107- CON EL LÁTIGO EN LA MANO

Jesús entra en el Templo y saca a los mercaderes a latigazos. Los sacerdotes lo maldicen, los soldados romanos observan. El conflicto ha estallado.

Desde muy temprano, la gran explanada del Templo de Jerusalén se había inundado de vendedores de vacas, corderos y palomas. Junto a las columnas del pórtico de Salomón, los buhoneros pusieron sus carretones con amuletos y mil baratijas. Sobre la escalinata que daba a los atrios interiores, se apostaron los cambistas de monedas. Resonaban las maldiciones y los regateos y, en el aire, como una nube espesa, flotaba el olor a sangre de los animales degollados, mezclado con el hedor del estiércol y el sudor rancio de los miles de peregrinos que abarrotaban la explanada.

En medio de aquella barahúnda de gente y animales, entramos nosotros, forzando la Puerta Dorada: una avalancha de campesinos de Betania, de forasteros galileos, de hombres y mujeres agitando con entusiasmo ramas de laurel y de palmera, enronquecidos ya de tanto gritar vitoreando al Mesías, al Hijo de David.

Todos – ¡Hosanna, hosanna, justicia hoy, no mañana! ¡Hosanna, hosanna, justicia, hoy, no mañana!
Hombre – ¡Arriba el profeta de Nazaret!
Todos – ¡Arriba!
Mujer – ¡Abajo Caifás y toda su pandilla!
Todos – ¡Abajo!

Jesús iba delante, montado en una burra, apretujado por la enorme multitud que llenaba el atrio de los gentiles.

Jesús – ¡Amigos de Jerusalén! ¡Ha llegado el Reino de Dios! ¡El mundo viejo se acaba! ¡Dios ha visto la opresión de nuestro pueblo y ha escuchado nuestro clamor! ¡Dios quiere liberarnos de todo yugo para que podamos servirle con libertad, con la frente bien alta, sobre una tierra nueva! ¡Que la justicia corra como un río y la paz como un torrente desbordado!
Hombre – ¡Que viva Jesús, el Mesías de Dios!
Todos – ¡Que viva!
Mujer – ¡El Mesías ya está aquí, es el Hijo de David!
Todos – ¡El Mesías ya está aquí, es el Hijo de David!

El sol ardiendo sacaba humo de los mosaicos que cubrían la gran explanada del Templo. Desde los muros de la Torre Antonia, los soldados romanos, con sus corazas de metal y sus lanzas, nos miraban con desprecio y esperaban órdenes para disolver el tumulto.

Todos – ¡El Mesías ya está aquí, es el Hijo de David!

Cuando apenas habíamos llegado a la primera terraza, un grupo de levitas y guardianes del Templo nos cortaron el paso amenazándonos con el puño.

Levita – ¡Al diablo con ustedes! ¿Se puede saber quién ha organizado este desorden?
Jesús – ¡El desorden lo han organizado ustedes, que han convertido la Casa de Dios en un mercado!
Todos – ¡Bien dicho! ¡Bien!
Todos – ¡El Mesías ya está aquí, es el Hijo de David!
Levita – Galileo rebelde, ¿es que no oyes lo que está gritando esta chusma? ¿No estás oyendo la insolencia?
Hombre – ¡Jesús es el Mesías! ¡Que viva Jesús!
Todos – ¡Que viva!
Levita – ¡Tápenle la boca a todos estos blasfemos!
Jesús – ¡Ni ustedes ni nadie nos callarán porque venimos en nombre de Dios! ¡Y si nos cierran la boca, gritarán las piedras!
Levita – ¿Nos estás amenazando, maldito?
Jesús – ¡Es Dios el que levanta el dedo contra ustedes, es Dios el que se tapa la cara cuando ve la abominación que ustedes han hecho en el lugar más santo!
Mujer – ¡Así se habla, caramba! ¡Duro con ellos, Jesús, bien duro!
Hombre – ¡Arriba el que viene en nombre del Señor!
Todos – ¡Arriba!

