139- LO DE TODOS LOS DÍAS

La vida cotidiana de Jesús niño en su casa de Nazaret, en el campo jugando con sus amigos, en la escuela aprendiendo con el rabino.

Juan – ¿Y daba guerra Jesús de muchacho, María?
María – ¿Guerra? ¡Más que todos los caballos del Nabucodonosor ése que mientan! ¡Bendito sea Dios! No se estaba quieto un momento. José decía que estaba hecho de rabos de lagartijas.

En casa de Marcos, una noche, María recordaba en voz alta sus primeros años de casada en Nazaret, aquel pueblito galileo, pobre y pequeño, donde Jesús pasó casi toda su vida.

María – Un tomate se parece a otro tomate, ¿no es eso? Pues con los días en Nazaret pasaba lo mismo: que todos se parecían mucho. Cuando los gallos echaban el tercer canto, la casa entera se removía como un jarro de leche hirviendo.

Abuela – Bendito sea Dios, empieza otro día…
Jesús – ¡Abuelo, abuelo, abre los ojos que ya se acabó la noche! ¡Que se acabó la noche!
Abuela – ¡Vaya por Dios con esta criatura! ¡Se despierta más fresco que la lluvia!
Jesús – Abuelo, abuelo, vamos.
María – Jesús, mi hijo, deja al abuelito dormir un rato más.
Jesús – No, que me dijo que me iba a enseñar a hacer nudos.
Abuela – ¡Pues a ver si te hace un nudo en la lengua! ¡Caramba con este perro metido en todas partes! ¡Jesús, sáquelo de ahí!
Jesús – Es su lugar de dormir, abuela.

En casa éramos muchos: los padres de José, el tío Lolo, que estaba enfermo y apenas podía moverse. Había que hacérselo todo, pobrecito. Dos sobrinitas de José, que se habían quedado huérfanas muy pequeñas, y nosotros tres. Ah, y Mocho, un cachorro que Jesús se había encontrado por el campo. Era como su hermano con rabo. Dormía con él, comía con él, iba con él a todas partes. Negro con una orejita blanca, aún me acuerdo.

Sobrina – ¡Tía, quiero leche!
Sobrina – ¡Yo quiero un huevo!
María – Espérense un poquito. Tengan paciencia, miren que bien le fue a Job con esa señora. Bueno, tan bien no le fue al pobre, pero… Jesús, hijo, tráeme un jarro de agua para lavar al tío Lolo.
Jesús – ¿Está muy malito el tío Lolo, mamá?
María – Sí, mi hijo, está muy malito.
Jesús – Ya nunca juega conmigo.
María – Por eso, hijo, porque está malito. Uy, pero mira a tu padre, dormido todavía. ¡José, arriba, hombre, vamos! Yo no sé cómo puedes dormir con esta bulla. ¡Ea, vamos, que ya salió el sol!
José – Ahhh… ¿Sabes lo que estaba soñando, María? Que conseguía trabajo. Y adivina cuánto me pagaban… ¡cinco denarios al día! ¡Sí, sí, como lo oyes! ¿Qué te parece, eh?
María – Pues… me parece eso: un sueño. Qué bien nos vendrían, ¿verdad?
José – Bueno, tú verás cómo hoy aparecerá algo. Ahora mismo me voy a Caná. ¡Adiós, preciosa!
María – Pero, ¿cómo te vas a ir sin tomar nada caliente?
José – Ya tomaré algo por ahí. Con las tripas vacías se camina más ligero. Deséame suerte, María.
María – Que Dios te la dé, José.
José – Volveré por la tarde. ¡Adiós, hijo!
Jesús – Dale un beso también a Mocho, papá, si no, tiene envidia.
José – ¡Ea, adiós, majadero!
Sobrina – ¡Tía, quiero leche!
Sobrina – ¡Yo quiero un huevo!
Jesús – Mamá, qué malcriada es la prima, ¿verdad?
María – Pues se parece a uno que yo conozco bien. Jesús, mi hijo, mira a ver si las gallinas han puesto algún huevo. Tráeme uno para la niña, anda.
Jesús – ¡Vooooy! ¡Vamos, Mocho, anda, vamos!
Vecina – ¿Cómo va esa vida, María?
María – Dios aprieta pero no ahoga.

