126- UNA RISA CONOCIDA

Pedro y Juan van al sepulcro, que está vacío. De regreso, Pedro tiene una aparición y cuenta a los demás que ha visto vivo a Jesús.

Santiago – Pero, María, por Dios santo, ¿cómo vamos a creer semejante cosa?
María – ¡Que sí, que era él, estoy segura! ¿Cómo no voy a reconocer a mi hijo, a Jesús?
Magdalena – ¡Y yo también lo vi, caramba!
Marcos – ¡Y yo lo que veo es que ustedes dos están más locas que el rey Saúl!

El sol de aquel primer día de la semana comenzaba a calentar los tejados de la ciudad de David y a pintar de oro las murallas orientales. Jerusalén todavía dormía, cansada de fiesta y de vino, después del gran sábado de Pascua. A nosotros, escondidos en casa de Marcos, en aquel sótano oscuro, nos habían sobresaltado las mujeres diciendo que el sepulcro de Jesús estaba abierto y vacío. Para colmo, después llegó María, la de Magdala, y también María, la madre de Jesús, diciendo que lo habían visto vivo, que habían hablado con él.

Santiago – ¡Bueno, bueno, basta ya! Se acabaron las historias. Tenemos que salir cuanto antes hacia Galilea y no hay tiempo que perder.
Felipe – Apoyo a Santiago. ¡Que cada uno agarre su bastón y su alforja, y andando!
Pedro – Pues yo digo que no podemos irnos así, compañeros, sin saber lo que ha pasado.
Santiago – Es que no ha pasado nada, Pedro, ¿no lo entiendes? ¿No me vas a decir que tú te has tragado el cuento de este par de chifladas?
Magdalena – ¡Era Jesús, no podía ser otro! ¡Yo lo vi y hablé con él!
Marcos – ¡Cállate ya, muchacha! ¡Caramba contigo, pareces una cotorra, repitiendo siempre lo mismo!
Pedro – Escuchen, compañeros, sea lo que sea, tenemos que averiguar. Juan, acompáñame. Vamos un momento al sepulcro a ver qué demonios ocurre. Ustedes, espérennos aquí. ¡No se mueva nadie y no le abran la puerta ni al profeta Elías que venga! ¡Juan, échate un trapo por la cabeza para que nadie nos conozca!
Juan – Déjate de cobardías, Pedro, si no debe haber nadie en la calle…
Pedro – No importa. Después de lo que ha pasado, no me fío yo ni de mi sombra. ¡Vamos, de prisa!

Pedro y yo atravesamos el patio y salimos a las calles todavía solitarias del barrio de Sión. Al fondo, detrás del acueducto, brillaban los mármoles blancos del templo. A su alrededor, un hormiguero de casas donde miles de peregrinos, pasadas ya las fiestas, comenzarían dentro de pocas horas a ponerse en movimiento para regresar a sus aldeas del interior.

Juan – Oye, Pedro…
Pedro – Dime, Juan…
Juan – Pedro, ¿ tú crees que… que…?
Pedro – Tonterías, Juan. ¿Quién va a creer en cuentos de mujeres?
Juan – Pero… ¿ y si fuera verdad?
Pedro – ¡Si fuera verdad, si fuera verdad! ¡Ja! ¡También si mi suegra tuviera mecha, sería un candil! No, Juan, el que se murió, se murió. Esa es la única verdad. ¡Ea, vamos corriendo, no perdamos tiempo!

Echamos a correr calle abajo. Pasamos la pequeña plaza de los fruteros y el mercado, dejamos atrás el palacio de Herodes y atravesamos la primera muralla.

Pedro – ¡Demonios, Juan, no corras tanto! ¡Espérame!

Yo siempre le sacaba ventaja a Pedro. Sin volver la cara, crucé la Puerta del Ángulo y salí al Gólgota. Detrás de aquella colina, redonda y pelada como una calavera, estaba el sepulcro de José de Arimatea, donde el viernes, al atardecer, habíamos puesto el cuerpo destrozado de Jesús. La piedra redonda de la entrada, que yo mismo había empujado, estaba ahora corrida, como habían dicho las mujeres. Yo me asomé, pero no me atreví a entrar solo por la boca negra y húmeda de la gruta. A los pocos segundos, llegó Pedro, jadeando.

