114- ANTES DE CANTAR LOS GALLOS
La mañana del viernes, Jesús es llevado ante el poderoso Anás. Afuera, Pedro niega conocer a Jesús.
Era la madrugada del viernes cuando apresaron a Jesús en el huerto de Getsemaní. Jerusalén dormía aún, sin saber lo que había ocurrido. Por mayor precaución, los soldados, con las espadas desenvainadas y algunas antorchas encendidas, rodearon las murallas de la ciudad por el valle de la Gehenna y entraron por la Puerta de los Esenios. Muy cerca de allí tenía su palacio el sumo sacerdote Caifás.
Comandante – Encierren al prisionero, vigilen las dos entradas y que ningún desconocido ponga un pie en el patio sin mi permiso. ¿Entendido?
María, la madre de Jesús, Magdalena, Santiago y algunos más del grupo, habían salido corriendo de casa de Marcos y se acercaron por las callejas oscuras y vacías hasta el palacio de Caifás para enterarse de lo que estaba pasando. Aún faltaban algunas horas para que amaneciera.
Magdalena – Miren, hay muchas luces encendidas.
Santiago – Los muy condenados no se han acostado en toda la noche.
María – Ay, Santiago, por Dios santo, ¿qué estarán planeando esos canallas?
Santiago – No te angusties, María. No pueden hacerle nada a tu hijo. Jesús es inocente.
Magdalena – Pero ellos no, esa es la cosa. Los jueces de Israel están más podridos que un pescado de cuatro días.
Al poco rato, Pedro y yo nos reunimos con ellos…
Juan – ¡Eh, compañeros, aquí estamos!
Santiago – ¡Pshh! No griten… ¿Qué hay? ¿Han visto a Judas?
Pedro – Claro que lo vimos. El iscariote está loco, que si un plan del movimiento, que si iban a levantar a toda la ciudad y, ya ves, ni los gallos se levantan esta noche. Lo usaron como a un imbécil.
Magdalena – ¿Imbécil? ¡Soplón! ¡A mí que no se me ponga delante porque le arranco la lengua!
Santiago – ¡Pshh! No hagas tanta bulla, magdalena. No podemos llamar la atención. Todo está muy vigilado.
Unos altos y gruesos muros rodeaban el palacio de Caifás. Era un edificio lujoso de varias cúpulas y un amplio patio interior sembrado de palmeras. Por fuera, a lo largo del muro, muchos soldados, con lanzas y garrotes, montaban guardia. Mientras los magistrados del Sanedrín, avisados de urgencia, iban llegando a la sala del tribunal, habían llevado a Jesús al vecino palacio de Anás, suegro del sumo sacerdote.
Anás – ¡Así que este campesino, con olor a pocilga, es el famoso Jesús de Nazaret! ¡Con el tufo que tiene, era imposible que escapara de nuestros sabuesos!
El viejo y poderoso Anás estaba de pie, con una media sonrisa llena de seguridad. Lo rodeaba un grupo de sacerdotes de las altas jerarquías de Jerusalén. Algunos se taparon burlonamente la nariz cuando los soldados empujaron a Jesús hasta el centro de aquel lujoso salón.
Anás – Buen trabajo, muchachos. Y ahora, váyanse y esperen fuera. Déjenlo aquí. Tenemos que preguntarle algunas cosas al nazareno antes del juicio.
Los soldados de la escolta salieron al patio. Jesús, con las manos atadas a la espalda, miraba fijamente a aquel viejo sacerdote que vestía como un príncipe con túnica de paño negro y doble anillo de oro.
Anás – Bueno, bueno, lo primero que quiero que nos cuentes es lo del domingo pasado en el Templo. A ver, explícanos. ¿Qué fue lo que hiciste en la explanada? ¿Qué dijiste de nosotros, los jefes de Israel?
Jesús – Nada que tú no sepas ya. Yo no hablé a escondidas ni en secreto. Ve y pregúntale a los que estaban allá ese día.
Aziel – ¡Perro sarnoso! Pero, ¿cómo te atreves a contestarle así a su excelencia? ¡Toma!
Uno de los sirvientes de Anás le dio a Jesús una bofetada. Sin volver la otra mejilla, Jesús le respondió…
Jesús – Que yo sepa, no he dicho nada malo. Y si no he dicho nada malo, ¿con qué derecho me pegas?
