125- EL PRIMER DÍA DE LA SEMANA

Salomé, Susana y Magdalena van con prisa a embalsamar el cuerpo de Jesús. La tumba está abierta y vacía. Magdalena dice haberlo visto vivo.

Magdalena – ¡Ea, Susana, arriba!
Susana – Ya voy, ya voy.
Magdalena – ¡Salomé!
Salomé – ¡Psst! No hagas bulla, magdalena, vas a despertar a los hombres.
Magdalena – Bah, no se preocupe, éstos no se mueven ni con un terremoto. Mírelos cómo están, durmiendo tan tranquilos.
Marcos – ¿Quién dijo que los hombres duermen?
Salomé – Marcos, ¿qué haces tú levantado tan temprano?
Marcos – Eso les pregunto yo a ustedes. Las estrellas todavía están fuera. Tienen tiempo de echarse otra cabezada.
Salomé – Lo que tenemos que hacer es ir al sepulcro a lavar el cuerpo y terminar de amortajarlo.
Marcos – Pero, ¿Pedro no me dijo que regresaban hoy mismo a Galilea y que querían salir a primera hora?
Magdalena – Por eso hemos madrugado tanto.
Salomé – Escucha, Marcos, cuando se despierten, diles que vayan recogiendo los trastos para ponernos enseguida de camino. Que nosotras volvemos pronto. ¿Tenemos todo?
Susana – Aquí está la mirra y los perfumes. Toallas, sábanas limpias…
Magdalena – Oiga, Susana, ¿y dónde está doña María?
Marcos – Ésa se levantó antes que ustedes. La vi salir hace un rato.
Salomé – ¿Y a dónde fue?
Marcos – Pues, la verdad, yo no le pregunté.
Susana – ¿A dónde va ir María si no es al sepulcro a llorar? ¡Ay, Dios mío, cuánto está sufriendo, la pobre!
Salomé – Vamos, Susana, que se nos va a hacer tarde. No perdamos tiempo.

El primer día de la semana, cuando todavía estaba oscuro, mi madre Salomé, Susana y la magdalena, salieron con prisa llevando los perfumes que se usan para ungir a los muertos. Querían terminar de lavar y embalsamar el cuerpo de Jesús. El viernes no habían tenido tiempo de hacerlo y el sábado, como era día de descanso, estaba prohibido.

Susana – Le hubiéramos dicho a Marcos que nos acompañara. O haber despertado a alguno de los hombres…
Salomé – ¿Para qué, Susana?
Susana – Para que nos rueden la piedra. Nosotras no tenemos fuerzas para empujarla.

Las callejas de Jerusalén estaban desiertas. Aún no asomaba el sol y los vecinos de la ciudad de David, después de la fiesta grande del sábado, dormían a pierna suelta. Las mujeres atravesaron el barrio de Sión, salieron fuera de las murallas por la Puerta del Ángulo, echaron a andar por el camino de arena que lleva al Gólgota.

Susana – Parece mentira todo esto.
Salomé – Todo se acabó, Susana. Todo se acabó. Resignación y nada más.
Magdalena – Yo nunca me resignaré. ¡Nunca! Él era lo que más quería en esta vida. ¿Cómo me voy a resignar a que se lo coman los gusanos, cómo?
Salomé – Vamos, magdalena, muchacha, tranquilízate. Claro que te resignarás. ¿Qué otro remedio queda?

Bordearon el Gólgota, sembrado de palos negros y ensangrentados, donde un par de días antes habían derramado tantas lágrimas. Detrás de la macabra colina, junto a las fosas comunes, había algunas cuevas. Entre ellas, la de José de Arimatea, que había servido como sepulcro para enterrar a Jesús.

Susana – ¿No era ésta, Salomé?
Salomé – No, aquella de más allá. Vengan… ¡Caramba!
Magdalena – ¿Qué pasa?
Salomé – O yo estoy viendo mal o la piedra está rodada.
Susana -¿No se lo dije? Que María se nos había adelantado.
Magdalena – Pero, ¿quién le habrá ayudado a correr la piedra, entonces?

Las tres mujeres se acercaron a la entrada de la cueva. La piedra, redonda y fría, estaba corrida hacia un lado.

Susana – ¡María! Eh, María, estás ahí abajo, ¿verdad?… ¡María!
Magdalena – No responde nadie…
Salomé – Estará llorando junto al cuerpo. La pobre, quedó tan destrozada.
Susana – Es natural. Su único hijo y acabar así… Yo es que cuando lo pienso… ¡Ay, qué desgracia tan grande ha sido ésta, qué desgracia!
Salomé – Susana, por Dios, no comiences otra vez. Ni tú tampoco, magdalena. Lo que pasó, pasó, y no hay que darle más vueltas. Vengan, vamos a bajar y consolamos un poco a María y nos ponemos a trabajar.
Magdalena – No, no, yo no puedo entrar, yo no puedo volver a verlo.
Salomé – Magdalena, muchacha, hay que ser fuerte. Tenemos que cumplir este último deber. Jesús hizo tanto por nosotros… Se merece que, por lo menos, lo enterremos bien. Vamos, prende la lámpara y entremos.

