87- EN LA RAMA DE UN SICÓMORO

En Jericó, Zaqueo, jefe de publicanos, intenta ver a Jesús trepándose en un árbol. Jesús entra a comer en su casa.

De Jerusalén viajamos a Jericó, la ciudad de las rosas, la que Josué conquistó con el clamor de las trompetas. Ya en aquel invierno Jesús era muy conocido en todo el país, desde las tierras de la tribu de Dan, hasta el desierto de Idumea, desde el mar de los fenicios hasta las secas montañas de Moab. Cuando llegamos a Jericó, los vecinos se alborotaron y salieron a recibirnos.

Mujer – ¡Ahí viene! ¡Ahí viene el profeta!
Hombre – ¡Arriba el nazareno y abajo los romanos!

La gente nos apretujaba por todos lados. A duras penas pudimos avanzar por el camino bordeado de árboles que unía las viejas murallas de la ciudad con la plaza cuadrada. Allí, en la plaza, estaba la sinagoga, el cuartel de la guardia romana y la oficina de aduanas y de impuestos.

Zaqueo – Maldita sea, pero, ¿qué bulla es ésta? ¡Aquí no hay quien trabaje ni saque bien una cuenta! ¡Eh, tú, muchacho, ¿qué demonios pasa en la calle? ¿Un fuego, una boda o un entierro?
Muchacho – ¡Un profeta! ¡Llegó el profeta de los galileos, un tal Jesús de Nazaret!
Zaqueo – ¡Lo que nos faltaba en Jericó! ¡Como si no hubiéramos tenido ya bastante con Juan, el melenudo aquel que ahogaba a la gente en el río!
Muchacho – ¡Pues éste también tiene melena, señor Zaqueo!
Zaqueo – ¡Y también se la cortarán, muchacho! ¡Israel fabrica a los profetas con una mano y con la otra los clava en la cruz!
Muchacho – Asómese a ver esto, señor Zaqueo, ¡parece un hormiguero desbordado! ¡Mire!
Zaqueo – Bueno, bueno, a reírte de tu abuela, ¿eh?

Zaqueo hubiera necesitado un taburete para asomarse por aquella ventana. Era un hombrecito regordete y lampiño. Apenas levantaba seis palmos del suelo. Desde joven se había dedicado al despreciable oficio de cobrar los impuestos que teníamos que pagar al gobierno romano. Su habilidad para los números y las cosas de dinero le habían convertido muy pronto en el jefe de todos los publicanos de la zona. Jericó entera odiaba a Zaqueo y se vengaba de sus abusos burlándose de su pequeña estatura.

Hombre – ¡Enano, enano vendepatrias! ¡Tu negocio se acaba! ¡El nuevo profeta va a sacar a los romanos del país y a todos los que les lamen el trasero como tú!

Toda la ciudad estaba en la calle. Cuando Zaqueo salió de la oficina de impuestos, los insultos llovieron sobre él.

Hombre – El profeta de Galilea le va a retorcer el pescuezo al águila de Roma, ¿lo oyes bien, enano? Mira, así…
Zaqueo – ¡Pues procura que se lo retuerza antes del sábado! Me debes cincuenta denarios, y si no me pagas pronto, irás a la cárcel de cabeza.
Hombre – ¡Tú eres el que las vas a pagar todas juntas, sanguijuela del pueblo! ¡Aunque te escondas en una letrina no escaparás! ¡El nazareno te sacará de allí y te arrastrará por la plaza!
Zaqueo – Sigan, sigan durmiendo boca arriba y la gallina les pondrá el huevo en la boca… ¡imbéciles!

Los vecinos seguían amontonados en la plaza, gritando y aplaudiendo a Jesús, que apenas se distinguía entre aquel mar de cabezas. Zaqueo se fue abriendo paso entre la gente. Bajo el brazo llevaba el rollo de piel donde guardaba los recibos, anotaba las deudas y controlaba los pagos aduaneros. Poco a poco, logró alejarse de allí, cortó camino por entre unas barracas y se dirigió a la cómoda casa donde vivía, en la otra punta del pueblo.

