132- DE VISITA EN AIN KAREM

Ana, la mamá de María, la envía al sur, donde su prima Isabel, que también está embarazada y la recibe con alegría.

Reunidos en casa de Marcos, durante aquellos días anteriores a la fiesta de Pentecostés, le hacíamos muchas preguntas a María, la madre de Jesús, y ella nos iba contando los recuerdos antiguos de cuando era muchacha, de cuando Dios comenzó a cumplir las promesas hechas a Abraham.

María – Cuando mi madre Ana se enteró de que yo estaba en estado, ay, caramba, se llevó las manos a la cabeza, gritó, lloró, me dijo mil cosas y una más. Ahora me río, pero en aquellos días…

Ana – ¡Ay, qué vergüenza! ¡Ay, María, mi hija, qué humillación! ¡En una familia como la nuestra! ¡Desde los tatarabuelos, que se sepa, no hubo nunca ninguna mancha! ¡Y ahora tú!
María – Pero, mamá, ya te dije que esto es cosa de Dios.
Ana – De Dios, sí. ¡Primero metemos la pata y luego le endilgamos a Dios el resbalón!
María – Mamá, por Dios, tienes que creerme.
Ana – ¡No, no, no! ¡No empecemos otra vez ni me digas más! Parece mentira que una niña como tú, decente, bien criada…
María – Mamá, tengo quince años, ya no soy una niña.
Ana – Ya lo veo, ya lo veo. ¡Lo que eres es una desvergonzada!
María – Mamá, yo… yo…
Ana – Bueno, bueno, no llores más, mi hija. ¡Ay, Señor, cómo saldremos de este lío, Dios santo! Mira, María, sea lo que sea, tienes que irte de Nazaret. Esta aldea es muy pequeña y los vecinos tienen una lengua que se la pisan. Te irás a casa de unos parientes que tenemos en el sur. Después, cuando nazca la criatura, vuelves con ella y ya veremos lo que decimos, que te lo encontraste en un canasto como Moisés o cualquier cosa.
María – Yo no puedo irme de aquí, mamá. José y yo vamos a casarnos. Yo quiero estar a su lado. Es mi novio.
Ana – Y si se entera de esto, dejará de serlo. Y es capaz de matarte a pedradas. ¡Y razón tendría!
María – Ayúdame, mamá, ayúdame.
Ana – Ay, hija mía, las cosas se piensan antes de hacerse. Ahora ya no hay remedio. Así que, a lo hecho, pecho.
María – Pero es que yo no he hecho nada, yo no…
Ana – Escucha, Mariíta, tu hermano Yayo tiene que viajar a Jerusalén la semana próxima, en una caravana de ésas que van a vender trigo. Te irás con él. Yo le diré a Yayo que te acompañe hasta la casa de Isabel y Zacarías. ¿No te acuerdas de ellos? Sí, muchacha, son unos primos lejanos que tenemos nosotros. Hace muchos años que se fueron a vivir en ese pueblito que le dicen Ain Karem, cerca de la capital. Allí estarás bien cuidada. Y, además, como la Isabel también está esperando un hijo y ya le deben faltar pocos meses, pues mira, tú le puedes ayudar en algo y así no le comes el pan de balde, ¿me oyes?
María – Sí, mamá.

A la semana siguiente, pasó la caravana del trigo. Yayo, que era el mayor de mis hermanos varones, me aparejó un mulo y nos pusimos en camino con ellos, rumbo al sur. Yo iba muy asustada, ésa es la verdad. Llevaba puesta una túnica de rayas verdes, la única que tenía, y un pañuelo nuevo que me había prestado Susana.

