50- LA TABERNA DE BETANIA

Jesús y su grupo van a hospedarse en una taberna en Betania. Allí conocen y se hacen amigos de Lázaro, Marta y María.

A poca distancia de Jerusalén, al otro lado del Monte de los Olivos, está Betania, un pueblo pequeño y blanco, rodeado de datileras. Eso quiere decir su nombre: tierra de dátiles. Cuando los galileos íbamos a Jerusalén, terminábamos siempre buscando posada allá, en alguna de las fondas de Betania.

Lázaro – ¡Marta, mira a ver ese pan que pusiste en el horno! ¡Huele a quemado! ¡Y tú, María, deja de hablar y prepara otras seis esteras! La, la, rá, la, rí… ¡Este es el mejor tiempo del año, sí señor! ¡Jerusalén revienta de peregrinos!
María – ¡Y yo me voy a reventar los riñones! No hago más que agacharme y levantarme preparando esteras. Oye, hermano, esto ya está muy lleno. No cabe ni una aguja. Si alguien viene pidiendo posada, di que no, que ya no hay sitio.
Lázaro – Pero, muchacha, ¿tú no sabes que al que dice no a un galileo se le seca la lengua y le empiezan a salir gusanos por las orejas? Trae mala suerte decirle no a un galileo. ¡Aquí hay sitio para veinte más, si lo sabré yo, que me conozco esta taberna mejor que la palma de mi mano! ¡Epa, Marta, ayúdame con esta sopa, que los clientes están esperando!
Marta – ¡Ya voy, hombre, ya voy! ¡No tengo siete manos!

La Palmera Bonita se llamaba la taberna de Lázaro en Betania. En ella se amontonaban mulos, hombres y camellos en las grandes fiestas que vivía Jerusalén, tres veces al año. Y, sobre todo, en la Pascua. Entonces, cuando la taberna estaba rebosando de gente y de animales y el aire se espesaba con el olor a vino, a sudor y a boñiga, era cuando Lázaro se sentía completamente feliz.

Lázaro – ¿Qué me dicen de esta sopa, eh? ¡Sírvanse, sírvanse más, que aún tengo otro caldero! ¡No quiero que nadie pase hambre en mi casa! ¡Aquí se duerme bien y se come mejor! ¡Para que lo cuenten después por todo el norte!

Lázaro era un hombre gordo y grande, con una tamaña barba que terminaba donde empezaba su abultada barriga. Había nacido en Galilea y fue de muy joven a Judea. Desde entonces, se encargó de levantar aquel negocio. No había tenido mujer. Cuando le preguntaban, contestaba siempre que él estaba casado con su taberna y se relamía de gusto sus bigotes negros.

Lázaro – ¡Marta, ve preparando cuatro cabezas de cordero! ¡Estos paisanos quieren probar la especialidad de la casa!
Marta – Te advierto que tardarán un poco en hacerse. No puedo estar en todas partes a la vez.
Lázaro – No hay prisa, mujer, no te apures…
Marta – Tú no tendrás prisa, pero ésos sí tienen hambre. Y no me gusta hacer esperar a la gente.
Lázaro – Prepara las cabezas de cordero y calla. ¡Si no las quieren ellos, nos las zamparemos nosotros!
Marta – ¡Pero si acabas de comer, Lázaro! ¡Pareces un saco sin fondo!

Marta, la hermana mayor de Lázaro, era una mujer fuerte, de brazos robustos y piernas ágiles. Trabajaba en la fonda desde hacía unos años cuando quedó viuda. Y trabajaba mucho. Lázaro la quería y confiaba en ella. Desde que Marta lo ayudaba en la taberna, el negocio había subido como la espuma del vino al fermentar. María, la otra hermana de Lázaro, era muy distinta.