Zaqueo – El profeta de Galilea… Vaya, vaya… Es lo que digo yo, que este país se muere de hambre pero tiene indigestión de profetas. Mucho bla-bla-blá, pero todo sigue igual. Muchas palabras, sí, pero las cosas no cambian con palabras. Palabras bonitas, pero cada uno sigue arrimando el fuego a su sardina.

Antes de entrar en su casa, Zaqueo se miró en el canal de agua que atravesaba la ciudad. Y se vio pequeño, ridículamente pequeño. Y una vez más, se llenó de amargura.

Zaqueo – ¡Nada cambia, maldita sea, nada cambia! ¡Asco de vida!

Zaqueo entró en su casa, le dio el beso rutinario a su mujer v se sentó a la mesa a comer solo, como siempre. Después, se recostó para dormir un rato. Pero el alboroto seguía y su sueño duró muy poco.

Zaqueo – Pero, ¿qué rayos pasa ahora? ¿Es que ni en mi casa puedo estar tranquilo?
Sara – ¡Es el profeta ése que ha venido al pueblo y que tiene alborotado a todo el mundo!
Zaqueo – ¡Otra vez! Y dale con el dichoso profeta… ¡Cierra la ventana, mujer!
Sara – Está cerrada. Zaqueo. Es que hacen mucho ruido.
Zaqueo – ¡Pues ábrela entonces, que aquí no hay quien pegue ojo! ¡Uff! Ahuuummm… ¡Asco de vida!

Zaqueo se levantó pesadamente de su cama y se asomó a la ventana subiéndose en un taburete.

Sara – ¿Lo ves, Zaqueo?
Zaqueo – ¿A quién?
Sara – ¿A quién va a ser? Al profeta.
Zaqueo – ¿Y para qué quiero ver yo al profeta?
Sara – No sé, como te asomaste…
Zaqueo – ¿Es que lo quieres ir a ver tú? ¡Pues sal a verlo, sal, que yo no necesito fisgarle las patillas a ningún profeta!

La mujer de Zaqueo abrió la puerta, salió a la calle y se perdió entre aquel tumulto de gente que gritaba y aplaudía.

Zaqueo – ¡Caramba con el tipo! ¿Qué carnada tendrá en el anzuelo? Hasta Sara picó, quién lo iba a decir. Mi mujer corriendo también detrás de ese galileo. Vaya, vaya… debe ser un fulano especial. Tiene a la chusma en vilo. Ya me está entrando curiosidad a mí también…

En la calle, la bulla y el alboroto crecían.

Hombre – Jesús, dinos, ¿cuándo vas a sacar a los romanos del país?
Mujer – ¡Cuéntanos lo que pasó en Jerusalén, profeta!
Vieja – ¡Oye, niña, mira dónde pones el pie que me has pisado un callo!
Vecina – ¡Vecinos, pero miren para allá, no se lo pierdan! ¡Ja, ja!

Cuando aquella mujer de largas trenzas gritó así, todos nos volvimos hacia donde ella señalaba. Subido a uno de los sicómoros del patio de su casa estaba Zaqueo. Sus piernas cortas se balanceaban de un lado a otro.

Hombre – Pero, ¿dónde ha venido a subirse el enano? ¡Caramba! ¡El muy maldito, enroscado en el árbol como la serpiente del paraíso!
Vieja – ¿Con que tú también quieres ver al profeta, eh?
Hombre – ¿No sabes que el nazareno viene a arrancarte la lengua, tapón de barril?
Mujer – ¡Bájate de ahí, sinvergüenza! ¡Ea, paisanos, vamos a tumbarlo!

La gente se olvidó de nosotros y corrió hacia el patio de la casa del publicano. Un grupo de hombres rodeó el sicómoro y comenzó a sacudir las ramas con fuerza. Jesús y nosotros echamos a correr también hacia allá.

Jesús – Pero, ¿quién es ése del árbol?
Mujer – ¡Es Zaqueo, el jefe de los publicanos de por acá! ¡Un tramposo y un ladrón!
Hombre – ¡Enano vendepatria!
Vecino – ¡Abajo los traidores! ¡Abajo los traidores!
Jesús – Zaqueo, baja pronto, que si no éstos te van a hacer bajar más pronto todavía.

