28- DIOS ESTÁ DE NUESTRA PARTE
Jesús proclama las conocidas “bienaventuranzas” en el contexto de una granizada que arruinó la cosecha de los campesinos de Cafarnaum.
Amaneció lloviendo sobre Galilea. Las nubes negras avanzaban desde el Líbano y cubrían la llanura de Esdrelón. Como flechas de fuego, los rayos cruzaban el cielo y estallaban en las copas de las palmeras. Eran las tormentas del verano. Encerrados en nuestras casas y tapando las goteras del techo, esperábamos el final de aquel interminable diluvio. Toda la mañana estuvo lloviendo. La tierra, empapada, no podía tragar más agua. Pero las nubes reventaban cada vez con más furia.
Hombre – ¡Maldita sea, es granizo, es granizo!
Era mediodía cuando escampó. Los cormoranes salieron de sus escondites v volvieron a revolotear sobre el lago que ahora tenía el color de la ceniza. Los pescadores fuimos de prisa a sacudir las velas mojadas de nuestras barcas y a estirar las redes que chorreaban agua. Al salir, escuchamos un rumor de voces chillonas en el campo. Las mujeres corrían alocadamente, lamentándose y tirándose de los pelos. Los hombres iban detrás, con la cabeza gacha, silenciosos.
Hombre – ¿Qué pasa? ¿Por qué lloran las mujeres? ¿Quién se ha muerto?
Mujer – ¡El trigo! ¡Murió el trigo!
Los campesinos salían de sus casas corriendo hacia los campos donde tenían sus sembrados. La granizada había destrozado el trigo a punto de cosechar. Las espigas casi maduras estaban ahora partidas en el suelo, machacadas por la violencia de la tormenta.
Mujer – ¡Murió el trigo! ¡Murió el trigo!
Viejo – ¡No habrá pan este año para los pobres!
Cafarnaum entera salió a llorar el trigo perdido como si fuera un hijo muerto. Los artesanos, los mercaderes, los pescadores del lago y hasta las prostitutas de la calle de los jazmines, todos fuimos a los sembrados a lamentarnos con los campesinos. Si ellos no cosechaban el trigo, nadie comería pan.
Hombre – ¡Maldito aguacero, ¿qué va a ser ahora de nosotros?
Mujer – ¡A pasar hambre otra vez, a tocar en la puerta de los usureros y salir a los caminos pidiendo limosna!
Hombre – ¡Y a venderle el alma al diablo a ver si nos da cuatro céntimos por ella!
Pedro, Santiago, Jesús y yo íbamos juntos en medio de aquel griterío, chapoteando entre las espigas destrozadas. Poco a poco, nos fuimos alejando de la ciudad. Los campesinos subían por la colina de las Siete Fuentes. Desde aquella altura, se podía ver todo el campo inundado, confundido con el lago de Tiberíades.
Mujer – Ay, vecina, pero, ¿qué pecado habremos cometido nosotros para merecer esta desgracia?
Vieja – Tienen que ser muchos pecados juntos, comadre, porque cuando no es el granizo es la sequía y cuando no, la subida de impuestos o un muchacho que se te enferma. ¡Vaya, que siempre perdemos nosotros!
Hombre – Miren, miren mi trabajo de todos estos meses… todo perdido, todo arruinado… ¡Maldita sea, y ni siquiera la tierra es mía para enterrarme de una vez en ella!
Mujer – Murió el trigo y morimos también nosotros. ¡Ay, caramba, como Dios no meta su mano!
Hombre – ¿Dios? ¿Para qué mienta usted a Dios? No, déjelo tranquilo por allá arriba que tendrá mucho trabajo contando estrellas. ¡Dios no se acuerda de nosotros!
Vieja – ¡Resignación, paisano! ¿Qué otro remedio nos queda?
Hombre – Resignación, sí, pero mañana cuando mis muchachos rompan a llorar pidiendo un pan, ¿qué les digo, que coman resignación?
Vieja – Así es la vida, mijo. Para nosotros los pobres no hay más que eso: bajar la cabeza y aguantar lo que venga.
Hombre – Pues yo no aguanto más, porque llevo toda la vida aguantando, ¿me entiende? Un año y otro, y otro más, y siempre lo mismo. ¿Hasta cuándo quieren que aguante, hasta cuándo?
Jesús – ¡Paisanos, paisanas, miren hacia arriba! ¡Levanten la cabeza, miren!
En aquel momento apareció en el cielo, en un derroche de colores, el arco iris. Jesús fue el primero en verlo.
Jesús – ¡Miren el arco de Dios! ¡Es la señal de la paz después del diluvio!
