23- UN PROFETA EN SU CASA

Los nazrenos empujan a Jesús fuera de la sinagoga y tratan de apedrearlo. El zelote Judas interviene para apaciguar la trifulca.

Aquella mañana, cuando Jesús leyó las palabras del profeta Isaías en la pequeña sinagoga de Nazaret, sus vecinos se enfurecieron contra él. Enseguida se alzaron gritos de protesta y maldiciones. La algarabía creció tan rápido que, cuando el rabino quiso poner orden en aquel avispero, era ya demasiado tarde.

Vecino – ¿Profeta tú? Ja, ja, ja… ¡Un profeta con harapos!
Vecina- Dice que viene a liberarnos. Pero, ¿qué se habrá creído este lechuguino? ¿Quién rayos te pidió nada a ti, hijo de María? ¡Lárgate y déjanos en paz!
Viejo – Saquen fuera a ese enredador, vamos, échenlo fuera, que aquí nada se le ha perdido.

Los nazarenos se abalanzaron sobre Jesús con los puños en alto. Cuatro brazos cayeron sobre él y lo bajaron de la tarima donde se explicaban las Escrituras. A empellones lo sacaron por la estrecha puerta del fondo. Todos salieron detrás, chillando y silbando.

Vecino – ¡Al basurero! ¡Tírenlo por el basurero!
Vecina – ¡Sí, sí, al basurero!

Los vecinos empujaban a Jesús hacia un barranco de poca altura donde las mujeres quemaban la basura todos los viernes.

Ananías – ¡Llegar a viejo para oír tantas estupideces!

Don Ananías, el más rico del caserío, alzó en el aire su bastón y lo descargó con toda su furia sobre Jesús.

Ananías – ¡Por meterte donde no te llaman!

La cosa se estaba poniendo fea. Yo traté de calmarlos, pero…

Juan – ¡Paisanos, por favor, escuchen un momento, no sean…

No pude acabar lo que iba a decir. Un nazareno gordísimo se quitó una de las sandalias y me la disparó con toda su fuerza…

Vecino – ¡Chúpate ésa, compadrito!

La sandalia me dio en mitad de la cara y comencé a sangrar por la nariz. Jesús también sangraba y tenía la túnica hecha trizas.

Vecina – ¡Al basurero! ¡Al basurero! ¡Los charlatanes al basurero!

Me acuerdo bien de aquella refriega. Ahora me río, pero en aquel momento pasamos un buen susto. Los vecinos de Jesús estaban muy furiosos y no querían saber nada de él. Bueno, eso ya se sabe. Cuando Moisés fue a hablarles a los suyos, allá en Egipto, también lo tildaron de entrometido y lo echaron fuera. Y otro tanto le pasó a David, perseguido por sus mismos compatriotas. Y a José, que lo vendieron sus propios hermanos. Así pasa siempre. Ningún profeta es bien recibido en su casa.

Vecino – ¡No necesitamos que nadie venga a resolvernos los problemas! ¡Y menos tú, cuentista!
Viejo – ¡Oye, pedazo de animal no me empujes!
Vecino – ¡¿Qué dijiste tú?!
Viejo – ¡Lo que oíste tú: que eres un pedazo de animal!
Vecino – ¡Atrévete a repetir eso y te saco el bofe!
Viejo – ¡Pedazo de animal, oyes, pedazo de animal y animal entero!
Vecino – ¡Ahora vas a saber!

Nazaret era un caserío violento y de mala fama. El sol no se acostaba sin que los nazarenos escupieran siete maldiciones y se enredaran a puñetazos por cualquier malentendido. A los pocos segundos, sus vecinos se olvidaron de Jesús y de las palabras que había dicho en la sinagoga. La pelea era de todos contra todos.

Vecino – ¡Imbécil, raca, te vas a tragar esa lengua asquerosa!
Viejo – ¡Págame lo que me debes o te degüello ahora mismo!

Los niños también se metieron en el barullo. Algunos recogían piedras para los viejos que no podían usar los puños. Las mujeres, por su lado, se arrancaban los pañuelos de la cabeza, se agarraban por los moños y se arañaban la cara.

