8- LA ÚLTIMA NOCHE EN BETABARA

Jesús no sabe qué hacer con su vida. El profeta Juan le aconseja ir al desierto para escuchar la voz de Dios.

Andrés y Pedro, Santiago y yo, Felipe, Natanael y Jesús, habíamos sido bautizados por el profeta Juan. Ya nos sentíamos preparados para la llegada del Liberador de Israel. Ya teníamos también que regresar a nuestra provincia. Recuerdo que aquella noche, la última que pasamos en el recodo de Betabara, nos reunimos en una tienda para despedirnos.

Pedro – ¡Esta jarra va en honor de Felipe, que hacía tres años que no se remojaba el pellejo!
Felipe – ¡Pues la mía va en honor de mi amigo Nata, que con la zambullida que se dio le está retoñando el pelo! ¡Vean, señores, vean una calva floreciendo gracias al agua del Jordán!
Natanael – Déjame quieto, Felipe, no seas pesado.
Santiago – Hablando en serio, compañeros, ¿no se han fijado cómo está el profeta Juan? Desasosegado, dando vueltas de un lado para otro, como un sabueso cuando ya huele la presa pero no sabe por dónde viene.
Juan – Es verdad. El profeta anda raro desde ayer. Tiene los ojos así, aguzados, como acechando algo que se acerca, algo que nosotros no vemos todavía.
Santiago – Algo no. Alguien. Dicen que dijo que el Mesías nos está pisando los talones.
Natanael – Eso lo ha dicho siempre y nadie asoma el pelo.
Felipe – ¿Y no será él mismo el Mesías? A ver, díganme ustedes, ¿quién tiene en este país un galillo más duro que el bautizador para decir las cuatro verdades que hacen falta? ¡Para mí que Juan es el hombre!
Pedro – Y para mí que no, que es otro más fuerte que él. Todavía está callado, pero cuando abra la boca, ¡va a temblar hasta la diosa Lilit!
Juan – Aquí el único callado es el de Nazaret. Eh, Jesús, ¿qué pasa contigo? Arrímate acá, hombre.
Jesús – Lo que pasa es que tengo que salir a darle un recado a un paisano que me espera. Ea, sigan ustedes festejando, que yo vuelvo enseguida…
Felipe – No te demores, que ya el flaco Andrés fue a buscar vino.

El paisano a quien Jesús quería ver aquella noche era el profeta Juan. Jesús sabía donde dormía: en el hueco de un peñasco que caía a pico sobre el río. Y hasta allí fue para conversar con él.