A mitad de la mañana, las mujeres nos reuníamos en la fuente para lavar la ropa. Todas éramos amigas, unas más chismosas que otras, pero todas siempre dispuestas a echarnos una mano.

Vecina – Y José, ¿ya encontró trabajo?
María – Hoy fue a Caná. A ver si vuelve con algo. Eso de estar hoy con no y mañana con todavía…
Vecina – Ya verás cómo todo se arregla, mujer. ¡Eh, Nuna, pásame la piedra!
María – Es que tú no sabes cómo traga Jesús. Ya está echando las muelas y tiene un hambre… Claro, está creciendo.
Vecina – Creciendo y alborotando. Siempre anda en alguna… Te salió travieso ese muchacho.
María – ¡Uff, ni te lo imaginas! ¡Dios sabe dónde andará metido ahora!

Jesús andaba con sus amigos en una lomita detrás del pueblo.

Jesús – ¡Ahora tú, a ver quién da más vueltas de carnero seguidas! Sobre ese fango, ¿eh? ¡Primero tú, Neno!
Niño – ¡Sólo tres, qué basura! Ahora verás…
Neno – ¡Cinco! ¡Eres el rey!
Jesús – ¡No, falto yo! ¡Yo voy a hacer siete!
Niño – Tú no vas a hacer ni dos, Jesús… ¡ni dos vas a hacer!
Jesús – Quédate ahí, Mocho, y mira lo que hago… ¡Verás!
Neno – ¡Cinco! ¡Empatados!
Niño – ¡Hay que desempatar entre Jesús y yo!
Neno – ¿Y cómo desempatamos?
Jesús – Pues… ¡a ver quién mea más largo! ¡Ése gana!
Niño – ¡Apunta para allá, no me mojes!
Jesús – ¡A las tres, a las dos y a la una!… ¡Gané yo, gané yo!
Niño – Eh, miren, por ahí vienen las niñas…
Jesús – Escóndanse, escóndanse… ¡Vamos a darles un susto!

Jesús regresaba todos los días lleno de tierra de los pies a la cabeza…

Jesús – Eh, mamá, ¿qué cosa hay para comer?
María – Lo de todos los días. Lentejas y… Pero, por Dios santo, Jesús, ¿de dónde vienes tú así?
Jesús – Jugamos y me manché. Mocho también se manchó las patas, pero ya no tiene.
María – Ya no tiene. Y tú sí tienes, ¿verdad? Mira cómo estás de embarrado… ¡Pareces Adán en el paraíso!
Jesús – ¿Qué Adán, mamá?
María – Pregúntaselo al rabino esta tarde. Y anda, anda, quítate esa ropa enseguida.
Jesús – ¿Y me quedo en cueros?
María – Niño, ¿cómo te vas a quedar en cueros? Ponte aunque sea una túnica de tu padre.
Jesús – ¡La arrastro!
María – ¡A ti es al que va a haber que arrastrar de las orejas! ¡Anda enseguida!

Nos sentábamos sobre el suelo de tierra, con la olla de lentejas en medio y siempre quedaba corto. Éramos muchas bocas a comer.

