con sus discípulos en el relato de la transfiguración, la tradición siempre ha situado este acontecimiento en la cima del Tabor. El monte está a unos 30 kilómetros de Nazaret y tiene una abundante vegetación. En su cumbre fue edificada la iglesia de la Transfiguración, que en su fachada busca recordar la silueta de las tres tiendas a las que se refiere Pedro en el texto evangélico.

* Desde la cima del monte Tabor se contempla una de las vistas más bellas de la tierra de Israel. A los pies del Tabor se extiende la llanura de Esdrelón o de Yizreel, que significa “Dios lo ha sembrado”, resaltando la exuberante fertilidad de esta tierra (Oseas 2, 23-25). Yizreel es un extenso valle en forma de triángulo, que flanquean el monte Carmelo, los montes de Guelboé y las montañas de Galilea. Servía para comunicar la Palestina occidental con la oriental y fue por esto escenario frecuente de guerras y batallas de gran trascendencia en la historia de la nación.

* El monte Hermón marca el límite norte de la Tierra prometida por Dios a su pueblo. Era considerado como el guardián de la nación. Está siempre cubierto de nieve (Salmo 133).

* El monte Ebal y el Garizim, en tierras samaritanas, fueron escenario de uno de los momentos más solemnes de la historia del pueblo (Josué 8, 30-35).

* En los montes de Guelboé los israelitas fueron vencidos por los filisteos y fue allí donde murió Saúl, el primer rey de Israel, y su hijo Jonatán (1 Samuel 31, 1-13; 2 Samuel 1, 17-27).

* El monte Carmelo es la patria del profeta Elías. El Carmelo, cuyo nombre significa “jardín de Dios”, es una montaña muy fértil, de unos 20 kilómetros de extensión, situada entre el mar Mediterráneo y la llanura de Yizreel. Allí realizó algunos de sus signos más espectaculares el profeta Elías (1 Reyes 18, 16-40). En la actualidad se le llama al Carmelo Yebel-mar-Elyas el “monte de San Elías”, y multitud de peregrinos acuden a venerar al primer gran profeta de Israel en una cueva excavada en la base del monte. Allí rezan y se reúnen en romerías festivas, con cantos y comidas simbólicas.

* Elías (su nombre significa “Yavé es Dios”) vivió unos 900 años antes de Jesús. Fue el gran profeta del reino del norte de Israel, cuando la nación se dividió en dos monarquías. La popularidad de Elías fue inmensa y el pueblo tejió alrededor de su figura todo tipo de leyendas. Se decía que no había muerto, sino que subió al cielo en un carro de fuego y que volvería de nuevo para abrirle camino al Mesías. Estas ideas estaban vivas en tiempos de Jesús. En el relato lleno de símbolos de la transfiguración de Jesús, Elías no podía dejar de aparecer junto a él, para garantizarle su espíritu profético y sobre todo, como testigo de que Jesús era el Mesías esperado.

* El Sinaí es la montaña de Moisés. También se le llama en la Biblia monte Horeb. Es la montaña más sagrada para Israel. Allí se apareció Dios a Moisés en una zarza ardiendo, allí le reveló su nombre “Yahveh”, le entregó los mandamientos e hizo alianza con el pueblo cuando marchaba por el desierto. El Sinaí está situado en territorio que hoy pertenece a Egipto, en la península del Sinaí, en pleno desierto, en una zona habitada únicamente por beduinos.

* Moisés vivió mil 800 años antes de Jesús. Es para Israel padre y liberador del pueblo, el que lo formó y lo guió hasta la Tierra Prometida, el hombre excepcional que habló con Dios cara a cara. Y, sobre todo, el Legislador, el que dio a Israel la Ley Santa. Ninguna figura bíblica tenía tanto peso ni tanta autoridad como Moisés. Por eso, debía aparecer junto a Jesús en el simbólico relato de la transfiguración, como expresión de que se iniciaba una nueva alianza y como garantía de que Jesús heredaba las mejores tradiciones de su pueblo.

* Para la mentalidad israelita, la montaña, por su mayor proximidad al cielo, era el lugar donde Dios se manifestaba. Otros pueblos vecinos los asirios, los babilonios, los fenicios pensaron de la misma manera. El monte era el lugar santo por excelencia. Más adelante, surgió otra idea complementaria: Dios elige algunos montes como especial morada suya. Y así, innumerables veces se habla en el Antiguo Testamento del monte Sión, en Jerusalén, como lugar elegido por Dios para vivir, como sitio del banquete de los tiempos mesiánicos. Además, una antigua tradición de Israel llamó a Dios con el nombre El-Sadday, que significa “Dios de las montañas” (Génesis 17, 1-2).

* Con varios elementos simbólicos monte sagrado, Moisés (la Ley), Elías (los profetas), la nube (que también aparece en el Éxodo), la luz resplandeciente, los evangelistas armaron el cuadro teológico de la transfiguración para comunicar a sus lectores que en Jesús se cumplía todo lo anunciado por los antiguos escritos del pueblo de Israel. Presentaron así lo que se llama una “teofanía” (aparición de Dios), al estilo de muchas de las teofanías del Antiguo Testamento: Éxodo 24, 9-11 (Dios se aparece a Moisés y a los ancianos); 1 Reyes 19, 9-14 (Dios se aparece a Elías en el viento); Ezequiel 1, 1-28 (Dios se aparece al profeta Ezequiel en un carro). En estas teofanías una serie de elementos simbólicos culminan en el momento en que se escucha la voz de Dios. En el relato de la transfiguración de Jesús, las palabras de Dios son las del Salmo 2: “Tú eres mi Hijo amado”.