100- EL JUICIO DE LAS NACIONES

Jesús cuenta la parábola del Juicio Final. Para Dios, lo único importante son las obras de amor y compasión hechas a quienes necesitaban.

Aquel día, después de subir y bajar muchas colinas, el mensajero de Dios, con su trompeta bajo el brazo, llegó al valle de Josafat. Con la primavera, el valle estaba todo cubierto de hierba muy verde y un arroyo de agua cristalina corría sin hacer ruido. El mensajero sonrió satisfecho, saludó al sol que acababa de despertarse, y comenzó a trepar por la muralla de grandes piedras que se alza junto al valle. Cuando llegó arriba, al pináculo más alto, se apoyó bien sobre la piedra angular, respiró profundamente e hizo sonar la trompeta. Las orejas del mundo se pararon. Los ojos dormidos se abrieron y todos los habitantes de la tierra, desde los grandes hasta los pequeños, comprendieron que había llegado la hora de rendir cuentas a Dios.

Después de tocar la trompeta, el mensajero ahuecó las manos y gritó a voz en cuello…

Mensajero – ¡Aquí todos! ¡Aquí todas! ¡Ea, de prisa! ¡Vengan todos al valle de Josafat! ¡Dios llama a Juicio! ¡Ha llegado el día grande, en que el Señor va a juzgar a todos los pueblos y a todas las gentes que han vivido bajo el sol, desde Adán hasta el último hijo de mujer que haya nacido sobre la tierra!

El mensajero bajó del pináculo de la muralla y se dirigió al centro del valle, donde había una datilera. Allí, bajo sus hojas verdes y brillantes, extendió una piel de cordero que muy bien podría servir como alfombra. Después, con ramas de árbol y la destreza de su cuchillo, fabricó un taburete de madera. Aquello sería el trono donde Dios iba a juzgar a todas las naciones de la tierra.

Cuando el mensajero levantó los ojos, vio las primeras caravanas que ya asomaban por el horizonte. Detrás de ellas, se veían otros grupos de hombres y de mujeres, de viejos con barba blanca y de niños cargados en brazos, muchísimas gentes, rebaños enteros de pueblos que venían hacia el valle de Josafat a participar en el gran juicio de Dios. El mensajero salió a recibirlos.

Mensajero – ¿Quiénes son ustedes y de dónde vienen?
Egipcio – Venimos de la tierra de los faraones y las pirámides. Somos los egipcios, los hijos de un pueblo grande y numeroso como las arenas de nuestros desiertos.
Mensajero – ¿A qué dios adoraron ustedes durante su vida?
Egipcio – ¡Al único dios verdadero! ¡A Osiris, el hijo del sol, el juez de vivos y muertos! ¡Osiris, aquí estamos nosotros, tus servidores!
Mensajero – Vamos, vamos, pasen y siéntense por ahí, sobre la hierba.

Y los egipcios entraron en el valle de Josafat vestidos con túnicas verdes, tan verdes como la fertilidad de las tierras del Nilo.

Caldeo – De Mesopotamia venimos. De la tierra que abrazan los dos ríos y que sirvió de cuna a siete imperios.
Mensajero – ¿Cuál es el dios de ustedes?
Caldeo – ¡El único dios verdadero, nuestro protector Marduk, dueño y señor de la historia, que renace con el año nuevo! ¡Marduk, aquí estamos tus hijos, los asirios y los babilonios!

Y entraron en el valle los habitantes de Mesopotamia, con sus vestiduras de cáñamo y sus turbantes azules, tan azules como el cielo que quisieron alcanzar levantando la torre de Babel.

Mensajero – Y ustedes, ¿de dónde vienen?
Griego – Venimos atravesando el mar grande, lleno de islas. Somos los griegos, nacidos a la sombra del Parnaso, en una tierra de sabios y artistas.
Mensajero – ¿A quién buscan?
Griego – A Zeus, el dios poderoso, el que se sienta en el Olimpo sagrado. Buscamos a Hermes, a Dionisos, a Afrodita, a los mil dioses que adoraron nuestros padres y a un dios desconocido que no sabemos aún cómo se llama.

