121- EL CAMINO DEL GÓLGOTA

Jesús, junto a dos condenados más y cargando la cruz, es llevado al Calvario. Simón de Cirene lo ayuda. María, su madre, se acerca.

Un soldado – ¡Fuera, sarnosos, fuera! ¡Maldita chusma! ¡Detrás de ellos van a ir todos ustedes a la cruz! ¡Dejen el paso libre, desgraciados!

Varios soldados romanos, a caballo, empuñaban sus látigos tratando de dispersar a la multitud que se apretujaba junto a los portones de la Torre Antonia. La sentencia de muerte de Jesús ya estaba firmada. Llenos de ira y de decepción, no nos resignamos fácilmente y continuamos protestando delante de la fortaleza romana.

María – ¡Ya no podemos hacer nada, Juan, nada!
Juan – ¡Canallas, canallas!
Magdalena – ¡Las pagarán todas juntas, sinvergüenzas, romanos de mala madre!

La magdalena, enfurecida, no dejaba de gritar. Yo estaba con ella y con las otras mujeres muy cerca de la puerta principal del Enlosado. María, la madre de Jesús, con los ojos enrojecidos, se arañaba la cara, llorando sin consuelo. Susana y Salomé la sostenían. Había llegado la hora mala de acompañar a los condenados hasta el lugar del último suplicio. Los soldados luchaban a empujones y a latigazos contra la multitud enardecida.

Hombre – ¡Pilato asesino!
Juan – ¡Abajo Caifás y toda su pandilla!
Soldado – ¡Acaba de una vez con esa chusma! ¡Échales encima los caballos! ¡Fuera de aquí, malditos! ¡Despejen la calle!

Descargados con furia por los soldados, los látigos restallaban sobre las piedras mojadas y hacían huir entre alaridos a la gente. Pero cuando los caballos se alejaban un poco, la multitud volvía a agolparse. Roncos de gritar, empapados por aquella lluvia terca que no cesaba de caer sobre la ciudad, desafiamos a los soldados hasta el último momento.

Hombre – ¡Asesinos! ¡La sangre del profeta caerá sobre sus cabezas!
Juan – ¡Algún día le cortaremos las alas al águila romana!
Mujer – ¡Y derribaremos la Torre Antonia!
Magdalena – ¡Desde los cimientos!

En el Enlosado, la tropa, con sus corazas de metal y sus mantos rojos, rodeaba a Jesús y a los dos zelotes para impedir que la avalancha rompiera el cerco y se lanzara sobre ellos. Ya iba a ponerse en marcha el piquete.

Soldado – ¡Tengan su trofeo, malditos! ¡Ustedes se la buscaron, pues a cargar con ella! ¡Arriba los brazos! ¡Vamos, tú!

Entre la nuca y los brazos, como si fuera un yugo, los soldados les amarraron los palos transversales de las cruces a los tres condenados a muerte.

Soldado – ¡Ahora tú, desgraciado!

Dimas y Gestas eran dos muchachos tan jóvenes como Jesús. Habían estado pocas horas en los calabozos de la fortaleza romana y, aunque torturados, no habían pasado por el terrible suplicio de los azotes.

Soldado – ¡Te toca el turno, nazareno!

Los dos sostuvieron bien el madero, pero Jesús no pudo con él. Se tambaleó. El peso de aquel palo negro, manchado con la sangre de otros crucificados, fue demasiado para él y cayó de bruces sobre las piedras del patio.

Soldado – Pero, ¿de qué pasta está hecho este profeta? ¡A ver, levántate! ¡Tú, trae una cuerda!

Entre dos soldados pusieron a Jesús en pie, sin desenyugarle los brazos del madero. El centurión le pasó entonces una gruesa cuerda por la cintura para tirar de él y la amarró a la silla de uno de los caballos.

Soldado – ¡Sooo! ¡Caballoo!
Soldado – ¡Andando! ¡Al Gólgota!

Cuatro soldados, a caballo, chasqueando sus látigos a un lado y a otro, abrían la marcha. Entre ellos, el pregonero, haciendo sonar una matraca, anunciaba a toda la ciudad el delito de los reos. Detrás, Dimas, Gestas y Jesús, con los palos de las cruces sobre los hombros, custodiados por una doble fila de guardias.

Mujer – ¡Arriba el profeta de Galilea!

