EL AYUNO QUE DIOS QUIERE

El Dios de la Biblia no quiere ayunos ni penitencias, sino justicia.

LIBRETO

Tomás y Matías, los mensajeros enviados por el profeta Juan desde la cárcel de Maqueronte, se hospedaron en mi casa. Aquella tarde vino mucha gente. Todos estábamos ansiosos de escuchar sus noticias. Después, cuando se hizo de noche, nos quedamos los del grupo para comer. En el suelo, con las piernas cruzadas sobre la estera, esperábamos que Salomé apareciera con la sopa…

Pedro – ¡Humm! ¡Qué bien huele esto!

Salomé – ¡Metan el cucharón hasta el fondo, que hay buenos trozos de pescado!

Salomé puso en medio de todos un caldero grande y humeante. El aroma de la sopa llenó toda la casa.

Salomé – ¡Zebedeo, viejo, un poco más de educación! ¡Deja que los huéspedes se sirvan primero!

Zebedeo – Tienes razón, mujer. ¡Es que tengo un hambre que no espero ni por Dios!

Salomé – Vamos, muchachos, Tomás y Matías, no tengan vergüenza.

Matías – No, ustedes primero. Ustedes empiezan y nosotros seguimos.

Tomás – ¿No se va a ben-ben-bendecir el pan?

Zebedeo – Rediablos, es verdad. Vamos, Santiago, echa tú la bendición.

Santiago – Dios de Israel, tú nos das al mismo tiempo la comida y las ganas de comer. Bendice entonces esta mesa, amen.

Todos – ¡Amén!

Zebedeo – Adelante, muchachos, hínquenle el diente a una buena cola de pescado para que puedan decir en Judea lo que todos saben en Galilea: ¡que no hay mejores dorados que los de Cafarnaum!

Matías – Mejor comience usted, don Zebedeo.

Zebedeo – Que no, que no, Matías. Comienza tú. No es que haya mucho, pero al menos está caliente.

Tomás – No, no, usted pri-pri-primero…

Santiago – A lo mejor es que a los huéspedes no les gusta el pescado.

Tomás – Sí nos gusta, pe-pe-pero no po-po-podemos comerlo.

Salomé – ¿Que no pueden comerlo? ¿Se sienten mal de la barriga?

Matías – No, no es eso, sino que… que no podemos comerlo.

Pedro – Pero, ¿por qué? ¿Quién les ha dicho que no pueden?

Matías – Nosotros mismos.

Santiago – ¿Ustedes?

Matías – Bueno, resulta que Tomás y yo hemos hecho un voto de no comer pescado ni nada que venga del mar si volvemos sanos y salvos a Judea, después del viaje.

Tomás – Hay que hacer pe-pe-penitencia.(1)

Pedro – Ah, claro, claro… ya entiendo… caramba…

Zebedeo – Bueno, hombre, no hay problema por eso. ¡En mi casa los huéspedes mandan! Salomé, mujer, ve a matarles una gallina. Ea, date prisa… Y saca algunas aceitunas para que vayan entreteniendo la quijada…

Salomé – Ya voy, viejo, ya voy.

Zebedeo – No se impacienten. ¡En un momento ya está desplumada y en otro hervida!

Matías – ¡No, no, no haga eso, doña Salomé! No se moleste. Espérese…

Tomás – Tan-tan-tan-tan…

Zebedeo – ¿Cuál es el tan-tán de ahora?

Tomás – Tan-tampoco po-podemos comer carne.

Pedro – ¿Y… y por qué no pueden comer carne?

Matías – Porque estamos ayunando. Hasta que pase la fiesta de la Pascua, hemos prometido no probar un bocado de carne.

Tomas – Hay que hacer pe-pe-penitencia.

Todos nos quedamos en silencio, con los ojos clavados en el caldero humeante que nos tenía la boca hecha agua. Pero ninguno se atrevió a alargar la mano para servirse.