Los levitas tuvieron que echarse a un lado y dejarnos pasar. A Jesús le saltaban chispas por los ojos, como si llevara un horno dentro. Avanzó con prisa, por entre los corrales de vacas y de corderos, hasta ganar las primeras gradas, ya cerca de la gran escalinata repleta de pequeñas mesas donde se cambiaban las monedas griegas y romanas para pagar los impuestos del Templo en beneficio de Caifás y los sacerdotes… Jesús se subió en el quicio de la terraza y con el brazo extendido, como Moisés cuando partió en dos el Mar Rojo, señaló al fastuoso templo de oro y mármol que tenía frente a él.

Jesús – ¡Amigos de Jerusalén! ¡Ahí dentro están los sacerdotes y los fariseos y los maestros de la Ley! ¡Están sentados en la cátedra de Moisés! ¡Y si Moisés levantara la cabeza, los sacaba a todos ellos a bastonazos! ¡Porque ellos se llaman representantes de Dios y a quien representan es a Mamón, el dios del dinero! ¡Porque con la boca hablan de la Ley de Moisés, pero las manos se les van detrás del becerro de oro!
Todos – ¡Bien, bien! ¡Duro con ellos, Jesús!
Jesús – ¡Ahí están los hipócritas! ¡Ahí están los que dicen y no hacen! ¡A nosotros nos echan encima una carga de leyes, nos ahogan con impuestos, con ayunos, con penitencias que ellos mismos no cumplen, con mil normas que ellos mismos se inventan! ¡Y nosotros con el yugo sobre la nuca y ellos no mueven ni el dedo meñique para aligerarnos la carga!
Todos – ¡Así es, así es! ¡Dales duro, Jesús!
Jesús – ¡Ahí están los hipócritas! ¡Dicen que todos somos hermanos, pero ellos corren detrás de los primeros puestos y se ponen ropas de lujo y quieren que les besemos la mano y que los llamemos padres y maestros! ¿Maestros de qué? ¡De la mentira, porque eso es lo que enseñan! ¿Padres de qué? ¡De la avaricia, porque eso es lo que hacen, robar y comerciar con las cosas de Dios!
Todos – ¡Bien, bien!
Jesús – ¡Nosotros a nadie llamaremos padre ni maestro porque hay uno solo, el que está arriba, el Dios que levanta a los humildes y echa abajo los tronos de los poderosos! ¡Que viva el Dios de Israel!
Todos – ¡Que viva, que viva!

En ese momento, rojos de ira, bajaron por las escalinatas un grupo de sacerdotes con el comandante de la guardia del Templo al frente de ellos. Venían vestidos con sus túnicas negras y altas tiaras sobre la cabeza.

Sacerdote – ¡Cállate, maldito! ¿Con qué derecho insultas a los ministros de Dios, tú que eres un laico ignorante, un campesino cargado de mugre, que apestas más que la basura de la gehenna?
Jesús – ¡La peste y la basura la trajeron ustedes, traficantes de Satán, que llenaron la casa de Dios con vacas y ovejas para engordar los bolsillos de ese viejo ladrón que se llama Anás!
Sacerdote – Pero, ¿cómo te atreves a hablar así, hijo de ramera? ¿No sabes dónde estás? ¡Este es el Templo del Altísimo de Israel! ¡Estás a dos palmos del Santo de los Santos donde vive el Dios Bendito!
Jesús – No, qué va, ahí no está el Bendito. ¡El Dios de Israel dio media vuelta y se fue de aquí, porque ustedes convirtieron su casa en un mercado y su religión en un negocio! ¡Y yo les digo que de este Templo no quedará una piedra sobre otra! ¡Todo esto se vendrá abajo como la estatua que vio el profeta Daniel, una estatua enorme y lujosa pero que tenía los pies de barro! ¡Y con una piedra se derrumbó entera! ¡Nosotros somos esa piedra y Dios nos lanzó hoy contra este Templo que tiene los cimientos de barro!
Sacerdote – ¡Las piedras te las vamos a lanzar a ti, agitador, blasfemo de la mayor blasfemia, porque has hablado contra el santo Templo del Altísimo!
Jesús – Te equivocas, amigo. Esto no es un Templo. ¡Es una tumba! ¡Un sepulcro cubierto de mármoles! Pero por dentro está todo podrido. ¡Y ustedes también huelen a muerto! ¡Sepulcros pintados con cal, eso es lo que son ustedes! Por fuera bonitos, por dentro llenos de gusanos. ¡Hipócritas! Atropellan a las viudas, venden a los huérfanos por un par de sandalias y luego vienen aquí a dar limosna. Primero le arrancan el pan de la boca a los pobres y luego ayunan en honor de Dios. Primero amenazan con el puño a los infelices y luego vienen muy piadosos a rezar en el Templo, como si Dios no se diera cuenta de toda la mentira de ustedes, fariseos y farsantes, que se tragan los camellos enteros y luego cuelan el mosquito.
Todos – ¡Hosanna, hosanna, justicia hoy, no mañana! ¡Hosanna, hosanna, justicia hoy, no mañana!
Sacerdote – ¡Este hombre está endemoniado! ¡Es un peligro para todos! ¡Háganlo callar! ¡Háganlo callar!
Jesús – Claro, porque no les conviene que digamos la verdad. Porque la verdad nos hace libres y ustedes quieren que sigamos con la venda sobre los ojos para seguir aprovechándose de nosotros. ¡Los demonios son ustedes, raza de víboras, hijos de la serpiente que engañó a nuestros primeros padres!
Todos – ¡Bien, Jesús, bien! ¡Así se habla!

