48- LOS TRECE
Jesús y sus doce compañeros suben a Jerusalén por las fiestas. Jesús les cuenta la parábola de la perla.
Estaba ya cerca la fiesta de la Pascua. Como cada año, al llegar la luna llena del mes de Nisán, los hijos de Israel volvíamos los ojos hacia Jerusalén, deseando celebrar dentro de sus muros la fiesta grande de la liberación de nuestro pueblo. En todas las provincias del país se organizaban caravanas. En todos los pueblos se formaban grupos de peregrinos que se reunían para viajar a la ciudad santa.
Jesús – ¿Por qué no vamos este año juntos, compañeros?
Pedro – Apoyo la idea, Jesús. ¿Cuándo salimos?
Jesús – Dentro de dos o tres días estaría bien, ¿no, Pedro? Juan, Andrés, ¿qué les parece a ustedes?
Juan – No hay más que hablar. Vamos con los ojos cerrados.
Pedro – ¿Y tú, Santiago?
Santiago – Seremos muchos galileos en la capital para la fiesta. Algún lío podremos armar, ¿no? ¡En la Pascua es cuando las cosas se ponen calientes!
Jesús – Entonces, ya somos cinco.
Al día siguiente, era día de mercado, y Pedro fue a ver a Felipe el vendedor.
Felipe – Bueno, bueno, pero ustedes van a Jerusalén ¿a qué? ¿A meterse en líos y hacer revolución… o a rezar? Aclárame eso, que yo entienda bien.
Pedro – Felipe, vamos a Jerusalén y eso basta. ¿Vienes o no?
Felipe – Está bien, está bien, narizón. Voy con ustedes. A mí no me pueden dejar fuera.
Pedro – ¡Contigo ya somos seis!
Y Felipe avisó a su amigo…
Felipe – ¡Natanael, tienes que venir!
Natanael – Pero, Felipe, ¿cómo voy a dejar el taller así? Además, todavía tengo callos de la otra vez, cuando fuimos al Jordán.
Felipe – Aquel fue un gran viaje, Nata. Y éste será todavía mejor. Decídete, hombre. Si no vienes, te arrepentirás en todo lo que te resta de vida.
Natanael – Bueno, Felipe, iré. ¡Pero entérate de que lo hago por Jerusalén, no por ti!
Felipe – ¡Entonces seremos siete!
En aquellos días, pasaron por Cafarnaum nuestros amigos del movimiento zelote, Judas, el de Kariot, y su compañero Simón. También se animaron a viajar a Jerusalén para la fiesta. Con ellos dos, ya éramos nueve.
Juan – Oye, Andrés, me dijeron que Jacobo, el de Alfeo, y Tadeo, pensaban ir a la capital en estos días. ¿Por qué no les decimos que vengan con nosotros?
Con Tadeo y con Jacobo, los dos campesinos de Cafarnaum, ya éramos once.
Jesús – Oye, Mateo, ¿tú vas a ir a Jerusalén para la fiesta?
Mateo – Sí, eso voy a hacer, Jesús. ¿Por qué me lo preguntas?
Jesús – ¿Con quién vas, Mateo?
Mateo – Conmigo.
Jesús – Vas solo, entonces.
Mateo – Me basto y me sobro.
Jesús – ¿Por qué no vienes con nosotros? Estamos pensando en ir un grupo para allá.
Mateo – ¡Puah! ¿Y quiénes son ese grupo?
Jesús – Andrés, Pedro, los hijos de Zebedeo, Judas y Simón, Felipe… Ven tú también.
Mateo – Esos amigos tuyos no me gustan nada. Y yo no les gusto nada a ellos.
Jesús – Mañana salimos, Mateo. Si te decides, ven por la casa de Pedro y Rufina al amanecer. Te estaremos esperando.
Mateo – Pues espérenme sentados para no cansarse. ¡Bah, eres el tipo más chiflado que me he topado en toda mi puerca vida!
Tomás, el discípulo del profeta Juan, fue el último en enterarse del viaje. Su compañero Matías había regresado ya a Jericó mientras él se quedaba unos días más por Cafarnaum.
