106- ¡VIVA EL HIJO DE DAVID!

Jesús, en medio de una multitud que lo vitorea con ramos, avanza hacia Jerusalén y entra en el Templo por la Puerta Dorada.

Era el día nueve del mes de Nisán. Jerusalén, en vísperas de fiesta, estaba abarrotada con más de cien mil peregrinos venidos desde todas las ciudades de Judea, desde Galilea y la Decápolis, desde las colonias judías dispersas a lo largo y ancho del imperio romano. Como todos los años al despuntar la primavera, los hijos de Israel acudíamos en masa a celebrar la Pascua dentro de las murallas de la ciudad de David.

Aquella mañana, mientras nos desperezábamos en la taberna de nuestro amigo Lázaro, en la aldea vecina de Betania, llegaron Judas, el de Kariot, y Simón, el pecoso. Venían de Jerusalén y traían prisa en los ojos.

Judas – ¡Ea, compañeros, la paz con todos!
Todos – ¡Salud, Judas! ¡Paz, Simón!
Judas – Caracoles, pero ¿qué hacen ustedes aquí bebiendo leche? ¿A qué esperan? ¡La ciudad está reventando de peregrinos!
Simón – ¡Ahora es el momento, Jesús! La gente pregunta por ti. Todos están esperando.
Judas – El pueblo está contigo, moreno. ¡Ahora o nunca! ¿Qué dices tú?
Jesús – Yo digo lo mismo que dije cuando salimos de Cafarnaum. Hoy comienza la semana de preparación de la Pascua. ¡Hoy comenzaremos a despertar a Jerusalén de su letargo y a anunciarle que Dios viene a cumplir el Año de Gracia!
Todos – ¡Eso, eso! ¡Todos iguales, todo para todos! ¡Como al principio!
Judas – Los grupos de la capital están avisados, Jesús. Ayer Simón y yo estuvimos hablando con algunos dirigentes, Barrabás y otros del movimiento. Nos apoyan. Tienen confianza en ti.
Jesús – Sí, Judas. Pero confían más en sus puñales. Y para lo que vamos a hacer hoy no hace falta otro filo que el de la Palabra de Dios. Escuchen, compañeros, nuestro plan debe ser el mismo que Dios le ordenó a Moisés: ir delante del faraón y decirle que ya no soportamos el yugo de ningún tirano.
Todos – ¡Así se habla, moreno!
Jesús – Nuestros abuelos pedían que los dejaran salir de Egipto para ir a la tierra prometida. Nosotros pedimos que se vayan ellos, que nos dejen vivir en paz en la tierra que el Dios de Israel nos regaló. El faraón era antes aquel egipcio de corazón duro. Ahora los faraones son gente que lleva nuestra misma sangre, pero que han traicionado al pueblo.
Pedro – ¡Sí, señor! ¡Y ésos son los que se hacen llamar representantes de Dios! ¡Mira a ese Caifás, el sumo sacerdote, vendido como una ramera al gobernador romano! ¡Y su suegro, el viejo Anás, el mayor ladrón de toda Jerusalén!
Felipe – ¡Y el gordo Herodes, el rey más corrompido que haya puesto el trasero en el trono de Galilea!
Jesús – ¡Pues nosotros iremos a tocar en las puertas de sus palacios y también en las cancelas de bronce de la Torre Antonia, donde se esconde ese romano sanguinario que se llama Poncio Pilato, y a todos ellos les echaremos en cara sus crímenes, uno por uno, tal como Dios los tiene anotados en su libro! Porque Dios ha visto el sufrimiento de su pueblo: ha escuchado el clamor que nos arranca el látigo de los capataces. Y Él viene a liberarnos de la mano de los que nos oprimen. Les diremos: Dios nos envía ante ustedes con el mismo nombre de su alianza con Moisés. Y ese nombre es: “Yo Soy. ¡Ahora sabrán quién Soy!” A ustedes, los que nunca contaron con nosotros, los pobres de la tierra, venimos a decirles nuestro nombre: “Aquí estamos Nosotros. ¡Ahora sabrán quiénes Somos!”
Todos – ¡Bien, bien!
Jesús – Compañeros: ése es el plan. ¿Qué dicen ustedes?