Yayo – ¡Uff! ¡Qué calor! ¡Qué calor y qué hambre! Oye, ¿qué llevas tú ahí en esa cesta, María?
María – Son unas rosquillas de miel que mamá preparó.
Yayo – ¿Anjá? Pues dame una, que así se hace más corto el camino.
María – Que no, que son para tía Isabel.
Yayo – Pero dame una, caramba, una no hace nada.
María – Yo te conozco, Yayo. Después quieres otra y te las comes todas.
Yayo – Está bien, está bien. ¡Ja! ¿Con que rosquillas para doña Isabel? La rosquilla te la hicieron a ti, ¿verdad?
María – ¿Cómo dijiste?
Yayo – Vamos, vamos, no te pongas colorada. Dime… ¿Fue José, verdad? Fue él, ¿no es cierto?
María – No sé de qué me estás hablando, Yayo.
Yayo – No disimules, hermanita. Lo sé todo, ¿me oyes? Todo. Pero, no te preocupes, que cuando vuelva de Jerusalén, ¡ese mequetrefe va a saber quién soy yo!
María – Pero, ¿qué estás diciendo, Yayo? ¿Te has vuelto loco?
Yayo – ¡Estoy diciendo que a una hermana mía no la deshonra un pata de puerco como él! ¡Habrase visto un sinvergüenza mayor!
María – Yayo, por Dios, no grites, ¡te lo suplico! José no tiene la culpa de nada. El no me ha puesto un dedo encima.
Yayo – ¿Ah, no? ¿Y quién fue entonces? ¡Vamos, habla!
María – Yo no lo sé, Yayo. De veras, yo…
Yayo – No vas a decirme que fue una avispa que vino y se te hinchó la barriga. ¡Vamos, dime la verdad!
María – ¿No quieres una rosquilla, Yayo? Mira, toma una…

Seguíamos la ruta de las montañas. Yo nunca había salido de casa y todo me parecía nuevo y extraño. Los árboles, los pueblos, la gente. Después de tres jornadas de camino, muy cansados, llegamos a las tierras secas y amarillas de Judea. Vimos Jerusalén a lo lejos, pero nos separamos de la caravana y entramos por una vereda que sale a la aldeíta de Ain Karem. Le dicen así, porque hay un manantial de agua muy fresca en medio de un inmenso viñedo. Allí, en una casita pequeña, vivían nuestros parientes.

Yayo – Bueno, hermana, ya tú te las arreglas. Yo sigo rumbo a la capital, que se me va a hacer tarde.
María – No, Yayo, por Dios, no me dejes sola. Me da vergüenza presentarme así, sin conocer a nadie.
Yayo – La vergüenza te debió haber dado antes y no ahora. ¡Adiós, María, que te vaya bien!

Por un caminito de tierra roja, me acerqué a la casa de tía Isabel. No tuve que tocar a la puerta. Ella salió a la recibirme con tanta sorpresa como alegría…

Isabel – ¿Que tú eres María, la hija de Joaquín y Ana? ¡No me digas una cosa así! ¡Ay, pero qué bonita estás, muchacha! ¡Y cuánto has crecido! Pero, ¿qué haces aquí, cómo viniste, quién te trajo?
María – Vine con mi hermano Yayo que venía a la capital.
Isabel – ¡Ay, María, qué alegría me has dado! ¡Ay, qué sorpresa! ¡Ay, qué buena idea ha tenido tu madre! ¡Ay, espérate, que el niño me está dando patadas! Mira, tócame, ponme la mano, ¿no lo sientes? ¿Sabes, Mariíta? ¡Estoy esperando un hijo! ¡A la vejez, viruelas, como dicen! Pero, ven, entra para que conozcas a tu tío… ¡Zacarías, viejo, mira quién ha venido a visitarnos! El pobre, cuando se enteró que iba a ser papá, se quedó mudo del susto. ¡Zacarías! Y cuéntame, ¿cómo está tu madre, cómo están todos por allá?

Tía Isabel fue muy cariñosa conmigo. Me trató como a una hija. Me enseñó muchas cosas que yo no sabía: a usar el telar y a tejer con hilo fino, que eso no se conocía en Nazaret. También me enseñó unos guisos de lentejas rojas. Ella decía que eran los que Rebeca le hacía a Isaac y que con eso las muchachas aseguraban a sus novios. No me pude quejar, ésa es la verdad. Tía Isabel me ayudó mucho y me dio mucha confianza. Sobre todo aquel día que yo estaba lavando ropa en el patio y me caí.