Jesús – Quiero más, mamá.
María – Pues no hay más, hijo.
Abuela – Dale un huevo. Dicen que endurece los huesos. Cuando los niños están creciendo, es lo mejor.
Sobrina – ¡Yo también quiero un huevo!
Jesús – Esta parece una gallina, siempre está cacareando. ¡Toma, gallina!
José – Ya estoy aquí, mujer.
María – Pero, José, ¿no dijiste que venías por la tarde?
José – Pues vine ahora, ya ves.
María – ¿Y qué?
José – Nada.
María – ¿Nada?
José – Nada, nada, ¿qué quieres que te diga? Nada. En toda Galilea no hay trabajo.
Abuela – ¿Y cómo va a haber, si se ha juntado todo en esta casa?
José – Deje las bromas para otro rato, vieja.
María – Ea, José, siéntate y come algo.
José – No tengo hambre. Voy a ver a Boliche. El estuvo por Naím. A ver si encontró algo por allí. ¡Maldita sea, qué vida ésta!
Jesús – Papá está triste, Mocho. ¿Verdad, mamá?
María – Sí, Jesús. Para poder comer huevos y lentejas hay que trabajar. Los ricos no. Ellos no trabajan y tienen siempre la barriga llena, pero nosotros…

Pasábamos temporadas así en que José no encontraba trabajo. Yo me las arreglaba como podía. La sopa se estiraba con agua y las penas se espantaban cantando, ¿qué íbamos a hacer?

María – Ya está esta masa, ¿no, suegra?
Abuela – Sí, hija. Por lo menos, pan que no falte. Oye, ¿y dónde estará metido Jesús ahora?
María – En la sinagoga. Así estará un rato sentado.
Abuela – Y seguro que se habrá ido con Mocho.
María – Pues claro, abuela. ¿Usted no sabe que Mocho también tiene que aprender las Escrituras? ¡Dice Jesús que los perros también le cantan a Dios cuando ladran!

Jesús iba a la sinagoga por las tardes.

Jesús – Rabino, mi mamá me dijo que yo me parecía a Adán.
Rabino – Te lo diría porque tú eres hijo de Dios como el primer hombre que el Señor hizo.
Jesús – No, rabino, me dijo Adán de regaño.
Rabino – Entonces sería por ser desobediente, Jesús.
Jesús – Pero yo no desobedecí. Yo estaba sucio.
Rabino – Ya veo, muchacho, por qué tu mamá te lo dijo. Dios sacó a Adán del lodo. Y seguramente tú estabas enlodado, ¿no es eso, Jesús?
Niño – ¡Rabino, este niño me escupió!
Rabino – A ver, a ver… Ahora hay que escuchar, no escupir. Vamos a leer eso mismo de cuando Dios creó al primer hombre del polvo de la tierra.

Cada tarde el rabino Manasés, aquel viejo lleno de paciencia y ya un poco ciego, el mismo que había circuncidado a Jesús, desenrollaba los libros santos y enseñaba a los niños de Nazaret a leer en ellos.

Rabino – A ver, hijo, acércame más el libro que las letras me bailan. Más cerca. Eso… Ven, Jesús, lee aquí…

Jesús – «Cagamos con hambre».
Rabino – ¿Cómo has dicho, hijo?
Jesús – Cagamos con hambre. Eso dice ahí.
Rabino – Deja ver… ¡Hagamos al hombre! Vamos, sigue.
Jesús – «Sigan y bajen»…
Rabino – Que sigas te digo.
Jesús – «Sigan y bajen»…
Rabino – Pero, ¿qué dices? «Según la imagen»… Trae acá. «Según la imagen nuestra»…
Jesús – Según la imagen nuestra…
Rabino – y…
Jesús – y…
Rabino – nuestra…
Jesús – nuestra…
Rabino – se…
Jesús – se…
Rabino – seme…
Jesús – seme… ¡se mea!
Rabino – ¿Quién se mea?
Jesús – Dice ahí… ¡Yo qué sé!
Rabino – ¡Semejanza! ¡Caramba con este niño!
Niño – ¡Jesús no sabe leer! ¡Jesús no sabe leer!
Jesús – ¡Ni tú tampoco!
Rabino – ¡Silencio, muchachos, un poco de silencio!