Susana – Yo digo que es la cosa más descabellada que he oído en toda mi vida. Pero, moreno, ¿qué malas pulgas te han picado? ¿En qué cabeza cabe ir delante de esos señorones a cantarles la verdad así, a bocajarro?
María – ¡Jesús, hijo, por favor, no seas loco! ¿Tú crees que los jefes de este país te van a hacer caso a ti, un campesino con las sandalias rotas, eh, dime?
Simón – Por eso no, doña María, que a Moisés tampoco le hizo caso el faraón la primera vez. Pero tanto da la gota de agua en la piedra hasta que le hace un agujero. Moisés fue un día y otro y otro más, y primero se cansó el faraón de Moisés que Moisés del faraón.
Jesús – Y eso es lo que nosotros haremos: ponernos más tercos que la burra de Balaán. Ir de palacio en palacio y de faraón en faraón una y otra y otra vez, hasta que las piedras se rompan. ¿Están de acuerdo?
Natanael – No, yo no estoy de acuerdo. Lo siento, pero no estoy de acuerdo.
Felipe – Ya salió el Nata con sus miedos…
Natanael – No es miedo, Felipe. Es que ese plan es un desvarío. No habrá segunda ni tercera vez. Nos aplastarán como cucarachas en cuanto salgamos.
Jesús – Si vamos solos sí, Natanael. Pero iremos con todos los vecinos de Betania, con los de Betfagé…
Judas – La gente de la capital se unirá a nosotros, ténganlo por seguro. ¡En cuanto oigan la bulla, irán al Cedrón a esperarnos!
Simón – ¡Cuando tú, Jesús, levantes el brazo, se levantarán mil brazos contigo!
Felipe – ¡Formaremos un ejército, Nata, un ejército inmenso!
Natanael – Sí, Felipe, ¡un ejército de andrajosos! ¡El batallón de los muertos de hambre!
Jesús – El mismo ejército y el mismo batallón que tenía Moisés cuando cruzó el mar Rojo. El mismo que tenía Débora cuando reunió a los israelitas al pie del Tabor. El mismo que tuvieron los hermanos Macabeos.
Simón – Pero los Macabeos iban con armas, Jesús. Y nosotros no tenemos ni dos espadas viejas.
Pedro – ¿Y qué tenía David cuando salió al encuentro del gigante Goliat, eh?
Simón – ¡Por lo menos tenía piedras, caramba! ¡Y nosotros, ni eso!
Jesús – La piedra que vamos a poner nosotros en la honda, la pedrada que vamos a sacudirles en la frente, es nuestra palabra. Y todos unidos, codo con codo, levantaremos una muralla más compacta que las de Jerusalén. ¡Formaremos un cuerpo inmenso, el cuerpo del Mesías, más grande que Goliat, tan grande y tan fuerte como la esperanza de los pobres de Israel!
Felipe – ¡Yo estoy con Jesús! Ea, compañeros, ya está todo dicho. El que tenga miedo, que se quede. ¡Pero este cabezón se pondrá en primera fila, junto a la bandera!
Natanael – ¡Qué bandera ni bandera, Felipe! ¡Si por no tener, no tenemos ni eso!
Felipe – ¡Pues llevamos el pañuelo de Judas, que era de un nieto de los macabeos! ¡Y cortamos una rama de palmera, lo amarramos en la punta, y listo!
Pedro- Jesús, moreno, ¿por dónde vamos a comenzar?
Jesús – Por el hueso más duro de roer. Por el Templo. La familia del sacerdote Anás lo ha ensuciado con sus negocios y sus trampas. Vamos allá. ¡Por ahí comenzaremos a limpiar el país!
María – Hijo, por el amor de Dios, ¿quién te ha calentado la cabeza? ¿Quién te ha metido esta fiebre en el cuerpo?
Jesús – ¡Dios, mamá! Esto es asunto de Dios. ¡Iremos al Templo en el nombre del Dios de Israel!
Judas – ¿Cuándo salimos, Jesús?
Jesús – Ahora mismo, Judas. ¿A qué esperar más? Lo que hay que hacer, se hace pronto. Ea, compañeros, vamos todos. Lázaro, cierra la taberna. Mamá, Susana, María… vengan ustedes también, mujeres y hombres, todos hacen falta. ¡Hasta los niños gritarán con nosotros y romperán las piedras con sus gritos!

