141- UN HOMBRE JUSTO

Los romanos ahogan la rebelión de los zelotes a sangre y fuego. José da hospedaje a dos que huyen. Los soldados toman venganza contra él.

Eran las vísperas de Pentecostés. Jerusalén rebosaba de peregrinos, compatriotas y extranjeros, venidos de las cuatro puntas del imperio romano, para celebrar la fiesta de las primicias. En aquellos calurosos días del verano, allá en la planta alta de la casa de Marcos, donde tantas cosas habíamos vivido juntos, María, la madre de Jesús, nos contó algo de los años revueltos y difíciles que vivió nuestro país a la muerte del rey Herodes.

María – Yo digo que salimos de mal para peor. Porque cuando murió el viejo Herodes, sus hijos, que eran tan sinvergüenzas como él, se picotearon el reino en tres pedazos. Cada uno agarró su tajada y le dejaron el campo más libre a los romanos. Fueron años muy malos aquellos. Más impuestos, más protestas de la gente y más crueldades de los gobernantes…

Vecino – ¡Como lo están oyendo, paisanos! ¡Dos mil cruces y dos mil crucificados! ¡Algo espantoso!
Vieja – ¡Que el cielo nos ampare!
Vecino – ¡Todos los buitres del país se han juntado en Jerusalén! ¡La ciudad huele a muerto!

Cada día, con las caravanas, llegaban noticias tristes a nuestra aldea. Fue por entonces cuando un tal Judas, que tenía sangre de los Macabeos en las venas, hizo un robo de armas en Séforis, que en aquel tiempo era la ciudad más importante de nuestra provincia. ¡Ay, madre mía, qué angustia pasamos cuando aquello!

Hombre – ¡Abajo Roma, fuera los invasores!
Mujer – ¡Herodes vendepatria!
Muchacho – ¡Israel para los israelitas!

La venganza del ejército romano fue terrible. ¡Con decirles que mandaron tropas de la capital! Le pegaron candela a muchas casas. Yo creo que metieron presa a media ciudad. Desde Nazaret, que sólo queda a un par de millas de Séforis, veíamos la humareda y oíamos los gritos de los vecinos que salían huyendo. Desde entonces, Galilea se volvió un campo de batalla. Vivíamos con el corazón en la boca. Uno salía de la aldea y veía un muerto aquí y un crucificado allá. Los policías de Herodes y los soldados romanos se nos metían en las casas, nos amenazaban, veían un grupo y a palo limpio. Todo el que protestaba, al cuartel. Y, claro, lo que pasa siempre, mientras más aplastaban al pueblo, más fuerte se hacía la resistencia. Que yo recuerde, ahí fue cuando comenzó el movimiento de los zelotes.

Hombre – ¿Quieres unirte a nosotros, muchacho?
Muchacho – Sí. Voy con ustedes. ¿Qué tengo que llevar?
Hombre – Nada. ¡Solamente afilar el cuchillo y jurar venganza contra los que pisotean a nuestra patria!

Jesús tendría como unos dieciocho años cuando un grupo de zelotes secuestró en Séforis a un capitán romano. Como rescate pedían a varios prisioneros. Pero la cosa salió mal. Bueno, yo no me acuerdo mucho cómo fue el lío, pero aquella noche, en Nazaret, no se oyeron ni los gatos. Todos los vecinos le echamos la tranca a la puerta y nos acostamos muy temprano. Ya estábamos dormidos cuando oímos unas voces.

Fugitivo – Hermano… hermano…
María – ¡José! ¿No estás oyendo? Alguien está ahí en la puerta… ¡José!
Fugitivo – ¡Hermano, déjanos entrar! ¡Ábrenos!
José – ¿Qué pasa? ¿Quiénes son ustedes?
Fugitivo – Venimos huyendo de Séforis. Los soldados andan detrás de nosotros.
Compañero – ¡Han matado a muchos compañeros del movimiento! ¡Si nos agarran, nos colgarán de una cruz!
Jesús – ¿Qué pasa, mamá?
María – ¡Psst! Calla, Jesús, espera.
José – ¿Qué… qué quieren de nosotros?
Fugitivo – ¡Déjanos pasar la noche en tu casa, compañero. ¡Escóndenos!
María – Ay, José, por Dios, tengo miedo. Es muy peligroso.
José – Ya sé que es peligroso, mujer. Es un riesgo grande, pero hay que correrlo. Al fin y al cabo, son hermanos nuestros, ¿no?
María – No sabemos ni quiénes son.
José – No importa. Nos necesitan. Tú, Jesús, ¿qué dices tú?
Jesús – Sí, papá, ábreles. ¡Si uno estuviera en el pellejo de ellos!