Santiago – Bueno, camaradas… Entonces… entonces vamos a pasar de la comida a la bebida, ¿no les parece? ¡Eso, vieja, trae un par de jarras de vino para celebrar este encuentro y… ¿Tampoco toman vino ustedes?

Tomas – Hemos jurado no pro-pro-probar una gota de vino hasta que el pro-pro-profeta Juan salga libre de la cárcel. Hay que hacer pe-pe-pe…

Zebedeo – Penitencia, claro. Hay que hacer penitencia. Ahora entiendo por qué a este muchacho se le quedó seca la lengua, ni come ni bebe.

Salomé – Cállate, Zebedeo, no seas maleducado. Son nuestros huéspedes.

Zebedeo – Claro, claro… y en mi casa los huéspedes mandan.

El ambiente se puso muy tenso. Todos bajamos los ojos y comenzamos a juguetear con los dedos entre las manos, o a rascarnos los pelos de la barba, o a comernos las uñas. Fue Jesús el que rompió aquel pesado silencio.

Jesús – Oiga, Salomé, esta sopa se va a enfriar, ¿verdad? Humm… ¡Huele riquísimo! A ver cómo sabe… “Los mejores dorados, los de Cafarnaum”… ¡Está bueno, sí, sabroso, caramba, muy sabroso!

Jesús había metido el cucharón en el caldero, había sacado del fondo un par de colas de pescado y se había llenado un plato de sopa hasta los bordes. Luego tomó una rueda de pan y empezó a comer como si tal cosa. Todos nos quedamos asombrados. Mi padre Zebedeo, desde la otra punta de la estera, miraba el plato de Jesús con la boca abierta y los ojos amarillos de envidia.

Jesús – Salomé, ¿me puede servir un poco de vino?

Jesús se estiró hacia el rincón donde estaba Salomé, que esperaba como una estatua, con una jarra de vino en cada mano.

Jesús – Tengo la garganta más seca que una teja. Ahhh… “El mejor vino, el de Cafarnaum”, hay que decir eso también. Sírvame un poco más, Salomé. Gracias…

Aquello acabó con la paciencia de mi padre…

Zebedeo – ¡Al diablo con todos ustedes! ¿Qué es lo que está pasando esta noche aquí, eh? ¿Se come o no se come?

Jesús – ¿Tú tienes hambre, Zebedeo?

Zebedeo – ¡Pues claro que tengo hambre! Siento ya unas agujas en la tripa. Punzadas, pinchazos, retortijones… ¡Y tú ahí, comiendo de lo más tranquilo, chupando hasta las espinas!

Jesús – Pues come tú también, hombre. ¿Quién te lo prohibe?

Zebedeo – Nadie, pero como este tipo vino con lo de que hay que hacer “pe-pe-penitencia”…

Salomé – ¡Zebedeo, no seas grosero con los invitados!

Zebedeo – Claro, claro, los invitados… claro. Todos estamos invitados a hacer penitencia para que el profeta Juan pueda salir del calabozo, ¿no es eso?

Jesús – Tomás, ¿y tú crees que el zorro Herodes lo va a soltar más pronto porque tú dejes de comer una cola de pescado?

Tomás – Herodes no, pe-pe-pero Dios…

Jesús – ¿Dios? Dios ya está contento cuando los ve a ustedes yendo y viniendo a la cárcel para visitar al profeta y llevarle lo que necesita.

Tomás – Eso no basta. Dios también manda castigar el cuerpo para pu-pu-purificar el espíritu.

Jesús – ¿Estás seguro que él manda eso? No sé, me parece que tú te imaginas a Dios muy… muy serio.

Salomé – ¿Y tú, Jesús, cómo te imaginas tú a Dios?

Jesús – No sé, más alegre. ¿Cómo te diré? Sí, eso, alegre. Muy alegre. Dígame, Salomé: ¿qué es lo más alegre que hay en el mundo?

