127- POR EL CAMINO DE EMAÚS

Cleofás y Marcos se alejan de Jerusalén. En el camino, se les cruza un forastero. Después de mucho hablar, reconocen en él a Jesús.

Aquel primer día de la semana, los vecinos de Jerusalén, a pesar de la fiesta del Sábado, se despertaron tristes, perplejos, sin terminar de creerse lo que había ocurrido el viernes en la colina del Gólgota. En casi todas las casas de la ciudad se hablaba aún de aquello y de la suerte mala de Jesús, el profeta de Nazaret, asesinado por los gobernantes de la capital. Nosotros estábamos escondidos por miedo a los guardias que seguían vigilando las calles. Desde la primera hora, nuestro sobresalto fue mayor cuando Pedro y las mujeres llegaron diciendo que el sepulcro estaba vacío y que habían visto a Jesús.

Marcos – Bueno, acabemos de una vez. ¿Ustedes piensan regresar a Galilea o se van a quedar aquí?
Santiago – No sabemos, Marcos.
Pedro – ¡Sí sabemos, Santiago! Nos quedamos. Aquí están pasando cosas muy raras. ¡Hasta que no se aclaren, de aquí no se mueve nadie!
Marcos – Pedro, óyeme bien lo que te digo: ¡tranquilízate!
Pedro – Te oigo, Marcos, y estoy tranquilo. Digo lo que he visto. ¡Y aunque me arranques la lengua, los dientes y el galillo lo seguiré diciendo: ¡Jesús está vivo! Pero, ¿es que no comprenden lo que ha pasado, cabezas de alcornoque? ¡Los de arriba no se salieron con la suya! ¡Dios ya le dio la vuelta a la torta! Era lo prometido: los pobres, que éramos siempre los últimos, somos los primeros, ¡y los muertos están vivos! ¡Ya llegó el Reino de Dios! ¡Yo lo he visto!
Marcos – Bueno, bueno, bueno. Siento lo que te pasa, tirapiedras, de veras. Parece que no hay remedio.
Magdalena – Y doña María y yo tampoco tenemos remedio, ¿eh? ¡Vamos, ábranse el coco de una vez! ¡No estamos diciendo mentiras!
Santiago – ¡No! ¡Están diciendo locuras, que es peor! ¡Y si seguimos así, todos acabaremos viendo angelitos!
Marcos – Está bien, no se vayan a Galilea. Hagan lo que quieran, pero aquí ya queda poco que comer. Voy a comprarles algo. A ver si con un buen plato de garbanzos la cabeza se les pone otra vez sobre los hombros. ¡Vuelvo pronto! ¡Tranquen bien la puerta y no le abran a nadie!

Cerca del acueducto, junto al mercado chico, Marcos se encontró con Cleofás, un viejo amigo suyo. Cleofás era médico. Su nariz ganchuda se doblaba sobre el bigote y un turbante de muchos colores le cubría la calva. En el barrio de Ofel eran muy famosas sus hábiles manos de curandero.

Cleofás – ¿Qué es de tu vida, Marcos, granuja? ¡Cuánto tiempo sin verte el pelo!
Marcos – ¡Caramba, Cleofás, matasanos, digo yo lo mismo! Pero, con lo de estos días… Supiste, ¿no?
Cleofás – Querrás decir lo de Jesús.
Marcos – ¿Y qué más? Ya sabes que soy un buen amigo de los que andaban con él. Esto ha sido muy duro, la verdad.
Cleofás – Parece como si Dios se hubiera olvidado de nosotros. Por acá, la gente está que no levanta cabeza, no hablan de otra cosa.
Marcos – Pues si vieras a los amigos de Jesús…
Cleofás – Destrozados, ¿verdad?
Marcos – No. Locos. Tres de ellos, de remate. La madre, una muchacha de Magdala y Pedro, el que yo más conozco. Trastornados. Imagínate, dicen que lo han visto esta mañana y que han hablado con él.
Cleofás – Pobre gente. Con un golpe así…
Marcos – Deberías venir a casa, Cleofás. Tú sabes de yerbas y de emplastos. Están muy mal, créeme. Eso, ¿por qué no vienes hoy a comer con nosotros?