Y José les abrió la puerta de nuestra casa.

Fugitivo – Gracias, compañero, gracias. ¡Uff!… Hemos llamado a varias puertas en la aldea, pero nadie quiso abrirnos.
José – A esta hora todos estarán durmiendo.
Fugitivo – Sí, la gente siempre está durmiendo cuando más falta hace.
José – Ea, tírense ahí en el fondo y échense estos trapos encima. María, dales algún pan y… No hay mucho, ¿saben?

Yo no pude pegar ojo. Todos los ruidos, hasta los grillos, me espantaban. Cerca de la medianoche, sentimos los caballos romanos que cruzaron la aldea sin detenerse. Iban buscando a los fugitivos por el camino de Caná. Antes de cantar los gallos, los dos hombres se levantaron y, a tientas, se acercaron a José.

Fugitivo – Hermano, ya nos vamos.
José – ¿Necesitan algo para el camino?
Fugitivo – Deséanos buena suerte, sólo eso.
Compañero – Nos has salvado la vida, compañero, gracias. ¡Adiós!
José – ¡Adiós! ¡Y que el Señor les acompañe!

Abrieron la puerta y se fueron corriendo.

José – Ya ves, María, no hay que achicarse ante los problemas.
Jesús – Eso es lo que quieren ellos, mamá, tenernos divididos a fuerza de miedo.
María – Sí, sí, ustedes digan lo que quieran, pero yo tenía un susto más grande que Daniel en el foso de los leones.
José – Bueno, mujer, tranquilízate. Ya todo pasó.

Sí, pensamos que todo había pasado. Pero a la semana siguiente, una mañana, mientras José y Jesús estaban trabajando en el campo…

Soldado – ¡Eh, tú, ven acá!
María – ¿Yo? ¿Qué… qué quieren ustedes?
Soldado – Que vengas te digo.

Dos soldados romanos, a caballo, se detuvieron frente a nuestra choza. Yo estaba amasando la harina para el pan.

Soldado – ¿Cómo se llama tu marido?
María – José.
Soldado – A ese mismo es al que andamos buscando. ¿Dónde está, habla?
María – Él no ha hecho nada malo. ¿Por qué?
Soldado – ¡Que dónde está te digo!
María – No lo sé… no lo sé.
Soldado – ¿No lo sabes, verdad? ¡Ahora vas a saberlo!

Los soldados se desmontaron de los caballos y se me acercaron con una sonrisa burlona y el látigo de cuero entre las manos. Yo temblaba y tuve que apoyarme contra el muro.

Soldado – ¿Dónde está la basura de tu marido, eh?
María – Se fue. Y no viene hasta la noche.
Soldado – ¡Ja! ¿Oyes, Néstor? No vuelve hasta la noche. Ven, Néstor, ven que estas campesinas apestan un poco porque no se bañan, pero, no creas, están buenas…
María – Suélteme, suélteme…
Soldado – ¿Dónde está tu marido, muchachita?
María – No lo sé. De veras, no lo sé. ¡Suélteme!
Soldado – ¡Aprovecha, Néstor, que estas oportunidades no se dan todos los días!
María – Suélteme… suélteme…

¡Dios santo, si José no hubiera llegado en ese momento, no sé que habría sido de mí!

José – ¡Hijo de perra, suelta a esa mujer! ¡Que la sueltes te digo!
Soldado – ¿Eh? Y éste, ¿de dónde sale?
José – ¡Fuera de mi casa! ¡Fuera de mi casa he dicho!
Soldado – ¿Así que no venía hasta la noche? Tú eres el que le dicen José, ¿no es eso?
José – Sí. ¿Qué pasa conmigo?
Soldado – Que te andamos buscando, amiguito.
José – Pues ya me encontraron. ¿Qué quieren?
Soldado – ¿Con que escondiendo a rebeldes en esta asquerosa ratonera, ¿verdad? Sí, sí, no pongas esa cara… Aquí todo se sabe. Y tú escondiste a dos de los que salieron huyendo de Séforis cuando lo del secuestro. Pero de Roma no se burla nadie, ¿entiendes?
María – ¡Ay, no, no le peguen! ¡Él no hizo nada!