Salomé – Para mí lo más alegre es una boda.

Jesús – Pues entonces Dios se parece a un novio. Al novio de esa boda. Y él nos invita a su fiesta. Y tú llegas y dices: no bailo, no como, no bebo, no río. Oye, ¿y para qué vino éste a la boda? ¡Qué invitados tan aburridos han venido a mi casa!

Zebedeo – ¡Bien dicho, Jesús! ¡Me quitas un peso de encima!

Pedro – Entonces, compañeros, ¡al ataque!

Tomás – ¡Un momento, un momento! La cosa no es tan-tan-tan sencilla.

Zebedeo – ¿Qué pasa ahora? Por el ombligo de Adán que no lo tuvo, ¿qué pasa ahora?

Matías – Ustedes hagan lo que quieran. Pero Juan el bautizador lo dijo bien claro, tan claro como el agua del río: ¡hay que convertirse, hay que arrepentirse, hay que sacrificarse!

Todos nos quedamos tiesos. Pedro, con el cucharón levantado. Andrés y Santiago, con las manos en el aire, alargadas hacia el caldero de la sopa. El viejo Zebedeo, que ya había mordido una cola, y se disponía a tragarla de un solo bocado, sintió un nudo en la garganta.

Tomás – Si no hacemos sacrificios, no po-po-podemos elevarnos hasta Dios.

Jesús – ¿Tú crees, Tomás? ¿Y cómo es que entonces los árboles crecen y se elevan hasta el cielo?

Tomás – No te-te-te entiendo, Jesús.

Jesús – Mira, te voy a contar una cosa que me pasó cuando era muchacho. Yo había sembrado frente a mi casa unas semillitas de naranja. Las semillas prendieron bien y la matita empezó a creer. Pero yo tenía prisa. Yo quería ver pronto la flor blanca del azahar y arrancar ya las naranjas maduras.

Rabino – Pero Jesús, chiquillo, ¿qué estás haciendo?

Niño – Tirando de la mata.

Rabino – Pero ¿no ves que es una matita muy pequeña?

Niño – Por eso mismo, rabino. Yo la estoy ayudando a crecer.

Rabino – Lo que estás es haciéndole daño. Con esos tirones la secarás. Déjala quieta. La naranja no necesita que pienses en ella ni que le tires de las ramas para crecer. Anda, ve a acostarte, que ya es tarde y la noche la hizo Dios para descansar.

Jesús – Y mientras yo dormía y mientras yo trabajaba, la matita se fue convirtiendo en árbol y el árbol dio flores y frutos a su tiempo.

Pedro – Entonces…

Jesús – Entonces, yo pienso que el Reino de Dios se parece a una semilla que crece y crece sin que nosotros estemos encima de ella dándole tirones: ayunos, promesas, penitencias… ¿No les parece que se puede acabar secando la matita?

Salomé – A mí lo que me parece, Jesús, es que la vida ya tiene bastantes sacrificios para que nos pongamos a inventar otros más.

Zebedeo – Sí, señor. Háblenle de ayuno a Don Eliazín y a todos esos ricachones. Que nosotros ya nos pasamos ayunando todo el año por cuenta de ellos. ¡Ea, muchachos, metan el cucharón antes de que esto se enfríe!

Tomás – ¡Un momento, un momento! Todavía no estoy con-con-convencido…

Zebedeo – Mira, lengua de trapo, acabemos de una vez, porque ya me tienes hasta el último pelo. ¿Nos dejas o no nos dejas comer? ¿Qué diablos pasa contigo, eh?

Tomás – Yo digo que-que-que…

En ese momento, el ciego Dimo se asomó por la puerta.

Dimo – ¡Que Dios bendiga la mesa y a todos los que están en ella! Doña Salomé, ¿no ha sobrado algún trozo de pan para este pobre infeliz?