Pedro – ¡Al diablo contigo, Juan, corres más que un conejo!
Juan – ¡Psst! No grites… Mira, tirapiedras, las mujeres tenían razón. Han abierto la tumba.
Pedro – Es verdad. ¿Y quién pudo haberlo hecho?
Juan – No se ve un alma por estos lados, ni siquiera los guardias.
Pedro – Bah, ésos estarán durmiendo la borrachera de ayer.
Juan – ¿Qué te parece, Pedro? ¿Bajamos?
Pedro – ¡Uff!… No sé…
Juan – ¿Le tienes miedo a los muertos?
Pedro – A los muertos no. A los vivos. ¡Eh! ¿Hay alguien abajo? ¿Quién anda ahí? ¿Oyes algo, Juan?
Juan – Nada.
Pedro – Bueno, pues… Ve bajando tú, Juan y… y yo te espero aquí.
Juan – No, hombre, Pedro, entra tú primero. Yo… yo te cubro la retaguardia.
Pedro – ¿La retaguardia, verdad? Está bien. Yo iré delante. Pero no te separes de mí. Y aprieta bien el puñal por si acaso. ¡Vamos!

Bajamos a tientas los húmedos escalones del sepulcro. Con los primeros rayos del sol que se colaban tímidamente hasta el fondo vimos que la gruta estaba vacía.

Juan – Fíjate, Pedro, el sudario y las sábanas están aquí, pero han robado el cuerpo. Mira…
Pedro – Aquí hay gato encerrado. ¡Imbécil de mí! ¿Cómo no me di cuenta antes?
Juan – Pero, Pedro, ¿qué te pasa?, ¿qué te pasa?
Pedro – ¡Juan, vámonos fuera, pronto!
Juan – Sí, lo mejor será avisarles a los demás para que vengan y…
Pedro – ¡No, Juan! Eso es lo que ellos quieren! ¡Al ratón le ponen queso y a nosotros nos dejan vacía la tumba! Óyeme lo que te digo: ¡esto es una trampa! Lo que les interesa a ellos no es el muerto, sino nosotros que estamos vivos. ¿No te das cuenta?
Juan – ¿Tú crees, Pedro?
Pedro – ¡Estoy seguro! ¡Esto es una emboscada! ¡Y si no salimos rápido de aquí, a lo mejor esa gente rueda la piedra y nos entierran vivos! ¡Huye, Juan, vámonos!

Llenos de miedo, subimos a gatas los peldaños resbalosos y salimos a toda prisa de la cueva.

Pedro – ¡Espérate, Juan, no me dejes solo!
Juan – ¡Te espero en casa de Marcos, tirapiedras! ¡Adiós!
Pedro – ¡Al diablo contigo!

Yo eché a correr sin mirar atrás y me perdí entre las callejuelas de Jerusalén. Pedro, a mis espaldas, trató de alcanzarme, pero no pudo. Al poco rato, dejé de correr. Estaba cansado. Seguí caminando despacio, esperando a Pedro. Ya cerca de la casa de Marcos lo sentí detrás de mí. Venía como una flecha y ni se dio cuenta cuando me pasó por el lado.

Juan – Oye, pero, ¿de dónde sales tú, tirapiedras? Pero, ¿qué le habrá pasado al narizón? ¿Qué avispa le habrá picado? ¡Eh, tú, Pedro, espérame!

Apreté el paso y en un par de minutos llegué a la casa. Pedro, que me había sacado ventaja a última hora, estaba sentado en el suelo del sótano, jadeando y rodeado por todos los del grupo. Susana y Salomé le echaban aire con un trapo.

Santiago – A ver tú, Juan, cuéntanos algo. ¿Qué ha pasado?
Juan – ¡Y qué sé yo, Santiago! ¡Yo no sé nada!
Susana – Pero, ¿tú no estabas con él, muchacho?
Juan – Bueno… Pedro se retrasó y luego tomó un impulso que ni los que salieron de Egipto iban tan de prisa. ¿Qué es lo que le pasa? Yo no sé nada.
Felipe – Pues si tú no sabes, menos nosotros, porque éste desde que llegó no para de reírse como si le estuvieran haciendo cosquillas.
Santiago – ¡Caramba contigo, Pedro, ya está bueno! ¿Cuál es el chiste, si puede saberse? ¿Qué rayos ha pasado?
Pedro – Compañeros… escuchen, yo… yo pensé que era una emboscada. Entonces salimos corriendo. Juan se me fue por delante. Yo iba atrás, dale que dale, pero este condenado siempre me gana. Entonces, yo me apoyé contra el muro de una casa para tomar aliento. Y cuando estoy ahí, con la lengua fuera, vuelvo la cabeza y veo a un tipo en la otra calle. Un tipo raro, mirándome.