Agarraron a José y lo empujaron. El soldado más fuerte lo pateó como un salvaje en la cara, en la espalda, entre las piernas. El otro me cortaba el paso a mí, que gritaba como una loca. ¡Ay, Dios mío, y no poder hacer nada! En ese momento llegó Jesús del trabajo. Cuando vio lo que estaba pasando, dejó las herramientas y se lanzó contra el soldado que estaba aporreando a José. Pero de un puñetazo en plena cara me lo tiraron al suelo.

Soldado – Maldita sea con estos campesinos, ¿cuándo van a aprender a respetar a las autoridades? Déjalo ya, Néstor, ya está bien madurito. ¡Ea, vámonos ya!
María – José, José… ¡Ay, Dios mío! Jesús, corre, avisa a Susana, que venga pronto. ¡Ay, Dios mío!

Mi comadre Susana y Nuna y todas las vecinas de Nazaret vinieron enseguida con bálsamos y cataplasmas.

María – ¿Cómo te sientes, José, dime?
José – ¡Ay! Peor que Adán. ¡Ay! ¡A Adán le partieron una costilla y a mí una docena, ay!
Susana – ¡Dale gracias a Dios que salvaste el pellejo!
María – Yo se lo dije, Susana, que era muy peligroso esconder a esos tipos. Los romanos no perdonan.
Susana – Bueno, bueno, ahora a descansar. Y le das algo caliente dentro de un rato, María. Y que no se mueva, ¿eh?

Desde aquel día José ya no se sintió bien. Se levantaba, seguía trabajando, pero por las noches se derrumbaba en la estera como si no pudiera ni con su alma.

María – José, así no puedes seguir. ¿No quieres que le avise al médico de Caná, que venga a verte?
José – ¿Y con qué le pagamos, mujer, si no tenemos ni para las lentejas? No te preocupes. De veras, ya no me duele tanto.

Pero los días pasaban y José no se ponía mejor.

María – Jesús, hijo, tu padre está malo. Estoy muy angustiada. El dice que son las fiebres…
Jesús – Fueron los golpes, mamá. ¡A papá lo reventaron esos soldados! ¡Pero ya la pagarán, te juro que la pagarán!
María – Busca al médico, hijo. Mira, llévate las dracmas de la boda… Otra cosa no tengo. Véndelas y con eso le pagas. Ve pronto, anda.

El médico vino, pero José no se alivió. Y los días siguieron corriendo uno sobre otro.

María – ¿Te sientes mejor, José?
José – Sí, hoy me siento bastante bien. Por lo menos, no tengo ese dolor aquí en los riñones. ¡Y hasta tengo ganas de comer! ¡De comer y de pelear, caramba!
Jesús – Pues yo estoy preparado, papá. Cuando te levantes, ya iremos…
José – ¿Iremos a dónde, Jesús?
Jesús – A vengarnos de lo que te hicieron. Quico y yo averiguamos dónde están esos dos soldados.
José – Pero, ¿qué estás diciendo, muchacho?
María – ¡Jesús, te lo suplico, deja eso, no te metas en ningún lío! ¡Ay, Dios santo!
Jesús – ¿Ajá? ¿Y nos vamos a quedar así? Vienen y te patean en tu propia casa, insultan a tu madre, matan a golpes a tu padre, ¿y se va a quedar uno con los brazos cruzados? La ley dice “ojo por ojo y diente por diente”. ¿O no?

José, acostado en la estera, sobre el suelo de tierra de la choza, miró a Jesús con sus ojos negros y ojerosos…

José – Escúchame, hijo: la ley dice eso, sí. Pero desde que Moisés escribió esa ley, ¿tú crees que ha habido menos ojos saltados y menos dientes rotos? No, al contrario. Porque el fuego se apaga con arena y no con más fuego.
Jesús – Pero, papá, entonces…
José – Hay que buscar otro camino, hijo. Y, para eso, lo primero es sacarte la violencia del pecho. No guardes odio, Jesús. El que odia, se hace esclavo de su propio odio. Y yo te quiero ver libre, muchacho. Sí, lucha, pelea, defiende a los tuyos, saca la cara por todos los que lo necesitan, pero no tomes venganza. Y déjalos a ellos, que los violentos acabarán todos como el alacrán, que se clava su propio veneno.
Susana – Bueno, lo que hay que dejar ahora son esas conversaciones medio sombrías, que este nazareno ya está bueno y sano. Vamos, María, vete lavando la ropa, que el marido tuyo se levanta mañana o pasado.