Las horas de la tarde pasaban más tranquilas. Cuando caía el sol, los campesinos volvían a sus casas, cansados de la faena del día. Se lavaban los pies y se iban a jugar a los dados. Al llegar la noche, el fresco del norte corría por Nazaret y daban ganas de conversar. Como ya todos estaban dormidos, hasta Mocho, y la casita era tan pequeña que no se podía dar un paso, José y yo salíamos a veces fuera y nos sentábamos sobre la tierra seca, recostados contra el muro de nuestra choza.

María – ¡Uff! Estoy molida.
José – Oye, María, al mediodía estaba yo con muy mal genio porque…
María – Deja eso, José. Si ya nos conocemos… ¿Cómo no ibas a tener mal genio caminando tantas millas bajo ese sol? Y, cuéntame, ¿qué dijo Boliche del trabajo en Naím?
José – A lo mejor contratan otra docena de hombres para la finca.
María – Pues engánchate en ese racimo. Y si no…
José – Y si no, vamos a tener que comer aire.
María – No, hombre, no seas tan cenizo. Dios no nos va a soltar de su mano. Mira, ya ves el niño lo sano que nos está creciendo. Y todos vamos saliendo adelante. Y tú y yo nos queremos. ¿Necesita algo más el señor…?
José – Tienes razón, María. ¡Ay, caramba, tú siempre tienes razón, mujer! Bueno, un beso y a la cama, que mañana hay que madrugar.
María – Mira quién lo dice: ¡el dormilón más dormilón de todo Nazaret!

Así era nuestra vida. Casi no hay nada que contar de aquellos años. Trabajábamos mucho, nos queríamos todavía más. Y Jesús crecía y cada día se hacía más fuerte y más alto y aprendía más cosas. Dios estaba con él.

Lucas 2,39-40 y 51-52

 Notas

* La imagen de la «casita de Nazaret», una casa pobre, donde María cose en paz y José en un cuarto trasero aserra madera ayudado por el niño Jesús no se corresponde con la realidad de aquel lugar ni de aquel tiempo. Las casas de Nazaret se hacían aprovechando las cuevas naturales de la colina en donde estaba asentada la aldea. Eran pequeñísimas. Prácticamente sólo se usaban para dormir y lo más habitual era que vivieran dentro de cada una muchas personas, pues las familias eran numerosas y las obligaciones de los hijos para con sus padres, sus hermanos, sus primos, eran algo sagrado que todos respetaban. El ambiente era de gran pobreza. Se vivía al día, con el agobio continuo para el padre de familia de conseguir algún trabajo. Las mujeres trabajaban también, no sólo en los oficios de la casa sino en las tareas agrícolas ayudando a sus maridos. Este fue el marco donde Jesús se crió.

* Desde los cinco años los niños varones debían asistir a la escuela. Las escuelas dependían de la sinagoga local. En la sinagoga, donde cada sábado se reunía la comunidad a rezar y a escuchar las Escrituras, aprendían los niños a leer. No se consideraba que las niñas tuvieran necesidad de saber y las dedicaban a ayudar en los oficios domésticos. Sólo las niñas de familias mejor situadas de la capital recibían alguna instrucción. Los niños aprendían a leer en los textos de las Escrituras. La educación general terminaba a los doce años, cuando el muchacho llegaba a la pubertad y se convertía legalmente en adulto. Los más destacados en el aprendizaje continuaban su instrucción. La enseñanza no era sólo un aprendizaje mecánico de unir palabras y frases, sino un modo de familiarizar a los pequeños con la historia del pueblo, la tradición de sus mayores y las leyes de Dios. El ideal era que al terminar su instrucción básica el joven supiera de memoria casi todas las Escrituras.

* De lo que fue la vida de Jesús durante los largos años de su infancia, su adolescencia y su juventud no dice nada el evangelio. Sólo el relato de Jesús a los doce años perdido en el Templo de Jerusalén rompe este silencio. Esto indica que la vida de Jesús no tuvo absolutamente nada de espe­cial durante este prolongado período de tiempo. El evangelista Lucas dice únicamente que «el niño crecía en edad, en sabiduría y en gracia» como cualquier ser humano.