122- HASTA LA MUERTE DE CRUZ

Jesús es desnudado y clavado a la cruz. A las tres de la tarde del viernes 14 de Nisán, da un grito desgarrador y muere.

A pesar de la prohibición del gobernador Poncio Pilato, una avalancha de gente logró atravesar la Puerta de Efraín detrás del piquete de soldados. Allí, entre el camino que va a Jaffa y la muralla de la ciudad, estaba el Gólgota, una colina redonda y pelada como una calavera. En ella, en vez de árboles, había sembrados postes de madera, muchos palos negros donde habían agonizado centenares de hombres en el tormento de la cruz. El aire olía a podrido. La llovizna no cesaba de caer y nos hacía resbalar sobre los hierbajos y las piedras ensangrentadas de aquel macabro lugar.

Centurión – ¡Todos fuera! ¡Que nadie se acerque! ¡Orden del gobernador! ¡Atrás, atrás todos! ¡Solamente los condenados a muerte! ¡Todos los demás, fuera!

Los soldados nos empujaron y formaron un cordón con las lanzas atravesadas para que nadie se acercara a los prisioneros. El centurión, a caballo, les hizo señas a los verdugos.

Centurión – Eh, ¿a qué esperan? Desnúdenlos. La ropa será para ustedes, cuando hayan terminado. ¡Vamos, de prisa!

Los crucificadores le echaron mano a Jesús y a los otros dos jóvenes zelotes que iban a ser ajusticiados con él. Les quitaron la túnica y el calzón. Los tres quedaron completamente desnudos, solamente con la tablilla de cargos colgada al cuello, frente a la multitud que se agolpaba en la ladera del Gólgota. Jesús tenía el cuerpo destrozado por los azotes y las torturas y apenas se sostenía en pie. Temblaba de fiebre.

Centurión – ¡Silencio! ¡He dicho silencio!

El centurión nos miró a todos con un gesto de desprecio.

Centurión – ¡Vecinos de Jerusalén, forasteros de otras provincias! Estos hombres que ustedes tienen delante se atrevieron a desafiar el poder de Roma. Pero nadie escapa a las garras del águila imperial. Mírenlos ahora, desnudos y avergonzados. Lean sus delitos: conspirador, agitador del pueblo, rey de los judíos. Escarmienten todos, así acaban los que se rebelan contra Roma, ¡porque el imperio del César es inmortal! ¡Viva el César de Roma! ¡He dicho que viva el César de Roma!

Pero nadie contestó. Solamente apretamos los puños con rabia. Bajo la lluvia obstinada, estábamos allí los de siempre, los pobres de Israel, los campesinos galileos, los que vivían en las barracas de Jerusalén, los que tantas esperanzas habían puesto en Jesús.

Hombre – No llore, paisano. Que ellos no nos vean llorar. No le dé usted ese gusto a los verdugos ni esa pena a los que van a morir.

El cordón de soldados se abrió para darle paso a un sacerdote del Templo que, como era costumbre, invitaba a los condenados a muerte a arrepentirse de sus pecados antes del último suplicio.

Sacerdote – ¡Pidan el perdón de Dios, rebeldes! ¡Acaso el Señor tenga misericordia de sus almas! Tú, el que te hiciste llamar profeta y Mesías, reconoce tu culpa antes de morir. Vamos, di: “Señor perdona mis muchos pecados”… ¡Dilo!
Jesús – Señor… perdónalos a ellos… porque no saben lo que hacen.
Sacerdote – ¡Charlatán hasta el final!

El sacerdote, alzando los hombros con indiferencia, se puso a un lado. Mientras tanto, un guardia ofreció a los tres sentenciados un poco de vino mezclado con mirra para que soportaran mejor el dolor. Pero Jesús no quiso beberlo. Entonces el centurión indicó los tres palos donde iban a ser colgados los prisioneros y dio la orden para comenzar la ejecución.

Centurión – ¡Clávenlos!

Cuatro soldados se ocupaban de cada reo. A Jesús lo tumbaron sobre el madero áspero y mojado. La espalda, en carne viva, se contrajo. Lo agarraron fuerte, estirándole el cuerpo. Un soldado se sentó sobre el brazo derecho de Jesús para que no resbalara y agarró el primer clavo, grande y mohoso.

Soldado – ¡Aguanta, muchacho, muérdete la lengua y aguanta!

Puso el clavo entre los huesos de las muñecas, levantó el mazo y descargó el primer golpe, seco y bárbaro. Un gemido profundo se escapó de la boca de Jesús, un aullido salvaje que parecía salir de las entrañas de la tierra y no de las de un hombre. La sangre comenzó a manar a borbotones. Los dedos de la mano se agarrotaron, todos los músculos del cuerpo se crisparon por el dolor espantoso. Pero el soldado continuó clavando como si nada hasta que el hueso estuvo bien sujeto a la madera.

