110- LA CENA DE PASCUA

Al atardecer del jueves, Jesús y su grupo se reúnen para comer el cordero pascual. Será su última cena.

Atardecía sobre Jerusalén. El sol, terminada su carrera, se escondía ahora entre los montes secos y amarillentos de Judea. Pronto apareció en el cielo, redonda y silenciosa, la luna de Pascua. Era el día 13 del mes de Nisán, jueves, víspera de la gran fiesta.

Pedro – ¡Ea, compañeros, ya es la hora! Mi suegra Rufa dice que el cordero pascual hay que comerlo entre dos luces, entre el sol y la luna, para que haga buena digestión. ¡De prisa, Natanael! ¡Vamos, Tomás!
Juan – Sí, que en casa de Marcos, las mujeres ya estarán desesperadas pensando que nos ha pasado algo malo.
Felipe – ¡Las mujeres desesperadas y mis tripas también! ¡Andando!
Santiago – Espérense… ¡espérense!
Pedro – ¿Qué pasa, Santiago?
Santiago – No pasa nada, Pedro. Pero no vayamos todos juntos. Es peligroso, la ciudad está muy vigilada.
Pedro – El pelirrojo tiene razón. Mejor salir unos por un lado y otros por otro. Y tú, Jesús, enfúndate en el manto y no hables con nadie. ¡Dan sesenta siclos por tu pescuezo, así que, ya sabes, desconfía hasta de tu sombra! ¡Ea, vámonos ya!

Las calles de Jerusalén, a pesar de la hora, estaban repletas de peregrinos que iban y venían buscando un albergue para dormir o una taberna para beber. Nosotros, en grupos de a dos y de a tres, atravesamos las casuchas del Ofel, bordeamos la fuente de Siloé y tomamos la calle Larga, la que sube hacia el barrio de Sión, donde vivía Marcos, el amigo de Pedro. Jesús y yo íbamos juntos.

Juan – Oye, moreno, tengo que hablarte de un asunto.
Jesús – Dime, Juan.
Juan – Moreno, aquí está pasando algo raro. Y la cosa es con Judas. No sé, pero el iscariote no está jugando limpio. El martes lo vieron hablando con Barrabás y otros del movimiento. Lo han visto salir también de casa del jefe de la guardia del Templo.
Jesús – ¿Cómo sabes tú eso, Juan?
Juan – Me lo dijo ese amigo mío que trabaja de criado en el palacio de Caifás.
Jesús – ¿Desconfías de Judas?
Juan – Sí.
Jesús – Yo también, Juan. Pero no estoy seguro. No puedo creer que el iscariote nos haga una mala pasada.
Juan – Ni yo, Jesús. Pero todo puede ser.
Jesús – ¿Los demás, están sobre aviso?
Juan – Creo que no. Pedro no se ha dado cuenta de nada. Santiago tampoco.
Jesús – ¿Y qué hacemos, Juan?
Juan – Hazme caso, moreno. Fíjate en Judas. No lo pierdas de vista. ¡Si el iscariote se trae algo entre manos, se va a acordar de mí!

Al poco rato, llegamos a casa de Marcos. Las mujeres habían señalado la puerta, según la antigua tradición, con la sangre del cordero pascual. Cruzamos el pequeño patio lleno de barriles de aceite y subimos por la escalera de piedra hasta la planta alta donde íbamos a cenar aquella noche.

Marcos – ¡Bueno, al fin asoman las orejas estos tunantes! ¡Ya ves, María, tu hijo y todos han llegado a mi casa sanos y salvos!
Magdalena – ¡Y saldrán de tu casa más sanos y más salvos cuando le hayan hincado el diente al corderito!
María – Jesús, hijo, ¿tú crees que estamos seguros aquí?
Jesús – Sí, mamá, no te preocupes. Nadie nos ha visto entrar.
María – Tú eres el que tienes la preocupación en los ojos, Jesús. Te conozco como a la palma de mi mano. No me engañes, hijo.
Jesús – Tranquilízate, mamá. No va a pasar nada malo.
Pedro – ¡Vamos, doña María, deje ahora el miedo y alegre esa cara, que esto es una fiesta, caramba!
Santiago – ¡Sí, señor, hoy es la Pascua, la fiesta que han celebrado nuestros abuelos durante setenta generaciones! ¡Hay que estar alegres!
Magdalena – ¡Y hay que preparar la mesa! ¡Vamos, haraganes, muévanse y échennos una mano!