Entonces, aparecieron en el umbral de la Puerta de Corinto, la que llaman la Hermosa, cuatro ancianos del Sanedrín, con túnicas de lino puro y las manos muy enjoyadas. Eran los magistrados más temidos y más poderosos de nuestro pueblo, parientes del sumo sacerdote Caifás, de la más alta aristocracia de Jerusalén. Cuando los vimos salir, retrocedimos un poco. Hasta los cambistas de monedas y los vendedores que se apiñaban en la escalinata, dejaron sus negocios para ver cómo terminaba aquello. Los magistrados se quedaron arriba, junto a la Puerta. Rezumaban odio contra Jesús, pero se contuvieron para no amotinar más al pueblo.

Magistrado- ¡Basta ya de tonterías, galileo embaucador! Pero, ¿quién te has creído que eres? ¿Piensas que vamos a soportar que, en nuestras narices, vengas tú, un campesino con las sandalias rotas, a vomitar tus resentimientos? ¡Vamos, largo de aquí! ¡Váyanse todos por las buenas, si no quieren que los echemos por las malas! ¡Hemos dicho que se vayan!
Jesús – Son ustedes los que tienen que irse de este lugar y dejarnos vivir en paz. ¡Ustedes son los embaucadores del pueblo, ustedes que tienen más crímenes que años sobre sus espaldas!
Magistrado- ¡Este rebelde debe morir! ¡Debe ser apedreado ahora mismo!
Jesús – ¡Háganlo, sí, ésa es la costumbre de ustedes! ¡Primero matan a los profetas y luego, cuando pasó el peligro, les levantan monumentos y les adornan las tumbas! ¡Asesinos! ¡Tienen las manos manchadas de sangre inocente! ¡Pero Dios les pedirá cuenta de toda esa sangre derramada por ustedes, desde la sangre del justo Abel hasta la de Zacarías, el hijo de Berequías, que ustedes mataron aquí mismo, junto al altar de Dios!

Uno de los ancianos, con los ojos inyectados de cólera, levantó el puño para maldecir.

Magistrado- ¡Anatema contra ti, perro rabioso! ¡Anatema contra todos ustedes, rebeldes! ¡El castigo de Dios será terrible!
Jesús – No nos asustan sus palabras, magistrado del Sanedrín. Dios está de nuestra parte. ¡Y es Dios el que lanza el anatema contra ustedes, que han convertido su Casa de oración en una cueva de bandoleros!

Jesús se agachó y tomó del suelo unas cuerdas que habían servido para amarrar el ganado. Les dio una vuelta en la mano y se abalanzó por la escalinata subiendo las gradas de dos en dos. Nosotros fuimos detrás, atropelladamente. Jesús blandía el látigo con tanta furia que los cuatro ancianos entraron huyendo por la puerta por donde habían aparecido. Cuando llegó arriba, gritó con autoridad.

Jesús – ¡Fuera de aquí, mercaderes de Satán, fuera de aquí!