Bautista – Pues así es, Jesús. Somos primos lejanos. Mi madre siempre recordaba con mucho cariño a la tuya y me hablaba de cuando estuvo un par de meses con ella, allá en Ain Karem, cuando yo iba a nacer… ¡Ah, caramba, cómo corre el tiempo! Luego yo me fui de casa y no volví a saber de los míos. Fui al monasterio de los esenios, no sé si lo conoces.
Jesús – No, nunca he estado por ese sitio.
Bautista – No queda lejos de aquí. Pues mira, estando en el monasterio me avisaron de la muerte de mi padre Zacarías. Él nunca estuvo de acuerdo con que yo me fuera allá. Claro, era sacerdote y ya sabes que los del Templo de Jerusalén están peleados a muerte con los esenios del desierto.
Jesús – ¿Y tu madre Isabel?
Bautista – Murió al año siguiente. José y María pudieron acompañarnos en el entierro. Tú entonces serías un muchacho, ¿no?
Jesús – Sí. Recuerdo que me quedé en Nazaret cuidando la choza y a la vuelta se armó el lío en Séforis. La ciudad quemada, no sé cuántos crucificados… Algo espantoso.
Bautista – Y entonces fue cuando murió tu padre José, ¿verdad?
Jesús – No, eso fue unos años después. En Séforis siempre había problemas y como nosotros vivíamos tan cerca… A él lo delataron por ayudar a unos que escapaban de allá. Lo golpearon tanto que… bueno, después duró muy poco. Un crimen.
Bautista – Desde luego, estos romanos son crueles. Hay que tenerles miedo.
Jesús – Pues tú no les tienes mucho miedo que digamos. Les gritas en la cara todo lo que se te antoja.
Bautista – ¿Y por qué les voy a tener miedo? ¿Qué me pueden quitar ellos? Nada. Yo no tengo nada que perder. No tengo dinero ni casa ni familia. No dejo nada atrás. Mira, lo único que me pueden quitar: esta voz. Pero ya lo que iba a decir lo he dicho. Bah, hablemos mejor de ti. Cuéntame de tu vida. ¿Qué haces? O mejor, ¿Qué quieres hacer?
Jesús – Para eso quería hablar contigo, Juan. Échame una mano. Estoy desorientado.
Bautista – No sabes qué hacer. Sientes que Dios te da vueltas alrededor de la cabeza como un mosquito y ni te pica ni te deja tranquilo, ¿no es eso?
Jesús – Sí, algo así. Llevo varios meses inquieto. Ahora te veo a ti y pienso: caramba, este Juan sí está dando en el clavo. Está abriendo los ojos al pueblo, está ayudando a la gente, haciendo algo. Pero yo, ¿qué hago yo?
Bautista – Muy bien. ¿Quieres trabajar? Quédate aquí conmigo. Me ayudas a bautizar. Como has visto, hay trabajo para dos y para doscientos. Vienen muchas caravanas, cada día más, y uno acaba ronco de tanto hablar y gritar. Te lo digo, estoy cansado. Quédate conmigo, Jesús. Me parece que tú tienes buena madera de predicador, ¿verdad?
Jesús – ¿Predicador yo? No, no, no me hables de eso. Déjame en Nazaret con mis herraduras y mis ladrillos. Yo no sirvo para hablar a la gente.
Bautista – Moisés era un tartamudo y Jeremías un niño cuando Dios los llamó. Decían lo mismo que tú. Yo también temblaba cuando abrí la boca por primera vez. Y ahora me da lo mismo tener delante a mil o a diez mil. Vamos, hombre, decídete. Quédate aquí. Ya nos arreglaremos para vivir los dos.
Jesús – Es que… tengo mucho trabajo pendiente en Nazaret… y yo…
Bautista – Está bien. No quieres ser predicador, te asusta la gente. Pues vete al monasterio. Sí, ahí pasé yo más de diez años. ¿Ves aquellas rocas al fondo, aquellos montes? Detrás de ellos está el Mar Muerto. Los peces arrastrados por la corriente del Jordán mueren al llegar a sus aguas saladas. Es un lugar sin animales, sin árboles. Ahí está el monasterio. Lejos del mundo y cerca de Dios.
Jesús – ¿Y quién dijo que para estar cerca de Dios hay que alejarse del mundo?
Bautista – Eso dicen los monjes del desierto. Por eso se han escondido en el monasterio.
Jesús – Y por eso tú te escapaste de allá, porque tú querías estar con el pueblo.
Bautista – Sí, tienes razón. Dios y el pueblo me caben juntos aquí adentro. No tengo que sacar a uno para dar el sitio al otro.
Jesús – No me hables entonces de los monjes ni de la soledad. Yo no quiero alejarme de la gente. A mí me gusta tener amigos, me gusta la fiesta, me gusta la vida. ¿Dios no está en todo eso, en la alegría?
Bautista – Yo creo que sí, Jesús.
Jesús – ¿Entonces?
Bautista – Entonces, digo yo. ¿Qué más buscas? Cásate, lleva bien tu familia, ten muchos hijos a ver si alguno de ellos es el Mesías, y vive tus años en paz.
Jesús – Sí, eso es lo que me dice siempre mi madre, pero yo no sé, no lo veo claro.
Bautista – No quieres irte con los monjes al desierto. No quieres llevar una vida normal como la mayoría de la gente. Tampoco quieres quedarte conmigo que tengo una pata entre la gente y la otra en el desierto. ¿Qué quieres entonces? Pues pelea. Únete a la guerrilla de los zelotes. En Galilea están bien organizados los grupos.
Jesús – Sí, pero… No sé, tal como están las cosas, con la fuerza tan grande que tienen los romanos, ¿no será una locura empuñar la espada contra ellos? ¿Qué precio de sangre habría que pagar, dime?
Bautista – Te comprendo. Yo también me hago esas preguntas.
Jesús – ¿Entonces?
Bautista – Entonces tampoco te vas con los zelotes.
Jesús – Ayúdame, Juan, estoy desorientado. No quiero ser tacaño con Dios. Pero que él tampoco sea tacaño conmigo. ¿Qué quiere él de mí?
Bautista – Pues haz lo que han hecho todos los buscadores de Dios: vete al desierto, vete solo por esas montañas de arena y allá, entre el cielo y la tierra, grítale, grítale a Dios. Y él te responderá.
Jesús – En el desierto también se escuchan otras voces, no sólo la de Dios. Se oye la voz de la tentación.
Bautista – Sí, también la oirás. Pero el Espíritu te hablará más fuerte. El Espíritu de Dios estará sobre ti y… Jesús, ¿quién eres tú?
Jesús – ¿Como dices, Juan?
Bautista – No, perdóname, por un momento me pareció… ¿Eres tú, verdad, eres tú el nazareno que yo bauticé esta mañana?
Jesús – Claro que sí, Juan. ¿Qué te pasa?
Bautista – Nada, no me hagas caso… A veces, de noche, paso el tiempo imaginando cómo será la cara del Mesías… ¿Será rubio o moreno? Y su barba, ¿abierta o muy cerrada? Y sus ojos, ¿cómo mirarán? ¿Cómo me mirarán cuando yo los mire? Llevo tanto tiempo esperando ese momento, que a veces me parece que no llegará nunca. Moriré sin verlo.
Jesús – No digas eso, Juan. Estás cansado, eso es lo que te pasa. Bueno, voy a regresar a la tienda con los compañeros. Seguiré tu consejo. Mañana iré al desierto. ¿Nos volveremos a ver algún día?
Bautista – Espero que sí. Saluda a tu madre María cuando la veas. Buena suerte, Jesús. Y sé valiente.
Jesús – Gracias, Juan. ¡Adiós!