Cleofás aceptó enseguida la invitación. A media mañana, Marcos se apareció con su amigo, el médico, que se sentó a la mesa con nosotros.

Cleofás – Muy sabrosos estos garbanzos… ¡Hum!
Magdalena – Las cocineras estamos aquí, doctor Cleofás. Doña María y yo los preparamos. Los demás lloriqueando y nosotros ¡tralará, tralarí! ¡Y ya ve qué buenos quedaron!
Marcos – ¿Te das cuenta? Las dos más animadas que un par de cascabeles. ¿Qué te parece? ¿Completamente locas, verdad?
Cleofás – Un poco exaltadas, sí. Creo que lo mejor sería un cocimiento de belladona en ayunas y después dormir mucho.
Marcos – Y a Pedro, ¿lo mismo?
Pedro – ¡Yo no necesito nada, Marcos! ¡Te estoy oyendo! Trajiste a Cleofás para que nos curara, pero ninguno de nosotros tres está loco. ¡Tengo la cabeza en su sitio! ¡Y los ojos y las orejas también! ¡Hemos visto a Jesús! Hablamos con él. Sí, sí, yo no sé cómo Dios habrá hecho una cosa así, ¡pero la hizo! ¿Por qué no lo quieren creer?
Magdalena – Déjalos, narizón. Ya tendrán que limpiarse los mocos y tragarse las lágrimas cuando ellos mismos lo vean. Déjalos, déjalos…
Cleofás – Bueno, amigos, me alegro de haberlos conocido. Pero, ahora, se hace tarde y tengo que irme.
Marcos – Pero, ¿cómo? ¿Tan pronto? ¿A dónde diablos vas tú ahora?
Cleofás – Aquí cerquita, a la aldea de Emaús. Tengo que resolver un asunto.
Marcos – Pues no te vayas solo y resuelves dos. ¿No está en Emaús la fuente esa de las aguas que hierven? Dicen que esa agua lo mismo te cura los granos que las fiebres negras. ¿Por qué no te llevas contigo a Pedro? A ver si se le pasa este empecinamiento.
Pedro – ¡Déjame en paz, Marcos! Yo he dicho que no pongo un pie fuera de esta casa. Vete tú y échate de cabeza a la fuente, a ver si se te ablanda, ¡descreído!
Marcos – Pues mira, que no es mala idea. Si, sí, me voy. Te acompaño, Cleofás. Tanta penumbra y tanta historia me tienen ya mareado. Por el camino me despejaré un poco. Anda, vámonos.

Cuando Marcos y su amigo Cleofás salieron, cerramos la puerta con tres cerrojos. Terminando de comer, Pedro y las mujeres volvieron a contarnos lo que habían visto, lo que habían oído. Nosotros, aburridos del mismo cuento, no nos creíamos nada de aquello.

Pasaron varias horas. Era ya oscuro y habíamos encendido un par de lamparitas cuando la puerta del sótano se vino abajo por los golpes.

Cleofás – ¡Eh, eh, ábrannos! ¡Ábrannos!
Marcos – ¡Pedro! ¡Juan! ¡Abran la puerta!
Santiago – ¡Recuernos, quién viene a estas horas!
Magdalena – Parece la voz de Marcos, ¿no oyes?
Pedro – Abre tú, Santiago. Con cuidado. Puede ser una trampa.

Cuando mi hermano abrió la puerta, Marcos y Cleofás, empujándola, entraron como un torbellino. Venían empapados en sudor y saltando de alegría.