Por fin, los vecinos de Jericó, entre gritos y carcajadas, lograron hacer caer a Zaqueo del sicómoro. El pequeño cuerpo del publicano se desplomó y cayó en medio del patio.

Hombre – ¡Fuera, fuera, enano traidor!
Zaqueo – ¡Fuera de mi casa, ustedes! ¡Váyanse todos al infierno!
Mujer – ¡Y tú por delante!

Jesús se abrió paso entre la gente y llegó hasta donde estaba Zaqueo, que, con la cara roja de ira y de vergüenza, cambiaba insultos con sus vecinos.

Mujer – ¡Aplástalo como una cucaracha, profeta!
Todos – ¡Sí, sí, aplástalo!
Jesús – Oye, Zaqueo, ¿cuánto nos vas a cobrar?

Cuando Jesús dijo aquello, los vecinos se miraron extrañados. Zaqueo también miró a Jesús con sorpresa.

Zaqueo – ¿Qué dijiste?
Jesús – Te digo que cuánto nos vas a cobrar. Vamos a comer aquí en tu casa. Y si nos agarra la noche, a lo mejor también nos quedamos a dormir.

Un rato después, entramos en casa de Zaqueo. Nadie en Jericó entendió aquello y criticaban a Jesús, despechados de que hubiera escogido la casa de aquel hombre a quien todos odiaban. A nosotros también, que despreciábamos a los publicanos y que tanto nos había costado admitir en nuestro grupo a Mateo, el cobrador de impuestos de Cafarnaum, se nos hizo difícil sentarnos a la mesa de un jefe de ellos.

Zaqueo – Ustedes son mis huéspedes, ustedes mandan. ¡Pidan lo que quieran, coman lo que les guste, que en mi casa no falta de nada!
Santiago – ¿Cómo va a faltar con todo lo que robas?
Zaqueo – ¿Cómo dices?
Santiago – No, nada, hablando de algarrobas… En Galilea hay muchas…

Zaqueo estaba contento. Sentado a la cabecera de la mesa, al lado de Jesús, los ojos le brillaban de satisfacción. Por primera vez, después de muchos años, había invitados en su casa.

Zaqueo – Pues sí, lo que menos esperaba yo era esto. ¡Tener al profeta aquí conmigo y partir el pan para todos ustedes, amigos galileos!
Pedro – ¡Y a ti que te partieran las piernas, enano!
Zaqueo – Perdón, ¿qué dijiste?
Pedro – ¡Que la carne está muy tierna, paisano!
Zaqueo – Ah, sí, desde luego. Son corderos de los rebaños del otro lado del río. Nosotros negociamos directamente con los pastores moabitas y nos sale a muy buen precio.
Juan – ¡Y con los impuestos, te sale todavía mejor, sinvergüenza!
Zaqueo – ¿Decías?
Juan – Nada, decía que… ¡hoy es lunes! ¡Ja, ja!
Santiago – ¡Y mañana martes! ¡Ja, ja, ja!
Pedro – ¡Y pasado, miércoles! ¡Ja, ja, ja!

La risa se nos fue contagiando de unos a otros como si una mano invisible nos hiciera cosquillas. Pedro y yo nos desternillábamos sobre el plato de cordero. Zaqueo también estaba colorado de tanto reírse. De repente, se levantó de la mesa.

Zaqueo – ¡Ja, ja, ja! Digo yo que… que aunque yo sea un enano no tienen por qué partirme las piernas. Soy enano, pero no sordo. Las algarrobas de Galilea… Sí, estas manos roban. Han robado mucho, ésa es la verdad. Mis vecinos tienen razón: soy una sanguijuela y he chupado ya demasiada sangre.

Todos nos miramos sin saber qué hacer ni qué decir. hasta que Jesús rompió el silencio.

Jesús – Te pido disculpas, Zaqueo. No queríamos ofenderte.
Zaqueo – Guárdate las palabras bonitas, profeta. Con palabras no se cambian las cosas.

