142- FUEGO EN LA TIERRA

El día de Pentecostés, todos los del grupo, mujeres y hombres, se deciden a salir a las calles y anunciar la buena noticia del Reino.

Cuando llegó el día de Pentecostés, Jerusalén se vio inundada de miles de peregrinos que venían con gavillas en los brazos a ofrecer las primicias del trigo y de la cebada en el Templo del Dios de Israel y a celebrar, como todos los veranos, la fiesta de la cosecha nueva. Por las calles de la ciudad de David, se apretujaban hombres y camellos, caravanas enteras de paisanos llegados de Judea y de Galilea, forasteros venidos de todas las provincias del imperio: partos, medos y elamitas, gentes de Mesopotamia y de Capadocia, del Ponto y de Asia, de Frigia, de Panfilia y hasta del lejano Egipto y de las colonias libias que están más allá de Cirene. Griegos y romanos, árabes y cretenses, judíos y paganos, todos subían a Jerusalén y hacían resonar dentro de sus muros las voces y las canciones de mil lenguas diferentes. Aquel día, a primera hora de la mañana, mientras conversábamos en la planta alta de su casa, llegó Marcos, el amigo de Pedro, casi sin resuello.

Marcos – ¡Eh, aquí todos! ¡Aquí, de prisa!
Pedro – ¿Qué diablos te pasa, Marcos? ¡Vamos, habla!
Marcos – Malas noticias, compañeros. El gordo Caifás y la pandilla del Sanedrín están más furiosos que los demonios del sheol! ¡Y la cosa es con nosotros!
Pedro – ¡Bah, si es por eso!
Marcos – ¡Se enteraron de que están en la ciudad desde hace unos días y que andan corriendo que Jesús resucitó! Y ellos dicen que ustedes lo que quieren es alborotar al pueblo.
Pedro – Que digan lo que quieran, Marcos. A nosotros, ¿qué nos importa?
Marcos – ¡Y que avisaron a los guardias para meterlos presos!
Pedro – Eso no importa.
Marcos – ¡Y que vienen ahora mismo hacia acá a echarles mano!
Pedro – Bueno… ¡entonces sí que importa! ¡Mateo, Andrés, Natanael! ¡Epa, compañeros, tenemos que irnos de aquí! ¡Nos andan buscando!
Juan – ¡Pues que nos encuentren! ¡Aquí los esperaremos, Pedro!
Pedro – Los esperarás tú, Juan. Yo me voy.
Felipe – ¡Y yo también!
Juan – ¡Cobardes! Eso es lo que son ustedes, unos cobardes ratones!
Pedro – Está bien, di lo que quieras. Pero yo prefiero ser ratón vivo que león muerto. ¡Vamos, avísenles a las mujeres y andando!
María – Pero, ¿qué bulla se traen ustedes? ¿Qué es lo que está pasando, a ver?
Pedro – Ahora no pasa nada, María, pero va a pasar pronto.
Tomás – Marcos, ¿estás se-se-guro de eso de-de los guardias?
Marcos – Claro que sí, Tomás. Me lo dijo Nicomedes.
Pedro – ¿Qué Nicomedes? Nicodemo querrás decir tú.
Marcos – Sí, ese mismo, es que con el sofoco se me enreda la lengua. El magistrado ése es de confianza, ¿no?
Juan – A lo mejor todo es cuento y lo hacen para meternos miedo.
Tomás – Pues ya nos lo me-me-metieron.
Pedro – Sea lo que sea, vámonos enseguida, antes de que lleguen y nos atrapen mascando dátiles. Vamos, María, muévete, haz algo. ¡María! ¿En qué estás pensando?
María – Estoy pensando en lo que haría Jesús si estuviera aquí con nosotros.
Felipe – ¡Yo no sé lo que haría él, pero lo que es yo…!
Magdalena – ¡Yo sí sé lo que haría el moreno! Jesús nunca dio un paso atrás. Pero nosotros andamos como los cangrejos, caramba!
Salomé – Yo digo lo mismo que la magdalena, porque si nosotros…
Pedro – ¡Bueno, bueno, lo que quieran decir, lo dicen por el camino! ¡Ahora no es momento de hablar sino de brincar la tapia y largarnos de aquí! ¡Vamos, Santiago!
Magdalena – ¡Váyanse ustedes si quieren! María y yo nos quedamos, ¿verdad, doña María?
María – Claro que sí, muchacha, no faltaría más.
Salomé – ¡Pues yo también me quedo! ¡Que en la familia de los Zebedeos tenemos sangre en las venas y no agua dulce!
Felipe – Pero, vengan acá, mujeres necias, ¿ustedes no han oído que vienen los guardias?
Magdalena – Como si viene el rey de Roma, ¿a mí qué? ¡Váyanse, váyanse ustedes! Nosotras nos quedamos.
Pedro – Pero, ¿están locas? ¿Quedarse, para hacer qué?
Magdalena – ¡Oye a éste ahora! Pero, dime tú, Pedro, ¿para qué vinimos a Jerusalén, entonces? ¿Para bailar en la fiesta? ¿No quedamos en que había que revolucionar la capital y juntar a todos los pobres de por acá? ¿No dijimos que había que señalar con el dedo a todos los sinvergüenzas que nos tienen partido el espinazo?
Felipe -¡Jesús comenzó ese plan y ya ves qué pronto le echaron mano!
Magdalena – ¡Pero más fuerte que la de ellos fue la mano de Dios, Felipe! ¿O para qué sacó Dios a Jesús de entre los muertos, a ver, dímelo tú, cabezón? ¿Para ganarse el aplauso? ¿O fue para que siguiéramos luchando como él y no le tuviéramos miedo a la muerte?
Salomé – ¡Bien dicho, magdalena! ¡A ti habría que darte la espada de Judit, muchacha!
Pedro – Bueno, bueno, vamos por partes. ¿Qué proponen entonces ustedes, mujeres escandalosas?
Salomé – De momento, calmarnos, Pedro, y no dejar que el miedo nos acogote.
Pedro – ¿Tú qué dices, María?