Estábamos enardecidos. A pesar del miedo y del riesgo, salimos fuera de la taberna. Éramos una docena de hombres, seis mujeres y Jesús. En dos zancadas llegamos a la pequeña plaza de Betania donde estaba el pozo de agua. Jesús se trepó en el brocal y desde allí llamó a los vecinos.

Jesús – ¡Amigos de Betania! ¡Vengan todos, vengan todas, y escuchen nuestras palabras! ¡Les anunciamos una buena noticia para todo el pueblo! ¡Ha llegado el Reino de Dios y la justicia de su Mesías! ¡Dios viene a reunir a los que estábamos dispersos! ¡Él nos abre un camino y sube delante de nosotros! ¡Dios va en cabeza y nos regalará la victoria!
Simón – ¡Así se habla! ¡Que viva el Mesías!
Todos – ¡Que viva!
Susana – ¡Que viva el Hijo de David!
Todos – ¡Que viva!
Jesús – ¡Amigos de Betania, Dios está con nosotros! ¡Los que tengan fe, sígannos! ¡Los pobres, los que lloran, los que pasan hambre, los humildes de la tierra, vengan con nosotros!
Todos – ¡Libertad, libertad, libertad, libertad!

La aldea de Betania se puso en movimiento. La gente aplaudía y vociferaba y, en pocos minutos, todos los vecinos se apiñaron en torno a nosotros y echaron a andar por el atajo de las datileras, rumbo a Betfagé.

Pedro – ¡Arriba el que viene en el nombre del Señor!
Todos – ¡Arriba! ¡Hosanna!

Los peregrinos galileos que acampaban en las posadas del camino, cuando oyeron aquel alboroto, dejaron las jarras de vino y los dados y se unieron al grupo. Las mujeres se asomaban a las ven­tanas y nos saludaban con los pañuelos y las escobas en alto. Varios muchachos cortaron ramas de laurel y hojas de palmera y las agitaban en el aire como si fueran espadas. El griterío era ensordecedor.

Felipe – ¡Eh, Jesús, aquí nadie oye nada! ¡Habla más fuerte!
Jesús – ¿Y qué hago, Felipe? ¡Tendría que subirme en una datilera para poder hablarle a tanta gente!
Felipe – ¡En una datilera no, pero en un caballo sí! Eh, paisano, ¿nadie tiene un caballo por acá?
Susana – ¡Los caballos los tienen los soldados y los centuriones!
Felipe – ¡Pues un burro entonces, caramba! ¡El Mesías de los pobres irá montado en un burro!
Pedro – ¡Tú, muchacho, corre a la aldea y desata el primer burro que encuentres y tráelo acá! ¡Ve, anda, que Jesús lo necesita!

Cada vez nos seguía más gente. Nosotros, los doce, íbamos con Jesús, abriendo la marcha. María, su madre y las otras mujeres habían olvidado ya el miedo del primer momento y ahora gritaban a voz en cuello, mezcladas con todas las vecinas de Betania y de las posadas. Un campesino le prestó su burra a Jesús y él se montó en ella para hablarle mejor a la gente.

Jesús – ¡Amigos, ha llegado el día grande del Señor! ¡Queremos justicia hoy, no mañana! ¡Queremos libertad hoy, no mañana!
Todos – ¡Hosanna, hosanna, justicia hoy, no mañana! ¡Hosanna, hosanna, justicia hoy, no mañana!

Cuando llegamos a Betfagé, todo el pueblo estaba en la calle. Algunos, en un entusiasmo desbordado, tiraban los mantos sobre las piedras del camino por donde Jesús iba a pasar. Otros levantaban ramas de olivo vitoreando al Mesías.

Judas – ¡Arriba el profeta de Galilea, hosanna!
Todos – ¡Hosanna, hosanna! ¡Justicia hoy, no mañana!

Íbamos subiendo la ladera del Monte de los Olivos. Era cerca del mediodía y el sol caía de lleno sobre nuestras cabezas, abrasándonos. Fue entonces, en un recodo, cuando apareció extendida a nuestros pies, como una enorme colmena, apretada de casas, rebosando de gente, la ciudad de Jerusalén, encerrada en sus cuatro murallas que brillaban como el oro. Y, en medio de ella, sobre la Colina baja del Moria, el Templo con sus escalinatas repletas de vendedores y comerciantes.

Pedro – ¡Que viva Jerusalén y que se larguen de ella todos los sinvergüenzas!

Jesús se detuvo y, sin desmontarse de la burra, se quedó mirando la ciudad. Recuerdo que, en aquel momento, los ojos se le llenaron de lágrimas.

Jesús – Jerusalén, ciudad de la paz, si por lo menos hoy comprendieras cómo se consigue la paz, ¡la verdadera! ¡Padre, ayúdanos! ¡Vamos a hablar en tu nombre! ¡Ábrele los oídos a los sordos que no quieren oír el grito de justicia de los pobres de Israel! ¡Llévanos en alas de águila como llevaste en otro tiempo a tu pueblo cuando lo liberaste de la esclavitud de Egipto!
Pedro – ¡Mira, moreno, la gente está saliendo de la ciudad y vienen a juntarse con nosotros! ¡La victoria es nuestra! ¡Nadie podrá detenernos!
Judas – ¡Levanta una rama, Jesús, y que todos te vean! ¡El pueblo está esperando esa señal!

Entonces, Jesús tomó una rama de olivo, la agarró con las dos manos y la alzó como un estandarte en medio de todos.

Jesús – ¡Hermanos, Jerusalén nos espera! ¡Dios está con nosotros! ¡Adelante, en el nombre de Dios!