Felipe – ¿Y quién era, Pedro?
Pedro – ¿Y cómo iba a saberlo yo, Felipe? Yo lo que hice fue que eché a caminar, como si nada, pero con la oreja bien atenta. Y, de pronto, siento los pasos del tipo detrás de mí. Caminé más de prisa, él también apretó el paso. Más despacio y él hizo lo mismo… ¡Maldita sea, me venía siguiendo!
Susana – ¿Y qué hiciste entonces, Pedro?
Pedro – ¿Que qué hice? Que cuando llegué a la esquina de la calle, doblé enseguida, eché a correr y me colé en el primer patio que vi. ¡Psst! Entonces me agacho junto a unos barriles y espero. El tipo pasó de largo. Yo pensé que ya lo había despistado. Entonces, salgo en puntillas, salto la tapia sin hacer ruido y voy caminando en dirección contraria, hasta la calle de los alfareros. Miro a un lado y a otro… Nadie a la vista. Sigo caminando, llego a la esquina, voy a cruzar… ¡cuando en eso siento una mano en el hombro! ¡Santo Dios, se me erizaron todos los pelos, hasta los sobacos! ¡Ahí estaba otra vez el tipo delante de mí!
Marcos – ¿Y tú, qué hiciste, Pedro?
Pedro – ¿Qué iba a hacer? Di un brinco, pero me tenía acorralado. Me eché hacia atrás, me incrusté contra el muro como una babosa. Pero el tipo se me fue acercando. Yo tragué en seco y le dije: ¿quién… quién es usted? ¿Qué quiere de mí? Yo tenía la lengua pegada aquí atrás, a la campanilla. Es que ahora me río… ¡Ja, ja, jay!

Pedro seguía en el suelo, riéndose, recostado contra la pared del sótano. Todos nosotros, mordiéndonos las uñas, lo rodeábamos, pendientes de cada palabra que decía.

