3 ESTOS INDIOS PEREZOSOS NO TIENEN ALMA

LIBRETO

LOCUTOR — Capítulo tercero: Estos indios perezosos no tienen alma.

LOCUTORA — Crónica de un encuentro de culturas.

ESPAÑOL —Que si, hombre, que sí, que lo que había en América cuando llegamos los españoles era un atraso. Eso, cuatro indios con plumas en el trasero brincando por los árboles y comiendo mangos. Trabajar, lo que se dice trabajar, no sabían. Tuvimos que enseñarles. Tuvimos que atraerles las semillas, los azadones. Hasta la ropa tuvimos que traerles porque lo de ellos era andar en cueros ¡hala! haraganeando, sin hacer nada.

VECINA —Pero, ¿qué se habrá creído el españolito éste, eh? Viene aquí a ofender. ¿Usted oyó eso de los indios con plumas en el trasero?
ABUELO —Pero algo de razón tiene, señora. La verdad es que cuando los españoles llegaron a América aquí había muy poca cosa. ¡Si no hubiera sido por ellos, en qué ignorancia no estaríamos todavía!

70 millones de indígenas vivían en América cuando aparecieron en el horizonte los españoles y los portugueses. Una población diez veces mayor que la de España y Portugal en aquel tiempo. A la llegada de los conquistadores estaba en su esplendor el gran imperio inca, que abarcaba el continente de una punta a otra punta de los Andes. Los incas habían alcanzado una sorprendente organización social y técnicas muy avanzadas en ingeniería, agricultura y medicina.
Tenochtitlán, la hermosa capital de los aztecas, en el corazón de México, asombró a los españoles. Sus amplias avenidas estaban mejor trazadas que las de Roma. Y sus pirámides eran más perfectas que las de Egipto.
En Centroamérica, se encontraron los recién llegados con la antigua civilización de los mayas, grandes astrónomos y sabios matemáticos.

VECINA —Pero, entonces, ¿de dónde sacó el español ése lo de cuatro indios brutos?
COMPADRE —Eso no es nuevo, señora. Durante la colonia española, ya se decían esas cosas. Y peores. Y las decían gente muy famosa, gente muy culta…

El cronista español Gonzalo Fernández de Oviedo, que escribió libros y libros sobre América, decía:

OVIEDO —«Los indios son gentes ociosas y viciosas, de poco trabajo. Muchos de ellos, por pasatiempo, se matan con veneno. Y lo hacen sólo por no trabajar. Son tan salvajes que piensan que todo es común».

Voltaire, el famoso filósofo francés, hablaba así:

VOLTAIRE —«Los indios son perezosos, estúpidos, son hombres inferiores».

El teólogo español Tomás Urtiz, escribía:

ORTIZ —«Los indios no se diferencian en nada de los animales, vegetales y minerales. Por su propia naturaleza son esclavos y deben ser sometidos a la obediencia de criaturas más racionales».

Y fray Corneille de Paw, religioso alemán:

PAW —«No tienen alma. Son sólo bestias degeneradas y flojas. Y además, las mujeres son tan feas, que se confunden con los varones».