Mujer – ¡Déjate tú de historias, forastero! En el cielo habrá paz, pero lo que es en la tierra, hay hambre. Y donde hay hambre, hay maldición y llanto.
Jesús – No, mujer, se acabó la lluvia y se acabaron también las lágrimas. ¿Qué resolvemos llorando y tirándonos de los pelos?
Vieja – ¿Y qué otra cosa podemos hacer, eh? Teníamos poco, ahora no tenemos nada. ¡Sólo nos quedan los ojos para llorar!
Jesús – ¡No, abuela, nos quedan los ojos para ver al Mesías!
Hombre – ¿A quién dijiste tú? ¿Al Mesías? ¡Ja! ¿Y dónde está ese señorito tan escondido que nunca asoma los bigotes? ¡El Mesías! ¡Que se dé un poco de prisa en venir porque al paso que vamos nos sacarán a recibirlo con los pies pá lante!
Jesús – ¡Pero él llega, sí, llega pronto! ¡Miren el arco, paisanos, Dios viene bajando por él! ¡Nuestra liberación ya se acerca!
La gente se fue juntando a nuestro alrededor. Jesús estaba a mi lado, con los pies descalzos hundidos en el fango y la barba chorreando las últimas gotas de lluvia… Allá arriba, atravesando el aire lavado, el arco iris unía el cielo con la tierra.
Jesús – ¡Vecinos, escúchenme! La lluvia ha sido fuerte. Llovió de noche y de mañana y nos parecía que el diluvio no iba a terminar nunca. Eso mismo pensó Noé después de cuarenta días soportando el aguacero. Pero acabó saliendo del arca. Eso mismo se creían nuestros abuelos en Egipto, después de cuatrocientos años soportando el látigo de los capataces. Pero pasaron el Mar Rojo y salieron libres. Nosotros también llevamos cuatrocientos años aguantando y bajando la cabeza. Los faraones de siempre nos han tenido machacados como estas espigas de trigo. Nos molieron, nos trituraron, nos hicieron harina y el pan se lo han comido ellos. Pero se acabó, paisanos. Dios ya no espera más ¡Y nosotros tampoco!
Hombre – Oigan, pero ¿qué está diciendo este tipo? Mira, tú, ¿a ti se te ablandó el seso con tanta agua o qué?
Jesús – ¡Vecinos! ¡Paisanas! A pesar de esto que ha pasado, a pesar del trigo perdido, podemos alegrarnos!
Vieja – Pero, ¿tú estás chiflado, muchacho? ¿De qué demonios vamos a alegrarnos si lo hemos perdido todo, si hemos quedado con una mano delante y otra atrás?
Jesús – Tenemos a Dios, abuela, nos queda Dios. ¡Y Dios está de nuestra parte! ¡Dios nos ha regalado su Reino a nosotros, ¿comprendes?, a nosotros los muertos de hambre, las derrotadas, los perdedores, a nosotros!
Cada vez se apretujaba más gente para oír a Jesús. Las mujeres dejaron de llorar y se exprimieron las faldas empapadas de agua y lodo. Los hombres meneaban la cabeza desconfiados y burlones, pero también se acercaban a escuchar.
Jesús – ¡Sí, de veras, podemos alegrarnos! ¡Felices nosotros los pobres, porque de nosotros es el Reino de Dios!
Un viejo apoyó la barbilla en su bastón con aire triste…
Viejo – Me parece que tú nos estás tomando el pelo, muchacho. Ser pobre es una desgracia, no una felicidad. ¿Quién entra en un velorio a felicitar al muerto?
Jesús – Pero, viejo, escúchame. Dios no te felicita por ser pobre, sino porque vas a dejar de serlo. Tú y todos nosotros. ¡Empieza un mundo nuevo! ¡Ha llegado el Reino de Dios! Para nosotros, los que lloramos viendo a nuestros hijos flacos y enfermos, para nosotros que hemos inundado la tierra con nuestras lágrimas… ¡para nosotros será la Alegría de Dios! Ahora tenemos hambre. Pero cuando llegue el día de nuestra Liberación, a nadie le faltará el trigo ni el vino. Pronto comeremos y beberemos en el Reino de Dios, muy pronto… ¡para nosotros los hambrientos, la Justicia de Dios!
Mujer – Pronto, pronto… ¿Cuándo será eso? ¿Allá en el cielo? ¿En la otra vida, cuando nos hayamos muerto de hambre en ésta?
Jesús – No, paisana, en la otra vida ya no hace falta el pan ni las lentejas. ¡Esto es para ahora, para aquí abajo! ¡Es el Reino de Dios que viene a la tierra!