Susana – ¡A ti te voy a desmigajar yo, greñuda del demonio!

Susana estaba revolcada por el suelo, peleando con la novia del carnicero Trifón. Vi también a María, la madre de Jesús, con los ojos enrojecidos y todos los pelos revueltos, tratando de acercarse a nosotros. Fue entonces cuando se oyó aquel grito estentóreo detrás de nosotros…

Judas – ¡Basta ya de pelear! ¡Basta ya!

Eran dos hombres, uno encaramado sobre las espaldas del otro, como un jinete sobre un caballo. El de abajo era un gigantón rubio y pecoso. Se llamaba Simón. El de arriba era también joven y fuerte. Llevaba atado al cuello un pañuelo amarillo. En su mano derecha brillaba la hoja de un puñal. Era Judas, el de Kariot. Los dos zelotes se acercaron a los nazarenos.

Judas – Basta ya, compañeros. ¿Qué es lo que quieren? ¿Matarse entre ustedes, destruirse unos a otros? Esta pelea se acabó.
Vecino – ¿Y quién eres tú, si se puede saber?
Judas – Uno igual que tú, amigo. Igual que éste, igual que aquel otro.
Vecino – ¿Y quién te mandó meterte donde no te llaman?
Judas – Eso digo yo: ¿quién me manda meterme? Nadie. Pero me meto. ¿Y saben por qué? Porque me duele ver a los ratones mordiéndose mientras el gato se sonríe y se relame tranquilamente los bigotes.
Vecino – ¿Qué quieres decir con eso?

Judas guardó el cuchillo bajo la sudada túnica y de un salto bajó de los hombros de Simón. Los nazarenos olvidaron el motivo de la pelea y se pusieron a oír al recién llegado.

Judas – Escuchen, amigos: había una vez un gato con hambre. Y había tres ratones, uno blanco, uno negro y otro manchado, los tres bien escondidos en sus cuevas. El gato pensó: ¿qué puedo hacer para comérmelos? Las patas no me caben en la cueva. ¿Qué haré? Entonces, el gato se acercó en silencio al primer agujero donde dormía el ratón blanco y susurró: ratoncito blanco, dice el ratoncito negro que tú eres un bribón. Y luego se arrimó a la cueva del negro y dijo: ratoncito negro, dice el ratoncito blanco que tú eres un cobarde. Y luego fue donde el tercer ratón: ratoncito manchado, dicen los otros dos que tú eres el más imbécil de los tres.
Vecina – ¿Y qué hicieron entonces los ratones?
Judas – Lo mismo que nosotros. Salieron de sus cuevas y comenzaron a pelear entre ellos. Y acabaron tan cansados que ni fuerzas tenían para correr y esconderse. Entonces vino el gato risueño, los agarró uno a uno por la cola, y ¡zas!, se los tragó. Eso es lo que quieren estos romanos invasores: echarnos a pelear entre nosotros para tragarnos después. Compañeros, nos quieren dividir. Divide y vencerás, así dice el águila romana que tiene dos cabezas. ¿Ven este pañuelo que llevo al cuello? Me lo regaló Ariel, nieto legítimo de los Macabeos. Aquellos sí fueron buenos patriotas. Aquellos no gastaron su fuerza peleando contra sus hermanos.
Vecina – ¡Eso que dice Judas el de Kariot es verdad! ¡Los enemigos son otros!
Judas – Tú lo has dicho, mujer. Guarden el cuchillo para el pescuezo de los extranjeros. Guarden las piedras para la cabeza de Herodes y su gente. Guarden la fuerza para pelear contra ellos cuando llegue la hora.

Entonces Judas sacó el cuchillo. Con una mano se agarró un mechón de pelo y con la otra lo cortó de un tajo. Luego echó al aire los cabellos, con un juramento…

Judas – ¡Libres como estos pelos que me corto, así queremos ser! ¡Que el Dios de los Ejércitos me corte a mí por medio si no lucho por la libertad de los míos! ¡Por la libertad del pueblo de Israel!