Aziel – ¡Maldito insolente! ¿Qué quieres, otra más?
Anás – Déjalo, Aziel, déjalo. Resulta divertido oír a este campesino respondón.
Anás comenzó a pasearse de un lado a otro mesándose la barba. Una de las lámparas que iluminaba el salón alargaba su sombra sobre el suelo de mármoles relucientes.
Anás – ¿Sabes? Con tu alboroto en el Templo, perdí algunas vacas y muchas, muchas ovejas. Pobres animalitos, ¿a dónde habrán ido a parar? Pero la jugada te ha salido cara. Ahora tú vas a perder más que yo. Dicen que el que ríe último, ríe mejor.
Jesús – Y tiene razón el que lo dice.
Anás – ¿Ah, sí? ¡Qué pronto te das por vencido, nazareno! Me sorprendes.
Jesús – A mí lo que me sorprende es que tú hayas sido sumo sacerdote durante diez años y no sepas que el último en reírse es siempre Dios. Las escrituras lo dicen.
Anás – ¡Hablas de escrituras y no sabrás escribir ni cuatro letras! ¡Ah, estos embaucadores del pueblo! Por suerte, todavía hay jueces en Israel. Sí, amiguito, te vamos a juzgar. ¿Qué? ¿No tienes miedo…? Tú que te las das de profeta, ¿te sospechas cuál será la sentencia?
Jesús – La sentencia ya está dada.
Anás – ¿No me digas? ¿Y cuál te imaginas que será? ¿Culpable o inocente?
Jesús – Culpable.
Anás – ¿Tan mal te quieres, profeta?
Jesús – Tan bien te conozco, Anás. A ti y a los tuyos. Pero no importa: ser culpable delante de ti es ser inocente en el juicio de Dios.
Anás – ¿Y qué sabes tú del juicio de Dios, charlatán?
Jesús – Lo que tú nunca has querido saber: que Dios siente náuseas ante los sacerdotes como tú que comercian con la religión y se llenan los bolsillos aprovechándose de la buena fe del pueblo.
Aziel – Pero, ¿cómo te atreves? ¡Excelencia, córtele la lengua a este impertinente!
Anás – Déjalo, Aziel. Son los pataleos del que se sabe acorralado. Bah, las palabras son como las plumas, el viento se las lleva.
Jesús – Te equivocas, Anás. Es el viento de Dios el que va a soplar pronto y arrasará contigo y con tu casa y con todos ustedes que se llaman servidores del Dios del cielo y a quienes sirven es a los reyes y a los señores de este mundo. Ustedes, pastores que se apacientan a sí mismos, que guardan silencio cuando los lobos entran y hacen presa en el rebaño y despedazan y matan. Y luego, van a sus guaridas a comer y a beber con los asesinos de las ovejas. ¡Y hasta se abrazan con ellos y salen delante de todos, a plena luz, sin ningún pudor! ¡Pastores mercenarios, se han cebado a costa de las ovejas, sí, pero no han hecho más que engordar para el día de la matanza!
Anás – ¡Basta ya, maldito! ¡Cállate ya! ¡Con razón dicen que tienes siete demonios dentro!
Anás se acercó a Jesús con un gesto iracundo y le escupió en la cara.
Anás – ¡Que te trague el infierno, hijo de ramera!
Detrás de él, sus colaboradores, ya sin ningún freno, se abalanzaron sobre Jesús y comenzaron a golpearlo y a insultarlo. Mientras tanto, en la calle, las mujeres y nosotros estábamos ya impacientes, sin saber lo que estaba ocurriendo dentro del palacio.
Pedro – Pero, ¿es que vamos a quedarnos aquí de mirones, con los brazos cruzados? ¡Tenemos que hacer algo, caramba!
Magdalena- Eso es lo que yo estoy diciendo hace rato, Pedro. Pero aquí hay más miedo que vergüenza.
María – ¿Y qué podemos hacer, magdalena?
Pedro – Oye, Juan, ¿no estará por ahí dentro ese criado amigo tuyo? Pues vamos a engancharnos con él y nos colamos en el patio.
Santiago – ¿Para qué, Pedro?
Pedro – ¿Cómo que para qué? ¡Para averiguar lo que está pasando! ¡Y si hay que armar un escándalo, se arma! ¡Esto no se puede quedar así! ¡Si al moreno no lo sueltan por las buenas, lo tendrán que soltar por las malas!