Todos volvimos los ojos hacia la madre de Jesús…

María – No sé, Pedro, cuando las cosas se ponían difíciles, Jesús decía que rezáramos un poco, ¿se acuerdan? ¿Por qué no le pedimos a Dios que nos ilumine para saber qué hacer o qué no hacer?
Salomé – Eso mismo, María, que el que de Dios se agarra, no resbala.
María – Vamos a pedirle que nos saque adelante como sacó a nuestros abuelos allá en Egipto, que ellos también sintieron miedo cuando los guardias del faraón les corrieron detrás y los acorralaron junto al mar. Acuérdense que fue entonces cuando Dios sopló y les abrió un camino por en medio del agua.

Estábamos allí los once del grupo. También Matías, el amigo de Tomás, que desde hacía unos días se había unido a nosotros. Estaban también las mujeres: la magdalena, Susana y mi madre Salomé. Y, en medio de todos, María, la madre de Jesús, en cuclillas como se sientan las campesinas de mi tierra.

María – ¡Padre! Ponte delante de nosotros, ábrenos un camino de libertad, como hiciste con nuestros abuelos cuando soplaste un viento fuerte y ellos pudieron pasar el Mar Rojo. Ponte a nuestro lado, como cuando ibas en aquella columna de fuego, abriéndoles la marcha. Ven tú con nosotros, Señor. Si no vienes tú mismo, no nos hagas salir de aquí. Si de veras estás de nuestra parte, danos algo de tu Espíritu, del Espíritu que pusiste en Jesús, ¡y haz que tengamos el valor de los profetas!

Rezamos. Rezamos desde el fondo de nuestra cobardía, con un granito de fe ante una montaña de dificultades. Y el Dios de nuestros padres, el que rescató a Jesús de la muerte, el que fortalece las manos temblorosas y afianza las rodillas vacilantes, nos llenó de su poderoso aliento. Desde aquella mañana, Dios nos fue arrancando poco a poco el miedo y nos dio, a su tiempo, el valor necesario para la lucha de cada día.