Jesús volvió un poco tarde a la tienda donde estábamos todos reunidos, riendo, jugando dados y, sobre todo, bebiendo vino a chorros.

Juan – ¡Al fin llegó el que faltaba! Vamos, Jesús, cuéntanos algunos chistes buenos…
Felipe – Nosotros celebrando la venida del Mesías… ¡hip! Y en ese momento llegas tú… ¡hip!… ¡Pues tú serás nuestro Mesías! ¡Hip!
Jesús – ¿Cuántos litros de vino hacen falta para marear un cabezón tan grande, Felipe?
Pedro – Pues si yo fuera el Mesías… metía en una red a todos los romanos con sus capas y sus escudos, los amarraba bien, los llevaba al medio del lago y ¡zas!, comida para los peces.
Santiago – Tú no sirves para Mesías, Pedro. Si yo fuera el Mesías lo que hacía era poner la capital en nuestra provincia, ¿qué les parece? Con quinientos elefantes arrastraba el Templo de Jerusalén y lo sembraba allí, en Galilea. Allí estaría mejor cuidado que acá en el sur.
Pedro – Y tú, Jesús, ¿qué harías si fueras el Mesías?… ¿No oyes lo que te digo? ¿Que qué harías si tú fueras el Mesías?
Jesús – Déjate de bromas ahora, Pedro…
Pedro – No estoy bromeando. Te hablo en serio, Jesús. Todos podemos ser el Mesías. A ver, ¿por qué no? Juan dice que está entre nosotros. Pues a lo mejor es este calvo, o aquel flaco o… o tú mismo, Jesús. Eso no es cosa de uno sino de Dios. Si Dios dice: “éste”, ése es. Si Dios dice: “aquél”, aquél es. Cualquiera puede ser el Mesías. ¡Tú mismo puedes ser el liberador de Israel, Jesús!
Juan – ¡Yupi! Que mañana me voy a Galilea a bailar con la más fea, la, la, la…
Natanael – ¡Brindo porque mañana vuelvo a mi taller! Ay, Jesús, hermanito mío, qué contento estoy…
Santiago – Jesús, hemos decidido volver mañana a Galilea.
Jesús – Me parece muy bien. Yo… yo iré un poco más tarde.
Juan – ¿No vienes con nosotros mañana?
Jesús – No, es que tengo que ir primero a Jericó.
Pedro – Bah, si es por eso, yo voy contigo a Jericó y luego nos reunimos con estos bandidos por el camino.
Jesús – No, Pedro, es decir… no es a Jericó exactamente. Es… al desierto.
Pedro – ¿Al desierto? ¿A buscar qué? ¿Y piensas ir solo al desierto?
Jesús – Sí.
Pedro – Pero… ¿tú estás loco?
Jesús – Bueno, un poco sí.
Felipe – ¡Pues brindo por este moreno loco y por todos los chiflados que estamos aquí!

