59- EL FANTASMA DEL LAGO

En medio de una tormenta, Pedro y los demás pescadores ven una sombra luminosa que se les acerca caminando sobre el agua. Es Jesús.

Era noche cerrada sobre el gran lago de Galilea. La luna, como una raja de naranja colgada en el cielo, apenas nos iluminaba las caras. Con Pedro, en su vieja barca pintada de verde, íbamos seis. En la otra barca que dirigía Andrés, iban los otros del grupo. Jesús no estaba con nosotros aquella noche. Cuando los doce subimos a las barcas, dijo que no quería venir y se alejó en silencio por una de las callejas oscuras que salían del embarcadero.

Pedro – Compañeros… esto está rarísimo… ¿Por qué se ha quedado en la ciudad, eh? ¿Por qué?
Tomás – Jesús le ti-ti-tiene miedo al agua de no-no-che. ¿No será por eso?
Santiago – ¡Pamplinas, Tomás! Aquí hay algo más serio. Miedo al agua, no. Eso es una idiotez. Pero miedo, sí. Jesús tiene miedo. Se le ve en los ojos.
Pedro – Pero, ¿miedo a qué, Santiago? ¿Por qué va a tener miedo?
Santiago – Las cosas se están poniendo feas, Pedro. Cada día el moreno está más fichado. Los fariseos lo odian y lo buscan. Este queso se está pudriendo.
Pedro – Pero, ¿qué están diciendo? Eso no puede ser. Jesús es valiente. Lo ha demostrado. ¿Por qué están tan seguros?
Santiago – Nadie está seguro de nada, Pedro, de nada. Estamos hablando solamente. Pero no me negarás que es muy raro que hoy nos haya dejado solos.
Tomás – ¿Y no-no-no será que se ha quedado a rezar? Jesús es muy rezador.
Pedro – Pero, ¿a santo de qué se va a quedar a rezar ahí? No, Tomás, eso no explica lo de esta noche.
Santiago – ¿Nos habrá traicionado? ¿Se irá a pasar al otro bando y no se atreve a decirlo?
Pedro – Pero, ¿cómo va a hacer eso él, pelirrojo? ¡Jesús es derecho como un remo! Tú estás loco. ¡No, eso no puede ser!
Felipe – A mí la idea que me anda dando vueltas por la cabeza es otra. Escuchen, compañeros, yo creo que Jesús está cansado de todo esto. Que está harto de decir que el Reino de Dios ya está cerca, que ya viene… pero no llega nunca. El ha hecho de profeta, se ha quedado sin saliva en la boca diciendo que las cosas van a cambiar. ¡Y ya ven, todo sigue igual! Y entonces…
Pedro – Y entonces, ¿qué? ¿Qué quieres decir con eso, Felipe?
Felipe – Quiero decir que un día de éstos, hoy por ejemplo, Jesús va a decir: ¡mundo amargo, ahí te pudras! ¡Y al diablo con el grupo, con la justicia, con el Reino de Dios y con todo! Se irá por un camino oscuro como ha hecho esta noche y no le volveremos a ver nunca más la barba.
Pedro – Pero, ¿qué estás diciendo? ¿De dónde has sacado esa idea, cabezón del demonio? ¡Jesús no puede hacernos eso! ¡Él no es así! ¡Él no es así!
Santiago – Está bien, Pedro, él no es así. Pero, ¿por qué no ha venido hoy con nosotros, eh?

Todas las palabras de aquella conversación se nos fueron colando dentro del pecho como el viento frío de la noche que hinchaba las velas y comenzaba a revolver las tranquilas aguas del lago. En la otra barca, Andrés, Judas, Simón y los demás, hablaban de lo mismo, con las mismas palabras, con las mismas preguntas. Después de un rato, todos nos quedamos en silencio. Sólo se oía el rumor del viento cada vez más fuerte.

Pedro – ¡Por los mil demonios del sheol, digan algo! ¡Prefiero una tormenta que esto de ir todos con la boca cerrada como muertos!

Entonces, como si hubiera oído el grito airado de Pedro, el viento empezó a zarandear con furia las dos barcas y las nubes comenzaron a descargar sobre el lago los rayos y truenos que guardaban escondidos en sus negras panzas.

Santiago – ¡Maldición! ¡Ya me decían mis narices que iba a haber tormenta! ¡Agarra bien la vela, Juan!
Tomás – ¿Qué-que-que es esto?
Pedro – ¡Qué va a ser, Tomás! ¿No creerás que es una fiesta, verdad?
Tomás – ¿Nos ahoga-ga-garemos?
Santiago – ¡Sí, caramba, nos ahogaremos! ¡Y tú el primero, si no cierras el pico!
Andrés – ¡Eh, Pedro, suelta un poco la vela! ¡Pedro!
Pedro – ¡Aléjate un poco, flaco! ¡Vamos a chocar!

Las olas, gigantescas como montañas, saltaban por encima de nuestras cabezas, empapándonos una y otra vez hasta los huesos. La barca que dirigía Andrés, envuelta en un remolino de viento, comenzó a acercarse demasiado a la nuestra, girando locamente como un trompo.