Y también entraron los griegos, con sus túnicas blancas, tan blancas como las columnas de mármol con que embellecieron sus templos.

Romano – Nosotros venimos de Roma, la dueña del mundo. Siete colinas nos vieron nacer y una loba nos amamantó. Somos un pueblo guerrero. Nuestro dios fue Marte, con su casco militar y su lanza. Los otros dioses no nos interesaron mucho, ésa es la verdad.

Y los romanos, como un gran ejército, atravesaron el valle y se sentaron sobre la hierba. Iban cubiertos con capas rojas, rojas como la sangre de tantos inocentes que fue derramada por sus emperadores.

Y era un centenar de naciones y un millar de pueblos que acudían desde las cuatro puntas de la tierra y se apretujaban en el valle de Josafat, cada uno con el color de su religión, cada uno preguntando por su dios. Entonces se presentó otro pueblo, una nación pequeña.

Mensajero – Eh, ustedes, ¿quiénes son? ¿De dónde vienen y a dónde van?
Judío – ¿Acaso no nos conoces? Somos los hijos de Abraham, de Isaac y de Jacob. Venimos de la Jerusalén de la tierra y vamos de camino hacia la Jerusalén celestial.
Mensajero – Pues tienen que esperar. Aquí se va a celebrar el gran juicio.
Judío – ¿Esperar qué? Nosotros estamos circuncidados en el nombre del Dios de Israel, el único dios verdadero. ¿Dónde está Yavé, el dios de nuestros padres? ¡Responde!

Pero el mensajero no respondió. Solamente señaló el valle. Y los hijos de Israel, como un rebaño buscando su pastor, también entraron y se colocaron, como todos, alrededor de la datilera. Iban cubiertos con túnicas de rayas negras y blancas, 613 rayas, tantas como los mandamientos que tiene la ley de Moisés.

Mensajero – A ver, los del fondo… Vamos, vamos, dense prisa. El juicio va a comenzar. ¿Y quiénes son ustedes, si se puede saber?
Ateo – ¿Nosotros? Bueno, nosotros somos… gente.
Mensajero – ¿A qué dios adoraron durante la vida?
Ateo – A ninguno. Nunca creímos en estas cosas.
Mensajero – ¿Y a qué han venido, entonces?
Ateo – Eso mismo decimos nosotros. Pero, en fin, ¿qué vamos a hacer si nos empujaron hasta aquí?
Mensajero – Pues pasen y siéntense. Dios los espera.
Ateo – ¿Dios? ¿Qué dios? ¿Cuál de ellos?

Pero el mensajero no dijo nada y señaló hacia el centro del valle, donde muy pronto se sentaría el gran rey para juzgar a todas las naciones de la tierra. Una muchedumbre inmensa abarrotaba el valle de Josafat. Los ojos de todos estaban fijos en el pequeño trono de madera que continuaba vacío.

Egipcio – Pero, ¿qué pasa aquí? ¿Hasta cuándo nos van a hacer esperar?
Mujer – ¿Dónde está Osiris, el dios de los egipcios?
Caldeo – ¡Qué Osiris ni Osiris! ¡Marduk! ¿Dónde está Marduk, el dios de los mesopotamios?
Griego – No entiendo qué puede haberle pasado. Zeus Olímpico nunca llega tarde.
Muchacha – ¡Ni Afrodita tampoco!
Judío – ¡Yavé, Dios de Israel, abre el cielo y baja pronto! ¿Dónde estás, dónde te escondes?
Ateo – Ya lo decíamos nosotros, que no hay dios. El trono se quedará vacío.
Mensajero – ¡Silencio! ¡Silencio! ¡Hagan silencio, por favor!