Jesús se agachó y cogió del suelo unos terrones mojados. Los ojos le brillaban como si tuviera en las manos un tesoro.
Jesús – ¡Esta tierra será nuestra! ¡Para los humildes es la herencia de Dios, la tierra, el trigo y el vino!
Vieja – Tú di lo que quieras, mijo, pero yo tengo ochenta años, y todavía estoy por ver que una rana críe pelos y que un pobre le gane a un rico.
Jesús – ¡Lo veremos, vieja, con estos mismos ojos lo veremos! Ten confianza. ¡Felices los que tengan los ojos limpios para ver llegar el Reino de Dios a la tierra!
Algunos hombres se pusieron en cuclillas para escuchar mejor. El sol empezaba a asomarse entre las nubes y se reflejaba en los charcos que la tormenta había dejado sobre el suelo. A pesar del trigo muerto, nos pareció que todo no estaba perdido.
Jesús – El Mesías viene a nivelar la tierra. Ni colinas ni barrancos. Nadie encima, nadie abajo. Todos iguales. Todos hermanos. Todas hermanas. Que a ninguno le sobre para que a ninguno le falte. ¡Felices los que comparten lo que tienen con sus hermanos: Dios compartirá su Reino con ellos!
Mujer – Eso es lo que yo he dicho siempre, que si fuéramos menos tacaños todos podríamos vivir tranquilos y sin tanta zozobra, ¡caramba! Pero es el grupito ése que se ha creído que el mundo es sólo para ellos, y así estamos como estamos, todos nosotros peleando por cuatro espigas de trigo y ellos con el granero repleto. ¿Tú crees que hay derecho a eso, forastero, dime?
Jesús – Por eso, nunca hay paz ni puede haberla mientras no se abran las puertas de todos los graneros y nadie pase necesidad. Hay muchos que hablan de paz, y se llenan la boca con lindas palabras, pero con sus manos roban y matan. Hablan de paz, pero son hijos de la guerra. No, a ésos no. Dios felicita a los verdaderos artesanos de la paz, a quienes trabajan por la justicia. ¡Esos son los hijos y las hijas de Dios!
Todos – ¡Bien, bien!
Jesús – Los ricos son ciegos. Un ciego no puede ver los colores de este arco iris y ellos tampoco ven el sufrimiento de nosotros. No quieren verlo. ¡Ambiciosos! Ellos sí que van a arruinarse cuando llegue el momento. Ellos van a dar gritos pronto, los mismos gritos que nosotros ahora damos. Ellos ahora se ríen, pero muy pronto van a llorar, sí, a llorar y a dar alaridos cuando Dios les vacíe las arcas, cuando el Mesías les arranque la ropa y los anillos y los deje sin pan y sin dinero para comprarlo, igual que ellos hicieron con sus trabajadores. ¡Sí, paisanos, las cosas van a cambiar y los últimos serán los primeros y los primeros los últimos!
Todos – ¡Bien, así se habla!
Juan – Jesús, ten cuidado. Aquí hay mucha gente. Siempre sale un soplón. Después dicen que estamos alborotando y…
Jesús – Que digan lo que quieran, Juan. ¡Vecinos! Cuando los grandes nos odien, cuando nos persigan de pueblo en pueblo y nos arrastren ante los tribunales, ¡alegrémonos también! Así pasó siempre con los que reclamaron justicia. Así persiguieron a Elías y a todos los profetas. Y por eso el profeta Juan está ahora en la cárcel. Pero no importa. Dios felicita a los que hablan claro y arriesgan su vida por defender la de los demás. Sí, amigos, hay que gritarlo al descampado para que estas palabras las escuchen también los campesinos de Corozaim y los artesanos de Betsaida y los pescadores de Tiberíades y las prostitutas de Magdala. Para que esta noticia corra como una liebre suelta por el valle y la oigan todos, desde la fuente de Dan hasta la tierra seca de Bersheba. ¡Dios se ha puesto de nuestra parte! ¡Dios está con nosotros, los pobres, y lucha a nuestro lado!
Todo esto lo dijo Jesús en la colina de las Siete Fuentes, la que mira hacia el lago, cerca de Cafarnaum.
Mateo 5,1-12; Lucas 6,20-26.
Notas
* El Monte de las Bienaventuranzas* o Colina de las Siete Fuentes está situado a unos tres kilómetros de Cafarnaum. Es de poca altura, unos 100 metros, y desde allí se contempla una vista muy hermosa del lago de Galilea. En su cima se construyó una iglesia de forma octogonal, en recuerdo de las ocho bienaventuranzas que menciona el evangelio de Mateo.