Marcos – ¡Tenían razón ustedes! ¡Lo hemos visto! ¡Lo hemos visto éste y yo!
Pedro – ¡Ajajá! Ahora, ¿verdad? ¡Tráeles la belladona a estos dos, María!
Santiago – Pero, ¿qué cosa es esto? ¿Una jaula de locos? ¿Cómo es posible que un doctor como usted…?
Magdalena – Cállate la boca, Santiago, que hablen ellos. A ver, ¿cómo fue? ¿Dónde fue? ¡Digan!
Cleofás – ¡Escuchen! Nosotros salimos para Emaús por el camino de Jaffa. Íbamos conversando. Como no teníamos prisa…

Cleofás – Es terrible, Marcos. Pobre gente, pero no es para menos. En toda mi vida he visto yo una injusticia mayor que el juicio que le hicieron al nazareno. Es para volverse locos y más.
Marcos – ¿Sabes? Yo conocía a Jesús hacía ya más de un año. Qué tipo, Cleofás. De ésos que los catas a la primera. Un hombre de una pieza. Yo le decía a Pedro: si no es el Mesías, está muy cerca. Dios estaba con él, Cleofás. Y los pobres de este país también. Era de los nuestros.
Cleofás – No tenía que haber muerto. Ya ves, lo que son las cosas: la yerba mala no se muere y a los que sirven, nos los quitan enseguida.
Marcos – Este pueblo está dejado de la mano de Dios. No se puede esperanzar uno con nada, caramba.

Marcos – Y así, conversando y conversando, llegamos a la altura de Gabaón. Y en una de las vueltas del sendero, vemos a un paisano que también iba con su bastón de camino.
Cleofás – Se nos arrimó y enseguida se metió en la conversación. Dice el paisano: Van ustedes con cara tristona. ¿Qué? ¿Les pasa algo? Yo me dije para mí: Maldita sea, ¿y este curioso de dónde sale ahora? ¿Quién le manda meterse donde no lo llaman?.
Marcos – Le dije que íbamos hablando de Jesús. Y el paisano, así como lo oyen, que no sabía nada de lo que había pasado aquí el viernes.

Marcos – Pues serás tú el único peregrino que ha estado en Jerusalén y no se ha enterado.
Cleofás – Sí, hombre, lo de Jesús. ¿Cómo no vas a saberlo? Si desde el día del alboroto en el templo no se ha hablado de otra cosa en la ciudad.
Marcos – Era un profeta. O más que profeta, uno ya no sabe bien ni lo que era. Hizo cosas grandes y habló bien duro. Sin pelos en la lengua, ¿comprendes? El galileo se enfrentaba lo mismo con Pilato que con el gordo Caifás. ¡Y les cantaba hasta los catorce improperios! Nosotros creíamos que Dios iba a hacer justicia por su mano, esperábamos que él iba a liberar a Israel de todos estos pillos que nos gobiernan.
Cleofás – Pero las cosas salieron al revés. Ni llegó el Reino de Dios ni pasó nada. Lo mataron como a todos los que dicen la verdad. Y ahora, a seguir tirando con el yugo en la nuca. ¡Siempre es lo mismo!

Marcos – Y el paisano aquel callado, escuchándonos con interés. Parecía buena persona. El caso es que por contar, le contamos hasta lo del zipizape de ustedes las mujeres esta mañana y lo de Pedro, todo eso… Y que nosotros no nos creíamos nada, como es natural.
Cleofás – Y entonces fue cuando nos dijo que éramos unos idiotas, con la cabeza más dura que un callo. La verdad, yo me molesté bastante. Me dije: Pero, ¡qué tipo más atrevido! ¡Que vaya a meterse con su suegra si quiere!
Marcos – Y ahí mismo el paisano se destapó y toda la saliva que había guardado escuchándonos, se la gastó hablando de una ensarta de cosas de las Escrituras. Se las sabía al derecho y al revés.
Cleofás – Amigos, nos dijo cosas grandes, de ésas que no se olvidan. Nos dijo que los que luchan por la justicia mueren, pero que su muerte Dios no la echa en saco roto, que ellos son como semillas que se hunden en la tierra y nacen de nuevo, llenas de frutos. Nos repetía que no estuviéramos tristes porque jamás ni nunca la muerte tiene la última palabra.
Marcos – Y decía también que todo esto había sido como la Pascua en Egipto, cuando Moisés. Que el Mesías había tenido que atravesar el Mar Rojo de la sangre para poder entrar en la tierra prometida. Que nos secáramos las lágrimas, que el Reino de Dios ya había empezado. Bueno, yo no sé repetírselas, pero aquel paisano decía las cosas de una manera que te ponía la carne de gallina.
Cleofás – Eran palabras que te entraban para adentro como brasas.
Marcos – Pero lo mejor viene ahora. Resulta que cuando llegamos a Emaús…

Cleofás – Oye, tú, ¿te vas ya?
Marcos – Podías quedarte con nosotros. Fíjate, ya se está haciendo tarde, es casi de noche. Quédate aquí, hombre, hay sitio para los tres.