Bueno, si les digo la verdad, teníamos demasiado vino en la cabeza… no recuerdo qué más pasó aquella noche, la última en Betabara.

 
Notas

* El parentesco de primos entre Juan el Bautista y Jesús, al que se refiere únicamente el evangelio de Lucas, debe entenderse como expresión de la estrecha relación que existió entre el mensaje de ambos profetas. Juan tuvo que tener una influencia decisiva sobre Jesús, que diría un día de él que era “el mayor de entre los nacidos de mujer” (Mateo 11, 11).

* Es muy posible que Juan el Bautista viviera durante algún tiempo en el monasterio de los esenios, en las orillas del Mar Muerto, cerca del lugar donde después bautizaría. Los esenios fueron un grupo similar a una congregación religiosa, que comenzó a formarse unos 130 años antes de nacer Jesús. Eran muy críticos de las prácticas religiosas del Templo de Jerusalén y en rechazo de ellas se retiraron al desierto para no contaminarse con el mundo. Vivían en comunidad, guardaban el celibato aunque había grupos de casados, rezaban oraciones especiales, no hacían sacrificios de animales, practicaban una pobreza rigurosa y compartían los bienes. Esperaban el fin de los tiempos como un acontecimiento inminente. Se consideraban perfectos y predilectos de Dios. Entre sus ocupaciones estaba la copia de las Escrituras.

* Cuando en los años 70 de nuestra era los romanos devastaron las ciudades de Israel y hasta arrasaron Jerusalén, los esenios huyeron del monasterio y dejaron enterrados en ánforas de arcilla algunos de sus manuscritos. Estos pergaminos, los llamados “rollos del Mar Muerto”, han llegado hasta nosotros después de los descubrimientos hechos en Qumram en 1947. Son los manuscritos más antiguos que se conocen de algunos libros de la Biblia. El más importante es el rollo del profeta Isaías. Actualmente, se pueden visitar las ruinas del monasterio esenio, del que se conservan paredes, algunas escaleras, las piscinas de purificación. En el Museo del Libro, en Jerusalén, están los objetos encontrados en las ruinas: vasijas, sandalias, monedas, mesas.

* No se tiene ninguna referencia histórica sobre cuándo y cómo murió José, el esposo de María. De lo que sí existen datos históricos es del saqueo y destrucción de la ciudad de Séforis, cercana a Nazaret y entonces capital de Galilea, en los años de la juventud de Jesús. Los romanos la incendiaron como escarmiento de la rebelión zelote que allí se produjo. Y crucificaron a centenares de hombres.

* Jesús no fue un monje esenio, de los que había en su tiempo. Vivió mezclado con sus paisanos, participando de todos sus problemas y realidades. Fue un laico, no entró en ninguna estructura religiosa, no fue sacerdote ni levita, no formó parte del movimiento seglar fariseo. Hasta el final de su vida vivió y actuó de forma independiente, sin apartarse de la clase social en la que había nacido.