El mensajero corrió y volvió a treparse en el pináculo de la muralla desde donde se divisaba todo el valle, ahora cubierto por aquel mar de cabezas que esperaban impacientes.

Mensajero – ¡Cállense, caramba, que así no hay quién juzgue a nadie! ¡Ea, déjenlo pasar! ¿No lo ven por dónde viene? ¡Ábranle camino!

Pero la muchedumbre siguió discutiendo e invocando cada quien a sus dioses. Y no se dieron cuenta de aquel muchacho flaco, con la túnica llena de parches, que se fue abriendo paso entre todos. Llevaba en su mano un bastón de viaje y parecía muy cansado. Al fin, después de muchos empujones, el muchacho logró llegar hasta el centro donde estaba la datilera de hojas brillantes. Se secó el sudor, se acercó al taburete. Y se sentó.

Romano – Oye, ¿quién es ese atrevido que se sienta en el trono del Altísimo?
Mujer – Eh, tú, mocoso, ¿qué haces tú ahí? ¿Estás mareado por el calor? ¡Pues aguanta de pie como todos nosotros, caramba, que tú no eres mejor que nadie! ¡Mira a ése!

Entonces el mensajero, tocando la trompeta, consiguió un poco de silencio.

Mensajero – ¡Va a comenzar el juicio de las naciones! ¡Quítense todos las túnicas, las capas y los turbantes, toda la ropa!
Judío – Pero, ¿qué dice ese loco? Si nos quitamos los trajes, ¿quién sabe después quién es quién, eh?
Vieja – ¡Eso digo yo, juntos pero no revueltos!
Mensajero – ¡Cállense y obedezcan!

A regañadientes, la muchedumbre obedeció aquella orden y, en una esquina del valle se alzó una torre con los trajes amarillos, con las capas rojas y los turbantes azules, con las túnicas de todos los colores. El mensajero roció la torre con azufre y prendió candela. Y en un instante, en un chasquido de dedos, la humareda se elevó hasta el sol y sólo quedaron las cenizas. Y todos los hombres, los grandes y los chicos, todas las mujeres, las pequeñas y las viejas, los que habían viajado desde oriente y desde occidente, desde el norte y desde el sur, quedaron en cueros ante el trono de Dios. Entonces, el muchacho flaco que estaba sentado a la sombra de la datilera, se puso en pie, apoyado en el bastón, y comenzó a hablar.

Muchacho – Amigos, amigas, perdonen que les haya hecho esperar. Es que… acabo de salir de la cárcel y estaba un poco cansado. Llevo muchos años preso, de una cárcel a otra. Y muchos años pidiendo trabajo, tocando en una puerta y en otra. Sí, trabajé en el campo, pero la finca no era mía. He sembrado durante siglos sobre tierra ajena. He sudado en tantos talleres, he doblado el lomo en tantos telares, he tragado el humo en muchas cocinas, el polvo en muchas minas… He lavado montañas de ropa… y sólo para ganar un par de monedas y seguir pasando hambre. Y seguir durmiendo al raso, sin cobijo, y temblar de fiebre sin tener un trapo que echarme encima. He caminado mucho por el mundo. He nacido en muchas chozas y he muerto en todas las guerras. He atravesado valles de miseria hasta llegar hoy aquí. He navegado ríos de lágrimas hasta poder estar con ustedes. Se acuerdan de mí, ¿verdad? ¿O es que no saben quién soy? ¿No me reconocen?

Entonces, hubo un silencio como de media hora. Todos los habitantes de la tierra, amontonados en el valle de Josafat, intentaron recordar dónde habían visto a aquel muchacho, porque su cara les resultaba muy conocida, muy familiar.

Egipcio – Pero, ¿ése no es Martín, el que llegó aquella noche pidiendo un plato de sopa?
Ateo – No, hombre, no, ese es Lalo, el tipo aquel que se metió en la huelga de los campesinos y después lo golpearon tanto…
Mujer – ¡Qué curioso! ¡Yo conocí a una viuda que era igualita a él!

