81- JUNTO AL POZO DE JACOB

Jesús se encuentra con la samaritana Abigaíl. Habla con ella, le anuncia el Reino de justicia. Ella lo descubre como el Mesías.

Cuando terminó la Fiesta de las Tiendas, Jerusalén despidió con tristeza a los peregrinos que habíamos llenado sus calles durante aquella larga semana. Para nosotros los galileos, era hora de regresar al norte. Después de dos jornadas de camino divisamos el monte Garizim. La llanura negruzca de Samaria se abría ante nuestros ojos.

Santiago – ¡Los ojos alerta! Por estos parajes hay ladrones hasta debajo de las piedras.
Juan – Ya han pasado todas las caravanas. ¿Qué nos van a robar a nosotros?
Jesús – ¡Como no sea los piojos que agarramos en Jerusalén! ¡No llevamos nada más encima!
Santiago – Dirán lo que quieran, pero esta tierra parece maldita.
Juan – Sí es negra… como la panza del demonio.
Santiago – Y está vacía, como el esqueleto de una vaca muerta.
Felipe – Caramba, Santiago, no hables así, que ya bastante miedo tengo yo encima.

Desde hacía cientos de años, los galileos del norte y los judíos del sur temíamos y odiábamos a los samaritanos, aquellos compatriotas nuestros que vivían en las tierras centrales del país. Por todos los caminos de Israel corrían leyendas que agrandaban aquellos temores. Un samaritano era para nosotros un rebelde a las tradiciones de nuestro pueblo y no merecía ni el saludo. Los samaritanos, claro está, también nos despreciaban a nosotros.

Juan – ¿Qué dicen esos callos, Jesús?
Jesús – Dicen que quieren tomarse un descanso, Juan… ¡Uff!
Felipe – Pues yo vendería mi bastón y mis sandalias por un vaso de agua. ¡Me muero de sed!
Santiago – El sol de Samaria es tan traidor como su gente, Felipe.
Juan – Paciencia, camaradas. Cuando ese traidor haya corrido dos palmos más, estaremos en Sicar. Allá podremos comer y beber.
Santiago – Hasta entonces, confórmate tragando saliva, Felipe.

Cuando el sol señalaba la mitad del día, llegamos a Sicar, una pequeña aldea construida entre dos montes, el Ebal y el Garizim, la montaña sagrada de los samaritanos.

Juan – ¡De prisa! ¡A ver quién llega primero al pozo!

A la entrada de la aldea, está el pozo que nuestro padre Jacob compró dos mil años atrás a los cananeos para regalárselo al morir a su hijo José. Es un pozo grande y muy profundo. El agua que corre en abundancia bajo la tierra reseca hace crecer, junto a él, datileras de hojas brillantes.

Santiago – ¡Vamos primero a comprar aceitunas y pan! ¡Las tripas ya me están cantando las lamentaciones de Jeremías!
Juan – ¡Vamos, Pedro! ¡Corriendo! ¿Vienes, Judas? ¿Y tú, Felipe?
Felipe – ¡Sí, vamos todos! ¿Tú, Jesús?
Jesús – No, yo me quedo aquí en el pozo. Estoy muy cansado. Y hasta creo que me está cayendo un poco de fiebre. Yo los espero aquí.
Felipe – Está bien. Échate un sueño, moreno. ¡Y cuando despiertes, tendrás delante una buena jarra de vino! ¡Ea, vamos!

Echamos a correr hacia Sicar. Cuando nos alejamos, Jesús se recostó en una piedra, entre las cañas, y cerró los ojos. Pasó un buen rato…

Abigaíl – Eh… ¿quién anda ahí?
Jesús – Humm… Me quedé dormido.
Abigaíl – ¡Al diablo contigo, barbudo! Me has dado un buen susto, ¿sabes? Pensé que era una rata.
Jesús – Pues ya ves, no tengo cola. Soy un galileo. Peor que una rata, ¿no?

Junto al pozo de Jacob, una mujer samaritana, de rostro hermoso y tostado por el sol, miraba fijamente a Jesús, extendiendo hacia él su brazo moreno, lleno de pulseras.

