88- A LA SALIDA DE JERICÓ

Bartimeo se quedó ciego y ahora pide limosna a la salida de la ciudad. Jesús se acerca a él y le devuelve la vista.

En medio del desierto de Judea, en el valle del río Jordán, como un tapiz verde y redondo, está Jericó, la ciudad de las palmeras y las rosas, la más antigua de las ciudades de nuestro país.

Bartimeo – ¡Gracias, paisana! ¡Dios le pague con alegría este denario!
Mujer – ¡Y dígalo! ¡Que alegría nos hace falta a todos! Vuélvase ya a su casa, Bartimeo, que para comer hoy tiene con eso.
Bartimeo – No, doña, prefiero quedarme aquí. Mi casa está vacía y muy sola. Por este sitio pasa mucha gente. Yo no les veo las caras, pero… les huelo las penas y las alegrías. ¡Y eso es vivir! Déjeme, déjeme, prefiero quedarme aquí.

A la salida de Jericó, al borde del camino ancho y polvoriento que lleva a Jerusalén, se sentaba a pedir limosna desde hacía muchos años, el ciego Bartimeo. Tenía la barba salpicada de canas, pero aún no era viejo. Sus manos, que nunca reposaban tranquilas, sujetaban un grasiento bastón.

Mujer – ¡Buenas, paisano, con Dios!
Bartimeo – ¡Y con sus doce ángeles, doña! ¡Que Él se lo pague!

Bartimeo acarició cuidadosamente el denario y lo guardó en el bolsillo. Después, apretó con fuerza sus oscuros ojos sin vista y empezó a revolver en el saco de sus recuerdos…

Rut – ¡Uff! Aquí esta el cuero, Bartimeo. Pesa más que las tripas de una ballena.
Bartimeo – Pero, ¿qué sabrás tú de ballenas, si ni el mar has visto, sinvergüenza?! ¡Ja, ja! ¡Pero yo sí sé, y tú eres la que te estás poniendo más gorda que la de Jonás! ¡Ja, ja, ja! ¡Ya ni te puedo cargar en brazos!
Rut – ¡Uy, que me haces cosquillas! ¡Ja, ja! Vamos, déjate de juegos ahora, que hay que cortar el cuero. Tienes muchos encargos pendientes.
Bartimeo – Está bien, está bien. Ayúdame tú, anda, mujer. Tráeme la navaja.

En la calle larga de Jericó, había tenido Bartimeo su pequeño taller de curtidor. Con él había vivido Rut, una mujer alegre y decidida, a la que quería hasta en sueños. Los meses y los años pasaban. Y el trabajo, el amor y los amigos llenaban de felicidad los días de Bartimeo.

Bartimeo – Rut, mujer, pásame la aguja.
Rut – ¿La aguja? No la tengo yo.
Bartimeo – Pues yo tampoco.
Rut – Vamos a ver, Bartimeo, vamos a ver. Eres un descuidado. ¿Dónde diablos la dejaste? Pero, ¡mírala ahí mismo en la mesita, hombre de Dios! ¡Si llega a ser un perro, te muerde!
Bartimeo – ¿Dónde dices que está?
Rut – Ahí, tonto, ahí mismo…

Bartimeo extendió su brazo hasta la mesita y, a tientas, encontró la larga y gruesa aguja con la que cosía las piezas de cuero.

Bartimeo – Ya, ya… ya la tengo.
Rut – ¿No… no la veías, Bartimeo?
Bartimeo – No, no la veía, mujer, no la veía.

La enfermedad corrió su carrera sin detenerse un momento. Y en unos meses, los ojos negros de Bartimeo se cerraron a la luz para siempre. No pudo usar la aguja ni cortar con la navaja. No pudo seguir trabajando en el taller. Tampoco pudo escapar de la tristeza y la angustia que se colaron en su casa, como dos visitantes inoportunas, siempre a su lado, de día sentadas en su mesa, de noche acostadas entre él y su mujer.

Bartimeo – Rut… ¿Dónde estás? Rut, mujer, ¿dónde te has metido? ¡Eh, Rut, Rut!
Vecina – ¿Puedo pasar, mi hijo?
Bartimeo – ¿Quién es usted?
Vecina – Soy Lidia, la comadre de Rut.
Bartimeo – ¿Dónde está ella? Me he despertado y… y no la encontré. ¿Dónde está?
Vecina – Está ya lejos, mi hijo.
Bartimeo – ¿Cómo que lejos?
Vecina – Entiéndelo, Bartimeo, muchacho. Tú, así, sin vista, sin poder trabajar. La muchacha es joven. Tiene derecho a buscar otra vida.
Bartimeo – Pero, ¿qué estás diciendo?
Vecina – Lo que ella me encargó que te dijera. Que se iba a Betania, a la casa de sus padres.
Bartimeo – ¿Con otro hombre? Con otro hombre, ¿verdad? ¡Con uno que no esté ciego como yo! ¡Dímelo! ¿Verdad que sí? ¡Dímelo!
Vecina – Verás, muchacho, como ustedes tampoco han tenido hijos…
Bartimeo – ¡Pero nos hemos querido! ¿O es que eso no importa?
Vecina – Bartimeo, compréndelo. Contigo así… Esto no era vida para ella.