Encendieron una lámpara de aceite. Con las túnicas arremangadas y agachándose para no tropezar, fueron bajando por los estrechos y húmedos peldaños hasta el fondo de la gruta.

Susana – ¡María! Oigan, aquí no está, María…
Salomé – ¿Cómo que no?
Magdalena – ¡Ay! ¡Ay, por Dios bendito, miren!

La magdalena acercó la lámpara a la tarima de piedra donde el viernes, antes de ponerse el sol, ellas mismas habían dejado el cadáver de Jesús envuelto apresuradamente en unas sábanas.

Salomé – Pero, ¿dónde está el…? ¡Alumbra bien, magdalena!
Magdalena – ¡No está aquí! ¡Miren! ¡Se lo han robado! ¡Maldita sea, se lo han robado!
Susana – Pero, ¿será posible que en este país ni a los muertos los dejen descansar?
Magdalena – ¡Ay, caramba, ay Dios mío, ay gran poder de Dios y gran desgracia del hombre, ay!
Salomé – ¡Tranquilízate, magdalena, muchacha!
Magdalena – Pero, ¿cómo me voy a tranquilizar? ¡Se lo han llevado y no sé dónde lo han puesto!
Susana – ¿Quién habrá hecho esta maldad? ¿Quién puede querer hacernos este daño?
Salomé – ¡Seguramente los soldados de Pilato profanaron la tumba, lo sacaron y lo tiraron en la fosa común, como a un perro! Eso es lo que ha pasado.
Susana – No puede ser, Salomé. ¡Fue el mismo Pilato el que dio el permiso para enterrarlo aquí!
Salomé – Pues entonces el Caifás ése y su pandilla que querrán clavarlo otra vez en la cruz como escarmiento a los peregrinos, para que lo vean colgado cuando salgan de la ciudad. No es la primera vez que lo hacen.
Susana – ¡Ay, qué cosa tan horrible, no sigas hablando! Me siento mareada.
Salomé – Y yo siento unos escalofríos por atrás… ¡Ea, vámonos de aquí!

Las tres mujeres salieron a todo correr de la cueva del sepulcro. Estaban pálidas, blancas como las sábanas que llevaban en las manos.

Susana – ¡Uff! Y ahora, ¿qué hacemos?
Salomé – Ir corriendo a decírselo a los hombres. Tienen que saberlo.
Magdalena – ¡Ay, que me va a dar, ay que me da, ay que yo no puedo, ay Dios, ay que tengo una tenaza aquí en el pecho, ay!
Susana – Magdalena, deja ahora los lamentos y vamos corriendo a avisarle a Pedro y a los demás.
Salomé – Déjala, Susana, déjala que llore. Ven, vamos nosotras. Y tú, magdalena, quédate aquí con la mirra y los perfumes. Volveremos enseguida.

Susana y Salomé regresaron corriendo a la casa de Marcos, donde todos los del grupo nos escondíamos desde el viernes. María, la de Magdala, con la frente pegada a la piedra redonda del sepulcro, se quedó llorando sin consuelo.

Susana -¡Marcos! ¡Pedro! ¡Despiértense!
Salomé – ¡Se han llevado el cuerpo de Jesús y no sabemos dónde está!
Pedro – ¿Que lo han qué?
Susana – ¿Estás sordo, tirapiedras? ¡Que lo han robado!
Pedro – ¡Pero eso no puede ser!
Salomé – ¡Pues sí es! ¡La cueva está vacía y la piedra corrida!
Santiago – ¡Juan, Felipe, Natanael, tranquen las puertas enseguida y cierren las ventanas! ¡Estamos en peligro!
Marcos – Y ustedes, par de gritonas, ¿alguien las vio llegar hasta aquí?
Susana – ¡Ay, mi hijo, Marcos, yo no sé, no me angustien más!
Santiago – ¡Tenemos que irnos cuanto antes a Galilea! ¡Si nos atrapan, nos colgarán a todos de un palo!

En ese momento, tocaron a la puerta…

Pedro – ¡Maldición! Nos han descubierto. ¡Estamos perdidos!
Magdalena – ¡Abran, abran, abran!
Susana – ¡No seas cobarde, Pedro! Es la magdalena, ¿no la oyes? ¡Corre y ábrele la puerta!