Pero no, no se levanto más. Fue un sábado, a media mañana, con un sol brillante sobre la aldea, cuando murió. Jesús y yo, y todos los vecinos de Nazaret estábamos a su lado. Y lo lloramos como se llora a los hombres justos. No, no me pidan que les cuente más porque me pongo muy triste. Yo lo quería tanto… Cuando murió pensé que se me acababa el mundo. Jesús también lloró mucho aquel día. Creo que José le enseñó a él cosas importantes. Le enseñó a trabajar la tierra, a levantar los ladrillos… Le enseñó, sobre todo, a luchar. A luchar y a perdonar.

 Notas

* Judas el Galileo fue el fundador del movimiento zelote. En los años del nacimiento de Jesús, este revolucionario organizó la oposición al censo ordenado por Roma. Después, durante la juventud de Jesús protagonizó un gran levantamiento contra el poder romano. Conquistó la ciudad de Séforis, a pocos kilómetros de Nazaret, que era entonces la capital de Galilea y el principal centro comercial de telas del país. Allí se hizo fuerte con un importante grupo de guerrilleros. Quintilio Varo, legado romano en Siria, aplastó a sangre y fuego aquella revuelta. Séforis fue reducida a cenizas y cientos de zelotes fueron crucificados en la ciudad. Para el movimiento revolucionario, el golpe fue duro y tardaron algunos años en reorganizarse. A pesar de la continua represión contra los zelotes, hasta el año 70 después de Jesús el movimiento no fue definitivamente liquidado por los romanos, pues era muy importante el apoyo que le daban los campesinos galileos y las clases más pobres de la sociedad de Israel. Herodes Antipas reconstruyó Séforis. Los dos hijos de Judas el Galileo fueron crucificados por los romanos.

* Las tropas romanas, junto a las del rey Herodes, mantenían el orden y la «paz» en los revueltos campos de Galilea. Lo hacían con la soberbia propia de los ejércitos ocupantes, que se sienten dueños de la vida de la población sometida. Con esta prepotencia, eran frecuentes las violaciones, los apaleamientos y el saqueo de los bienes de los campesinos.

* La muerte de Herodes el Grande, tras un reinado tiránico de 40 años, supuso un momento especialmente crítico en Palestina, prácticamente dominada ya por el imperio romano. Por estos años, surgieron en Galilea una serie de movimientos insurreccionales armados que tuvieron un gran arraigo entre el pueblo y que fueron la base de la que se formaron los grupos zelotes. El zelotismo tuvo origen campesino. Galilea, más al margen de la burocracia, el orden y la ley que imperaban en Jerusalén, había sido foco tradicional de todos los movimientos antiromanos y mesiánicos. Tenía que serlo del movimiento zelote, que Jesús vio nacer y desarrollarse y cuyos ideales conoció perfectamente. Tanto, que cuando al comenzar su actividad profética anunciaba «¡El reino de Dios está cerca!», coincidía con la proclama de esperanza que los zelotes habían hecho popular por toda Galilea como bandera contra los ocupantes romanos.

* En Israel, como en la mayoría de los países orientales, la hospitalidad es una de las virtudes más arraigadas en el pueblo. Era una grave falta tanto negarla al que la pedía como rechazarla al que la brindaba. La hospitalidad incluía abrir la puerta, el saludo, el servicio, la protección y la compañía al huésped que era acogido en la casa. Todo esto se hacía sin que lo mandara expresamente la ley y sin que se esperara a cambio alguna recompensa. La hospitalidad debía abarcar a toda persona, sin hacer excepciones con extranjeros o desconocidos.

* De José, el esposo de María, los evangelios sólo dan algunos datos: era de la familia de David, era artesano de oficio, acogió a María como esposa y fue «un hombre justo» (Mateo 1, 19). Todo hace suponer que José murió antes de que Jesús comenzara su actividad pública, porque a partir de entonces María aparece siempre en los evangelios sola, como una mujer viuda. La muerte de José no aparece en los evangelios. No tenemos ningún dato histórico sobre ella. Sí es histórico el ambiente de revuelta social en que vivió Galilea durante los años de la infancia y la juventud de Jesús, años en los que probablemente murió José.