Mi madre Salomé y la magdalena extendieron sobre el piso de madera varias esteras de pajilla trenzada. Como ya estaba oscuro, Marcos encendió las siete mechas del candelabro ritual y lo puso en el centro de la habitación. Nosotros ayudamos a las mujeres trayendo de la cocina las jarras de vino, las tortas redondas de pan ázimo, los cuencos con la salsa picante y las fuentes grandes de ensalada repletas de apios, berros y otras hierbas sazonadas con vinagre y sal.

Marcos – ¿Algo más, compañeros?
Jesús – Los bastones, Marcos. Que cada uno agarre el suyo. Nuestros abuelos comieron así la primera pascua, de prisa, porque iban de camino hacia la libertad. Nosotros haremos lo mismo, aunque sea sólo un momento.

Formamos un círculo alrededor de las esteras. Los hombres empuñamos nuestros bastones y levantamos el pie derecho, como si estuviéramos prontos a partir para un largo viaje. Las mujeres se apoyaban en el brazo de los hombres.

Marcos – Vamos, Jesús, bendice la comida.
Jesús – No, Marcos, tú eres el dueño de la casa, el padre de la familia.
Marcos – Ni dueño ni padre. ¿No dices tú siempre que entre nosotros todo eso se acabó? Ea, bendice tú.
Jesús – No, hombre, te toca a ti.
Felipe – Bueno, bueno, decídanse, porque yo no soy grulla y acabaré en el suelo.

Jesús bendijo la comida con las palabras antiguas que durante tantas generaciones nuestros abuelos habían repetido, las palabras que le había enseñado José, su padre, cuando él era un muchacho, allá en Nazaret.

Jesús – ¡Bendito seas, Señor Dios nuestro, rey del mundo, que das a Israel esta fiesta para alegría y memorial!
Todos – ¡Amén! ¡Amén!

Después del primer salmo con que se iniciaba la comida pascual, todos dejamos en un rincón los bastones, nos quitamos las sandalias y nos sentamos en el suelo, sobre los mantos, alrededor de las esteras de paja. Estábamos los trece, las mujeres y la familia de Marcos formando un grupo apretado. Las pequeñas llamitas del candelabro, movidas por la brisa de la noche, nos iluminaban las caras.

Marcos – ¡Y ahora, para comenzar, un primer brindis, compañeros! ¡Vamos, llenen esas jarras hasta los bordes, que el vino corre hoy por mi cuenta! ¡Arriba la copa de la libertad! ¡Que viva Yavé, el Dios de Israel!
Todos – ¡Que viva! ¡Que viva!
Santiago – ¡Y que vivan nuestros abuelos que lucharon contra la esclavitud y salieron libres en una noche como la de hoy!
Todos – ¡Que vivan, que vivan!
Magdalena – ¡Y nuestras abuelas, caramba, que también ellas pelearon duro contra ese faraón tan sinvergüenza!
Marcos – Mucho vino y mucho brindis, pero se nos está olvidando algo muy importante. ¡Eh, ustedes, córranse y déjenle un sitio a Elías, por si viene esta noche a nuestra casa!

Según la tradición de nuestros paisanos, el profeta del Carmelo vendría de noche, durante una cena pascual, a avisarnos de la llegada del Mesías. Por eso, las puertas de las casas quedaban ese día entornadas y había un puesto reservado en todas las mesas de los hijos de Israel por si acaso llegaba el profeta Elías, cansado y con hambre, anunciando la gran noticia.