María – ¡Ay, Lázaro, ay!
Lázaro – ¿Qué pasa, María?
María – No sabes lo que me ha estado contando ese Salim, el camellero que acaba de llegar. Dice que por Samaria se encontró con una docena de ladrones. ¡Llevaban un cuchillo en la boca y salían de debajo de las piedras, como los alacranes!
Lázaro – Cuentos, cuentos…
María – Pero, Lázaro, ¡imagínate que alguno de los que han llegado ayer del norte sea uno de ésos! Hay un manco que no me gusta nada.
Lázaro – Si es manco, ¿cómo va a ser ladrón, María?
María – ¡Le queda una mano, Lázaro! Ese hombre está raro, te lo digo yo. Estuve registrando en el saco y allá en el fondo brillaba una cosa… ¿No será de esa pandilla? Este camellero que te digo me contaba que esos ladrones lo que buscan son joyas.
Lázaro – Bueno, pues si es eso lo que buscan, se van a ir con las manos limpias. ¡Aquí lo único que encuentran son calderos de sopa y ratas!
María – Lázaro…
Lázaro – ¿Qué pasa, María? No me asustan tus cuentos de ladrones.
María – No, si no es eso. Mira, ese camellero que te digo… yo creo que sería un buen marido para Marta, ¿no crees? Parece muy honrado. Y tiene unas manos grandes y fuertes. La sabría defender.
Lázaro – ¿Defenderla de quién? ¡Marta se sabe defender solita! Anda, no enredes más. ¿Ya preparaste las esteras que te dije?
María – ¡Uy, se me había olvidado! Hablando con el camellero…
Lázaro – ¡Diablos, todo se te olvida! ¡Corre a prepararlas! ¡Anda, corre!

María era la otra hermana de Lázaro. Tenía los ojos grandes y algo bizcos, como dos pájaros sueltos que se iban detrás de todo lo que veían. Era fea, pero tan alegre, que al poco rato de estar hablando con ella, uno no se fijaba más que en su boca, que sonreía siempre. Su marido la había abandonado hacía unos meses. Y desde entonces, también trabajaba con Lázaro en la taberna.

Lázaro – ¡María, ve preparando más esteras de las que te dije! ¡Ahí vienen otros galileos!

Pasado el mediodía, llegamos a la Palmera Bonita. En Jerusalén nos dijeron que allá podríamos encontrar posada. Veníamos cansados del camino, llenos de polvo y con las tripas vacías. Cuando nos acercábamos a la taberna, Lázaro salió a recibirnos a la puerta.

Lázaro – Eh, ustedes, ¿cuántos son?
Juan – Cuenta, cuenta… todos los que ves aquí.
Lázaro – Seis, ocho, doce… trece. Trece: dicen que ese número trae mala suerte.
Tomás – Ya lo de-de-decía yo.
Lázaro – ¡Pero a mí nunca un galileo me ha traído mala suerte! ¡Al contrario! ¿Son de por allá, no?
Pedro – Casi todos. Bueno, éste del pañuelo amarillo, no. Y el de las pecas, tampoco.
Tomás – Yo soy de Judea tam-tam-también.
Jesús – Bueno, amigo, ¿hay sitio para nosotros o no?
Lázaro – ¡Pues claro que sí, galileos, claro que lo hay! Donde caben siete ovejas, cabe el rebaño entero, ¿no es así? Además, llegan ustedes a tiempo de hincarle el diente a unas cabezas de cordero que se están haciendo. ¿Qué? ¿No les llega el aroma? Se las iban a comer otros clientes, pero no tuvieron paciencia de esperar a que los sesos se pusieran bien blanditos! Estaba escrito en el libro de los cielos que esas cabezas irían a parar a la panza de ustedes. ¡Ea, vengan adentro!

Cuando entramos en la taberna de Lázaro, Marta estaba recogiendo las sobras de la comida que había servido un poco antes a más de cuatro docenas de paisanos. En los rincones del amplio patio todavía quedaban algunos bebiendo y jugando a los dados. Los chivos mordisqueaban en el suelo pedazos de pan y un camello paseaba lentamente sus jorobas ante nuestros ojos.