Soldado – ¡Ea, sigan ustedes!

Le pasó el mazo a los otros soldados que estiraban el brazo izquierdo de Jesús. Y le hundieron en la carne el segundo clavo.

Santiago – Pedro, ven, vamos a acercarnos.
Pedro – No puedo, pelirrojo… No lo resisto.
Santiago – Por lo menos, que nos vea la cara cuando lo levanten, que sepa que estamos aquí con él.
Pedro – Eso es lo que no puedo, Santiago, no me atrevo a mirarlo. He sido un cobarde.
Santiago – Todos hemos sido cobardes, Pedro. Tú y Judas y yo… Todos.

Cuando los brazos estuvieron clavados al madero, los soldados lo amarraron con sogas y comenzaron a tirar de él apoyándolo sobre el palo vertical, negro y tambaleante, que con la lluvia rezumaba sangre vieja de otros ajusticiados.

Centurión – ¡Epa, mis hombres, tiren duro! ¡Otra vez!

El madero, con el cuerpo de Jesús colgado de él, se fue elevando lentamente hasta que al fin encontró su enganche en la punta del otro palo, formando la T de la cruz. Le pusieron una cuña de madera entre las piernas para aguantar el cuerpo. El verdugo buscó otra vez las herramientas, le dobló las piernas por las rodillas en ángulo, le cruzó un pie sobre otro y con pesados golpes de maza le atravesó un clavo más largo entre los huesos de los tobillos.

Centurión – ¡Ahora sí estás en tu trono, rey de los judíos!

Los soldados, riéndose, clavetearon por último la tablilla de cargos sobre la cabeza de Jesús. Habían terminado su trabajo. Ya podían ir a repartirse la ropa de los prisioneros y jugarse la túnica a los dados. Muy cerca de Jesús habían clavado a Dimas, el zelote. Y al otro lado, a un tal Gestas, también del movimiento.

Gestas – Yo no quiero morir… ¡no quiero! ¡Maldición, maldición! Y tú, nazareno… ¿no decían que tú eras el Mesías, el que nos iba a liberar? ¡Maldición también contigo!
Dimas – ¡Cállate, Gestas, no lo maldigas! Él luchó por lo mismo que nosotros. Oye, tú, Jesús, ¿qué pasó, compañero? ¿Qué pasó con tu Reino de Dios? ¿No dijiste que iba a llegar pronto?
Jesús – Sí… hoy… hoy mismo.
Gestas – ¿Cómo ha dicho éste? ¿Hoy? ¡Ja!
Jesús – Ten confianza. Todavía estamos vivos. Dios no puede fallarnos. Hoy llegará su Reino… Hoy.
Hombre – ¿Qué ha dicho el profeta?
Mujer – Que el Reino de Dios llega hoy…
Hombre – Que el Reino de Dios llega hoy…

Corrió de boca en boca lo que Jesús había dicho. Y todos, con los restos de esperanza que aún nos quedaban, levantamos la cara al cielo esperando que se abriera de un momento a otro, esperando contra toda esperanza que el Dios de Israel, hiciera algo para impedir aquella injusticia. Pero el cielo lluvioso seguía cerrado sobre nuestras cabezas como una inmensa losa de sepulcro.

María – Juan, por favor, diles a esos soldados que nos dejen pasar. Quiero estar junto a él.
Juan – Ven, María, vamos.

Mientras nosotros tratamos de acercamos al cordón de soldados que cerraba el paso hacia las cruces, el grupo de familiares y sirvientes de los sacerdotes y magistrados del Sanedrín, los mismos que habían chillado en la Torre Antonia pidiendo la condena de Jesús, llegaron al Gólgota.

Hombre – ¡Mírenlo ahí! ¿Así que hoy llega el Reino de Dios? ¿Y ése es el rey? ¡Pues vaya trono que se ha buscado!
Viejo – ¿No dicen que curó a tanta gente? ¡Anda, médico, cúrate ahora a ti mismo! ¡Bájate de ahí, vamos!

Se burlaban de Jesús y se reían de nosotros. Uno de ellos tomó una piedra y la arrojó contra la cruz.

Hombre – ¡Toma, por embustero!
Viejo – ¡Profeta de piojosos! ¡Impostor!

Otro tuvo más puntería y le rebotó la piedra en la misma cara de Jesús. La gente, indignada, se agachó a recoger piedras también y enseguida volaron de una parte y otra.

Centurión – ¡Maldita sea, largo de aquí todos! ¡Soldados, disuelvan al populacho! ¡Fuera de aquí todos, fuera!

El centurión romano, temiendo nuevos disturbios, ordenó desalojar la ladera del Gólgota donde nos apretujábamos los amigos y también los enemigos de Jesús.