La algarabía fue espantosa. Jesús volcó las mesas repletas de monedas y las echó escaleras abajo. La gente se tiraba sobre el dinero y los cambistas, enfurecidos, se tiraban sobre la gente. Una y otra vez Jesús descargó el látigo sobre las balanzas de los impuestos. Las vacas y ovejas se espantaron con aquel griterío y echaron a correr por la explanada. La gente chillaba y los vendedores se desgañitaban maldiciendo. Volaban las palomas y también los puñetazos. Como el tumulto iba en aumento, los soldados de la Torre Antonia comenzaron a movilizarse. Pero Jesús seguía hablando enardecido.

Jesús – ¡Díganle a Caifás que mañana iremos frente a su palacio, y pasado mañana iremos donde Herodes a acusarlo en su madriguera, y luego iremos donde Poncio Pilato delante de la Torre Antonia! ¡Y al tercer día Dios vencerá! ¡Ha llegado el Día grande del Señor, el Día de la liberación!
Todos – ¡Libertad, libertad, libertad, libertad!
Levita – ¡Metan preso a ese rebelde! ¡Que no se escape!
Sacerdote – ¡Metan presa a toda la ciudad si hace falta!
Mujer -¡Ay, Dios santo, van a matamos a todos! ¡Corran, muchachos!

En medio de aquel torbellino humano, logramos sacar a Jesús por los pórticos hacia el barrio de Ofel. De allí, fuimos escondiéndonos, hasta la Puerta de Sión, a la casa de Marcos, el amigo de Pedro. Cuando se hizo de noche, escapamos hacia Betania.

Aquel día la colina del Templo de Jerusalén tembló desde sus cimientos, como cuando Elías, allá en el Carmelo, empuñó el látigo de Dios contra los sacerdotes de Baal.

Mateo 21,12-17 y 23,1-36; Marcos 11,15-19 y 12,38-40; Lucas 11,37-52 y 19,45-48; Juan 2,13-22.

 Notas

* El Templo designa un amplísimo recinto que dominaba por completo Jerusalén. Comprendía el santuario (especie de capilla donde la religión judía localizaba la presencia de Dios), el atrio de los sacerdotes y otros tres atrios o patios rodeados por amplios pórticos con columnas. Los tres atrios donde podían entrar los laicos eran: el de los paganos (único lugar del templo al que podían pasar los extranjeros no judíos), el de las mujeres (sólo podían llegar las mujeres hasta esta zona) y el de los israelitas (donde entraban los judíos varones). En el santuario sólo podían entrar los sacerdotes. La estructura del templo, sus divisiones, eran un reflejo del sistema jerárquico y discriminatorio de la sociedad.

* Desde cualquier punto de vista, religioso, político, social y económico, el Templo de Jerusalén era la institución más importante de Israel en tiempos de Jesús. Lo era para las autoridades religiosas (sacerdotes, sanedritas, levitas, fariseos, escribas). Cada uno de estos grupos, a su modo, vivían del Templo y usaban su significación religiosa para su propio provecho. Lo era para el pueblo, que vivía anonadado ante la magnificencia de aquel suntuoso y descomunal edificio. La trascendencia de aquel lugar no pasó desapercibida para el imperio romano. Tras difíciles negociaciones, los gobernadores romanos consiguieron que se ofreciera diariamente en el Templo un sacrificio por el emperador. Con esto, los israelitas quedaban dispensados de cualquier otra forma de culto al soberano de Roma.

* En el Templo se daba culto a Dios. Un culto en forma de oraciones, cánticos, perfumes que se quemaban, procesiones de alabanza. Y un culto en forma de sacrificios sangrientos de animales o de otros productos del campo (trigo, vino, panes, aceite). Los sacrificios son expresión de un profundo sentimiento religioso del ser humano. En todas las culturas primitivas el hombre ofreció a Dios algo suyo destruyéndolo, matándolo, quemándolo como un símbolo de sumisión, como forma de pedir ayuda o perdón. En tiempos de Jesús, la mayoría de los animales que se sacrificaban en el Templo se vendían allí mismo o en tiendas cercanas que pertenecían también al Templo. Se entregaban después a los sacerdotes, que los quemaban totalmente o los degollaban dentro del santuario esparciendo sobre el altar la sangre como ofrenda agradable a Dios. El resto del animal se lo solían comer los sacerdotes y el que lo había ofrecido. Todos los días del año había sacrificios en el Templo, pero en la semana de Pascua se multiplicaban. Cada día se sacrificaban dos toros, un carnero, siete corderos y un macho cabrío en nombre de todo el pueblo. Además había multitud de otros sacrificios privados por las más variadas razones: pecados, impurezas, promesas, votos. Las víctimas pascuales propiamente dichas (corderos machos y jóvenes, según lo prescrito por la Ley) llegaban en los días de la fiesta de Pascua a decenas de miles. Algún historiador da la cifra de más de 250 mil corderos sacrificados en la Pascua.