Felipe – ¡Que venga Elías cuando quiera, pero que vaya viniendo también el cordero, porque a este paso me van a salir telarañas en la barriga!

María y Susana bajaron la escalera y, al poco rato, estaban de nuevo con nosotros, en la planta alta, trayendo una gran fuente con el cordero recién asado.

Pedro – ¡Que viva el cordero pascual!
Juan – ¡Y las manos que lo cocinaron!
Magdalena – ¡Fíjense bien, para que después no digan, que no tiene ni un hueso roto!
Pedro – ¡Vamos, muchachos, al ataque! ¡No dejen ni las pezuñas!
Marcos – ¡Un momento, un momento! Todas las manos fuera del plato. Primero a lavárselas, como está mandado.
Felipe – Deja eso ahora, Marcos, y empecemos a comer, que tengo más hambre que la ballena de Jonás.
Marcos – De ninguna manera. Un día es un día. ¡Por lo menos que una vez al año esta pandilla de piojosos comamos limpios, caramba!
Felipe – Está bien, vamos entonces con los lavatorios. A ver, ustedes, las mujeres, ¿dónde están los cuencos de agua?
Magdalena – Que yo sepa, tú no estás tullido, Felipe. También puedes ir tú a buscarlos.
María – Y tú también, Santiago, que estás ahí de lo más repantingado, y tu madre subiendo y bajando la escalera.
Jesús – Ya voy yo, espérense.

Fue Jesús el primero que se levantó, bajó a la cocina y trajo el cuenco lleno de agua y una toalla.

Magdalena – Moreno, dame eso a mí y ve tú a sentarte.
Jesús – No, María, déjame ayudar.
María – Pero, hijo, por Dios, deja eso. Susana y yo les lavaremos las manos.
Felipe – Aquí, doña María, más que las manos, habrá que lavar las patas, ¡porque hay un tufo!
Juan – ¡Y viene del lado tuyo, Felipe!

Entonces Jesús se acercó a Felipe, se amarró la toalla en la cintura y se agachó.

Jesús – Vamos, cabezón, echa esos pies sucios para acá.
Felipe – Pero, Jesús, si era una broma.

Cuando vimos a Jesús lavando los pies de Felipe, nos echamos a reír. Poco a poco, nuestra risa se fue cambiando en asombro. Aquel oficio sólo lo hacían las mujeres o los esclavos.

Jesús – ¡Vamos, Pedro, que tus pantorrillas tampoco huelen a rosa!
Pedro – Pero, ¿estás loco, moreno? ¿Tú me vas a lavar los pies a mí?
Jesús – Sí, Pedro. ¿Qué tiene eso de malo?
Pedro – Jesús, tú eres el jefe. Y un jefe se tiene que dar a respetar.
Jesús – ¿Ah, sí? ¿Quién dijo eso, Pedro?
Pedro – Lo dijo… ¡Lo digo yo, caramba! Vamos, levántate de ahí y deja ese cacharro.
Jesús – No, tirapiedras, aquí no hay jefes ni señores. Nadie está por encima de nadie. Y el que quiera ser el primero, que se ponga el último de la cola. Así que, echa los pies para acá.
Pedro – No, no y no. He dicho que no.
Jesús – Está bien, Pedro. Entonces, por lo que veo, tú no sirves para este asunto del Reino.
Pedro – ¿Cómo dijiste, moreno?
Jesús – Que si tú no te metes en la mollera que aquí todos somos iguales, no sirves para nuestro grupo. Mejor te vas.
Pedro – Espérate, espérate, Jesús. Si la cosa es así… Bueno, entonces, échame el cacharro entero por la cabeza a ver si se me ablandan los sesos.

Cuando Jesús acabó de lavarnos los pies a todos, nos apretujamos más sobre las esteras para poder alcanzar la comida con las manos. Por el tragaluz de la pequeña habitación entraba ahora el resplandor de la luna de Nisán.

Marcos – ¡Compañeros, buen provecho para todos!