Lázaro – ¡Eh, Marta, prepara también una olla de garbanzos! ¡Y saca vino! ¡Aquí hay más clientes y tienen hambre! ¡Y tú, María, ven acá corriendo! Siéntense por ahí, camaradas, que podrán comer enseguida. Bueno, y cuéntenme, ¿qué noticias hay por Galilea? ¿Cuándo le cortan el pescuezo a Herodes? ¿De dónde vienen ahora?
Juan – De Cafarnaum. Nos juntamos allá para venir a celebrar la Pascua.
Pedro – Y cuéntanos tú qué hay por Jerusalén. Hemos visto muchos soldados.
Lázaro – Todos los años es lo mismo. Pero este año hay más guardias que ratas. Y cada uno tiene cuatro ojos delante y otros cuatro detrás. ¡Hay que andarse con mucho cuidado!
María – ¿Qué, Lázaro? ¿Cuántos han venido?
Lázaro – Son trece, María. Vete a preparar trece esteras.
María – Pero, Lázaro, ¿no sabes cómo está eso? Se pisan unos a otros.
Lázaro – Busca trece agujeros donde Dios te dé a entender, María. Pero antes atiéndeme a estos compatriotas mientras yo voy recogiendo por ahí… Y ustedes, no le hagan mucho caso a esta hermana mía. Si se descuidan, los enreda en su madeja y de ahí no salen.
María – ¿De dónde eres tú? ¿Galileo, verdad?
Juan – Sí. Vivo en Cafarnaum.
María – ¡Ay, mira, de Cafarnaum! De ahí conocí yo a un tal Pánfilo… ¡me contaba cada cosa! Decía que Cafarnaum es una ciudad muy bonita y con más jardines que Babilonia, y tan grande que hacen falta dos pares de sandalias para recorrerla de una punta a otra. Y me decía también que en el lago hay unos peces así de grandes, de cuatro colores, bendito sea Dios, y unas palmeras así de altas, que tapan el sol con los penachos… ¡Ay, caramba, lo que me gustaría a mí viajar allá al norte y conocer todo aquello! Pero, imagínense, paisanos, una aquí, amarrada a esta taberna para sacarla adelante. Ah, pero eso sí, cuando sea vieja, ya verán, entonces le voy a dar la vuelta al país entero, aunque sea montada en ese camello. Así que de Cafarnaum, de donde Pánfilo. Y tú, ¿qué? ¿También eres de allá?
Pedro – No, yo soy de más arriba. De Betsaida.
María – ¿De la grande o de la chica? Por aquí vino un tipo de Betsaida que andaba enamorado de mí. Pero era bizco, así como yo. Bueno, peor que yo. No nos entendíamos. Cuando yo miraba para un lado, él miraba para el otro… ¡era un lío! ¡Dos bizcos no se pueden casar! Oye, ¿y de dónde eres tú?
Jesús – De Nazaret.
María – ¿De Nazaret? ¡Uy, en mi vida había oído hablar de ese pueblo!
Jesús – Ni yo tampoco, María, hasta que nací en él.
María – ¿Y dónde queda eso, tú?
Jesús – Lejos, muy lejos. Donde el diablo dio las tres voces y nadie lo oyó.
María – ¡Ay, qué risa!
Jesús – Aquello es muy pequeño, ¿sabes? No es como Cafarnaum. Pero también las cosas pequeñas son importantes, no creas. Fíjate en ésta: Pequeña como un ratón y guarda la casa como un león. ¡Una, dos y tres: dime qué cosa es!
María – Pequeña como un ratón y… ¡la llave! ¡Adiviné, adiviné!
Jesús – Escucha ésta entonces: Pequeño como una nuez, sube al monte y no tiene pies.
María – Espérate… una nuez sube al monte… ¡el caracol! ¡Otra, otra!
Jesús – Ésta sí que la pierdes. Escucha bien: No tiene hueso, nunca está quieta, y con más filo que una tijera.
María – No tiene hueso… Ésa no la sé…
Jesús – ¡La lengua tuya, María, la lengua tuya que no se cansa de hablar!
María – Ah, no, eso no se vale, no… ¡ay, qué risa!… Oye, ¿y tú cómo te llamas?
Jesús – Jesús.
Tomás – Le di-di-dicen el mo-mo-moreno.
María – ¿Tienes mal la garganta? Mira, si quieres, te doy una receta: dos medidas de agua y dos de yerbalinda que haya estado en remojo durante tres días. Haces gárgaras y la lengua se te suelta a hablar que da gusto.
Juan – Ésta debe haber tornado mucho de ese jarabe, ¿no?