Soldado – ¡Ya lo oyeron! ¡Todos fuera!
María – Por favor…
Soldado – No se puede pasar, señora. Es una orden.
María – Por favor…
Juan – Ten un poco de lástima, soldado. Es su madre.

María y Susana, y mi madre Salomé, y la magdalena y también Marta y María, las de Betania, llegaron hasta los soldados. Yo también iba con ellas.

Soldado – Bueno, pasen, pero no alboroten. Si no, las saco a patadas.

María, mordiéndose los labios para no llorar, echó a correr hasta el pie de la cruz. Sobre los dos palos Jesús forcejeaba tratando de hallar un alivio imposible. El cuerpo, totalmente crispado, se retorcía de dolor. Pero no podía escapar de allí.

María – Hijo… hijo…

María no pudo contenerse. Se abrazó al palo negro que chorreaba sangre y pegó la frente contra los pies de Jesús destrozados por aquel clavo de hierro. Jesús reconoció aquella voz y, haciendo un enorme esfuerzo, inclinó la cara hacia ella.

María – Hijo… hijo mío…

Jesús miró a su madre. Quiso sonreírle, pero sólo consiguió una mueca.

Jesús – Ma… Mamá…

Luego sentí su mirada vidriosa, casi perdida en la agonía, fijándose sobre mí.

Jesús – Juan… cuida tú… a mi madre… cuídamela.
Juan – Sí, moreno, claro.

No tuve valor para decir nada más. Las mujeres, a mi lado, comenzaron a rezar bajito, pidiéndole a Dios una muerte rápida para ahorrarle sufrimientos.

Mujeres – Ayúdalo, Señor, dale ya el descanso de todas sus fatigas. Dios de los humildes, Dios de los pobres, dale ya el descanso de todas sus fatigas.
Jesús – ¡Dios! ¡Dios! ¿Por qué me has dejado solo? ¿Por qué me fallaste? ¿Por qué fracasó todo, por qué?

Se hizo un silencio de muerte. La cara de Jesús estaba amoratada, las venas del cuello se le hincharon hasta reventar y comenzó a resollar en agonía. Se ahogaba.

Jesús – Agua… agua… tengo sed.

Un soldado tomó un trapo, lo mojó en el vino mezclado con mirra, lo hincó en la punta de su lanza y se lo acercó a los labios. Jesús apenas pudo probarlo.

Jesús – Se acabó… todo se acabó.

La última enemiga ya rondaba cerca. Las mujeres, presintiendo el final cercano, comenzaron a arañarse la cara y tirarse de los pelos y golpearse la frente contra la tierra empapada en sangre y agua. Sólo María se aferraba al palo negro de la cruz con la cara pegada a los pies ensangrentados de su hijo.

Jesús levantó la cabeza. Jadeaba. Tenía los ojos abiertos y fijos en un cielo gris y silencioso. No había ninguna señal. Sintió un dolor atroz que le recorría todo el cuerpo. Se revolvió en un último espasmo apretando los dientes. No podía soportar aquello ni un instante más. Colgado entre el cielo y la tierra, reunió las últimas fuerzas que le quedaban…

Jesús – Padre… pongo mi suerte en tus manos… ¡Padre!

Fue un grito desgarrador. Después, inclinó la cabeza. Todo el cuerpo se desplomó pesadamente sobre el madero. Eran como las tres de la tarde del viernes 14 de Nisán.

Mateo 27,33-50; Marcos 15,22-38; Lucas 23,33-46; Juan 19,18-30.

 Notas

* El Gólgota, palabra aramea que significa «cráneo» o Calvario (lugar de la calavera), era una pequeña colina situada fuera de las murallas de Jerusalén. Era costumbre realizar allí las crucifixiones. Los alrededores del lugar se dedicaban a cementerio. Había varias tumbas particulares. En una de ellas enterraron a Jesús y otras eran fosas comunes para los cuerpos de los ajusticiados. La Puerta de Efraín, abierta en la parte noroeste de las murallas, daba al Gólgota. Como el lugar era algo elevado, desde la ciudad se podían ver las cruces con los crucificados colgando de ellas. Las ejecuciones eran públicas para que sirvieran como escarmiento a los ciudadanos.

* La basílica del Santo Sepulcro, en Jerusalén, es un enorme edificio que abarca el espacio donde estuvo la colina del Gólgota y la sepultura de Jesús, muy cercana a ella. En el interior de la basílica, con muchos altares, imágenes y diferentes capillas, se conserva parte de lo que fue la roca del Gólgota. El lugar es de plena autenticidad histórica.