* El culto del Templo representaba la fuente de ingresos más importante de Jerusalén. Del Templo vivía la aristocracia sacerdotal, los simples sacerdotes y multitud de empleados de distinta categoría (policías, músicos, albañiles, orfebres, pintores). Enormes cantidades de dinero afluían hacia el Templo. Venían de donaciones de personas piadosas, del comercio de ganado, de los tributos que los israelitas habían de pagar, de promesas. Administrar el fabuloso Tesoro del Templo era estar colocado en el puesto de máximo poder económico de todo el país. La familia de los sumos sacerdotes ejercía este cargo a través de un cuerpo de tres tesoreros afines, a veces de su propia parentela. En tiempos de Jesús, el negocio de los animales para los sacrificios pertenecía a Anás y a su familia.

* A tan fabuloso poderío económico estaba ligado el poder político. El Sanedrín, máximo órgano religioso-político-jurídico de Israel, tenía sus sesiones en el Templo y lo presidía el sumo sacerdote. Ninguna institución de nuestro tiempo es comparable a lo que fue para Israel el Templo de Jerusalén ni ningún edificio-símbolo de poder actual puede ponerse en paralelo con esta institución.

* En el año 70 después de Jesús, el Templo fue incendiado y arrasado por los romanos, que sofocaron así una revuelta nacionalista judía. No quedó del Templo, una de las grandes maravillas del mundo antiguo, piedra sobre piedra. Hoy sólo se conserva de él un trozo de uno de los muros que le servían de muralla: el llamado «muro de las lamentaciones». Junto a este muro, los judíos lloran todavía por la destrucción del Templo, ocurrida hace casi dos mil años. Allí celebran sus fiestas, rezan y alaban al Dios de sus antepasados. El lugar que ocupaba aquel grandioso edificio es hoy una inmensa explanada (491 × 310 metros), en el barrio árabe de Jerusalén. En el centro de esta explanada se alza la bellísima mezquita de Omar o mezquita de la Roca. Fue construida allí en el siglo VII por los árabes, cuando se hicieron dueños de Jerusalén. En el interior de la mezquita hay una enorme roca que los judíos veneraron como el monte Moria en el que Abraham iba a sacrificar a Isaac, y en donde se realizaban los sacrificios de animales en el Templo.

* El atrio de los gentiles (de los paganos), el más exterior de los atrios del Templo de Jerusalén, era la llamada «explanada del Templo». Tenía siete puertas de entrada y allí se instalaba el mercado de animales para los sacrificios (toros, terneros, ovejas, cabras, palomas) y las mesas para el cambio de moneda. El atrio tenía una superficie de 480 × 300 metros y estaba rodeado por columnatas y un muro de 5 metros de espesor, construido con piedras de 10 metros y de hasta 100 toneladas de peso. El atrio de los gentiles terminaba en un muro bajo, en el que letreros en latín y griego advertían los no judíos que si lo traspasaban serían ejecutados.

* Los cambistas de monedas, a los que Jesús volcó sus mesas en el Templo de Jerusalén, tenían como función cambiar el dinero extranjero (griego o romano), que traían los peregrinos al Templo para pagar sus impuestos, por la moneda propia del santuario. Las monedas extranjeras llevaban grabada la imagen del emperador, un hombre divinizado, y por lo tanto, eran para los judíos blasfemas e impuras. Por eso, este dinero no podía entrar en lugar sagrado y era necesario cambiarlo. Todos los israelitas estaban obligados a pagar anualmente al Templo varios tributos: dos dracmas, las primicias de la cosecha o de los productos de su trabajo, y el llamado “segundo diezmo”. Este último tributo no se entregaba en el Templo, pero todos estaban obligados a gastarlo en Jerusalén en comida, objetos u hospedaje. En Pascua, la afluencia de dinero en la capital era enorme. Los cambistas no solo cambiaban monedas, sino actuaban como auténticos banqueros.