Cuando Jesús atravesó el portón del Enlosado y salió a la calle, la gente comenzó a aplaudir y los aplausos crecieron incontenibles entre la multitud. El pueblo, que lo quería y que sólo unos días antes lo había aclamado en el templo, tan cerca de aquella odiada fortaleza romana, trataba de alentarlo y darle fuerzas en su camino a la muerte.

Hombre – ¡Has sido un valiente, nazareno!
Mujer – ¡Que el Señor te sostenga hasta el final y que se apiade de nuestro pueblo!
Juan – ¡Desgracia de país! ¡Todos los que dicen la verdad terminan mal!

La tropa que acordonaba a los sentenciados, temerosa de una revuelta, nos empujaba con los escudos. Muchos, resbalando, caían al suelo. Apretados por una masa incontenible, sin importarnos las armas romanas, echamos a andar detrás de los condenados. Cuando el piquete enfiló la calle del mercado, Poncio Pilato, que lo había presenciado todo desde uno de los balcones, cerró con desgana la ventana del pretorio.

Pilato – ¡Uff! ¡Por fin!
Soldado – Gobernador, ahí fuera hay un grupo de magistrados que desean hablar con usted.
Pilato – ¿Y qué es lo que quieren ahora?
Soldado – Es en relación con lo que usted mandó escribir en la tablilla de cargos del prisionero.

Al salir del Enlosado, Jesús, como todos los condenados a muerte, llevaba al cuello una tablilla de madera con la causa de su sentencia. En aquel letrero se podía leer esta frase: “El rey de los judíos”, escrita en latín, en griego y en hebreo.

Magistrado – Nos parece de capital importancia aclarar este punto.
Pilato – ¿Qué punto, maldita sea?
Magistrado- No es correcto que su excelencia haya mandado escribir: “El rey de los judíos”.
Pilato – ¿Y se puede saber por qué no es correcto?
Magistrado – Todos nosotros creemos que hubiera sido mejor escribir: “Este ha dicho: yo soy el rey de los judíos”. Usted lo comprenderá, gobernador: ¿cómo va a ser rey ese piojoso? Precisamente su delito es haberse declarado rey. ¿Me he explicado, excelencia?
Pilato – Usted se ha explicado muy bien. ¡Pero yo estoy harto de ese galileo y de todos ustedes! ¡Así que, váyanse al infierno todos! ¡Lo escrito, escrito está, y no pienso cambiar ni una sola letra!

Pregonero – ¡Así terminan todos los que se rebelan contra Roma! ¡Así terminarán sus hijos si siguen conspirando contra el águila imperial! ¡Viva el César y mueran los rebeldes!

El pregonero, un hombre bajito y calvo, ahuecaba las manos junto a la boca, anunciando a todos el delito de los prisioneros. Su voz gangosa se perdía en el griterío de la multitud agolpada a lo largo del camino que los condenados a muerte tenían que recorrer. En una esquina descubrí a Pedro y a Santiago. Me miraron con ojos de espanto, derrotados. Más adelante vi también a otros del grupo, perdidos entre la gente.

Hombre – Ahora sí que se le acabó el cuento a este “Mesías”.
Magistrado- ¡Bendito sea Dios que hemos podido cortar por lo sano!
Hombre – Mire la chusma, magistrado. Si esto hubiera seguido así, no sé a dónde hubiéramos ido a parar.

El cortejo había avanzado muy poco trecho cuando Jesús, que iba el último, agotado hasta el extremo, cayó sobre el lodo resbaladizo de la calle.

Mujer – Pero, ¿no les da lástima de ese hombre?
Soldado – ¡En pie, nazareno, que tenemos prisa! ¡Vamos!
Soldado – Este no puede dar un paso más. ¡Está reventado!
Soldado – Ya verás que sí. ¡Toma!

Dos soldados le entraron a puntapiés a Jesús para que se levantara. El que sostenía la cuerda tiró de ella, intentando izarlo. La gente se arremolinó a su alrededor. Entonces nos acercamos un poco más. A través de la túnica hecha jirones, pudimos verle el cuerpo machacado, hecho una llaga.

Soldado – Quítale el leño de encima, a ver si se levanta de una vez.
Soldado – Este hombre está muriéndose…

El centurión mandó quitarle el madero de los hombros. Jesús, en el suelo, jadeaba ahogándose.