Pedro – Bueno, compañeros, ya está bien de cobardías, caramba. No, no lo digo por nadie, lo digo por mí. Sí, ahora comprendo que es bueno que Jesús nos haya dejado porque así tenemos que tomar nosotros las riendas. El moreno nos puso una lámpara en las manos y no la vamos a esconder bajo la mesa. Hay que ponerla arriba, en el candelero, para que todo el mundo la vea. ¿O no?
Juan – Claro que sí, Pedro… Y si dejamos el pellejo por el camino, como Jesús, ¡pues mala suerte! Otros vendrán detrás. ¡Y ya Dios se las arreglará para reclamar nuestra sangre!
Pedro – Ea, ¿qué esperamos entonces? ¿No dicen que vienen los guardias? ¡Pues que nos encuentren en la calle! ¡Que lo que aquí hemos hablado a media luz, vamos a decirlo a pleno sol! ¡Y lo que hemos estado cuchicheando vamos a gritarlo sobre los tejados!

Lleno de entusiasmo, Pedro abrió la puerta y bajó de dos en dos los escalones de piedra que daban al patio. Detrás de él fuimos todos. La calle estaba abarrotada de peregrinos en aquel caluroso día de fiesta.

Pedro – Bueno, Juan, ¿y ahora, qué?
Juan – ¡Encomiéndate a Moisés que era tartamudo para que te suelte la lengua! ¡Animo, tirapiedras!

Entonces Pedro se trepó sobre un viejo barril de aceite que había junto a la puerta y desde allí comenzó a manotear haciéndole señas a la gente que iba y venía por la calle.

Pedro – ¡Eh, amigos, paisanas, vengan, corran, que tenemos una noticia para ustedes! Oye, Juan, ¿por dónde empiezo? ¿Qué les digo? ¡De repente, se me ha quedado la mente en blanco!
Juan – No te asustes, Pedro. ¡Las palabras son como las abejas: sale una y detrás va toda la hilera!

Una multitud comenzó a rodearnos con curiosidad. Pedro, sobre el barril, sudaba a chorros sin saber cómo empezar y mirando a uno y a otro lado, por si asomaban los guardias.

Hombre – ¿Qué te pasa a ti, galileo aspavientoso? A ver, ¿qué es lo que rifas?
Mujer – ¡Vamos, desembucha ya!
Hombre – ¡Ese tipo está borracho! ¿No le ven la nariz colorada?
Pedro – No, amigos, no estamos borrachos. Y no estamos borrachos porque son las nueve de la mañana y a esta hora ni el viejo Noé se emborracha. Lo que pasa… lo que pasa es otra cosa. Lo que pasa es que nosotros tenemos una noticia para ustedes. ¡Y la noticia es que ha llegado el Reino de Dios! Sí, amigos, sí, algunos de ustedes vienen de lejos y no saben lo que pasó en esta ciudad hace sólo unas semanas. Aquí hubo un hombre llamado Jesús. Yo creo que la mayoría de ustedes lo conocieron, ¿verdad? Bueno, resulta que este Jesús, el de Nazaret, pasó entre nosotros haciendo cosas buenas y luchando por la justicia como el que más. Y también curó a muchos enfermos, porque Dios estaba con él. Y a ese hombre, que era más derecho que un remo, y más profeta que todos los profetas juntos, a ése los jefes de aquí de Jerusalén lo llevaron preso y le amañaron un juicio a medianoche y lo condenaron a muerte. Muchos de ustedes lo vieron colgado de la cruz, ¿verdad que sí? Bueno, pues esos canallas pensaron que habían ganado la partida. Pero Dios no se quedó conforme, ni un pelo conforme. Díganme ustedes, ¿cómo Dios iba a permitir tamaña injusticia? ¿Cómo Dios iba a soportar que los gusanos se comieran al mejor tipo que ha pisado esta tierra? ¡No, no lo permitió! Y lo que hizo Dios fue que sacó a Jesús de la tumba, lo sacó vivo, ¡más vivo que antes, caramba!, y lo acreditó delante de todo el mundo. Y esto no lo digo yo porque sí, sino porque lo he visto. ¡Y todos éstos que están aquí conmigo también lo vieron! Nosotros, paisanos, somos testigos de esta victoria de Dios. ¡Y les decimos a todos ustedes, a los compatriotas y a los forasteros, a los de cerca y a los de lejos, les decimos a boca llena que ese Jesús que ellos crucificaron ha sido puesto por Dios como Señor y Mesías por encima de todos los señores de este mundo!