Salomé – Hoy ha sobrado todo, viejo Dimo. ¿Qué quiere usted? ¿Pan, vino, pescado? Lo que usted prefiera.

Dimo – Bueno, pues si usted tiene a bien darme alguna cosita.

Salomé – Vamos, Dimo, entre y siéntese a la mesa con nosotros. Ya le voy a servir un buen plato de sopa.

Dimo – Gracias, gracias. ¡La verdad, mis hijos, que tengo un hambre!

Zebedeo – No será más grande que la mía, viejo. Pero de todas formas, que le aproveche.

Dimo – Gracias, mi’jo, gracias.

Zebedeo – Vaya, que los de fuera vienen, se sientan y comen. Y nosotros aquí, esperando a que este condenado tartamudo suelte su sermón. Se acabó, señores. Yo me largo a la taberna.

Jesús – No, Zebedeo, espérate. No hace falta que te vayas. ¿No te das cuenta? Tú ya cumpliste con el ayuno. Mira al viejo Dimo: éste es el ayuno que le gusta a Dios: compartir tu pan con el hambriento y recibir en tu casa a los que no tienen techo. Porque Dios no quiere que pasemos hambre, sino que luchemos para que otros no la pasen. Eso fue lo que predicó el profeta Juan y todos los profetas. ¿Verdad que sí, Tomás?

Tomás – Bueno, es que-que-que…

Pedro – ¡Que mientras éste arranca nosotros nos vamos sirviendo!

Y esta vez todos metimos el cucharón en el caldero grande. Jesús se llenó nuevamente el plato porque aquel día habla trabajado muy fuerte y tenía mucha hambre.(2) Y Matías y Tomás comieron pescado y bebieron vino y se rieron mucho con el viejo Dimo que empezó a hacer historias de cuando era pescador en el lago.

Mateo 9, 14-17; Marcos 2,18-22 y 4,26-29; Lucas 5,33-39.

1. En Israel, la penitencia de ayunar aparece como una forma de humillación del hombre ante Dios. Se practicaba para dar más eficacia a la oración, en momentos de peligro o de prueba. Había días de ayuno, en los que la ley religiosa determinaba que todo el pueblo debía abstenerse de comer, en recuerdo de grandes calamidades nacionales o para pedir la ayuda divina. También se podía ayunar por devoción personal. En tiempos de Jesús, se había ido dando cada vez una mayor importancia a esta práctica. Los fariseos tenían costumbre de ayunar dos veces por semana, los lunes y los jueves. Juan el Bautista, por sus orígenes esenios, inculcaría seguramente en sus discípulos la necesidad del ayuno.

El ayuno, como otras devociones religiosas, fue criticado duramente por los profetas de Israel. Había llegado a convertirse en una especie de chantaje espiritual por el que los hombres injustos pensaban ganarse el favor de Dios, olvidando lo esencial de la actitud religiosa: la justicia. Con el culto, con incienso y oraciones, con duras penitencias, buscaban hacer méritos ante Dios y así salvarse. Los profetas clamaron contra esta caricatura de Dios y de la religión y dejaron bien claro cuál era “el ayuno que Dios quiere”: liberar a los oprimidos, compartir el pan, abrir las puertas de las cárceles (Isaías 58, 1-12). Jesús consagró definitivamente el mensaje de los profetas. En la primera comunidad cristiana se aceptó la práctica del ayuno como una preparación para la elección de los dirigentes de la Iglesia (Hechos 13, 2-3), pero en ninguna de las cartas de los apóstoles se menciona el ayuno.

2. Jesús fue un hombre alegre, a quien los que ayunaban acusaron de borracho y de glotón (Mateo 7, 33-34). Y comparó varias veces el Reino de Dios con un banquete, con una boda, con una fiesta. Ninguna de las prácticas tradicionales de penitencia de algunos grupos cristianos tiene sus raíces en Jesús de Nazaret.

 

BIBLIOGRAFÍA