VECINA —¡Pues más feo sería ese cura desgraciado!
ABUELO —No se altere, señora, que el cura no dijo eso por usted.
VECINA —A mí que me importa por quien lo dijo. ¡Habrase visto!
COMPADRE —Lo más curioso de este asunto es que insultaban a los indios, pero no podían vivir sin ellos. Los necesitaban. Los indios haraganes como ellos decían eran los que trabajaban en las plantaciones y en las minas. Y claro, lo que pasa siempre: tenían que decir que eran animales para ponerlos a trabajar como animales.
ABUELO —Por lo que oigo, se difama. A ver, ¿por qué usted no menciona también lo bueno? Hable de las Leyes de Indias, que fueron un modelo de humanismo, de respeto. Me han dicho que a la Reina Isabel, que escribió esas leyes, le van a hacer santa un día de estos en Roma…
COMPADRE —Las Leyes eran bonitas en el papel. Pero no pasaban del papel. Los mismos españoles que vivían en América se inventaron un refrán: «Las leyes se acatan pero no se cumplen».
VECINA —Lo de siempre, que el que hace la ley, hace la trampa, ¿no?
ABUELO —Pues, a pesar de todo, yo soy de la teoría que la colonia española fue mejor que la inglesa. Se dio, ¿cómo diríamos?, un encuentro de culturas. Los españoles, por ejemplo, mezclaron su sangre con la nuestra, y eso…
VECINA —Bueno, violando indias cualquiera se mezcla.
ABUELO —Ay, señora, usted todo lo ve negro.
COMPADRE —Sí, ahora se está hablando mucho del «encuentro de culturas». Pero, la verdad es que España nunca quiso encontrarse con la cultura del indio, lo que quiso fue aprovecharse del trabajo de los indios. Se calcula que cuando los conquistadores llegaron a América vivían en nuestro continente 70 millones de indios. Después de siglo y medio de colonia, la población indígena se había reducido a sólo tres millones y medio.
VECINA —¿Cuánto ha dicho? ¿Qué de 70 millones sólo quedaron 3?
ABUELO —Bueno, eso es una opinión. Unos dirán una cosa. Y otros, otra.
VECINA —¡Y usted es el que anda hablando de encuentro de culturas?… ¡Vaya encuentro!… ¡Diga mejor un encontronazo!
ABUELO —Ya está bien, señora. No hable así de los españoles ni de la madre patria.
VECINA —¿Madre patria? ¡Si así es la madre, mejor ser huérfano!
ABUELO —Pues yo no me creo nada de eso. Esto me huele a leyenda negra. Eso hay que probarlo.

JUEZ —¡Queda abierta la sesión!
FISCAL —La acusación es bien clara, señores: más de 65 millones de indígenas perdieron su vida, de una u otra manera, durante los primeros 150 años de la colonia. ¿Quién es el culpable de este crimen, de 65 millones de crímenes? Alguien tiene que serlo porque esos indios no murieron de viejos ni en la cama. ¿Quién es el responsable, entonces? Vamos a averiguarlo. Vamos a ir llamando desde el más alto hasta el más bajo. ¡Que se presente Felipe III, rey de España!
REY —Aquí estoy, señor mío. ¿Para qué se me solicita?
FISCAL —Majestad, usted gobernó durante más de 20 de esos 150 años de colonia española, ¿no es cierto?
REY —Es cierto. Fui rey desde 1598 hasta 1621. Durante esos años me tocó la ardua labor de gobernar a medio mundo, a España y a América.
FISCAL —¿Y su Majestad es católico, verdad?
REY —Sobra la pregunta, señor mío. Los reyes de España siempre hemos sido católicos, apostólicos y romanos.
FISCAL —¿Y cómo es posible, entonces, que usted, siendo un rey católico, permitiera tantos crímenes y abusos contra los indios?
REY —Ya sabía por dónde iba a salir usted. Ahora es muy fácil hablar. A usted, a ustedes, los que se las dan de progresistas, me gustaría haberlos visto en mi lugar gobernando un imperio enorme y sin teléfonos ni aviones ni los adelantos que hay ahora. Buena voluntad no me faltaba, se lo aseguro. Pero no era tarea fácil gobernar América desde un palacio en España.
FISCAL —¿Pero usted sabía lo que estaba pasando con los indios en América?
REY —¿Y qué era lo que estaba pasando, a qué se refiere? Durante mi reinado, América estuvo en paz.
FISCAL —¿Y estaban en paz también los indios que eran arrancados de sus comunidades para trabajar en las minas?
REY —¡Arrancados, arrancados…! No exageremos. Usted dice «arrancados de sus comunidades». Yo digo organizados para un trabajo más productivo.
FISCAL —Pues yo digo arrancados, arrastrados a la fuerza, asesinados. En la mina de Potosí, de 100 indios que iban, 70 no volvían nunca. En la mina de mercurio de Huancavelica los gases venenosos mataban a los indios en 4 años de trabajos. ¿Qué le parece?
REY —Lo admito. Hubo algunos excesos. ¿Dónde no los hay? Precisamente al conocer esos abusos, de mi puño y letra envié una carta pública prohibiendo el trabajo forzado en las minas.
FISCAL —¿No me diga?
REY —¿No lo cree, verdad? Pues vaya y busque la carta. Está fechada en el año 1601.
FISCAL —¿Con eso me quiere decir usted que no tiene la culpa de nada?
REY —Con eso quiero decirle que yo no podía hacer