* El texto de las bienaventuranzas, uno de los más conocidos del evangelio, condensa como ninguno lo esencial de la predicación y la actividad de Jesús. Resume el anuncio liberador que Jesús hizo a los pobres. Las bienaventuranzas no son una colección de normas de conducta: “se debe” ser pobre, “se debe” ser misericordioso. Son una buena noticia (“evangelio” quiere decir “buena noticia”) que tiene por destinatarios a los pobres, a los que siempre pierden. Tampoco son las bienaventuranzas una fórmula de consuelo para el más allá, como si el Reino de Dios que Jesús anunció fuera equivalente al “reino de los cielos” en la otra vida. Si Jesús llamó dichosos a los pobres, si les dijo que se alegraran, fue porque iban a dejar de serlo, porque para ellos llegaba la justicia aquí en la tierra.
* Aunque el evangelio de Mateo recoge ocho bienaventuranzas y Lucas sólo cuatro con sus correspondientes “malaventuranzas” contra los ricos, en ambos textos Jesús habló de una sola realidad: los pobres. “Felices los pobres”: en esta bienaventuranza se resumen todas. Jesús llamó feliz al pobre anunciando que Dios se ponía de su parte e iba a dejar de serlo. No lo llamó feliz por portarse bien, sino porque era pobre. Dijo que Dios no prefiere al pobre porque sea bueno, sino porque es pobre.
* Se ha especulado mucho sobre quiénes son los pobres a los que se refirió Jesús en las bienaventuranzas. El texto de Lucas habla de “pobres” y el de Mateo de “pobres de espíritu”. La tradición de Lucas es la más primitiva. Los pobres a los que se dirigió Jesús son los que realmente no tienen nada, los que tienen hambre. El “espíritu” que más tarde añadió Mateo recoge las fórmulas empleadas por los profetas del Antiguo Testamento, que hablaron del “espíritu humilde” de los “anawim” (pobres). La palabra “anawim” es sinónimo de desgraciados, indefensos, desesperanzados, hombres y mujeres que saben que están en manos de Dios porque son rechazados por los poderosos.
* Lucas acentúa el aspecto de opresión exterior. Mateo, el aspecto de la necesidad interior que padecen los que sufren esa opresión exterior. Mateo y Lucas escribieron para públicos distintos. Las comunidades para las que escribió Lucas estaban compuestas mayoritariamente por hombres y mujeres oprimidos dentro de la poderosa estructura del imperio romano: esclavos, habitantes de ciudades en las que existían enormes diferencias sociales, gente explotada por duras condiciones de vida. Mateo escribió a comunidades judías que tenían aún la tentación del fariseísmo: considerar buenos sólo a los decentes, a los que cumplen las leyes. Los “pobres de espíritu” de Mateo son el equivalente de los inmorales, los pecadores, los de mala fama. A pesar de esta diferencia de matiz, ambos evangelistas quisieron dejar bien claro el sentido profético de las palabras de Jesús: Dios regala su Reino a los pobres del mundo. El mensaje de Jesús en las bienaventuranzas resultó revolucionario en la historia de las religiones. Además de expresar que la norma moral como criterio de la benevolencia de Dios no contaba para nada, anunció de qué lado estaba Dios en el conflicto histórico: del lado de los de abajo.
* En la Biblia, la pobreza, como situación de opresión, es un escándalo que va contra la vida y por tanto, contra la voluntad de Dios. Esa pobreza debe ser rechazada, combatida, eliminada. No es una fatalidad, es la consecuencia del abuso de unos seres humanos sobre otros. Las antiguas leyes mosaicas no se contentaron con la denuncia de la pobreza injusta. Eran leyes sociales que trataban precisamente de evitar la pobreza y de defender al pobre. Todo intento de combatir la pobreza, de suprimirla es, en la teología bíblica y en el mensaje de Jesús, un paso que hace avanzar el Reino de Dios aunque los que así actúen no crean ni en Dios ni en Jesús.
* Al proclamar las bienaventuranzas, Jesús no dijo: “Dichosos ustedes, los pobres”, sino: “Dichosos nosotros, los pobres”. “Nosotros los que lloramos, nosotros los que tenemos hambre”. Jesús fue pobre, tan pobre como sus vecinos de Cafarnaum a los que anunció las bienaventuranzas. Jesús no fue una especie de maestro religioso que se “hizo pobre”, que se disfrazó de pobre, para que los pobres lo entendieran mejor, como un signo de la condescendencia divina con los miserables. Esta idea falsea la esencia misma del mensaje cristiano, que afirma que Dios quiso revelarse de forma definitiva en un campesino pobre de Nazaret y que sigue revelándose en la vida y en las luchas de los pobres.