Y empezamos a comer el cordero, a mojar el pan ázimo y las verduras en la salsa roja y a levantar las jarras llenas de vino en el nombre de Yavé, el Dios de Israel.

Pedro – ¿Qué te pasa, Jesús, no tienes hambre?
Jesús – Sí, Pedro, tengo hambre. Y también prisa. Créanme, compañeros, tenía muchas ganas de comer esta Pascua con todos ustedes porque… ¡porque será la última!

Jesús, con las piernas cruzadas sobre la estera, nos miró a todos, uno por uno.

Jesús – Sí, de veras lo digo, alégrense. Este año todavía somos esclavos. ¡El año próximo seremos libres! Amigos: antes de que volvamos a juntarnos así, como esta noche, Dios habrá metido su mano por nosotros. Sí, hoy estoy seguro. ¡El Reino de Dios está cerca, muy cerca, no se demora ya!

Jesús tomó su jarra de vino y la levantó en medio de todos.

Jesús – ¡Brindo por el Reino de Dios! Compañeros: hasta aquí hemos sembrado con lágrimas. ¡Ahora cosecharemos con alegría!

Jesús bebió primero y nos pasó la jarra a nosotros. Todos tomamos un poco de ella. Después, se levantó, agarró entre las manos la jarra vacía y la rompió contra el suelo.

Jesús – Ustedes son testigos: ¡no vuelvo a probar una gota de vino hasta que llegue el Reino de Dios, hasta que el Señor cambie nuestra suerte como cambia el desierto con las lluvias, hasta que la tierra se abra y germine la Justicia!
María – ¡Que Dios te oiga, hijo!

Mil doscientos años atrás, en una noche de prisa y de esperanza, el Dios de Israel había cambiado la suerte de nuestro pueblo. Noche de guardia fue aquella para Yavé, cuando sacó a nuestros padres de la tierra de Egipto. Las abuelas se lo contaron a los nietos y los nietos a los hijos y a las hijas, y de generación en generación volvía a ser la Pascua noche de guardia para todos nosotros en honor de Yavé, el Dios de la libertad.

Lucas 22,14-18; Juan 13,1-17.

 Notas

* En la solemne cena de Pascua, el cordero debía comerse, según las prescripciones judías, dentro de los muros de Jerusalén, la ciudad santa. A la puesta de sol, que era la hora en que comenzaba un nuevo día para los israelitas, las familias, los grupos, los vecinos, se congregaban para la solemne cena. Por ser las casas pequeñas y tener que reunirse por lo menos diez personas por cada cordero, se comía también la Pascua en los patios, las terrazas y hasta en los tejados. Jerusalén, atestada de peregrinos, presentaba un ambiente festivo impresionante. Era la noche más solemne de todo el año. Primitivamente, se cenaba en la explanada del Templo, pero unos cien años antes de Jesús se suprimió esa costumbre debido a las multitudes que se congregaban en la capital. Como un símbolo, las puertas del Templo permanecían abiertas de par en par durante toda la noche de Pascua.

* La calle Larga era una amplia calzada romana que atravesaba Jerusalén comunicando el barrio donde se amontonaban las casuchas de los pobres con el barrio alto, en el monte Sión, en donde las construcciones eran mejores y donde muchos de los ricos tenían sus palacios. Entre ellos estaban el de Anás y el de Caifás. No hay certeza histórica del lugar donde Jesús celebró la última cena en la noche de la Pascua. Pero para entrar en Jerusalén aquel atardecer o para salir esa noche de la ciudad, terminada la cena, pasó probablemente por esta calzada. Y no sólo aquel día, sino seguramente docenas de veces en sus varias visitas a Jerusalén. Un tramo de esta calle se conserva perfectamente hasta hoy, con varios de sus anchos peldaños cercanos a donde la tradición fijó el lugar de la última cena. Este tramo de calle es uno de los pocos sitios que se conservan en Jerusalén exactamente como en los tiempos de Jesús.