Al fondo de la taberna, Marta comenzó a impacientarse…

Marta – ¡Lázaro, Lázaro! Pero, ¿es que no te enteras que María no para de darle a la lengua y me ha dejado sola con todo el trabajo que hay en la cocina? ¡Dile que me ayude!
Lázaro – ¡Al diablo con estas mujeres! ¡Arréglenselas ustedes como puedan!

Entonces Marta se acercó a donde estábamos sentados. Sobre su vestido de rayas llevaba un delantal grande, lleno de grasa, que olía a cebolla y a ajo.

Marta – Miren, ustedes me perdonarán, pero si hay que preparar comida para trece y esta hermana mía no hace más que parlotear, no vamos a acabar nunca. No le hablen más, a ver si viene a echarme una mano.
María – Marta, oye esto: “pequeña como un ratón y guarda la casa como un león”… ¿Eh?… ¡La llave!
Marta – Vamos, María, por Dios, que no acabamos nunca.
Jesús – Pero, Marta, no te preocupes tanto. Tenemos hambre y a buen hambre no hay pan duro. Con cualquier cosa nos arreglamos. No te apures, no es necesario. Verás, María, oye ésta otra: Pequeña como un pepino y va dando voces por el camino…

María se quedó todavía un buen rato conversando. Se reía con nosotros y nosotros nos reíamos con ella. La alegría que contagiaba era más necesaria que el pan y que la sal. De todas formas, cuando Marta nos trajo aquellas cabezas de cordero que tanto habla elogiado Lázaro, nos las zampamos en un momento. Recuerdo que no dejamos ni los huesos.

Lucas 10,38-42

 Notas

* En los días de fiesta era difícil encontrar posada o alojamiento en Jerusalén, por la aglomeración de peregrinos. Tantos llegaban a reunirse, que un dicho de la época afirmaba que uno de los diez milagros que Dios realizaba desde el Templo era que todos cupieran en la ciudad. Era imposible que todos se alojaran en albergues situados dentro de las murallas y los que no cabían tenían que irse a los pueblos vecinos. Es improbable que los peregrinos acamparan al raso, pues en tiempo de Pascua las noches en Jerusalén, rodeada por el desierto, son muy frías. Así como los distintos sectores de la población tenían sus barrios fijos en la capital, así también los distintos grupos de peregrinos tenían sus lugares habituales de hospedaje. Todo hace suponer que el campamento de los que llegaban de Galilea estaba situado hacia la parte occidental de la ciudad, por donde está Betania.

* Betania es un pequeño pueblo situado a unos seis kilómetros al este de Jerusalén, más allá del Monte de los Olivos, en el camino que va a Jericó. Actualmente, se le llama también El-Azariye, en recuerdo de Lázaro. En los sótanos de una iglesia dedicada a Marta, María y Lázaro se conserva una gran prensa de aceitunas y un pozo de la época de Jesús.

* En toda ciudad israelita relativamente grande había albergues o tabernas para alojar a los peregrinos que iban de paso o a las caravanas de comerciantes. Estas hospederías consistían en un gran patio cercado, con pequeños cuartos alrededor, donde encontraban cobijo tanto los hombres como las cabalgaduras y otros animales. En la actualidad, en los países orientales hay aún hospederías de este tipo, a las que se llama “kans” (caravasares). En Israel hay una muy antigua en la ciudad de San Juan de Acre, puerto estratégico en tiempo de las Cruzadas.

* Aunque de Lázaro y de sus hermanas Marta y María, nos dan poco datos los evangelios, una tradición cristiana bastante extendida los ha presentado como una familia de clase media o alta, que en una casa cómoda y tranquila recibían como huésped a Jesús, que iría allí como consejero espiritual cuando estaba cansado de andar mezclado con la gente. Esta imagen no tiene ninguna base. Los datos históricos acerca de las hospederías que había en la zona de Betania, cercana a Jerusalén dan pie para imaginarlos en otro marco: gente del pueblo, que vivía de su trabajo, nada refinados seguramente. Su amistad con Jesús sería fruto del frecuente contacto que tuvieron con él y sus amigos cuando viajaban a la capital.