Pedro – ¡Maldita sea, Santiago! ¡Suelta más esa vela! ¡Nos vamos a estrellar!
Santiago – ¡Quítate de ahí, Tomás! ¡Agarra bien, Juan! ¡Más duro, más duro!

La quilla chirriaba como un alma en pena. Las olas levantaban las barcas dejándolas caer con estrépito sobre la superficie. Mientras Felipe y Natanael sacaban a toda prisa el agua que entraba sin cesar por los costados, Tomás, dando un grito espantoso, abrió los brazos y se desmayó, cayendo sobre las cuerdas de popa…

Tomás – ¡Ayyy!
Santiago – ¡Uno menos! ¡Agarra bien, Juan! ¡Eh, cuidado, cuidado!

Santiago y yo tratábamos de controlar la vela, pero entonces el viento hizo crujir el mástil partiéndolo por la mitad.

Pedro – ¡Estamos perdidos! ¡Nos vamos a ir todos al fondo del lago! ¡Jesús lo sabía y por eso nos dejó solos! ¡Nos dejó solos! ¡Estamos perdidos!

Cuando nuestra barca empezaba a hacer agua por los cuatro costados, Andrés chilló con más fuerza que los mismos truenos…

Andrés – ¡Eh, miren allá! ¡Miren allá! ¡Allá, hacia la orilla!
Felipe – ¡Es un fantasma! ¡El fantasma del lago! ¡Viene a buscarnos!
Pedro – ¿Qué es eso, Santiago? ¿Tú lo ves también? ¿Y tú, Juan?
Santiago – ¡Claro que lo veo! ¡Y viene hacia acá!
Felipe – ¡Vete, fantasma, vete! Espérense, yo me sé una oración contra los fantasmas… Ay, cómo era que empezaba… Ah, sí… “¡Fantasma, te digo, que Dios está conmigo! ¡Fantasma, te digo, que Dios está conmigo!”
Santiago – ¡No seas baboso, Felipe!

Caminando sobre las revueltas aguas del lago, una figura blanca y luminosa avanzaba muy despacio hacia nuestras maltrechas barcas. La luna había apagado de repente su débil luz. Y el mar parecía una inmensa boca negra dispuesta a tragarnos. Tomás, que se había despertado ya, temblaba agarrado al pedazo de mástil que quedaba en pie. Estábamos aterrados y no teníamos ojos más que para aquella misteriosa figura. De repente, el fantasma habló…

Jesús – No tengan miedo. ¡Soy yo! ¡Soy yo!
Tomás – ¿Y qui-qui-quién es yo?
Felipe – “¡Fantasma, aleja, que Dios no me deja! ¡Fantasma, aleja, que Dios no me deja! ¡Fantasma, aleja, que Dios no me deja!”
Jesús – ¡Muchachos, soy yo! ¡No tengan miedo!
Santiago – Pedro, esa es la voz de Jesús. ¡Es él, es él!

Cuando reconocimos a Jesús, las aguas del lago se tranquilizaron y el viento dejó de soplar. Nuestras barcas volvieron a mecerse suavemente sobre las olas.

Pedro – ¡Jesús, si eres tú, dime que vaya hasta donde estás!
Jesús – ¡Ven, Pedro, ven!

Al oír la orden, Pedro saltó de la barca y comenzó a andar sobre el lago al encuentro de Jesús.

Pedro – ¡Miren! ¡Puedo andar sobre el agua! ¡Miren! Con un pie… con el otro… ¡Yupi! ¡Soy el tipo más listo de todo Cafarnaum y de toda Galilea! ¡Yupiii! ¡Miren esto, señores!

Pedro hacía piruetas sobre las olas acercándose a Jesús, cuando, de repente, un trueno abrió de lado a lado la bóveda del cielo y el viento empezó a batir las aguas en un loco torbellino. Pe­dro, aterrado, comenzó a hundirse.

Pedro – ¡Échame una mano, moreno! ¡Jesús, sálvame, que me ahogo! ¡Ahggg!

Jesús, caminando tranquilamente sobre las olas se acercó a Pedro y lo agarró por una mano.

Jesús – ¡Qué poca fe tienes, Pedro! A ver, ¿Por qué has tenido miedo? ¿Por qué has tenido miedo?