* Muchos cuadros y estampas nos han hecho imaginar la última cena de Jesús de una forma que no se corresponde con las costumbres del tiempo evangélico. Se pinta a Jesús comiendo sólo con los doce apóstoles, cuando la tradición de Israel reunía aquella noche a hombres y mujeres por igual. Jesús se reuniría con los doce y con las mujeres que ordinariamente iban en el grupo: Salomé, Susana, Magdalena, su madre y otras.

* En la época de Jesús los judíos contaban el tiempo diario haciendo coincidir el comienzo del día no con la medianoche o el amanecer, sino con la puesta del sol. O más exactamente, con la aparición en el cielo, ya oscuro, de la primera estrella. A esa hora, al iniciarse el nuevo día, comenzaba la cena de la Pascua, que debía prolongarse hasta muy entrada la noche. Existían escritos en los que se recomendaban a los padres distintas distracciones para mantener despiertos a los niños, que debían permanecer en vela junto con los adultos en aquella noche, la más solemne de todo el año. Permanecer en vigilia aquella noche era un importante gesto de fidelidad religiosa (Éxodo 12, 42).

* Antes de empezar la cena pascual, los israelitas se ponían en pie, signo de la esclavitud en Egipto, con bastones en las manos y las sandalias puestas, en recuerdo de las prescripciones rituales para cuando el pueblo salió del país del faraón (Éxodo 12, 11). Este gesto es un símbolo de la prisa de aquella noche y del camino que iban a emprender y les llevaría, por el desierto, hacia la Tierra Prometida. Las imágenes tradicionales de la “última cena” presentan a los apóstoles y a Jesús sentados a la mesa según se come actualmente. Lo más probable es que los que participaron de aquella cena comieran semirecostados, en el suelo, sobre esteras o cojines. En los tiempos más primitivos, los israelitas comían en cuclillas. Más tarde, se fue imponiendo la costumbre de sentarse a la mesa o de sentarse en el suelo cuando eran muchos a comer en torno a los alimentos. Pero en la noche de Pascua, en vez de sentarse, el ritual obligaba a recostarse. Estar reclinado era un símbolo de libertad. «Mientras los esclavos tienen la costumbre de comer de pie, en la Pascua es preciso que comamos recostados para manifestar que hemos pasado del estado de esclavitud al de libertad», decía una disposición ritual de la época. Incluso se especificaba que hasta «los más pobres de Israel» debían hacer la comida reclinados, porque Israel era un pueblo de hombres libres.

* El vino era un elemento básico en la cena pascual. Ordinariamente, en Palestina no se comía con vino. Y menos los pobres. Pero en las ocasiones solemnes, y especialmente en la Pascua, era esencial la abundancia del vino. Según el ritual debían beberse como mínimo cuatro copas.

* Una de las costumbres de la noche de Pascua era recordar a Elías, mensajero del Mesías. Cada año, el pueblo de Israel esperaba para la noche de la Pascua la llegada del Mesías como liberador del pueblo. Para Elías, que en la tradición popular era el precursor del Mesías, se guardaba en muchas casas un sitio vacío en la mesa del banquete pascual. Un antiguo poema, llamado «Las Cuatro Noches», cantaba que siempre en la noche de Pascua habían ocurrido los hechos más importantes de la historia de Israel: la creación del mundo, la alianza de Dios con Abraham, la liberación de Egipto. Se pensaba que en “la cuarta noche”, una noche pascual, llegaría el Mesías.

* Para solemnizar la comida pascual una de las prescripciones era la de la purificación por el agua antes de comer el cordero. Como la gente usaba sandalias, los pies eran la parte del cuerpo que más se ensuciaba a diario. Los amigos de Jesús no eran como los fariseos, aficionados a lavatorios y a mil y una purificaciones. Pero en la noche de la Pascua hasta los menos cumplidores trataban de respetar los ritos. Era una forma de dar la máxima importancia a lo que se conmemoraba en la cena. Lavar los pies era misión de los criados o esclavos en las casas que los tenían. Cuando no los había, los lavaban las mujeres.