Isabel – Un mareo hoy y otro ayer y otro el sábado. Son muchos mareos para una sola semana, ¿no?
María – Es el calor, tía.
Isabel – ¿Y no será otra cosa? Mira, mi hija, que ya una es vieja y conoce al ciego durmiendo y al cojo sentado.
María – Tía Isabel, yo… yo tengo que decirle una cosa…
Isabel – Que estás preñada, ¿no es eso? Ven, muchacha, ven, vamos a conversar en aquella sombrita. Desahógate conmigo. Mira que el alma es como la tripa, cuando tiene muchas cosas dentro, se indigesta.

Empecé a hablar y a hablar y se lo conté todo…

Isabel – Así que vas a tener un hijo… Bueno, pues estamos empatadas. Tú me ayudas primero con el mío y luego yo te ayudo con el tuyo, ¿qué te parece, Mariíta?
María – Pero, tía, ¿usted me cree lo que yo le he contado?
Isabel – Claro que sí, mi hija. ¿Por qué no? Dios es grande y hace cosas grandes. ¡Si lo sabré yo! Mírame a mí. Yo estaba como la mujer de Abraham, con la fuente seca, ¿entiendes? Y Zacarías ya viejo. ¿Qué esperanza teníamos? Ninguna. ¡Ay, mi hija, cuántas noches pidiéndole a Dios que se apiadara de mí, que me dejara tener un hijo! ¡Sólo Dios sabe cuánto he llorado durante estos años! Y Zacarías, que siempre fue cascarrabias, se ponía cada vez peor y me echaba la culpa a mí, y yo, tragando lágrimas. Pero, ¿qué podía hacer yo, dime? Hasta que llegó el día de Dios. Sí, mi hija, sí, Dios tiene su hora y su momento. Y aquella mañana Zacarías fue como siempre al templo con los otros sacerdotes de su grupo para quemar incienso. Y se quedó rezando mucho tiempo, mucho. Y por la tarde, cuando volvió a casa, con aquellas ojeras tan tristes, yo le dije: Alégrate, viejo, y ve haciendo sitio en la estera que pronto tenemos visita. Y me dice él: ¿Quién demonios viene a casa?. Y le digo yo: ¡Un angelito, un hijo tuyo! ¡Estoy preñada, viejo! Ay, María, decirle aquello y quedarse mudo fue todo uno. Y es que él no se lo creía, qué va, porque él ya había perdido la esperanza. Pero mira tú cómo sería el alegrón que ya van siete meses y sigue con la lengua amarrada. ¡Las cosas de Dios!
María – ¡Qué historia tan linda, tía Isabel!
Isabel – Pues la tuya será más bonita aún, María, ya lo verás, ya verás que sí.
María – Dios tuvo misericordia contigo.
Isabel – ¡Y dilo, mi hija, y dilo, que si él no mete su mano, lo que es por Zacarías! Oye, ¿sabes una cosa? Eso que has dicho me gusta: misericordia. Es un nombre muy bonito. Pues, mira, si me sale varón, lo llamaremos “Juan”, por lo de la “misericordia”.

Cuando se le cumplieron los meses, Isabel tuvo un niño grande y fuerte. Todos los vecinos de Ain Karem, al saber la alegre noticia, vinieron a felicitar a tía. Y le regalaron gallinas y dulces y tarros de miel, que hay muy buena por esos montes.

Vecina – ¡Caramba, Isabel, es verdad lo que dicen que nunca es tarde si la dicha es buena! ¡Mira, qué varón! ¡Alabado sea Dios! ¡Qué muchacho más hermosote!

Y a los ocho días, como era la costumbre, llamaron al rabino para que circuncidara al recién nacido. La casita de Zacarías reventaba de gente y de cantos y de festejos.