[Páginas 38 y 39]

FISCAL —¿Usted es sacerdote?
PADRE —¿Y qué voy a ser si no? ¿No ve la cruz, no ve la sotana?
FISCAL —Usted, padre, ha oído lo que ha dicho el rey, el corregidor, el encomendero… Usted conocía esos abusos. ¿Por qué no dijo nada?
PADRE —Mire, usted, en mi calidad de ministro de Dios yo reflexioné mucho sobre la situación de América y de los indios. Aquí se está hablando de culpas. Pero el asunto principal es muy otro. Es muy otro el meollo de la cuestión.
FISCAL —Y a su juicio, ¿cuál es ese meollo, padre?
PADRE —Le extrañará lo que voy a decirle. Pero yo y otros teólogos de renombre llegamos a la conclusión de que los indios son seres inferiores, criaturas irracionales.
FISCAL —¿Usted opinaba así?
PADRE —Opinaba y sigo opinando. Mire señor: seamos sinceros. Los españoles hicieron sus cosas, no lo niego. Pecaron. No lo niego. Pero se arrepentían de sus pecados. Todos somos pecadores. Y es propio de una criatura racional el pecar y el arrepentirse.
FISCAL —¿Y los indios?
PADRE —Esos no. Esos no se corregían nunca. Volvían a sus vicios peor que animales. Porque usted a un perrito lo va educando y algo aprende. Pero al indio no. Por las buenas, no. Por las malas, tampoco.
FISCAL —Pero, padre…
PADRE —No, no, déjeme hablar. Mírelos, mire a los indios todavía hoy como andan: igual que hace 500 años. A ver, dígame, ¿qué indio no se emborracha? En mi tiempo era igual. Salían de la mina y ya estaban bebiendo. Tomando aguardiente hasta rodar por el suelo.
FISCAL —Pero, padre…
PADRE —Cállese, déjeme explicarle. Mírele la cara a los indios: mascando hojas de coca día y noche, babeando esa baba verde de la coca. Otra cosa no saben hacer: emborracharse y drogarse.
FISCAL —¿Y por eso usted escribió que eran menos que animales?
PADRE —Por eso y mucho más. Usted no vio nada. Aquí abundaban los pecados de la carne. Un hombre con tres mujeres, una mujer con tres hombres. Todo revuelto, todos con todos. Y lo hacían al aire libre, como lo más natural del mundo. Yo estoy convencido que por toda esa indecencia es que se morían tantísimos, se contagiaban unos a otros.
FISCAL —Creo que la viruela y el tifus lo trajeron los españoles, padre.
PADRE —Yo no sé quién trajo a quién. Yo sé que las indias le pegaban la sífilis a los capataces españoles.
FISCAL —¿Eran también las indias las que violaban a los capataces?
PADRE —No tanto, hombre. Pero si ellas andaban medio desnudas, ¿quién provocaba a quién, dígame? Si usted va en cueros por la calle y le pasa algo, aténgase a las consecuencias.
FISCAL —Es suficiente, padre.
JUEZ —¡Que pase el último testigo, el señor capataz!
FISCAL —¿Usted fue capataz de indios?
CAPATAZ —Sí, señor, la última rueda de la carreta.
FISCAL —¿Y en qué consistía su trabajo?
CAPATAZ —¿Mi trabajo? Mi trabajo era andar arreando indios para la mina. No paren la producción, no se puede parar la producción. Pero esos jodidos indios se morían demasiado pronto.
FISCAL —¿Y entonces?
CAPATAZ —Entonces, ¿qué íbamos a hacer? Pues a buscar más indios. A reclutarlos en las aldeas. Los amos obligaban. Y ponte a corretear no sé cuántas millas para atraparlos.
FISCAL —¿Y si los indios se resistían?
CAPATAZ —Les regalábamos aguardiente, los emborrachábamos. Cuando abrían el ojo, ya estaban dentro, trabajando en la mina.
FISCAL —El padre habló de los vicios de los indios…
CAPATAZ —¡El fraile ése es un mentiroso! El alcoholismo lo metimos nosotros. Aquí en América no había eso. Lo mismo con la coca. Los indios la usaban en sus fiestas, sí. Pero ¿quién se la empezó a vender a puñados? Nosotros. Mascando esa porquería resistían más en el trabajo y comían menos.
FISCAL —Pero el padre dijo que…
CAPATAZ —Lo que no dijo el padrecito ése es que ellos, los curas, sacaban el diez por ciento del precio de la coca.
FISCAL —¡Anjá! ¿Así que los curas estaban en el narcotráfico de entonces?
CAPATAZ —Sí, sí, desde el obispo hasta el monaguillo todos se zampaban sus buenos diezmos por la coca. En el púlpito a criticarla, y en la sacristía a cobrarla.
FISCAL —Por lo que veo, todos hacían buen negocio en América.
CAPATAZ —¿Y a mí qué me dice usted? El rey mandaba, el corregidor mandaba, el cura bendecía. Los capataces cumplíamos órdenes. Nosotros no tenemos culpa de nada.
FISCAL —Claro, claro, usted tampoco tiene la culpa. Nadie tiene la culpa. O sea, que hay 65 millones de asesinados y no aparece ningún asesino. La colonia española tuvo más mano de obra gratis, más fuerza de trabajo esclava que ningún otro imperio en la historia del mundo. Así amasaron enormes beneficios. Pero el costo de esos beneficios fueron 65 millones de seres humanos con alma, con corazón. 65 millones en 150 años: 500 mil víctimas en cada año de «encuentro cultural». Más de mil muertos por día. Un muerto por minuto durante los primeros 150 años de colonia española. ¡Y nadie tiene la culpa!