Susana – Sepárense un poco, caramba. Van a ahogarlo.
Felipe – Sigue, Pedro, sigue…
Pedro – Pues imagínense ustedes, resulta que el tipo se me acerca más y me dice: Y tú, ¿quién eres tú? ¿qué haces por aquí? Entonces me di cuenta de que hablaba como nosotros, los del norte. Era un galileo. Yo pensé que era un policía de los de Herodes, de ésos que van disimulados.
Santiago – ¿Tenía espada?
Pedro – Espada no, lo que tenía era una voz que yo había oído en alguna parte.
Susana – ¡Acaba ya, Pedro que nos tienes a todos en vilo!
Pedro – Así mismo estaba yo, compañeros: ¡en vilo! Esperando que pasara alguien por la calle para gritar auxilio, pero no pasaban ni los perros. Y el tipo vuelve a decirme: ¿quién eres tú, cómo te llamas? Y él cada vez más cerca, y yo cada vez más contra el muro… Y él con los ojos clavados en mí y con una sonrisita que me tenía ya espantado… Y me dice entonces: ¿tú no eres Pedro, el que le dicen tirapiedras, que eres pescador en el lago de Tiberíades? Cuando dijo eso, me quedé seco, se me fue la sangre a los pies, compañeros, como la mujer de Lot. Me habían descubierto.
Santiago – ¿Y qué le dijiste?
Pedro – Le dije: No, no, yo no soy ése que usted dice. Que sí, que tú mismo eres. Y yo que no y él que sí. Le digo: Mire, paisano, usted se equivoca, yo soy Julián, el alfarero, y ni siquiera conozco el mar.
Marcos – ¡Qué cobarde eres, Pedro!
Pedro – Eso mismo me dijo él: ¡Qué cobarde eres, Pedro! ¡Y se echó a reír! ¡Y mientras él más se reía, yo más me horrorizaba!
Susana – ¿Y entonces?
Pedro – Entonces cerré los ojos y me di por muerto. Pero el tipo reía y reía y seguía riendo. Y toda la calle se llenó de aquella risa. Maldita sea, ¿dónde la había oído yo antes, dónde? Y fue entonces cuando se me iluminó la mollera. ¿Saben quién era el tipo que tenía delante?
Varios – ¿Quién, Pedro, quién?
Pedro – ¡Jesús! ¡Era Jesús!
Santiago – ¿Cómo has dicho?
Pedro – ¡Que era Jesús! ¡Aquella risa era la del moreno, no podía ser de otra persona!
Marcos – Pedro, por favor…
Pedro – Sí, era la risa de él. Y yo le dije: ¿Eres tú, moreno? Y él me dijo: Claro que soy yo, Pedro. ¿No ves? Dios siempre acaba ganando, siempre ríe el último. Y cuando dijo eso, yo me restregué los ojos para ver si estaba soñando, pero no, estaba más despierto que Jeremías cuando le pisaron el callo. Así fue, compañeros. ¡Y salí corriendo y vine hasta aquí a contárselo a ustedes!
Santiago – Abre la boca, Pedro… ¡que abras la boca, te digo! Tú estás borracho, Pedro.
Pedro – ¡Ja! ¿Borracho yo? ¿Yo que no he probado una gota de vino desde el jueves? No, no es eso. ¡María tenía razón! ¡Y Magdalena también!
Magdalena – ¿Con que cuentos de mujeres, verdad?
Felipe – Pero, ¿qué sarpullido es éste, que se rasca uno y se rascan ciento?
Pedro – ¿No me creen, verdad? ¿Piensan que estoy loco, verdad? ¡Pues no estoy loco ni se me aflojó el seso ni he visto visiones! ¡A quien he visto es a Jesús con este par de ojos que tengo en la cara!
Felipe – Pero, Pedro, ¿cómo quieres que te creamos esa chifladura?
Pedro – Está bien, ¡a mí qué me importa! No lo crean si no quieren, ¡pero yo lo vi!
Susana – ¡Métanlo en agua fría a ver si reacciona!
Pedro – ¡Fría o caliente, me da lo mismo! ¡Pero yo lo vi! ¡Era Jesús! ¡Era él!
Santiago – Cállate, Pedro, vas a llamar a toda la ciudad.
Pedro – ¡Pues que vengan y se enteren! ¡Pero yo lo vi! ¡Era Jesús! ¡Era él!

Pedro estaba como loco. Había atravesado corriendo las calles de Jerusalén para traernos la buena noticia de que Jesús estaba vivo. Y ahora, reía sin parar, mirándonos a todos con los ojos más alegres que nunca le habíamos visto.

¡Qué hermosos son sobre los montes
los pies del mensajero que anuncia la paz,
que trae la buena noticia,
que pregona la salvación,
que nos dice: ¡Ha llegado el Reino de Dios!
¡Rompan a reír y a cantar con alegría,
ruinas de Jerusalén,
porque el Señor ha consolado a su pueblo,
lo ha liberado de su esclavitud!

Lucas 24,12; Juan 20,3-10.

 Notas

* La idea de que los dirigentes judíos habían robado el cadáver de Jesús, primera interpretación que dieron los amigos de Jesús a la noticia que trajeron las mujeres de que el sepulcro estaba vacío, era perfectamente lógica. Que Pilato hubiera entregado el cadáver de un ajusticiado político para que recibiera un enterramiento digno sorprendió a las autoridades judías. No era habitual. Por esto, no era raro pensar que algunos quisieran llevar a cabo su última venganza echando el cadáver de Jesús en una fosa común, a donde las leyes del Sanedrín ordenaban que fueran a parar los delincuentes.

* En los relatos de la resurrección de Jesús, la aparición a Pedro está anclada en la más antigua tradición cristiana, aunque los evangelios no cuentan cómo habría ocurrido este encuentro. La confesión de fe conservada por Pablo (1 Corintios 15, 1-5) lo menciona especialmente y entre los primeros cristianos era un saludo pascual decir: “¡El Señor resucitó y se le apareció a Simón!” (Lucas 24, 34). Según la teología cristiana, las apariciones que se narran en el evangelio no fueron las únicas y las pocas que se cuentan tratan de resumir una experiencia de fe que se habría prolongado a lo largo de un tiempo entre los primeros cristianos.