Soldado – Así no va a llegar al Gólgota. Se nos muere en el camino.
Soldado – ¡Nada de eso! ¡A éste hay que colgarlo de la cruz! ¡Son las órdenes! Eh, tú, tú… sí, tú mismo, el grandote ése… ¡Ven acá!
Cireneo – ¿Qué pasa conmigo?
Soldado – Ya puedes ir quitándote el manto.
Cireneo – Pero, si yo no he abierto la boca. Yo no he hecho nada.
Soldado – ¡Lo vas a hacer ahora, imbécil! ¡Vamos, a cargar con este palo! Esta piltrafa tiene que llegar viva allá afuera.
Cireneo – Oiga usted, soldado, yo vengo de arar mi campo. ¡Le juro que en mi vida me he metido en política!
Soldado – ¡Al diablo con este tipo! ¡Guardias, tráiganlo acá!

Simón, un campesino ancho y fuerte de la región de Cirene, con la piel curtida por el sol, quiso escabullirse entre la gente, pero dos soldados lo agarraron enseguida y lo trajeron a empujones. El centurión lo obligó a cargar con el leño que Jesús había llevado hasta allí.

Cireneo – ¡Maldita sea! ¿Pero que habré hecho yo para que me metan en esto?

El piquete de ejecución siguió su camino bajo la lluvia. Simón, con el palo de la cruz a cuestas, iba detrás de Jesús, que andaba casi arrastrándose. Sus pies, descalzos y heridos, resbalaban continuamente en la calle mojada. Al llegar al barrio de Efraín, ya cerca de las murallas de la ciudad, en la esquina que llaman de la Higuera, vimos a un grupo de mujeres de la Cofradía de la Misericordia, con sus mantos negros empapados en agua, llorando y dándose fuertes golpes de pecho.

Mujeres – ¡Ten compasión de ellos, Dios de Israel! ¡Ten piedad de los reos! ¡No te acuerdes de sus muchos pecados!

El piquete se detuvo. Era la costumbre. Aquellas mujeres, de las clases más ricas de la capital, salían a la calle, por caridad, a llorar por los condenados con grandes gritos y lamentos. Jesús alzó la cabeza. Con sus ojos hundidos, cubiertos de sangre, intentó mirarlas…

Mujeres – ¡No te acuerdes de sus pecados, Dios de Israel! ¡Perdona sus rebeldías!
Jesús – ¡Mejor sería que lloraran por ustedes mismas y por sus maridos, que son los culpables de que esto pase! ¡Y prepárense, señoras, que si así le han hecho a los árboles verdes, a los que son árboles secos les pasará mil veces peor!
Soldado – ¡Cállate la boca! ¡Mira con lo que sale éste ahora! ¡Vamos! ¡Caminen, caminen! ¡En marcha!

Cuando llegamos a la Puerta de Efraín, la multitud se apretujó para poder salir de la ciudad detrás de los condenados. Pero los soldados se metieron por medio y con sus lanzas atravesadas no nos dejaban pasar.

Soldado – ¡Por aquí no se puede! ¡Está prohibido! ¡Ordenes del gobernador!
Soldado – ¡Dense la vuelta y lárguense a sus casas! ¡Se acabó la fiesta!

Pero la gente empujó con fuerza y en el primer momento los soldados, desconcertados, tuvieron que apartarse. La magdalena, María y yo, logramos atravesar el cerco y pasar al otro lado de la muralla con un puñado de hombres y mujeres. María echó a correr hacia Jesús, que había caído nuevamente al suelo. Se inclinó y trató de levantarlo.

María – Jesús, hijo…
Soldado – Déjalo, mujer, no puedes acercarte.
María – Soy su madre. Jesús…

Jesús, haciendo un gran esfuerzo, se irguió lentamente para mirar a su madre. Luego se desplomó sin fuerzas sobre la tierra mojada. Dos soldados apartaron a María de un empujón. En la cima pelada del Gólgota, sólo cubierta de hierbajos secos, ya estaban levantados los palos de las cruces.

Mateo 27,31-32; Marcos 15,20-21; Lucas 23,26-32; Juan 19,17.