La gente que se apiñaba alrededor nuestro comenzó a aplaudir a Pedro que hablaba enardecido, con tanta firmeza que por un momento me recordó al mismo Jesús, cuando habló allá en la explanada del Templo.

Hombre – Oiga, vecina, ¿quién es este narizón que se explica tan bien?
Mujer – Pues yo no sé mucho, a la verdad, pero galileo sí que es. ¿No le oye el cantaíto?
Hombre – Será de los zelotes, digo yo.
Vieja – No, hombre, ése es uno de los que andaba siempre con el profeta, para arriba y para abajo con él, y los que están a su lado lo mismo.
Mujer – ¡Cállese, vieja, y deje oír!
Pedro – Amigos, escúchenme: los gobernantes y los grandes señores de la capital pensaron que este asunto de Jesús se había terminado. Pues no, no se ha terminado. ¿Y saben por qué? Porque ellos siguen ahí, los mismos que mataron a Jesús, los herodes, los caifases, los pilatos, siguen ahí muy repantingados en sus palacios de mármol, sentados sobre los calabozos donde dan alaridos tantos compatriotas torturados. Ellos banqueteándose y el pueblo pasando hambre. ¡No se ha terminado porque ellos siguen ahí matando y robando y abusando! ¡Pero Jesús también sigue aquí con noso­tros plantándoles cara! ¡Ellos están vivos y Jesús está más vivo que ellos! ¡Ellos se ríen de nosotros, los pobres, pero Dios se reirá el último porque este asunto de Jesús no se ha terminado! Al revés, ¡ahora es cuando comienza! ¡Ahora, ahora es que se enredó la cosa, paisanos! ¡Porque ahora no es uno sino una docena! ¡Y pronto seremos doce docenas! ¡Y ya esto no lo para nadie! ¡El Rei­no de Dios corre como una chispa en el trigo seco! ¡Y nadie nos detendrá, compañeros, nadie!
Hombre – ¡Bien, bien, galileo, así se habla!
Mujer – ¡Dale duro, Pedro, dale duro!
Pedro – ¿Cómo va la cosa, Juan?
Juan – Va bien, Pedro, ¡pero no manotees tanto que te vas a caer del barril!
Marcos – Oye, tirapiedras, aquí hay muchos extranjeros y yo no sé si se estarán enterando de nada.
Pedro – ¡Amigos! Entre ustedes hay muchos forasteros que han venido de otros países y hablan otros idiomas. No importa. Yo sé que todos me están entendiendo. ¡Porque aunque las lenguas son distintas, la tripa de todos habla el mismo idioma del hambre! ¡Y los callos en las manos son los mismos, y el llanto de las madres a quienes les mataron a sus hijos es igual en todas partes, y el grito de justicia de los pobres es el mismo en todas las lenguas! ¡No, aquí nadie es extranjero! Venimos de muchos sitios distintos, sí, pero vamos todos hacia una misma tierra. ¡Y eso es lo que importa! ¡Una tierra nueva, sin fronteras, sin desniveles, una tierra donde todos podamos vivir! ¡Y para llegar a ella necesitamos juntarnos, unir nuestros brazos, mano con mano, hombro con hombro, puño con puño, y meter el Espíritu de Dios en la carne del pueblo!

Cada vez se reunía más gente para escuchar a Pedro. La calle resultó estrecha, tanto que los guardias enviados por los sumos sacerdotes y los magistrados del Sanedrín, cuando llegaron y vieron aquella multitud no pudieron hacer nada contra nosotros. Aquella mañana de Pentecostés, las orejas de Jerusalén escucharon la buena noticia que hoy saben ya tantos y tantos hombres y mujeres en todo el mundo: que Jesús sigue vivo, que el asunto del Reino de Dios sigue adelante, que el fuego que Jesús vino a meter en la tierra no se ha apagado porque es Dios el que sopla la candela y quiere que todo se abrase.