Los nazarenos ya tenían bastante para conversar y entretenerse aquella tarde. Cada uno volvió a su choza sacudiéndose el polvo de los mantos. La pelea les había abierto el apetito. Judas y Simón, los dos zelotes, se acercaron a nosotros.

Judas – ¿Cómo está ese trueno, el hijo del Zebedeo?
Simón – ¡Te conocimos la barba desde lejos, Juan!
Juan – ¡Y yo también a ustedes! ¡Vaya sorpresa de encontrarte por estos rincones, Judas! ¡Caramba, Simón, tanto tiempo sin verte!
Simón – ¿Qué tal, Juan? ¿Y los demás muchachos? ¿Todavía echando redes para sacar cangrejos?
Juan – Miren, les presento a un amigo: este moreno es nacido aquí mismo, en Nazaret. Pero ahora está viviendo con nosotros en Cafarnaum. Se llama Jesús y tiene buenas ideas en la mollera, sí señor. Mira, Jesús, este gigante lleno de pecas es Simón, el zelote más fanático de todo el movimiento. Le pega un puñetazo a un guardia romano y, antes que él guardia voltee la mejilla derecha, ya le pegó otro en la izquierda. Y este del pañuelo amarillo es Judas, un patriota como no hay dos. Nació lejos de aquí, en Kariot, pero ya sabe escupir entre los dientes como nosotros los galileos.
Jesús – Me alegro de saludarte, Judas, y… y también te doy las gracias.
Judas – Las gracias, ¿por qué?
Jesús – ¿Cómo que por qué? Porque nos salvaste la vida, compañero. Si no llegan a venir ustedes, a Juan y a mí nos habrían madurado a palos.
Simón – Pero, ¿no dice Juan que son vecinos tuyos?
Jesús – Por eso mismo. ¿No has oído aquello de que el que come en tu mismo plato es el que primero levanta el calcañar contra ti?
Simón – Tienes razón, así es. Bueno, Judas, se nos hace tarde. Vámonos ya.
Juan – ¿Van hacia Caná?
Judas – No, a Séforis. Ha habido un soplón en el grupo de allá y queremos averiguar quién es. No podemos permitir ninguna traición entre los zelotes.
Juan – Bien dicho, Judas. Duro con los traidores.
Judas – Oye, Jesús, me gustaría hablar más largo contigo. A lo mejor puedes colaborar en nuestra lucha.
Jesús – Y a lo mejor, Simón y tú pueden echarnos una mano a nosotros. También tenemos planes.
Judas – Claro que sí, compañero, para eso estamos, para ayudarnos unos a otros. Bueno, Juan, hasta la vista. Jesús, te veré en Cafarnaum.
Juan – Hasta pronto, Judas. ¡Que el pañuelo de los Macabeos te de suerte!
Simón – ¡Adiós, muchachos, hasta otro rato!
Jesús – ¡Adiós, adiós! Ven, Juan, vamos pronto donde mi madre, que a esta hora debe estar más preocupada que los albañiles de la torre de Babel.

Jesús y yo fuimos andando hacia la casa de María. Mientras tanto, ningún nazareno tenía quieta la lengua.

Viejo – ¡Esto sí tiene canela, compadre! Mira que venir aquí a dárselas de profeta! ¡Ja! ¡Profeta ese moreno que yo vi nacer y que le he limpiado los mocos más de 40 veces!
Vecina – ¡A mí es que me dan rabia estos agitadores de medio pelo! ¡Hablan de paz y lo que traen es la espada! ¡Mucho amor y mucho cuento y mira la que arman!
Vecino – ¡Caramba con el hijo de María! Tan buena persona siempre, tan complaciente… y míralo por dónde salió. Bueno, ya se veía venir. Malas compañías, tú sabes, la madre demasiado blanda…