Pedro – ¡Tuve miedo porque me ahogaba! ¡Me ahogaba! ¡Me ahoga… me ahoga… me aho…!
Rufina – ¡Pedro, Pedro ¿qué te pasa?! ¡Vas a despertar a los muchachos! Pero, mira cómo te has enrollado en la estera, como un caracol… ¡Despiértate, hombre!
Pedro – Ah… es que el mástil… era horrible. Ay, Rufi, si estás aquí… Uff, ¡qué descanso! ¡Él nos salvó, Rufi, él nos salvó!
Rufina – Pero, hombre, tranquilízate, Pedro. Y no grites más que la abuela Rufa tiene el sueño más ligero que una mosca.
Pedro – Ay, Rufi, ay, qué descanso. ¡Estamos a salvo! Rufina, esta noche lo he entendido todo. Él es el hombre.
Rufina – Pero, ¿qué estás diciendo?
Pedro – Rufi, mira, íbamos en la barca. Vino una tormenta espantosa. Teníamos miedo. Estábamos solos. Se nos rompió la vela, se nos rompió el mástil. Se nos rompió también la confianza. Todo estaba perdido. Entonces vino él…
Rufina – Pero, ¿de quién demonios me estás hablando?
Pedro – De Jesús, Rufi. Cuando me ahogaba, él me agarró de la mano y me salvó. La tormenta se acabó. Y también se acabó el miedo. Estábamos salvados.
Rufina – Muy bonito, muy bonito… Parrandeando toda la noche ¿no? ¿Se puede saber, buen sinvergüenza, a qué hora te viniste a acostar tú, que yo no te sentí?
Pedro – Pero, Rufi, ¿es que no entiendes? ¡Esto ha sido una señal! ¡Jesús es el hombre!
Rufina – ¿Qué hombre, Pedro? ¿Qué quieres decir con tanto misterio?
Pedro – Oye lo que te digo, Rufi. Abre las orejas y guárdate bien adentro esto que te voy a decir, bajo siete llaves, sólo para ti. Yo creo que Jesús es el Mesías.
Rufina – Pero, ¿qué estás diciendo, demonio de hombre? A ver… ¿tienes fiebre?
Pedro – ¡No! ¡Nunca estuve más contento! ¡Se acabaron las tormentas, Rufi! ¡Se acabó el miedo!
Rufina – ¡No grites más, condenado! Mira, olvídate de eso, desenrolla esa estera y duérmete. Mañana tendrás otra vez la cabeza en su sitio.

Pedro se echó sobre la estera. Pero al recostarse, se sentó de nuevo, como empujado por un resorte.

Pedro – ¡Rufina! ¿Y si esto no fuera sólo un sueño? ¿Si fuera algo más?
Rufina – Claro que es algo más. Es una pesadilla.
Pedro – No, Rufi. En mi vida había visto una tormenta tan espantosa, ni un mar más alborotado. En mi vida tuve tanto miedo y en mi vida tampoco me sentí más seguro que cuando él me agarró de la mano. ¿Y si no fuera un sueño? Oye, Rufi, ¿tú estás aquí, no? ¿Estás a mi lado?
Rufina – Pues claro que estoy aquí. Y con los ojos que se me cierran…
Pedro – Pero, ¿estás segura? ¿No será que ahora es cuando estamos soñando?
Rufina – Oye, Pedro, el primer gallo. Déjate de enredos. Anda, acuéstate de una vez y échate otra cabezada hasta que vuelvan a cantar. Y deja que yo me la eche también. Estoy molida.
Pedro – Bueno, pero mañana te seguiré contando. Y no se lo digas a nadie. Yo creo que esto no fue un sueño… yo creo…
Rufina – Hummm… Sí, eso, mañana me lo contarás… mañana…

Pedro cerró los ojos y se quedó nuevamente dormido. Más tarde, muchos años después, me contó todo esto. Entonces aún no sabía decirme lo que había pasado aquella noche. Pero lo recordaba como algo vivo y caliente, tan vivo y tan caliente como la mano de Jesús en la que se había apoyado para no hundirse en las aguas revueltas del lago.

Mateo 14,24-33; Marcos 6,45-52; Juan 6,15-21.

 Notas

* A lo largo de toda la Biblia, el sueño aparece como un momento en el que Dios se revela al hombre. Al contar los sueños de los que Dios se valió para dar a conocer sus proyectos, las páginas de la Biblia reflejan un punto de vista sobre la vida, habitual en Israel y en la mayoría de los pueblos antiguos, que creyeron que por el camino de los sueños Dios llegaba al hombre y el hombre a Dios. En el Antiguo Testamento abundan los ejemplos de sueños que revelan al hombre lo que Dios quiere de ellos (Génesis 28, 10-22 y 37, 5-11; Números 12, 6-8). Los sabios de Israel aconsejaban discernir el sentido de los sueños (Eclesiástico 34, 1-8).

* Al escribir, los evangelistas utilizaron distintos estilos y en las páginas de los evangelios se encuentran narraciones históricas, esquemas de catequesis, textos basados en historias del Antiguo Testamento, relatos simbólicos. El relato de Jesús caminando sobre las aguas contiene un mensaje simbólico. El mar para la mentalidad israelita era como la cárcel en donde habían ido a parar, derrotados por Dios al comienzo del mundo, los demonios y los espíritus malignos. Entre ellos destacaba el poderoso Leviatán, monstruo terriblemente peligroso. La idea negativa sobre el mar atraviesa toda la Biblia. Cuando el Apocalipsis, el último libro de la Biblia, describe cómo será el mundo futuro dice que allí no habrá mar (Apocalipsis 21, 1). Para la mentalidad israelita, Dios tiene poder sobre todos los espíritus del mar y Leviatán es para él como un juguete (Job 40, 25-32). Los evangelios quisieron expresar que Jesús también tenía ese poder porque Dios se lo había dado.