Abigaíl – Eso lo dices tú. Yo no he dicho nada. Mira, yo no me meto con nadie. Vengo a buscar agua y me voy por donde vine. No me gustan los líos. Así que no quiero nada contigo, ¿sabes?
Jesús – Pues yo sí quiero algo contigo.
Abigaíl – ¿Ah, sí? ¿Un galileo con una samaritana? ¡Vaya! Eso sí que es divertido. Pues te equivocaste de pozo, amigo. El agua de «esta fuente» ya tiene dueño.
Jesús – No, tú eres la que te estás equivocando, mujer.
Abigaíl – Mmmmmm… mmmmmm… mmm…
Jesús – ¿Cómo?
Abigaíl – Mmmmmm… ¡Que yo no hablo con galileos, caramba! ¡No quiero nada con ellos!
Jesús – Pues yo sí me hablo con samaritanas. Y ya te he dicho que quiero algo de ti…
Abigaíl – Mmmm… mmm… mmm…
Jesús – Mira, déjate de ronroneos y dame un poco de agua. Me muero de sed. No me hables si no quieres, pero dame de beber, anda.
Abigaíl – Ah, ¿con que era eso? Mira, no es que una sea mal pensada, pero… ¿así que sólo agua, no?
Jesús – ¿No es bastante? Cuesta poco y no emborracha.
Abigaíl – Sí, sí… Pero yo prefiero el vino.
Jesús – Entonces eres como el mosquito.
Abigaíl – ¿Cómo el qué?
Jesús – Como el mosquito. ¿No sabes tú lo que le dijo el mosquito a la rana cuando se tiró en el barril…? «¡Más vale morir en el vino que vivir en el agua!»… y plash, ¡se zambulló de cabeza y se ahogó contentísimo en el vino!
Abigaíl – ¡Ja, ja, ja! Mmmm… mmm…
Jesús – ¿Qué te pasó? ¿Se te trabó otra vez la lengua?
Abigaíl – Mira, paisano, ponte claro de una vez. ¿Qué andas buscando tú? A mí no me engatusas. ¿Quién eres tú, eh?
Jesús – ¿Quién crees tú que soy yo?
Abigaíl – Apuesto todas mis pulseras a que eres uno de esos bandoleros que andan sueltos por el monte robando a los hombres y violando a las mujeres.
Jesús – ¿De veras tengo cara de eso?
Abigaíl – No, lo que tienes es cara de cuentista. Y de enredador. Porque yo soy una mujer decente y ya me enredaste a hablar contigo. ¡Con un galileo!
Jesús – Y dale con lo de galileo. Pero, ven acá, mujer, ¿qué te han hecho a ti los galileos, dime?
Abigaíl – A mí, nada. Pero a los míos, mucho. Ustedes los galileos se creen los amos del mundo y nos desprecian y hablan mal de nosotros.
Jesús – Y ustedes los samaritanos se creen los amos del mundo y nos desprecian y hablan mal de nosotros. Así que, acaba de darme el agua, que tengo la campanilla pegada aquí atrás.
Abigaíl – Toma el agua, pues, y no me embarulles más.
Jesús – Ahhh… ¡Qué buena!
Abigaíl – Galileo tenías que ser. Ustedes sólo sirven para pedir. ¿No oíste lo que te dije? ¡Que ustedes sólo sirven para pedir y después ni dan las gracias!
Jesús – No grites tanto que ya te oí. Y te voy a dar algo a cambio. ¿Sabes qué?
Abigaíl – ¿Qué?
Jesús – Agua.
Abigaíl – ¿Cómo que agua?
Jesús – Lo mismo que te pido, lo mismo te doy. ¿Quieres agua?
Abigaíl – El sol te debe haber derretido el seso. El cubo y la cuerda los tengo yo. ¿Cómo vas tú a sacar agua?
Jesús – Es que yo conozco otro pozo que tiene un agua más fresca.
Abigaíl – ¿Otro pozo? Que yo sepa, el único pozo que hay por aquí es éste. Por eso fue que lo compró nuestro tatarabuelo Jacob para beber él y sus hijos y sus rebaños.
Jesús – Pues yo conozco un pozo que tiene un agua mejor. Tú bebes este agua y en un par de horas vuelves a tener sed. Pero, si conocieras el otro pozo que te digo, si bebieras una vez de él, te quitaría la sed para siempre.
Abigaíl – Oye, ¿y dónde está ese pozo tan maravilloso, pues?
Jesús – Ah, es un secreto.
Abigaíl – Anda, dímelo a mí, y así no tengo que estar yendo y viniendo a sacar agua.
Jesús – No, no, es un secreto.
Abigaíl – ¿Un secreto? ¡Un cuento de camino! Ya sé yo quién eres tú, ¡un charlatán y un embustero! ¡Un pozo maravilloso, ja!
Jesús – Está bien, está bien, te voy a decir dónde está. Pero llama primero a tu marido.
Abigaíl – ¿A mi marido? ¿Y qué tiene que ver mi marido en esto, pues?
Jesús – Bueno, para que él también se entere de lo del pozo.
Abigaíl – Pues lo siento, paisano, pero tengo que confesarte que no tengo marido. Aquí donde me ves, estoy soltera y sin compromiso.
Jesús – Vamos, vamos, mujer, que eso no te lo crees ni tú misma. ¿No me dijiste antes que «la fuente» ya tenía dueño?
Abigaíl – Bueno, claro, una se defiende como puede.
Jesús – ¿Cuántos?
Abigaíl – ¿Cuántos qué?
Jesús – ¿Que cuántos maridos has tenido?
Abigaíl – Oye, ¿y a ti qué te importa eso, entrometido? ¡Caramba con el tipo! ¿Y tú cuántas, eh? ¿Te he preguntado yo si estuviste en la cárcel o si se te cayeron los dientes?
Jesús – Está bien, no te pongas así. Anda, déjame ver tu mano.
Abigaíl – ¿Tú sabes leer las rayas de la mano?
Jesús – Espérate… Deja ver… Aquí veo… veo cinco.
Abigaíl – ¿Y cómo lo sabes? ¡Sí, es verdad, he tenido cinco maridos!
Jesús – No, yo decía que veo cinco dedos en tu mano.
Abigaíl – ¡Ya sé quién eres tú! ¡Un adivino! ¡Un profeta! ¿Eres un profeta, verdad?
Jesús – Bueno, yo soy un galileo, como tú dijiste antes.
Abigaíl – No, ¡tú eres un profeta! ¡Y yo no le había visto nunca la barba a un profeta! ¡Pues ahora no te me escapas! A ver qué te pregunto yo a ti… Sí, sí, ya lo tengo. Tú me vas a resolver este lío: Mira, ustedes los galileos y los judíos dicen que Dios tiene puesto su trono en el monte de Jerusalén. Y nosotros los samaritanos decimos que no, que es aquí en el monte Garizim donde vive Dios. ¿Qué te parece a ti, eh?
Jesús – Bueno, pues a mí lo que me parece es que Dios ya se levantó del trono y se bajó del monte y puso su tienda aquí abajo, entre la gente, entre los pobres.
Abigaíl – ¡Tú eres un profeta, estoy segura! Y si me descuido, ¡terminas siendo el mismísimo Mesías!