María – ¡Ay, hijo, por Dios, qué vergüenza, qué vergüenza!
Susana – Di mejor qué atrevimiento. ¡Parece mentira, Jesús!
María – Ay, hijo, ¿y qué vas a hacer ahora?
Jesús – Nada, mamá. Vuelvo a Cafarnaum. No te angusties por mí.
Susana – Yo te lo advertí, María. Dime con quién andas y te diré quién eres. Mira este peludo que vino con él…
Juan – Oiga, señora, yo no…
Susana – Tú eres uno de ellos, de esos agitadores de Cafarnaum. Que si Pedro tirapiedras, que si el flaco Andrés, que si Santiago el pelirrojo… ¡Vaya amiguitos que te has echado! ¿Y no viste a esos dos que vinieron encaramados como caballos? ¡Ay, qué juventud más alborotadora ésta!
Jesús – Vamos, Susana, déjese de eso, que usted también alborota cuando tiene oportunidad. ¡Yo la vi cuando tenía a la novia de Trifón agarrada por los moños!
María – Jesús, hijo, te lo suplico, hazlo por mí, no te metas en más líos.
Jesús – Pero, mamá, si yo no hice más que explicar lo que decía la Escritura y comenzaron las pedradas. ¿Qué culpa tengo yo? Dile a Dios que no hable tan claro. Me parece que es Dios el que tiene ganas de meterse en líos.

Al día siguiente, bien temprano, Jesús y yo hicimos el camino de regreso a Cafarnaum. Volvíamos golpeados y con moretones en el cuerpo. Pero estábamos contentos. Habíamos estrenado la voz para proclamar la buena noticia de la liberación de los pobres.

Lucas 4,28-30

 Notas

* En la sinagoga de Nazaret, Jesús dio un paso importante en la maduración de su conciencia. Aplicarse a sí mismo la frase de Isaías “El Espíritu está sobre mí” era una forma de reconocerse profeta, en la tradición de todos los profetas que le habían precedido. Después de su muerte y de dar testimonio de su resurrección, la iglesia primitiva acumuló sobre Jesús títulos para describir su misión: Señor, Hijo de Dios, Cristo. La historia que recogen los evangelios deja ver, sin embargo, que el título con que fue aclamado unánimemente por el pueblo y por sus discípulos fue el de profeta.

* El profeta se define en oposición a la institución. A Jesús no debemos considerarlo como un teólogo o un maestro religioso más radical que otros, aunque dentro de la institución. No podía serlo. Le faltaba lo que hacía a los maestros de su tiempo: los estudios teológicos. La formación de los maestros era rigurosa, duraba muchos años, comenzaba desde la infancia. Cuando a Jesús le llamaron “rabí” (maestro, señor), le estaban aplicando un tratamiento que en su tiempo era habitual y que no debe traducirse como maestro en sentido de teólogo. Más bien, a Jesús lo acusaron los maestros de enseñar sin tener autorización (Marcos 6, 2).

* Judas fue uno de los doce discípulos de Jesús. Llamarlo el Iscariote o el de Kariot puede hacer referencia a su lugar de origen: Keriot, pequeña aldea de la región de Judá. Especialistas en el tema de los zelotes, movimiento clandestino y armado de oposición a la ocupación romana, ven en el apelativo “iscariote” una deformación de “sicario”. Los sicarios eran el grupo más fanáticamente nacionalista entre los zelotes. Se llamaban así porque usaban “sicas” (puñales o dagas) para cometer atentados terroristas contra los romanos.

* Simón, uno de los doce discípulos del grupo de Jesús es apodado en el evangelio como “el cananeo” o “el zelote” (Lucas 6, 15). El apodo que Jesús dio a los hermanos Santiago y Juan, al llamarlos “boanerges” (hijos del trueno), y el sobrenombre que dio a Simón Pedro, llamándolo “barjona”, parecen ser nombres de lucha relacionados con el movimiento zelote.

* Los hermanos Macabeos, héroes de la resistencia judía contra la dominación griega en Israel, vivieron unos 160 años antes de Jesús. Organizaron una auténtica lucha guerrillera y lograron importantes victorias contra el poderoso imperio griego. En la memoria del pueblo eran un símbolo de valentía, patriotismo y libertad.