Vecina – ¡Ea, Isabel, felicidades, y que Dios le bendiga la criatura! ¡Qué muchachón, caramba, dan ganas de comérselo!
Isabel – Pues no me lo coma, vecina, que sólo tengo éste ¡y ya bastante trabajo me costó conseguirlo! Pero, al final, Dios tuvo misericordia de mí.
Vecina – Oiga, doña Isabel, ¿y cómo se va a llamar?
Isabel – Así mismo. Juan será su nombre.
Vecino – ¿Juan? Pero, ¿cómo? En tu familia no hay nadie que se llame Juan.
Isabel – Tampoco en mi familia hubo ninguna que pasara tanto trabajo para parir. ¡Se llamará Juan!
Vecina – Claro, ésta se aprovecha, como el viejo Zaca no puede hablar. Míralo, míralo por dónde viene… Oiga, Zacarías, venga acá, ¿qué le parece a usted? ¿Cómo se va a llamar el niño?
Zacarías – Mmmmmmmmmm…
Vecina – Espérese, que ni el sabio Salomón lo entiende a usted…
Zacarías – Mmmmmmmmmm…
Isabel – Una tablilla. Dice que le traigan una tablilla.
Vecina – Pero, ¿tú le entiendes esa jerigonza, Isabel?
Isabel – ¡Ay, mi hija, ya vamos para treinta y cinco años juntos, imagínate.

Y le trajeron la tablilla y el cálamo y tío Zacarías escribió las letras del nombre que tía y él querían ponerle al muchachito.

Vecina – ¿Qué dice ahí, viejo Zaca, deje ver?
Vecino – ¿Juan? ¡No, Juan no! ¡De ninguna manera!
Zacarías – Mmmmmmmm… ¡Juan, sí! ¡Juan es su nombre, caramba!
Vecina – ¡Óigalo, Isabel, a su marido se le soltó la lengua!

Al tío Zacarías se le iluminó la cara y se le aguaron los ojos, aquellos ojos gastados de tanto esperar, pero ahora radiantes por la alegría de ser padre, por el gozo de haber traído un hijo al mundo.

Zacarías – ¡Bendito sea Dios!
Isabel – ¿Ya puedes hablar, viejo?
Zacarías – ¡Bendito sea Dios que tiene entrañas de misericordia y que hizo fecundas las tuyas, mujer! ¡Bendito sea nuestro pueblo! ¡Su liberación se acerca! ¡El Señor lo prometió a nuestro padre Abraham, lo anunció por boca de los profetas, y lo cumplirá pronto, muy pronto, para que podamos servirle sin miedo en una patria libre! ¡Y bendito seas tú, hijo mío, hijo de la misericordia! Irás por delante, abriéndole caminos al Señor, preparándole un pueblo nuevo, bien dispuesto, hasta que la Luz del Altísimo brille en medio de nuestras tinieblas y podamos caminar todos por los senderos de la paz.
Vecina – ¡Bien, Zacarías, bien, hasta poeta nos ha salido usted, caramba!

Nunca se me olvidará aquella fiesta. Los vecinos de Ain Karem brindaron a la salud de Juan, el hijito de Isabel y Zacarías, y le echaron coplas de buena suerte y bailaron en el patio hasta el amanecer.

Isabel – ¿Ves, María? ¿Ves como Dios hace las cosas bien? No tengas miedo, muchacha. Si Dios se fijó en ti, si bendijo el fruto de tus entrañas, él se las arreglará para sacarte adelante y un día muchos te felicitarán como hoy a mí. Muchos, muchísimos más te felicitarán a ti, María.

María – Sí, Dios fue grande con tía Isabel, y ha sido grande conmigo, muy grande, ésa es la verdad, y yo no me canso de darle gracias, porque miren ustedes en quién se vino a fijar. Así son las cosas de Dios. A los poderosos los derriba del trono y a los humildes nos levanta del polvo. A los ricos los deja vacíos y a los hambrientos nos da de comer. A Isabel, que era estéril, le regaló un hijo, y conmigo hizo una maravilla más grande, porque con mis propios ojos he visto al mío, a Jesús, levantado de entre los muertos. Y yo a veces pienso que todo esto que ha pasado ahora es lo que Dios le había prometido a Abraham y a nuestros padres, lo que nosotros hemos estado esperando de generación en generación.