Cuando la mujer samaritana dijo aquello, Jesús se agachó, tomó una piedrecita blanca del suelo y se puso a jugar con ella entre las manos.

Jesús – ¿Y… y si lo fuera?
Abigaíl – ¿Cómo dices?
Jesús – Que si yo fuera el Mesías, ¿qué harías tú?
Abigaíl – Eso te pregunto yo a ti. ¿Qué harías tú?
Jesús – Pues mira, lo primero que haría yo sería comprar un cepillo así de grande para borrar las fronteras entre Samaria y Galilea, entre Galilea y Judea, entre Israel y todos los países. Y después, buscaría una llave maestra para abrir las cerraduras de todos los graneros y así el trigo alcanzaría para todos. Y con un martillo grande rompería las cadenas de los esclavos y los grilletes de los presos. Y después, llamaría a todos los albañiles de la tierra y les diría: Ea, compañeros, desmonten piedra a piedra el Templo de Jerusalén y el templo del Garizim y todos los templos. Porque Dios ya no está en los templos sino en las calles y en las plazas. Y los que de veras buscan a Dios, lo encontrarán ahí, entre la gente. Y también compraría la mejor lejía de batanero para borrar todas esas leyes y todas esas normas que durante años nos han cargado sobre las espaldas… y escribiría una sola ley adentro, en el corazón: la libertad. Sí, todo eso haría.
Abigaíl – ¡Ahora estoy segura! ¡Tú eres el Mesías que esperamos! ¡Ven, ven a mi casa y a mi pueblo y que todos te oigan! ¡Ven, anda!
Jesús – Sí, mujer, pero espérate, mis amigos fueron a comprar algo de comida y ya deben estar al llegar.

Al poco rato, llegamos nosotros. Cuando vimos a Jesús hablando con aquella samaritana, nos extrañamos mucho. No era costumbre que los hombres hablaran con las mujeres a solas. Ni estaba bien visto que un judío conversara con un samaritano de igual a igual. Pero Jesús nunca se preocupó de lo que dijeran de él. Era un hombre libre, más libre que el agua que brotaba de aquel manantial de Siquem. Y nosotros, como ya le íbamos conociendo, no le dijimos nada entonces y nos pusimos a comer. Era mediodía.