 Notas

* Era costumbre de los romanos que el reo que iba a ser ajusticiado llevara hasta el lugar del suplicio no la cruz entera, como suele aparecer en las imágenes, sino sólo el palo transversal, al que se llamaba «patibulum». Este leño, a menudo de madera de olivo, era colocado tras la nuca, sobre los hombros, y debía ser sostenido con los brazos, que eran amarrados a él, como si fuera un yugo. Para un hombre que había sido torturado, aquella postura resultaba dolorosísima. Esto explica la enorme fatiga que sufrió Jesús y que llevó a los soldados a pedir la ayuda de Simón de Cirene.

* Con Jesús fueron llevados a crucificar dos zelotes. No eran simples ladrones, eran reos políticos. La palabra griega empleada en el evangelio es «lestai», la misma que se usaba para designar a los militantes de este grupo guerrillero. Los nombres de Dimas y Gestas no son históricos. Los maderos que llevaron sobre sus hombros los tres condenados a muerte de aquel día rezumarían la sangre de otros muchos condenados. Jesús no fue el único crucificado de la historia. Ni siquiera aquel día su caso fue excepcional.

* Sobre una tablilla, llamada el “título”, se escribía la razón por la que el reo era condenado. La llevaba un pregonero delante del reo o se colgaba al cuello de éste. Atravesar las calles de la ciudad con el patíbulo en los hombros y el título al cuello era la última humillación a la que se sometía al reo antes de su muerte. Se hacía así para que sirviera de escarmiento y advertencia a posibles futuros alborotadores. La tablilla que llevó Jesús, escrita por Pilato, señalaba con esta fórmula la razón de la condena: “Jesús el Nazareno, el rey de los judíos”. Así, la acusación última contra Jesús fue de tipo político. La tablilla indicaba que era ajusticiado por pretender ser el representante del pueblo de Israel. En “rey de los judíos” los contemporáneos de Jesús leían el “Mesías”. Políticamente, el «rey» de los judíos era entonces el César de Roma y pretender cualquier liderazgo al margen de esta realidad, era atentar contra el imperio. El título de Jesús fue escrito en tres lenguas: hebreo, latín y griego. En la lengua de Israel, en la lengua del imperio y en la lengua de los griegos, extranjeros presentes durante las fiestas. Era importante para Roma que esta tablilla fuera bien comprendida por los miles de visitantes que había en Jerusalén. Debía quedar bien claro para todos el poder con que Roma castigaba a los agitadores. El INRI que aparece en la tablilla de casi todos los crucifijos es la abreviatura de la condena escrita en latín: “Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum”.

* El evangelio de Marcos precisa que Simón de Cirene era padre de Alejandro y Rufo (Marcos 15, 21). Seguramente estos dos muchachos formaban parte de las comunidades cristianas para las que se escribió este evangelio. En una de sus cartas, Pablo menciona a un tal Rufo, que podría ser el hijo de este Simón (Romanos 16, 13). Cirene, su lugar de origen, era una zona de África, situada donde hoy está Libia. En aquella colonia extranjera, que había sido griega y que después fue provincia romana, habitaban muchos judíos. Algunos venían a las fiestas de Pascua y otros, nacidos allí, residían en Jerusalén habitualmente.

5. Las damas de Jerusalén formaban una especie de cofradía benéfica. Además de dar limosna, tenían la obligación de rezar por la conversión de los condenados a muerte y de llevarles al patíbulo vino mezclado con incienso, que actuaba como narcótico, para atenuar sus dolores.

* El camino que Jesús recorrió hasta el Calvario, el viacrucis, iba desde la salida de la Torre Antonia, al lado del Templo y, atravesando la ciudad por los barrios del norte, llegaba hasta la Puerta de Efraín, por la que se salía fuera de las murallas, donde estaba la colina del Gólgota. Actualmente, una larga y retorcida calle de Jerusalén, empinada como todas las de la vieja ciudad, lleva el nombre de Vía Dolorosa. Termina en la Basílica del Santo Sepulcro. Resulta difícil asegurar que el trazado de esta calle corresponda al recorrido exacto que hizo Jesús hace dos mil años. A lo largo de la Vía Dolorosa, distintas iglesias y lugares recuerdan las 14 estaciones que la tradición, desde hace siglos, fijó como pasos en el camino de Jesús a la cruz. Algunas de estas estaciones tienen base en los textos del evangelio y otras la Verónica, el encuentro con María y las tres caídas tienen su origen en la tradición cristiana.