Tomás – Yo tam-tam-también voy con ustedes. Me-me-me gusta mucho la idea.
Aquel primer viaje que hicimos juntos a Jerusalén fue muy importante para todos. Pero, ¡qué ideas tan distintas teníamos entonces de lo que Jesús se traía entre manos, de lo que era el Reino de Dios!
El sol todavía no asomaba por los montes de Basán, pero ya nosotros estábamos alborotando a todo el vecindario. Nos íbamos a Jerusalén a celebrar la Pascua. De nuestro barrio ya habían salido unos cuantos grupos de peregrinos. Y en los próximos días viajarían muchos más. Uno tras otro, con las sandalias bien amarradas para el largo camino, fuimos reuniéndonos aquella madrugada en casa de Pedro y Rufina.
Pedro – Miren el que faltaba, compañeros… ¡Felipe! Oye, cabezón, ¿tú no venías a Jerusalén con nosotros?
Felipe – Claro que sí, Pedro. Aquí me tienen. Uff, si me he demorado un poco, échenle la culpa a éste. No tiene grasa en las ruedas.
Santiago – ¿Y para qué lo has traído? ¿No me digas que piensas ir a Jerusalén con ese maldito carretón?
Felipe – Pues sí te lo digo, pelirrojo. Yo soy como los caracoles que viajan con todo lo suyo encima.
Pedro – Pero, Felipe, ¿tú estás loco?
Felipe – Estoy más cuerdo que ustedes. En estos viajes es cuando más se levanta el negocio, amigos. La gente lleva sus ahorritos a Jerusalén. Muy bien. Yo llevo mercancía. Ustedes rezando. Yo vendiendo. Un peine por acá, un collar por allá. A nadie le hago daño, que yo sepa.
Santiago – No, no, no, Felipe. Quítatelo de la cabeza. No vamos a ir contigo empujando ese basurero. Ese carretón se queda.
Felipe – ¡El carretón va!
Santiago – ¡El carretón se queda!
Felipe – ¡Si él se queda, me quedo yo también!
Juan – Jesús, dile algo a Felipe a ver si lo convences. Tú te las entiendes bien con él.
Entonces, Jesús nos guiñó un ojo a todos para que le siguiéramos la corriente…
Jesús – Felipe, deja el carretón y las baratijas. La perla vale más.
Felipe – ¿La perla? ¿De qué perla me estás hablando, Jesús?
Jesús – ¡Shhh! Una perla grande y fina, así de gorda. Tú tienes buena nariz de comerciante. ¿Te interesa formar parte del negocio, sí o no?
Felipe se rascó su gran cabeza y nos miró a todos con aire de cómplice.
Felipe – Habla claro, moreno. Si hay que reunir dinero, yo vendo el carretón. Vendo hasta las sandalias si hace falta. Luego negociamos con ella y sacamos una buena tajada. ¿Cuánto piden por esa perla?
Jesús – Mucho.
Felipe – ¿Y dónde está? ¿En Jerusalén?
Jesús – No, Felipe. Está aquí, entre nosotros.
Felipe – ¿Aquí? ¡Ya entiendo, claro! Contrabando. ¿Tú la llevas, Juan? ¿Tú, Simón? Está bien, está bien. Juro silencio. Siete llaves en la boca. Ya está. Pueden confiar en mí. Pero, díganme, ¿cómo la consiguieron?
Jesús – Escucha: Tadeo y Jacobo estaban trabajando en un campo. Metieron el arado para sembrarlo. Y de repente, se tropezaron con un tesoro escondido en la tierra.
Felipe – ¿Un tesoro? ¿Y qué hicieron con él?
Jesús – Lo volvieron a esconder. Fueron al dueño del campo y se lo compraron. Vendieron todo lo que tenían y compraron el campo. Así, el tesoro quedaba para ellos.
Felipe – Pero, ¿cuál fue el tesoro que encontraron?
Jesús – ¡La misma perla que te dije antes! Ellos la descubrieron.
Felipe – ¿La perla? Las perlas se encuentran en el mar, no en la tierra. ¿Qué lío me estás armando tú, nazareno?