Magdalena – Así se habla, tirapiedras. Yo estoy contigo.
Pedro – Vamos, Juan.
Juan – Está bien, Pedro, vamos. Pero ten cuidado con lo que dices. Ahí dentro todo son orejas y…
Pedro – Pues mejor. Que me oigan. Eso es lo que quiero: ¡que me oigan! ¡Vamos!
Juan – Psst… Oye, amigo, éste y yo conocemos a un tal Bruno. Trabaja aquí de criado. Nos está esperando, ¿sabes? y…
Soldado – Pues que espere sentado. Hay orden de que no pase nadie. ¿O te crees que soy tonto y no sé que tú eres de los que andaban con ese galileo? ¡Y tú también!
Pedro – Bah, no te pongas así, compañero. No es para tanto. Alegra esa cara, hombre. Mira, con este denario te tomas una garrafa de vino a nuestra salud, ¿eh?
Pedro deslizó la moneda en las manos del soldado y éste se apartó de la puerta y nos dejó pasar.
Pedro – Así es como hay que tratar a esta gente, Juan. Si te achicas ante ellos, te sacan con un puntapié. Ven, vamos a enterarnos dónde tienen a Jesús.
La tropa del palacio del sumo sacerdote había encendido varias hogueras en mitad del patio y jugaban a los dados cerca del fuego buscando matar el frío y el aburrimiento de la larga noche de guardia.
Soldado – ¡Cinco y tres! ¡Todo es mío! ¡Ea, saquen las monedas!
Soldado – ¡Tú estás haciendo trampas, calvo!
Soldado – ¿Trampas? ¡Di mejor que el nazareno me ha traído suerte! ¿No dicen que el tipo hace milagros? ¡Pues ahí tienen la prueba, cinco y tres!
Soldado – ¡El milagro es que pueda salir vivo del salón de Anás! ¡Lo están madurando a golpes! ¡No quisiera verme en el pellejo de ese profeta!
Soldado – ¡Ni en el de sus compinches! ¿Saben lo que me han dicho? Que van a hacer una redada. Andan detrás de un grupito de Cafarnaum que vino con el nazareno. ¡Pobre gente, la que les espera! Ea, ea, menos lengua y más monedas… ¡Tira los dados!
Pedro y yo, envueltos en nuestros mantos, estábamos junto a la hoguera oyendo todo aquello.
Mujer – Eh, ustedes dos, ¿quiénes son ustedes? ¿Qué andan buscando por aquí, eh? Oye tú, narizón, que te estoy hablando.
Pedro – ¿Qué pasa conmigo, mujer?
Mujer – Ya decía yo que tú eras galileo. Se les conoce a siete millas.
Pedro – Bueno, ¿y qué? ¿Es un pecado ser del norte?
Mujer – Seguramente tú eres de los del nazareno. Di que no.
Pedro – ¿De qué me estás hablando tú? Anda, anda, sigue tu camino y déjame en paz.
Mujer – Sí, sí, tu cara me suena. Yo te he visto a ti con el profeta.
Pedro – Pero, ¿qué dices tú? ¡Si yo en mi vida le he visto las barbas a ése!
Mujer – ¡Eh, muchachos, vengan un momento!
Pedro y yo nos quedamos en cuclillas, sin movernos. Pero aquella mujer siguió llamando a los soldados.
Mujer – ¡Aquí, aquí, vengan aquí, muchachos!
Pedro – ¡Cállate la boca, caramba! Yo no me metí contigo… ¿entonces?
Mujer – Tú eres un espía de los de ese hombre.
Pedro – Ya te dije que no sé de qué demonios me estás hablando.
Mujer – ¡A otra boba con ese cuento! A ver, ustedes, muchachos, mírenle bien la cara a este tipo, que es sospechoso.
Y le acercaron una tea encendida a Pedro, para verlo mejor.
Soldado – ¡Maldita sea, pero si éste fue el que le cortó la oreja a mi primo Malco! ¡Agárrenlo!
Pedro intentó levantarse y escapar, pero un grupo de soldados lo rodeó enseguida.
Soldado – ¿Así que éste fue el que hirió a Malco? ¡Ja! A ver si ahora es tan macho como en el huerto.
Uno de los soldados desenvainó la espada y se acercó a Pedro…
Pedro – Espérate, compañero… yo no soy el que tú te crees… es una equivoca… ¡aggg!