Lucas 1,39-79

 Notas

* El parentesco que tradicionalmente se ha establecido entre Isabel, la mujer de Zacarías, y María, la madre de Jesús, no es un dato histórico comprobable. En todo caso, fueran o no parientes, el evangelista Lucas las hubiera hecho aparecer relacionadas por vínculos familiares. Con ello, más que hablar de lazos de sangre está indicando los lazos espirituales que unieron al hijo de Isabel Juan el Bautista con Jesús, el hijo de María. Los dos pertenecieron a la tradición de los grandes profetas de Israel, hombres de Dios y de su pueblo.

* Según una antigua tradición de unos 500 años después de Jesús, Juan el Bautista habría nacido en Ain Karem, una aldea situada en las montañas de Judea, a unos 7 kilómetros y medio al oeste de Jerusalén. En esta zona crecen en abundancia los viñedos y los olivos. Ain Karem quiere decir “la fuente del viñedo”. El paisaje es muy hermoso por la fertilidad de la tierra, que contrasta con el desierto de los alrededores. Entre las muchas iglesias y conventos que se han edificado allí en recuerdo del Bautista, destacan la de San Juan, en la que estaría el lugar donde nació el profeta, y la de la Visitación, grande y rodeada de jardines, donde estaría la casa de Isabel y Zacarías. A todo lo largo del claustro de esta iglesia se pueden ver mosaicos con el texto del Canto de María, el Magnificat, escrito en varios idiomas.

* Zacarías, esposo de Isabel y padre de Juan el Bautista, era sacerdote. Además de la aristocracia sacerdotal de Jerusalén, había en Israel una gran masa de simples clérigos. Se calculan más de 7 mil en todo el país, aunque en Galilea había muy pocos. Para ser sacerdote no se podía tener ningún defecto físico y era necesario estar entroncado con la familia de Aarón, el hermano de Moisés. Los simples sacerdotes eran hombres de familias pobres, con tan pocos recursos que casi todos ejercían un trabajo manual en sus pueblos para subsistir: carpinteros, picapedreros, comerciantes, carniceros. Tenían su mujer, sus hijos, su casa. Su vida sencilla estaba en contraste con la de los sacerdotes jefes, privilegiados y ricos, que acaparaban los impuestos que pagaba el pueblo. Por eso, el bajo clero hizo causa común con el pueblo al estallar la revuelta antiromana del año 66 después de Jesús, que terminó con la destrucción del Templo de Jerusalén.

* En tiempos de Jesús, los sacerdotes estaban divididos en 24 clases o secciones. Cada uno de estos grupos realizaba por turno una semana de servicio en el Templo de Jerusalén, de sábado a sábado. Los que vivían fuera de la capital viajaban a Jerusalén y se quedaban allí durante este tiempo. El Sumo Sacerdote sólo oficiaba en el Templo los sábados, los días de luna nueva y en las grandes festividades. Se calcula que cada sección de sacerdotes ordinarios estaría compuesta por 300 miembros. Durante la semana de servicio se echaba a suertes el trabajo que a cada uno correspondía diariamente. Por la mañana, después de un baño ritual, los sacerdotes hacían el sacrificio de los perfumes, el holocausto de un carnero, las libaciones. Por la tarde, se purificaba el altar, se quemaban perfumes. También había que llevar leña para los holocaustos, atender los sacrificios privados de los fieles y mantener siempre encendido el fuego del altar. Los sacerdotes usaban vestiduras de lino blanco y encima una túnica blanca que ceñían con un largo cordón. Cubrían su cabeza con una cofia de lino blanco. Zacarías, el padre de Juan el Bautista, pertenecía al grupo o familia de Abías y estaba ofreciendo perfume de incienso a la hora del sacrificio de la tarde, cuando supo que Isabel, su mujer, le iba a dar un hijo.

* El canto de María, el Magnificat, está inspirado en el canto de Ana, madre de Samuel, el último juez de Israel (1 Samuel 2, 1-10) y en otras expresiones de los salmos, de los profetas y del libro del Génesis. Para escribir el relato del nacimiento de Juan el Bautista, el evangelista Lucas también se inspiró literalmente en el nacimiento «milagroso» de Samuel (1 Samuel 1, 1-28). Isabel y Ana, la madre de este profeta, eran estériles cuando quedaron embarazadas.