Jesús – Escucha, Felipe: en realidad, la cosa comenzó en el mar, como tú dices. Pedro y Andrés echaron las barcas al agua. Y tiraron la red. Y la sacaron cargada de peces. Y cuando estaban separando los peces se llevaron una gran sorpresa porque…
Felipe – …porque ahí fue donde encontraron la perla.
Jesús – Sí. Y lo dejaron todo, la red, las barcas, los peces. ¡Y se quedaron con la perla, que valía más!
Felipe – Pero entonces, el tesoro del campo… Ah, claro, ya entiendo. Y entonces… Espérate. No entiendo nada. Cabeza grande, Jesús, pero poco seso. Aclárame el negocio.
Jesús – El negocio, Felipe, es que todos nosotros hemos dejado nuestras cosas, nuestros campos, nuestras redes y nuestras casas por la perla. Deja tú también el carretón.
Felipe – Está bien, está bien. Pero por lo menos enséñame la perla para…
Jesús – La perla es el Reino de Dios, Felipe. Anda, deja tus cachivaches y ven a Jerusalén con las manos libres. Olvídate por unos días de tus peines y tus collares y celebra la Pascua con la cabeza despierta.
Felipe – Así que, ni contrabando ni carretón. Pandilla de granujas, ¡si me siguen tomando el pelo, acabaré más calvo que Natanael! Está bien, está bien, lo dejaré al cuidado de doña Salomé hasta la vuelta.
Cuando ya nos íbamos, llegó Mateo. Aunque todavía era muy temprano, ya andaba medio borracho.
Santiago – ¿Qué se te ha perdido por aquí, apestoso?
Jesús – Bienvenido, Mateo. Sabía que vendrías.
Juan – ¿Que vendría a qué?
Jesús – Mateo también viene con nosotros. ¿No se lo había dicho?
Santiago – ¿Dices que este tipo viene con nosotros o es que he oído mal?
Jesús – No, Santiago, oíste bien. Yo le dije a Mateo que viniera con nosotros.
Santiago – ¡Al diablo contigo, moreno! ¿Y esto qué quiere decir?
Jesús – Quiere decir que la fiesta de Pascua es para todos. Y que las puertas de Jerusalén, como las puertas del Reino de Dios, se abren para todos.
Las palabras de Jesús y la presencia de Mateo nos sacaron de quicio. Santiago y yo estuvimos a punto de caerle a puñetazos. En medio del alboroto, Simón y Judas nos llevaron aparte.
Judas – Cállate, pelirrojo. No grites más. ¿Es que no entiendes?
Santiago – ¿Entender qué? Aquí no hay nada que entender. Jesús es un imbécil.
Judas – Los imbéciles son ustedes. Jesús ha planeado la cosa demasiado bien.
Juan – ¿Qué quieres decir con eso?
Judas – La frontera de Galilea está muy vigilada, Juan. Temen un levantamiento popular. A todos nosotros nos tienen fichados. Y a Jesús, el primero. Yendo con Mateo, la cosa cambia. Llevamos más cubiertas las espaldas, ¿comprendes? Mateo conoce a todos esos marranos que controlan la frontera.
Juan – ¿Y tú crees que Jesús lo haya invitado por eso?
Judas – ¿Y por qué si no, dime? El tipo es astuto. Piensa en todo.
Juan – Pero, Mateo, ¿por qué se presta al juego?
Judas – Mateo es un borracho. Dale vino y te sigue como un carnero.
Santiago – Tienes razón, Iscariote. Cada vez me convenzo más que con éste de Nazaret iremos lejos. ¡Es el hombre que necesitamos! ¡Ea, muchachos, vámonos ya!
Tomás – No, no, espérense un po-po-poco.
Juan – ¿Qué pasa ahora, Tomás? ¿Has olvidado algo?
Tomás – No, no, no es eso. ¿Se han fi-fi-fijado ustedes cuántos somos?
Santiago – Sí, somos trece. Con este puer… quiero decir, con este Mateo somos trece.
Tomás – Di-di-dicen que ese número trae ma-ma-mala suerte.