¿Quiénes son los asesinos? ¿Quiénes mataron a los taínos y a los siboneyes en los humilladeros del Caribe?
¿Quiénes los pusieron a buscar oro en los ríos hasta matarlos?
Se llaman Cristóbal Colón, Diego Colón, Bartolomé Colón, Diego Velásquez, Pánfilo de Narváez. Ellos son los asesinos.
¿Quién habla en nombre de los indios buscadores de perlas que murieron con los pulmones rotos en el fondo del mar de las Antillas? ¿Quiénes son los asesinos?
Hernán Cortés empezó el exterminio en México. Y por su hazaña, le fueron entregados 43.000 indios como esclavos. ¿Quién habla por ellos?
¿Quién reclama en nombre de los vencidos? ¿Quién mató a los totonacas y a los otomíes? ¿Quién habla en nombre de los tepehuanes muertos en las minas de Zacatecas?
¿Quién mató a los mayas-quichés en Guatemala?
Se llama Pedro de Alvarado. El es el asesino.
¿Quién hizo cenizas 8 siglos de literatura maya? ¿Quién quiso asesinar la memoria de los hombres de maíz?
Se llama Fray Diego de Landa. El lo hizo.
¿Quiénes entraron en el Brasil a matar a los caetés y a los cataguazes y a todos los pueblos de la selva y el río? ¿Quién les quitó sus tierras? ¿Quiénes son los asesinos?
En Nicaragua, Pedrarias Dávila mató a más de medio millón de nicaraos y chorotegas haciéndolos trabajar como esclavos, vendiéndoles como esclavos.
Gonzalo Jiménez de Quesada inició el exterminio de los chibchas y los taironas en Colombia.
Francisco Pizarro, Diego de Almagro, Sebastián de Benalcázar iniciaron el exterminio en Perú, en Bolivia, en Ecuador.
¿Quién arrastró a los quechuas y a los aymaras a las minas? ¿Quién los arrancó de sus tierras?
¿Quién habla por los charrúas y los guaraníes?
Pedro de Valdivia: mataste a los araucanos.
Reyes, virreyes, corregidores, encomenderos, capataces: ustedes son los asesinos.
¿Quién reclama por los muertos de aquella mala hora?