* La muerte en cruz la usaron los persas, los cartagineses y en menor medida los griegos. La emplearon en gran escala los romanos, que la consideraban el suplicio más cruel y denigrante que existía. La reservaban para los extranjeros y sólo en escasas ocasiones se crucificaba a ciudadanos romanos. Era la pena de muerte que sufrían los esclavos. A los hombres libres se les podía crucificar por delitos de homicidio, robo, traición y, sobre todo, por subversión política. Roma crucificó a millares de judíos durante su dominación en esta rebelde provincia oriental. Era costumbre desnudar a los crucificados para así aumentar su humillación. Siglos de historia, de cultura y arte han hecho del crucificado una joya, un adorno, un motivo decorativo. Pero la cruz no era más que un horrendo patíbulo. Y el crucificado, un maldito (Deuteronomio 21, 23). La muerte en cruz significaba la exclusión de la comunidad de Israel y de la comunidad romana. Jesús fue asesinado fuera de las murallas de Jerusalén, maldito por la ley de su pueblo, expulsado y marginado del sistema del imperio. Las instituciones políticas, religiosas y económicas lo arrojaron fuera de su seno. Es en ese excomulgado en quien creen los cristianos. Ver en Jesús, un guiñapo ensangrentado colgado de un palo, la revelación de Dios resultó un escándalo en la historia de las religiones.

* La primera de las «siete palabras» de Jesús en la cruz respondió a una costumbre religiosa de Israel. Por entender que la muerte tenía un valor de expiación, de perdón, aun a los delincuentes se les exhortaba antes de morir a que pronunciaran el llamado “voto expiatorio” con una fórmula que decía: «Que mi muerte sirva de expiación de todos mis pecados», equivalente a decir “Que Dios me perdone”. Jesús no dijo esto, reivindicó hasta el último momento su inocencia y pidió a Dios que perdonara a los asesinos, porque ellos eran los que estaban en pecado.

* En el suelo, se les clavaba a los ajusticiados los brazos al palo transversal de la cruz que ellos mismos habían llevado hasta el lugar del suplicio. Los clavos se introducían en las muñecas, entre los dos huesos del antebrazo. De clavarlos en las palmas de las manos, el cuerpo se desgarraba por falta de sostén. Cuando los brazos estaban clavados, se izaba a los reos con sogas para colocar el palo horizontal sobre el vertical, que estaba ya hundido en la tierra. Se clavaban entonces los pies, introduciendo el clavo entre los huesos del tobillo. El dolor era indescriptible. Finalmente, se clavaba la tablilla de acusaciones en lo alto de la cruz para que fuera leída por todos.

* La cruz no era esbelta, como algunas que se ven en las imágenes. Era más bien corta. Los pies del ajusticiado quedaban a muy poca distancia del suelo. Entre las piernas tenía el madero una especie de saliente para sostener el cuerpo, que quedaba medio sentado. Se trataba así de evitar que el reo se desplomara, pero no por piedad, sino para prolongar lo más posible su tormento. Muchos crucificados permanecían días enteros agonizando en la cruz a la vista de los curiosos, rodeados de aves de rapiña. Si Jesús murió tan pronto, fue porque estaba ya deshecho por las torturas. La tensa e insoportable posición de todo el cuerpo iba dificultando cada vez más la respiración y la circulación de la sangre. Generalmente, la muerte de los crucificados sobrevenía por asfixia.

* Jesús mantuvo hasta el último momento la esperanza de que Dios iba a intervenir para liberarlo de la muerte. Esperó una irrupción del Reino de Dios, sin admitir que Dios pudiera fallarle. El hoy del que habló a sus compañeros de tormento indica que él esperaba un rescate inminente.

* La “cuarta palabra” de Jesús en la cruz la conservaron los evangelistas en griego, dando su traducción, para causar así un mayor impacto en el lector. Al final, Jesús se sintió abandonado por Dios, dejó de esperar y experimentó su vida como un fracaso. Por eso dijo: “Elí, Elí lemá sabaktaní”. Marcos encabezó esta frase con la forma aramea: “Eloí Eloí”. Al final, Jesús no llamó a Dios como lo hacía habitualmente: “papá” (abba). Le llamó Dios. Con las mismas palabras comienza el salmo 22, un impresionante grito de angustia y abandono.

* Los crucificados sufrían una sed espantosa, uno de los mayores tormentos del suplicio de la cruz. La continua hemorragia producida por los clavos deshidrataba al reo. Cuando Jesús se quejó, le acercaron una droga para aliviar el dolor.

* Jesús no perdió el conocimiento en la cruz. Aunque extenuado por las tortu­ras, vio llegar la muerte con plena lucidez. Al grito inarticulado y desgarrador que dio al expirar (Marcos 15, 37) el evangelio de Lucas le dio después la forma de una oración confiada: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lucas 23, 46; Salmo 31, 6).