Pedro – Bah, no te preocupes por eso, Tomás. Cuando le corten el gañote a alguno de nosotros, seremos doce, número redondo, como las tribus de Israel. ¡Ea, compañeros, andando, Jerusalén nos espera!
Éramos trece. Pedro, el tirapiedras, iba delante, con la cara curtida por todos los soles del lago de Galilea y la sonrisa ancha de siempre. A su lado, Andrés, el flaco, el más alto de todos, el más callado también. Mi hermano Santiago y yo, que soñábamos con Jerusalén como un campo de batalla en el que todos los romanos serían destruidos por la fuerza de nuestros puños. Felipe, el vendedor, llevaba en la cintura la corneta con que anunciaba sus mercancías y de vez en cuando la hacía sonar. No quiso separarse de ella. A su lado, como siempre, Natanael. El sol de la mañana relucía en su calva. Caminaba despacio, cansado antes de empezar la marcha. Tomás, el tartamudo, mirando a un lado y a otro con ojos curiosos. No hacía más que hablar con su media lengua del profeta Juan, su maestro. Mateo, el cobrador de impuestos, con los ojos rojos por el alcohol y el paso vacilante. Jacobo y Tadeo, los campesinos de Cafarnaum, caminaban juntos. Simón, aquel forzudo lleno de pecas, iba con Judas, el de Kariot, que llevaba al cuello su pañuelo amarillo, regalo de un nieto de los macabeos. Éramos doce. Trece con Jesús, el de Nazaret, el hombre que nos arrastró a aquella aventura de ir por los caminos de nuestro pueblo anunciando la llegada de la justicia de Dios.
Mateo 10,1-4; Marcos 3,13-19; Lucas 6,12-16.
Notas
* Tres veces al año, con ocasión de las fiestas de Pascua, Pentecostés y las Tiendas, los israelitas tenían costumbre de viajar a Jerusalén. También viajaban hacia la capital multitud de extranjeros de los países vecinos. La fiesta de la Pascua era la que atraía el mayor número de peregrinos cada año. Como era en primavera, esto facilitaba el viaje, porque para febrero o marzo terminaba ya la época de las lluvias y los caminos estaban más transitables. Formaba parte esencial de los preparativos del viaje buscar compañía para el camino. Había muchos asaltantes de caminos y nadie se atrevía a hacer solo un viaje tan largo. Por eso se formaban siempre grandes caravanas para las fiestas.
* Las perlas fueron un artículo muy codiciado en los tiempos antiguos. Simbolizaban la fecundidad: eran un fruto precioso de las aguas y crecían y se desarrollaban ocultas, como sucede con el embrión humano. Las pescaban buceadores en el Mar Rojo, en el Golfo Pérsico y en el Océano Índico y eran muy usadas en collares. Los tesoros escondidos son tema predilecto de los cuentos orientales. En el tiempo de Jesús tenían una base histórica. Las innumerables guerras que sacudieron Palestina a lo largo de siglos hicieron que mucha gente, en el momento de la huida, dejara escondido en la tierra sus posesiones más valiosas, hasta un posible retorno que no siempre ocurría.
* El número doce tenía una significación especial en el antiguo Oriente. Seguramente, por el hecho de estar dividido el año en doce meses. En Israel, era considerada como cifra que designaba una totalidad y que sintetizaba, en un solo número, a todo el pueblo de Dios. Doce fueron los hijos de Jacob, los patriarcas que dieron nombre a las doce tribus que poblaron la Tierra Prometida. Una tradición muy antigua dentro de los evangelios recuerda en varias ocasiones que Jesús eligió a doce discípulos, como núcleo de sus muchos seguidores. Cuando en los textos del Nuevo Testamento se habla de “los doce”, se está haciendo referencia a doce personas individuales de los que tenemos la lista de nombres y a la vez, “los doce” es un símbolo de la nueva comunidad, heredera del pueblo de las doce tribus. El número doce es particularmente preferido en el libro del Apocalipsis: aparece en las medidas de la nueva Jerusalén y en el número de los elegidos, que serán 144 mil (12 × 12 × mil = totalidad de totalidades).