En muy poco tiempo, Bartimeo tuvo que cerrar su taller de curtidor. La ceguera le había dejado sin la alegría del trabajo y sin el amor de su mujer. Poco a poco, le fue dejando también sin la compañía de sus amigos, que ya nunca se acercaron a él igual que antes, sino sólo para mostrarle una fría compasión.

Bartimeo – Esto no era vida para ella… No era vida… ¿Y para mí? Ya se me acaban los pocos ahorros que tenía. ¿Qué voy a hacer sin ojos? ¡Pedir limosna! Pero, yo tengo brazos fuertes para trabajar y soy joven y… ¡Tonto! ¡Los ciegos ya no sirven para nada! Hay que darles la mano. Si se olvidan del bastón, se vuelven como niños. No sirven para nada. ¡Pedir limosna! Como un mendigo… ¡Maldito sea el día en que nací! ¿Para esto salí del vientre de mi madre? ¡Dios! ¿Para qué me hiciste ver la luz si después me ibas a cegar?

Unos días después, Bartimeo, con paso vacilante, guiándose con un bastón, fue a sentarse al borde del camino por donde salían los vecinos de Jericó y entraban los mercaderes de otras ciudades. Y empezó a pedir limosna. Luego, cuando oscurecía, Bartimeo regresaba a su casa fría y solitaria. Y, sin ganas de comer, sin ganas de hablar con nadie, se tumbaba en la estera apretándose los ojos muertos con los puños cerrados.

Bartimeo – ¡De noche, de noche siempre! ¡Ya siempre será de noche! ¿Y cómo era la cara de Rut? Me estoy olvidando de sus ojos, de su boca. Ya no volveré a verla nunca más. ¿Para qué quiero vivir entonces? ¡Para nada! Nadie me necesita y yo… yo no necesito a nadie. Sólo quiero olvidarme de esta pesadilla.

Bartimeo se levantó a rastras de su estera y comenzó a trastear por todos los rincones del vacío taller.

Bartimeo – En el sicómoro del patio, sí. Una cuerda… Será difícil, pero será sólo un momento. Más difícil es vivir así un día y otro sin esperar nada… esperando sólo morirse. No tendrá que venir la muerte a buscarme. Yo la iré a buscar a ella. Sí, sí, será sólo un momento… ¡y todo habrá acabado! Pero, maldita sea, ¿dónde está la cuerda, dónde? Todos dirán: se volvió loco. Que digan lo que les dé la gana. No, no me volví loco. Me quedé ciego, que es peor. Estaba por aquí… la cuerda… ¿Dónde está la cuerda, Dios? ¿Dónde? ¡Tú me la escondiste! ¿O fue el diablo? ¡Pues malditos los dos! ¿Es que ni siquiera puedo ahorcarme?

Bartimeo tanteaba a gatas por todo el taller buscando la cuerda gruesa con la que antes ataba las pacas de cuero. Lo revolvía todo, registraba por todos los rincones, pero no la encontraba en ninguna parte.

Bartimeo – ¡Maldición! ¿Dónde está, caray? ¿Dónde? ¡Yo quiero morir! ¡Yo quiero morirme! Yo quiero… yo quiero… vivir.

Bartimeo regresó de sus recuerdos y sonrió en paz. Aquella amarga tormenta ya había pasado.

Bartimeo – ¿Por qué no me habré matado aquel día? No, no fue el diablo. Ahora estoy seguro de que fue Dios el que me escondió la cuerda y me metió en los huesos las ganas de vivir. No sé como has llegado hasta aquí, Bartimeo, viejo zorro, después de tantos años de andar dándote tropezones. Pero, aquí es­tás, más firme que el duro sicómoro del patio, con buenas narices para oler las rosas más bonitas del mundo y las orejas abiertas en mitad de este camino. También eso es vivir, digo yo. Y también vale la pena, ¡qué caramba!
Niño – ¡Adiós, Bartimeo! ¡Otro día conversamos!
Bartimeo – Eh, espera, Pituso. ¿Por qué llevas tanta prisa?
Niño – ¡Es que ya se va de Jericó el profeta de Galilea!
Bartimeo – ¿Quién? ¿Jesús, el de Nazaret?
Niño – ¡Sí! ¡Y viene hacia acá con mucha gente! ¡Voy a avisarle al Mochuelo para que salga a verlo!

Cuando nos íbamos de Jericó, muchos hombres y mujeres de la ciudad salieron a despedimos.