Juan 4,1-27

Notas

* Samaria es la región central de Palestina. En tiempos de Jesús sus colinas estaban cubiertas de viñedos y olivares. Para regresar de Jerusalén a Galilea era frecuente ir por el camino de las montañas atravesando Samaria. Unos 700 años antes de Jesús los sirios habían invadido esta zona del país. Deportaron a los israelitas que allí vivían y poblaron la región de colonos. Con el paso del tiempo, los colonos asirios se cruzaron con los restos de población autóctona que habían quedado en Samaria. El resultado fueron los samaritanos: una raza de mestizos, un pueblo con una amalgama de creencias religiosas. El desprecio que sentían los israelitas, tanto los galileos del norte como los judíos del sur, por los samaritanos, era una mezcla de nacionalismo y racismo.

* Unos cuatro siglos antes de Jesús la comunidad samaritana se separó definitivamente de la comunidad judía y construyó su propio templo sobre el monte Garizim, rival del Templo de Jerusalén. Con esto se consagró el cisma religioso entre ambos pueblos. A partir de entonces, las tensiones fueron en aumento y en tiempos de Jesús la enemistad era muy profunda. Estaba prohibido expresamente el que judíos y samaritanos se casaran, porque éstos eran impuros en grado extremo. Tampoco podían entrar en el Templo de Jerusalén ni ofrecer sacrificios. Se les llamaba “el pueblo estúpido que habita en Siquem”. Los samaritanos se sentían honrados de descender de los antiguos patriarcas de Israel y, aunque realmente tenían sangre hebrea, el resto de los israelitas terminó considerándolos como paganos y extranjeros.

* Los samaritanos guardaban escrupulosamente la Ley mosaica, pero se les tenía como idólatras por rendir culto a Dios en el monte Garizim. El Garizim, la montaña sagrada de los samaritanos fue el lugar donde se pronunciaron las bendiciones sobre el pueblo que entraba en la Tierra Prometida con Josué al frente (Josué 8, 30-35). El templo samaritano allí erigido estaba destruido en tiempos de Jesús, pero la cima del monte siguió siendo lugar de culto y allí subían los samaritanos a rezar y a hacer sus sacrificios.

* Los samaritanos de hoy siguen guardando celosamente sus tradiciones, suben por Pascua al Garizim a sacrificar un cordero según su rito, distinto del judío, y conservan en la sinagoga del barrio de Nablus un rollo de la Ley, que dicen fue escrito por un nieto de Aarón, el hermano de Moisés, aunque esto no tiene ningún fundamento histórico.

* Sicar era una pequeña aldea, entre el Ebal y el Garizim, montes guardianes de la región de Samaria. Allí estaba el terreno que el patriarca Jacob compró, en el que abrió un pozo, y después regaló a su hijo (Génesis 33, 18-20 y 48, 21-22). La Siquem o Sicar de tiempos de Jesús corresponde a la actual Nablus, una de las ciudades más árabes en territorio de Israel. En Nablus está el barrio de los samaritanos, donde viven los descendientes de esta raza rebelde y singular. En la actualidad quedan muy pocos, sólo se casan entre ellos, conservan un dialecto propio, tienen sus escuelas y su literatura. Los jefes de la comunidad samaritana usan turbantes rojos, como señal de su jerarquía.

* En los terrenos de Sicar, en Samaria, hay un pozo que, después de casi dos mil años, se sigue llamando como en los tiempos de Jesús: pozo de Jacob. Aún hoy es posible, después de cuatro mil años, beber agua fresca de este pozo, que los cristianos llaman Pozo de la Samaritana. Muy cerca del pozo, la tradición árabe conserva un túmulo funerario que venera como la tumba de José, el hijo del patriarca Jacob, heredero de las tierras de Siquem. Los pozos siempre han tenido gran importancia en Palestina, por la escasez de agua. Las fuentes subterráneas, por ser tan poco abundantes, son fácilmente localizables con exactitud aún después de siglos. Para los pastores y nómadas, los pozos –que llegaban a tener hasta 20 metros de profundidad- eran vitales, pues de sus aguas dependía la vida del ganado, su única fuente de riqueza.

* Sólo el evangelio de Juan recoge el diálogo de Jesús con la samaritana en una densa elaboración teológica cargada de símbolos. El elemento sustancial del diálogo se resume en la palabra libertad. Al hablar con la mujer samaritana a solas, Jesús rompió a la vez dos arraigados prejuicios de su tiempo: el de género, que prohibía a todo varón hablar a solas con cualquier mujer, y el nacional-racista, que enemistaba a muerte a israelitas y samaritanos.