TUPAJAMARU —¿Quiénes nos han puesto en este estado de morir tan deplorable? ¿Quiénes se chupan nuestra sangre y comen de nuestro sudor? ¡Nos tratan como a perros, nos sacan el pellejo! ¡Cortemos de una vez el mal gobierno de tanto ladrón zángano que nos roba la miel de nuestros panales! ¡Hermano: el patrón ya no comerá más de tu pobreza!

En 1780, hace apenas unos 200 años, se levantó contra todo este sistema de muerte y esclavitud, José Gabriel Condorcanqui, Tupaj Amaru, que sublevó a los indígenas desde el valle del Cusco, hasta las costas de Arica y la frontera del Tucumán. En su ejército de desarrapados, iban miles de indios de la mina de Potosí, miles de esclavos que servían en las haciendas y en los obrajes. Era una espalda y otra espalda, y todas llenas de cicatrices. Durante un año, los vientos de esta gran rebelión quitaron el sueño a los virreyes de Lima, de Buenos Aires y Bogotá. Por traición, Tupaj Amaru cayó en manos de los españoles. Lo llevaron a la plaza del Cusco, le cortaron la lengua, lo amarraron de pies y manos a las cinchas de cuatro caballos.

PREGONERO —¡Se prohíbe a los indios usar sus vestidos tradicionales!… ¡Se prohíben todas las pinturas de los incas!

Los caballos corren hacia las cuatro esquinas de la plaza. Y tiran y tiran, pero no rompen el cuerpo del indio. No pueden.

PREGONERO —¡Se prohíbe a los indios celebrar sus fiestas! ¡Se prohíbe hablar en lengua quechua! ¡Se prohíbe el sonido del pututu!

Las espuelas de los jinetes desgarran los vientres de los caballos en un gran esfuerzo. Pero no pueden, no pueden romper su cuerpo. Tupaj Amaru no se parte, no se parte nunca.

PREGONERO —¡Se ordena a los indios vestirse según la costumbre española! ¡Se ordena a las indias peinarse según la costumbre española! ¡Se ordena a los indios hablar la lengua española!

Por fin, cuando el sol se oculta por no mirarlo, cortan el cuerpo del indio en pedazos y lo degüellan como hace dos siglos a Atahualpa, su antepasado.

PREGONERO —¡Se ordena que no quede semilla de este maldito nombre de Tupaj Amaru!!

Así murió el padre de los pobres, Tupaj Amaru, por querer ver a sus hermanos indios libres de la esclavitud.

COMPADRE —Y como él, tantos otros en tantos lugares de América Latina.

VECINA —De los muertos que mataron no nos dicen nada. Y de los que murieron peleando, todavía menos.

COMPADRE —Pero los nietos de los muertos y los nietos de los que murieron peleando, están entre nosotros. 50 de cada 100 ecuatorianos, 50 de cada 100 peruanos, 60 de cada 100 bolivianos, 70 de cada 100 guatemaltecos, son indios. Son los sobrevivientes de nuestros antepasados de América. Aún son esclavos en sus tierras. Pero ya se quitaron la máscara del susto. Y con su verdadero rostro rechazan ese «encuentro de culturas», que nunca existió

500 – ENGAños