Como una roca que se desprende y lo arrastra todo, así nos lanzamos por la cuesta de los Olivos, levantando una polvareda inmensa y batiendo las ramas. Atravesamos el torrente Cedrón y enfilamos hacia la Puerta Dorada, la que da a la explanada del Templo. Los soldados romanos, apostados sobre la muralla, nos miraban con desprecio. Uno de los centuriones, cuando vio aquel tumulto, dio orden de cerrar la puerta, y ya dos guardias estaban maniobrando los cerrojos. Pero los que íbamos delante avanzamos precipitadamente y nos lanzamos como un solo hombre contra los batientes de madera de la puerta a medio cerrar. El griterío de la multitud enardecida se desbordó bajo el doble arco de la Puerta Dorada y, arrastrados por la avalancha, entramos en la gran explanada del Templo de Jerusalén.

Mateo 21,1-11 y 23,37-39; Marcos 11,1-11; Lucas 13, 34-35 y 19,29-38; Juan 12,12-18.

 Notas

* Para las fiestas de Pascua, en primavera, se congregaban en Jerusalén miles de peregrinos, israelitas venidos del resto del país y judíos de las colonias del extranajero, triplicándose la población de la capital. Como la ciudad no podía absorber tal cantidad de personas, éstas se hospedaban, según sus lugares de origen, en las aldeas vecinas, que en los días de Pascua formaban lo que se llamaba el «Gran Jerusalén». Betania y Betfagé, aldeas situadas al este de la capital, acogían a miles de peregrinos. El ambiente de Jerusalén en estos días de fiesta multitudinaria era de llamativa alegría. Durante todo el año, los peregrinos ahorraban para los gastos extraordinarios de aquellos días. Se comía mejor, se bebía mucho, se compraban regalos. Para el pueblo, eran días de respiro y de expansión en medio de una vida de continuas privaciones.

* Los días de Pascua ponían al rojo vivo las expectativas políticas del pueblo, su esperanza mesiánica. La Pascua conmemoraba anualmente la liberación del pueblo de Israel. Esclavos en Egipto durante siglos, los israelitas, conducidos por Moisés, habían alcanzado una tierra propia. Eso era lo que celebraban en aquellos días. La dominación imperial romana, que Israel soportaba desde hacía más de veinticinco años, exaltaba los sentimientos nacionalistas del pueblo. La Pascua era una ocasión para movilizaciones populares de todo tipo.

* Para ocupar el Templo de Jerusalén, Jesús se inspiró en las palabras y gestos de Moisés, el Liberador de Israel. Así como Moisés fue enviado por Dios al palacio del faraón para exigir que dejara en libertad al pueblo (Éxodo 3, 16-20), Jesús quiso repetir ese mismo gesto profético ante los palacios de los «faraones» de su tiempo. Y así como Dios le dijo a Moisés cuál era su nombre para que lo llevara como bandera ante el opresor, Jesús proyectó ir también ante ellos con ese nombre.

* Yahveh es el nombre de Dios en la Biblia. Significa literalmente: «Él es». Yahveh es la forma en tercera persona del nombre que en primera persona se traduce por «Yo soy el que soy». Este enigmático nombre del Dios de Israel puede traducirse también como «Yo soy el que hace ser» (el Dios creador) o «Yo soy el que verán que soy» (el Dios liberador, el que actúa en la historia haciendo cosas nuevas).

* La palabra Hosanna con la que Jesús fue aclamado unos días antes de su muerte significa literalmente: “¡Sálvanos, por favor!” Con ella se pedía a Dios ayuda para la victoria (Salmo 118, 25). Poco a poco, el pueblo la fue usando como señal de aclamación, tanto a Dios como al Rey. El empleo del Hosanna fue una confesión popular y masiva de que Jesús era el Mesías anhelado por el pueblo de Israel.

* Al llegar a la altura del Monte de los Olivos, por el camino de Betania, se contemplan las murallas orientales de Jerusalén. En la hondonada, el torrente Cedrón. Enfrente, la Puerta Dorada que daba acceso directo al soberbio edificio del Templo. Esta puerta, una de las más hermosas de las que se abrían en las murallas, está hoy tapiada. Las viejas tradiciones judías dicen que volverá a abrirse solemnemente cuando llegue el Mesías y entre por ella a Jerusalén. Sectores del pueblo judío continúan todavía esperando la llegada del Mesías. En lo alto del Monte de los Olivos, y frente a esta hermosa panorámica de Jerusalén, se construyó una pequeña capilla llamada «Dominus Flevit» (el Señor lloró), en recuerdo de las lágrimas derramadas por Jesús días antes de ser asesinado al contemplar desde allí la capital de su patria.

* El llamado tradicionalmente “domingo de Ramos”, con el que se iniciaron los últimos días de la vida de Jesús fue un acontecimiento en nada parecido a una procesión ordenada, con palmas que se agitan pacíficamente al ritmo de cánticos religiosos. Los hechos ocurridos ese día fueron una auténtica manifestación popular en la que una multitud enardecida expresó sus más profundos sentimientos patrióticos y religiosos.