Entonces Zaqueo se acercó al armario donde guardaba el rollo de piel de los recibos y las deudas. Y lo puso sobre la mesa, a la vista de todos.

Zaqueo – Yo no voy a hablar mucho. Prefiero hacer esto: mis deudores están libres. A los vecinos que les haya hecho algún fraude, les devolveré cuatro veces lo robado. Y sacaré la mitad del dinero que tengo en el arca: ¡ya no es mío, es de los demás!

A todos nos sorprendieron las palabras de Zaqueo. A Jesús le llenaron de alegría.

Jesús – ¿Sabes, Zaqueo? Yo creo que tú has sido hoy el profeta en Jericó. Porque, mira, una obra de justicia vale más que mil palabras. Sí, las cosas cambian cuando la gente cambia. Y la verdad es que… ¡la salvación vino hoy a tu casa!
Zaqueo – ¿Cómo has dicho? ¿Que te sirva más vino de la casa? ¡Por supuesto, Jesús! ¡Vamos, arrima esa copa! ¡Y ustedes también!

Zaqueo llenó nuevamente las jarras de vino. Y seguimos comiendo y bebiendo en casa del jefe de los publicanos. Sin saberlo entonces anunciábamos el gran banquete del Reino de Dios, en donde los más despreciados ocuparán los puestos de honor.

Lucas 19,1-10

 Notas

* Jericó es una ciudad-oasis situada en medio del desierto de Judea, en el centro de una fértil llanura de clima tropical. Está a 250 metros bajo el nivel del mar y a unos 7 kilómetros de la orilla del río Jordán. A partir de las excavaciones hechas en 1952, se concluyó que Jericó es la más antigua ciudad conocida en todo el mundo, con unos 11 mil años, conservándose restos de una muralla que se remontan a la Edad de Piedra. Jericó fue la primera ciudad conquistada por los israelitas al entrar en la Tierra Prometida al mando de Josué (Josué 6, 1-27). Las valiosas ruinas de la ciudad están situadas a unos dos kilómetros de la actual Jericó. En tiempos de Jesús, Jericó era una ciudad importante como lugar de paso de las caravanas comerciales que atravesaban el desierto. Por esto había allí una oficina de cierta categoría para el cobro de impuestos, al frente de la cual estaba como jefe de los publicanos o cobradores un tal Zaqueo.

* Los impuestos cobrados en Jericó por el publicano Zaqueo iban a engrosar las arcas romanas, ya que la ciudad estaba en Judea, provincia dominada administrativamente por Roma, así como los impuestos que cobraba el publicano Mateo en Cafarnaum eran para el rey Herodes. Los puestos de publicanos eran subastados por las autoridades romanas, arrendándolos al mejor postor. Los publicanos tenían que pagar después a Roma por el alquiler y por otros gastos. Era Roma quien fijaba las cantidades a cobrar en concepto de impuestos. Poca ganancia quedaba a los publicanos si eran honrados en el cobro. Por eso, aumentaban las tasas arbitrariamente, quedándose con las diferencias. Sus continuos fraudes y su complicidad con el poder romano hacían de los publicanos personas despreciadas y odiadas por el pueblo.

* El sicómoro es un árbol muy grande procedente de Egipto, de la familia de la higuera, que crece en las costas de Palestina y en toda la llanura del Jordán. Se le llama también «higuera loca». Su tronco da una madera dura e incorruptible, que en Egipto se usó para los ataúdes de las momias. Sus raíces son muy resistentes, sus hojas gruesas y en forma de corazón, y sus frutos, abundantes, se parecen a los higos pequeños.

* Zaqueo es uno de los pocos ricos con Nicodemo y José de Arimatea que cambiaron de vida al conocer a Jesús. El cambio de Zaqueo no se quedó sólo en palabras. A los que defraudó les iba a devolver cuatro veces más de lo que les quitó. Y la mitad de lo que le quedara, la entregaría a los pobres. Fue una conversión concreta y hasta «exagerada»: Zaqueo se aplicó a sí mismo como «penitencia» por sus trampas la ley romana, que ordenaba restituir el cuádruplo de lo robado, y no la ley judía, que era mucho menos severa.