Hechos 2,1-41

 Notas

* La Fiesta de Pentecostés (penta = 50) se celebra cincuenta días después de la Pascua. Se la llama también la Fiesta de la Recolección o de las Primicias (de los «Shavuot»), pues se ofrecían a Dios los primeros frutos de la cosecha ya comenzada en todo el país. 0 la Fiesta de las Semanas, porque se celebraba siete semanas después de la Pascua. Era una fiesta de gran alegría y de acción de gracias por la nueva cosecha. A su carácter, originariamente agrícola, se le unió la celebración de la Alianza del Sinaí. La tradición cristiana vincula a la fiesta de las Primicias una especial experiencia de los discípulos de Jesús, que sintieron colectivamente la presencia de Jesús vivo en medio de ellos y compartieron esta experiencia con una multitud de peregrinos presentes en Jerusalén para la fiesta. A la experiencia de Pentecostés se estaría refiriendo Pablo cuando habla de una manifestación de Jesús resucitado «ante más de quinientos hermanos reunidos» (1 Corintios 15, 6).

* Forasteros de todas partes llegaban a Jerusalén para las fiestas. Los extranjeros que estaban en Jerusalén en la mañana de la fiesta de Pentecostés, según consta en el libro de los Hechos de los Apóstoles, eran representantes de muchas de las naciones conocidas entonces. Partos: pueblo famoso en la doma de caballos, del reino de Partia, situado en el centro del actual Irán. Medos: del antiguo reino de Media, destruido 500 años antes de Jesús, situado en el norte del actual Irán. Elamitas: habitantes de la región de Elam, en donde se desarrolló una de las primeras culturas de la tierra, situada en la actual frontera entre Irán e Irak. Gente de las provincias romanas de Mesopotamia, región entre los ríos Tigris y Eufrates, en donde nació la civilización asiria y babilonia, situada en el actual Irak. De Capadocia, región montañosa situada en el centro de la actual Turquía. Del Ponto, región a orillas del Mar Negro, en el norte de la actual Turquía. De Asia Menor, gente de las regiones de Frigia, zona de pastores en donde surgió la leyenda del famoso rey Midas, en el centro de la actual Turquía. De Panfilia, algo más al sur, también en la actual Turquía. Habitantes de Egipto, localizado en el territorio actual de este país. De Libia, también como en la actualidad, en el norte de África. De Cirene, zona occidental de la actual Libia. De Roma, capital del imperio y hoy capital de Italia. Cretenses: de Creta, isla al sur de Grecia. Y árabes, habitantes del antiguo reino nabateo, comprendido en parte de la actual Jordania y del actual Egipto. De todos estos lugares acudían a Jerusalén, tanto los judíos de raza como los llamados prosélitos, que eran los extranjeros convertidos a la religión de Israel.

* En la Biblia, tanto el viento como el fuego son símbolos de la actuación del Espíritu de Dios. Tanto uno como otro manifestaron la acción de Dios en la liberación de Israel de Egipto que narra el Éxodo: el viento que sopló sobre el Mar Rojo y abrió un camino de libertad (Éxodo 14, 21) y la columna de fuego que guió a los israelitas en sus noches por el desierto (Éxodo 13, 21-22). El evangelio de Lucas, al referirse a la intervención del Espíritu de Dios sobre los discípulos de Jesús en la fiesta de Pentecostés usó estos mismos símbolos: un viento recio que resonó en la casa y lenguas de fuego sobre la comunidad reunida.

* Del Espíritu de Dios se habla en las primeras líneas de la Biblia (Génesis 1, 2) y se le presenta aleteando sobre las aguas, de donde nace toda vida. Espíritu en hebreo es «ruaj», una palabra del género femenino que significa literalmente «viento» y también «aliento». Cuando Dios creó al hombre y a la mujer les infundió este aliento en sus narices (Génesis 2, 7). Cuando sacó a su pueblo de Egipto hizo soplar con fuerza este viento sobre los enemigos (Éxodo 10, 13 y 19). El Espíritu aparece siempre en relación con la vida. Es el soplo pacífico o huracanado de Dios que suscita la vida, la pone en movimiento, la defiende, la fecunda. Cuando falta el Espíritu falta la vida (Salmo 104, 27-30).