A punta de espada, el soldado fue arrinconando a Pedro hasta pegarlo contra la pared del patio. Los demás, cerraron el cerco para divertirse.
Soldado – ¡Oreja por oreja, como dicen! Pero a ti te voy a cortar las dos, para que quedes más parejo.
Pedro – Por favor, yo… yo no sé nada de esto… yo…
El soldado le fue pasando el filo de la espada por la frente, por la cara, por las orejas…
Soldado – ¿No tienes cosquillas, amiguito? ¿Y así?
Y le incrustó la punta de la espada debajo de la barbilla. Pedro se puso blanco como la harina.
Todos – ¡¡Sangre, sangre!!
Pedro – No… no… yo no sé nada… yo no conozco a ese hombre ni estaba con él… yo no…
Soldado – Míralo qué valiente ahora… Tóquenle los calzones a ver si están mojados. Maldito galileo, ¿qué andabas haciendo aquí? ¡Habla!
Pedro – Yo… yo…
Soldado – ¡Déjalo, hombre, no te ensucies las manos con sangre de gallina!
Soldado – ¡Sí, trae mala suerte degollar a una mujer!
Entonces, el soldado envainó la espada, agarró a Pedro por el cogote, lo arrastró hasta la puerta del palacio y lo arrojó fuera de un puntapié.
Soldado – ¡Lárgate de aquí y que nunca más te vea las narices, basura de hombre!
Yo logré escabullirme y salir por otra puerta. Corrí, doblé la esquina y me encontré a Pedro tirado sobre las piedras de la calle, boca abajo, tapándose la cara con las manos. Cuando la magdalena y los demás fueron a preguntarle qué había pasado, Pedro lloraba amargamente. Todavía era oscuro, pero los primeros gallos anunciaban ya el amanecer.
Mateo 26,69-75; Marcos14,66-72; Lucas 22,54-65; Juan 18, 12-27.
Notas
* El palacio del ex-sumo sacerdote Anás y de quien lo era el año de la muerte de Jesús, José Caifás, estaban muy cercanos, en el barrio alto de la ciudad. Eran edificios lujosísimos, exterior e interiormente. En ellos servía una multitud de esclavos, criados y funcionarios. En el palacio de Caifás había salones suficientemente amplios como para celebrar allí sesiones extraordinarias del Sanedrín, sin tener que trasladarse a las dependencias del Templo de Jerusalén.
* Anás había sido sumo sacerdote durante nueve años (del 6 al 15 antes de Jesús). Le nombró para este cargo Quirino, gobernador romano de la provincia de Siria. Anás llegó a tener tanta influencia que después de él fueron sumos sacerdotes cinco de sus hijos y, tras ellos, su yerno José Caifás. Su ambición de poder, su codicia y sus fabulosas riquezas eran conocidas por todos. El negocio de la venta de animales para los sacrificios del Templo de Jerusalén dependía prácticamente de él y su familia. Como jefe de un poderoso linaje sacerdotal, era la personalidad judía de mayor poder en tiempos de Jesús y aunque hubiera cesado en su cargo, conservaba, según las costumbres de Israel, su rango y todos los privilegios correspondientes. Como el juicio de Jesús no fue en la realidad un proceso legal, la decisión de Anás era la de mayor peso en la farsa jurídica con la que se le condenó a muerte.
* Jesús no fue «humilde» ante el tribunal del ex-sumo sacerdote Anás. Rechazó el ser interrogado como reo y no presentó «la otra mejilla» al criado que lo golpeó, sino que le reclamó por ese golpe. Jesús habló a Anás con las palabras del profeta Ezequiel, que había denunciado unos 600 años antes a los malos pastores de Israel. (Ezequiel 34, 1-10).
* El relato de las tres negaciones de Pedro es, ante todo una narración arquetípica. Es característico de las narraciones arameas dar a la historia tres momentos para hacer ver que se trata de un acontecimiento terminado, completo, definitivo, que ha llegado al final. El incluir en este relato el canto del gallo tiene también un sentido simbólico. Los orientales consideraban que el gallo era una representación del poder de las tinieblas porque actuaba siempre en la oscuridad y cantaba cuando aún no había luz. Cuando Pedro se acobardó y negó a Jesús, el canto del gallo simbolizaba el drama que se estaba desarrollando en Jerusalén: el triunfo del mal, de las tinieblas.