María, la de Magdala, entró en el sótano donde nos escondíamos con las manos en la cabeza y los ojos desorbitados.

Magdalena – ¡Ay! ¡Ay!
Pedro – Pero, ¿qué diablos le pasa a ésta ahora?
Santiago – ¡Cierren esa puerta, caramba!
Magdalena – ¡Ay! ¡Ay!
Susana – Pero, muchacha, por los ángeles del cielo, habla pronto que ya tengo el corazón en la boca.
Santiago – ¡Habla de una vez, aspavientosa! ¿Qué pasa? ¿Te vienen siguiendo?
Magdalena – ¡Sí!
Santiago – ¿Que te vienen siguiendo? ¿Viste a los soldados? ¿A los de Pilato? ¿La policía de Herodes? ¡Maldita sea, habla! ¿Quién te viene siguiendo?
Salomé – Déjala que tome resuello, Santiago. ¿No ves que se le traba la lengua?
Santiago – Pues que se le destrabe pronto. Habla, condenada, ¿a quién demonios viste?
Magdalena – ¡A él!
Pedro – ¿Quién es él?
Magdalena – ¡Él!
Pedro – ¡Por la rabadilla de Moisés, ¿a quién has visto?
Magdalena – ¡A Jesús!
Marcos – ¿Cómo? ¿Encontraron ya el cadáver?
Magdalena – ¡No! ¡Lo he visto vivo!
Todos – ¿A quién?
Magdalena – ¡A Jesús! ¡Al moreno! ¡Acabo de verlo!
Santiago – Pero, ¿qué disparate estás diciendo?
Magdalena – Acabo de hablar con Jesús. Era él, estoy segura.
Salomé – Ya lo dije yo, esta muchacha no ha comido nada desde el viernes y…
Magdalena – ¡Lo he visto con este par de ojos igual que los estoy viendo a ustedes!
Susana – Claro que sí, mi hija, claro que sí. Ven, anda, tómate un caldito. Serénate un poco.
Magdalena – ¡Era él! ¡Era Jesús! Hablé con él hace un momento…
Pedro – Échale fresco, Susana.
Salomé – La pobre, ha llorado mucho.
Susana – Así le pasó a tía Domitila cuando murió el tío. Le dio como un frenesí y hablaba hasta de noche. Ven, magdalena, recuéstate un poco y descansa.
Magdalena – No, no, voy a acostarme. Déjenme contarles lo que me ha pasado, ¡caramba!
Marcos – Eso, que hable, que hable, que así se desahoga. Después dormirá mejor.
Susana – A ver, mi hija, cuéntanos lo que pasó.
Magdalena – Yo estaba allí, junto al hoyo de la tumba cuando ustedes se fueron, y lloraba, y lloraba, y ya tenía los ojos como un tomate de tanto llorar, y de pronto siento unos pasos detrás de mi, y levanto la cabeza y me doy la vuelta… Yo tenía tantas lágrimas que lo veía todo borroso. Y pensé que era el tipo ése que cuida el lugar y le digo: Oiga, paisano, si usted se lo llevó, dígame dónde diablos lo tiene escondido y yo voy a buscarlo. Y entonces… ¡entonces!
Susana – ¿Qué pasó entonces, mi hija?
Magdalena – Que él me dijo: ¡María! Me llamó por mi nombre, ¿entienden? Y yo me quedé espantada. ¡Era él! ¡Estoy segura! ¿Quién podía ser si hablaba como él, si se reía igual que él?
Marcos – Vamos, Susana, dale el caldo o prepárale un emplasto para enfriarle la mollera.
Magdalena – ¡No, no, tienen que creerme! Él me dijo: ¡María! Y yo le dije: ¡Moreno! ¡Y me tiré a sus pies!
Marcos – Y él te habrá dicho: Suéltame, que me estás haciendo cosquillas. ¿No es eso?
Magdalena – Él me dijo: Corre, corre y avísales a mis hermanos, ¡a ustedes, caramba! ¡Diles que si van a Galilea, los espero allá! ¡Y si se quedan aquí, también! Que me verán pronto.
Santiago – ¡En fin, que el guardián del cementerio le ha pegado un susto de muerte a la ramerita!
Magdalena – No, no. Yo lo he visto. He hablado con Jesús antes de venir acá. Susana, Salomé, ustedes fueron conmigo, ustedes vieron aquello vacío, tienen que creerme. ¡Ay, miren, ahí está!

Una sombra pasó rápidamente por el tragaluz del sótano. Todos nos sobresaltamos y la magdalena se lanzó a abrir la puerta. Pero quien entró fue María, la madre de Jesús.

Susana – María, al fin llegas, caramba. ¿Dónde estabas metida?