Mientras todos discutían, se oyó una voz profunda, como la voz de muchas aguas, que venía de arriba, de junto al sol.

Dios – Lo que hicieron con él, lo hicieron conmigo. Lo que dejaron de hacer con ella, lo dejaron de hacer conmigo.

Entonces, el muchacho que estaba sentado en el taburete, sobre la piel de cordero, levantó el bastón que tenía en la mano. Era como el cayado de un pastor. Y con aquel cayado separó a la inmensa muchedumbre que tenía delante, unos hacia un lado y a otros hacia el otro.

Caldeo – Oye, tú, espérate, ¿y todos los sacrificios que hice yo en honor de Dios, eh?
Romana – ¿Y las oraciones que rezamos día y noche?
Griego – ¡Yo quemé incienso, encendí velas, entré en todos los templos y me arrodillé ante todos los altares!

Pero el muchacho, con el cayado en la mano, respondió…

Muchacho – Nada de eso cuenta ahora.
Judío – ¡Señor, Señor, en tu nombre hablamos, en tu nombre predicamos, en tu nombre hicimos hasta milagros!
Muchacho – ¿Quién eres tú? Yo no te conozco.
Judío – ¿Que no me conoces? ¿Cómo puedes decir eso? ¡Yo era el sumo sacerdote del Templo!
Egipcio – ¡Y yo fui sabio y desentrañé los más ocultos enigmas!
Romano – ¡Y yo fui rey de cuatro imperios!

Pero el muchacho volvió a responder…

Muchacho – Nada de eso cuenta ahora.

Entonces volvió a abrirse el cielo y se escuchó nuevamente la voz profunda del Dios escondido, del único Dios verdadero cuyo nombre es Misterio y a quien ningún mortal vio jamás.

Dios – Los de este lado, váyanse fuera. A ustedes no les importó el hambre ni el frío ni la miseria de sus hermanos. Váyanse fuera. Ustedes sí, vengan conmigo. Ustedes, los que me vieron con hambre y me dieron de comer. Las que me vieron sediento y me alcanzaron un vaso de agua. Los que me abrieron las puertas de sus casas cuando andaba buscando un techo para pasar la noche. Las que me acompañaron cuando estaba enfermo, cuando estaba preso. Los que lucharon por la justicia, las que amaron a sus hermanos. No importa a qué dios hayan adorado. ¡Vengan conmigo!

Entonces el mensajero corrió, se subió en la muralla y tocó por última vez la trompeta.

Mensajero – ¡El Juicio ha terminado! ¡Comienza la Eternidad!

Y, desde lo alto del pináculo, el mensajero de Dios vio cómo todos los habitantes del mundo formaban ahora dos grupos, sólo dos. Y echaban a andar por dos caminos, sólo dos. Era ya el atardecer y el valle se fue quedando nuevamente vacío, como al principio.

Esta historia se la oímos contar a Jesús en el atrio del Templo de Jerusalén, junto a la Puerta Dorada, la que da al valle del Cedrón, al que nuestros paisanos también llaman el valle de Josafat.

Mateo 25,31-46

Notas

* La tradición de Israel situó en el llamado valle de Josafat el lugar donde se celebraría el juicio final (Joel 4, 2 y 12). Josafat significa «Dios juzga». Pero este lugar era sólo un sitio simbólico y no geográfico. Unos 400 años después de Jesús se comenzó a identificar este valle de Josafat con el valle del Cedrón, que separa el Monte de los Olivos de la zona este de Jerusalén. Basados en esta tradición, desde hace generaciones, muchos israelitas deciden enterrarse en el valle del Cedrón. Actualmente, esta zona que rodea las murallas de Jerusalén es un extendido cementerio. Innumerables sepulcros se orientan hacia las puertas de la ciudad santa. Allí los fieles judíos, muertos en esta creencia, esperan ser los primeros en resucitar el día del juicio de las naciones.