Mujer – ¡Que viva el profeta de Galilea!
Hombre – ¡Y fuera los romanos y los que abusan del pueblo!
Bartimeo – ¡Y fuera ustedes que no me dejan pasar, caramba, que yo todavía no he visto al profeta y quiero verlo!
Vieja – Oye, Jesús, ¿cuándo volverás por aquí, por Jericó?
Hombre – ¡Te esperamos para la próxima Pascua!
Bartimeo – ¡Que yo quiero ver al profeta!
Hombre – ¡Deja de gritar, zopenco!
Bartimeo – ¡Yo quiero verlo!
Mujer – ¡Cállate de una vez, Bartimeo!
Bartimeo – ¡Yo quiero verlo, yo quiero verlo!
Hombre – Pero, ¿cómo vas a verlo, caramba, si eres ciego?
Bartimeo – Entonces, que me vea él a mí. ¡Jesús, profeta! ¡Jesús, profeta!
Jesús – ¿Quién está gritando, abuela?
Vieja – Ese es un ciego alborotador que siempre está metido en el medio.
Jesús – Déjenlo pasar. eh, ustedes, díganle que venga.
Hombre – Ya te saliste con la tuya, Bartimeo. Ven, cuélate por entre esta gente, que el profeta preguntó por ti.

El ciego Bartimeo, radiante de alegría, lanzó al aire su manto de mendigo, tiró el bastón y de un salto se puso en pie y se abrió paso entre todos hasta llegar a Jesús.

Bartimeo – ¡Jesús, profeta!
Jesús – Aquí estoy. ¿Cómo te llamas?
Bartimeo – Bartimeo. Soy ciego.
Jesús – ¿Por qué gritabas? ¿Quieres algo?
Bartimeo – Sí. ¿Me dejas tocarte la cara?

Jesús se detuvo y cerró los ojos por un momento. Bartimeo alargó sus manos hacia él y le tanteó la frente ancha, las mejillas, la nariz, el perfil de los labios, la barba muy llena…

Bartimeo – Gracias, profeta. Me habían hablado de ti, pero unos me decían que eras feo, otros que buen mozo, otros que así o asá. Ahora ya me hago una idea.
Jesús – ¿Cuánto tiempo hace que estás ciego?
Bartimeo – Uy, ha llovido mucho desde entonces. Ya pasa de los diez años.
Jesús – Entonces, diez años esperando…
Bartimeo – Bueno, esperando y desesperando. Una vez quise ahorcarme. Pero Dios me escondió la cuerda.
Jesús – ¿Y ahora?
Bartimeo – Ahora ya estoy conforme. Yo digo que la vida es bonita hasta con los ojos cerrados. ¿No te parece a ti? Bueno, entonces…
Jesús – Espera, Bartimeo, no te vayas. ¿Me… me dejas tocarte la cara?
Bartimeo – ¿Tú a mí? Pero tú no estás ciego.

Jesús se acercó y pasó la mano por los ojos de aquel hombre que no dejaba de sonreír.

Jesús – La esperanza fue tu bastón durante todos estos años. Tú has sabido ver lo más importante, Bartimeo. Lo viste con los ojos del corazón.
Bartimeo – Y… ¡y ahora te estoy viendo a ti! No… no puede ser… ¡Te estoy viendo la cara, profeta! ¡Yo te conocía sólo de oídas, pero ahora te están viendo mis ojos!

Los vecinos de Jericó se apretujaron contra nosotros y comenzaron a gritar llenos de entusiasmo. Y decían que Jesús era el Mesías esperado por nuestro pueblo desde hacía tantos años. Bartimeo lloraba de alegría y nos acompañó un buen trecho cuando emprendimos el regreso a Galilea. A la salida de Jericó, sobre el polvo del camino, quedó tirado el sucio manto de mendigo y el viejo bastón.

Mateo 10,46-52; Lucas 18,35-43.

Notas

* En medio del desierto de Judea, Jericó aparece como un oasis, verde y fértil. Se le llama también «la ciudad de las palmeras». De estas palmeras se obtenía un vino fuerte y un bálsamo usado como medicina y como perfume. Eran conocidas y famosas las rosas de Jericó (Eclesiástico 24, 14), aunque no se tiene seguridad de que esas rosas sean las flores que hoy se conocen como tales. Algunos creen que eran las adelfas, típicas de los climas cálidos. La fertilidad de Jericó depende de la Fuente de Eliseo. Según la tradición, el profeta Eliseo, discípulo del gran profeta Elías, había purificado y hecho fecundas las aguas de esta fuente, antiguamente salobres (2 Reyes, 2, 14-22).

* El texto evangélico apenas aporta datos sobre quién fue Bartimeo y sobre el origen de su ceguera, aunque resulta curioso que conserve su nombre, detalle poco frecuente en los relatos de las curaciones hechas por Jesús.

* La muerte por suicidio es un hecho casi ausente en toda la Biblia. Aparece un solo caso en todo el Antiguo Testamento (2 Samuel 17, 23). Otros casos serían los de guerreros que se dieron muerte antes de caer en manos del enemigo, como sucedió con Saúl, primer rey de Israel (1 Samuel 31, 1-6). En el Nuevo Testamento el único caso de suicidio es el de Judas. La escasez de casos de muerte por suicidio puede deberse al gran aprecio a la vida que caracterizaba al pueblo de Israel. Para los israelitas, la vida venía de Dios y a Dios sólo pertenecía. Vivir era el destino del ser humano y siempre era mejor que la muerte. Israel fue un pueblo amante de la vida y sólo algunos libros del Antiguo Testamento, marcados por un cierto pesimismo, llegaron a afirmar que era mejor la muerte que una vida de enfermedad (Eclesiástico 30, 14-17).