María no dijo una palabra. Se quedó mirándonos con los ojos radiantes de alegría. Creo que nunca en toda mi vida he visto una mirada tan feliz como aquella.

Susana – Comadre María, ¿qué te pasa? ¿De dónde vienes? ¡María!

Con la boca abierta, sin movernos, todos estábamos pendientes de los labios de aquella campesina, morena y bajita, que era la madre de Jesús. Entonces la magdalena se acercó a ella, la miró mucho, se hundió en sus ojos negros, tan negros como el pañuelo de luto que le cubría la cabeza.

Magdalena – Doña María, usted también lo vio, ¿verdad? ¿Verdad que sí?
María – ¡Sí, sí, sí! ¡Lo he visto! ¡He visto a mi hijo! ¡Lo he visto!

Todavía había estrellas en el cielo. Todavía Jerusalén dormía custodiada por el ojo redondo y blanco de la luna de Nisán. Todavía era de noche, pero muy pronto iba a amanecer.

¡Despierta, despierta, levántate, Jerusalén!
Tú que bebiste la copa del dolor.
Mira, Dios te quita esa copa de las manos,
y ya no volverás a beberla. ¡Despierta, despierta!
¡Vístete ropas de fiesta, Jerusalén, Ciudad Santa!
¡Sacúdete el polvo, levántate, rompe las cadenas de tu cuello!
¡Levántate, Jerusalén,
resplandece,
que está llegando tu luz
y la gloria del Señor amanece sobre ti!

Mateo 28,1-10; Marcos 16,1-11; Lucas 24,1-11; Juan 20,1-2 y 11-18.

 Notas

* El más primitivo de los relatos de la resurrección de Jesús es el de la “aparición a las mujeres”. En el evangelio de Juan, esas mujeres son una sola, la Magdalena. Coherente con el resto del evangelio, también en la hora de la resurrección, «los últimos son los primeros». Y fue una prostituta la primera en experimentar que Jesús estaba vivo, y la primera en testificar esta experiencia. En Israel las mujeres no servían para testigas en los juicios, pues se las tenía, sin más, por mentirosas y enredadoras. Los evangelios son audaces al presentar a una mujer, que además era una ramera, como la primera en atestiguar la resurrección. Así, la subversión de valores que caracterizó la vida y el mensaje de Jesús se prolonga después de su muerte.

* Toda la fe cristiana se apoya en un hecho que ha sido transmitido desde hace dos mil años, inicialmente por el primer grupo de amigos de Jesús. Ellos dijeron haber visto a Jesús resucitado. A partir de aquel grupo de pescadores y gente pobre y sencilla fue pasando de generación en generación la noticia de que a Jesús de Nazaret, que fue asesinado, Dios lo levantó de entre los muertos, para así dar sentido a la historia de la humanidad. En el primer siglo cristiano Pablo dijo a las comunidades de Corinto que si Cristo no hubiera resucitado toda la fe cristiana era hueca (1 Corintios 15, 12-24). A la fe en la resurrección de Jesús se llegó por la palabra de sus primeros discípulos, conservada en el texto de los evangelios.

* Según el testimonio de los primeros cristianos, Jesús no se levantó a sí mismo de la muerte, no se resucitó a sí mismo. La resurrección no fue anunciada como un milagro que Jesús habría hecho sobre su propio cuerpo para devolverse la vida. Las primeras fórmulas cristianas sintetizan cómo entendieron la nueva fe los discípulos: Dios resucitó a Jesús y hay testigos de este acontecimiento (Hechos 3, 15). En la muerte de Jesús, asesinado injustamente, los primeros cristianos vieron el triunfo definitivo de la justicia que ya había anunciado Jesús. Y entendieron que, por la resurrección, Dios había acreditado a Jesús como Señor y Mesías y había revelado que la vida era el destino final de la historia humana.

* Los primeros discípulos hablaron de la resurrección de Jesús como de un hecho histórico. No de una alucinación en las mentes de algunos o de una imaginación fruto del loco deseo de que Jesús siguiera vivo. Hablaron de un acontecimiento ocurrido realmente en la historia. Pero la historia no puede dar cuenta del hecho directamente, sino únicamente de la experiencia que comunicaron aquellas mujeres. A partir de aquel domingo, ellas dijeron haber experimentado que Jesús estaba vivo de una forma definitiva, que no se trataba de un simple revivir para volver a morir después (Romanos 6, 9). Esta experiencia, difícil de comprender exactamente, la defendieron mujeres y hombres no sólo con su palabra sino con su vida y con las actitudes que a partir de entonces fueron tomando las primeras comunidades cristianas: pusieron los bienes de todos en común, continuaron la obra de Jesús, dieron la vida por esa fe.