Cleofás – ¡Qué ganas teníamos de que se quedara! Y se quedó. Y nos sentamos a cenar allá, en la taberna de Samuel. Nosotros cada vez más entusiasmados con la conversación…
Marcos – Y entonces, cuando estamos comiendo, el paisano agarra un pan, hace la bendición, lo parte y nos da un pedazo a cada uno. Compañeros, igualito que el jueves por la noche, cuando cenamos la Pascua juntos aquí mismo, igualito, igualito. ¡Era él! ¡Era Jesús! ¡Estoy seguro, compañeros!
Magdalena – ¿Lo ven? Es lo que yo digo, ¡que el moreno está vivo! ¡Que no se lo tragó la tierra!
Cleofás – ¡Sí, amigos, parece mentira, pero es la purísima verdad, la purisísima! ¡Jesús está vivo! ¡Sí, lo hemos visto! ¡Y esto hay que gritarlo a los cuatro vientos! ¡Que lo sepan todos! ¡Que se entere todo el mundo! ¡Que Jesús está vivo!

¡Súbete a un alto monte, alegre mensajero para Sión!
¡Grita con voz fuerte, alegre mensajero para Jerusalén!
¡Grita sin miedo,
di a las ciudades de Judá: !Ahí está nuestro Dios!
¡Ya viene para consolar a todos los que lloran,
para cambiar nuestra ceniza en corona,
el traje de luto en vestido de fiesta,
nuestro desaliento en cantos de victoria!

Marcos 15,12-13; Lucas 24,13-35.

 Notas

* En Jerusalén, como en todas las ciudades y aldeas de Israel, había médicos. Eran considerados artesanos. Se ocupaban sobre todo de medicina externa: vendajes, emplastos, ungüentos. Los conocimientos sobre el funcionamiento del cuerpo eran mínimos. Como la medicina tenía aún mucho que ver con remedios mágicos, a veces se tenía cierta prevención contra los médicos, considerándolos charlatanes o gente interesada en aprovecharse de los demás.

* Emaús era un aldea a unos 30 kilómetros de Jerusalén, en la Sefelá, extensión amplia de terreno llano, situada entre los montes de Judá y las llanuras costeras. Durante la guerrilla de Judas Macabeo fue lugar de acampada de los israelitas (1 Macabeos 3, 57). Actualmente no se sabe con exactitud dónde estuvo la Emaús del evangelio. En una pequeña aldea árabe, El-Qubeibeh, hay una iglesia que recuerda el relato de Emaús. En la aldea se conservan restos de una calzada romana del tiempo de Jesús.

* La esperanza del Mesías que durante siglos había alentado al pueblo de Israel fue concretándose de distintas maneras con el tiempo. Después de la resurrección de Jesús, los discípulos reconocieron en él al Mesías esperado. La vida y la muerte de Jesús les mostró que él se identificaba con el Siervo de la Justicia del que ya había hablado el profeta Isaías (Isaías 42, 1-4; 49, 1-6; 50, 4-9; 53, 1-12), más que con el rey triunfador, el personaje celestial misterioso o el profeta vengativo que otros habían imaginado. Cuando las primeras comunidades cristianas reconocieron en Jesús al Mesías, comenzaron a llamarlo también “Cristo”, es decir, el Ungido de Dios, su Enviado, su Bendito. De los cuatro evangelios, es el de Mateo el que más marca el carácter mesiánico de Jesús, por ser un texto dirigido especialmente a los lectores judíos.

* En varias ocasiones los discípulos reconocieron a Jesús al partir el pan. En Israel nunca se partía el pan con cuchillo. Y todas las comidas se iniciaban con el gesto de partir el pan, que hacía el que presidía la mesa. Jesús debió haber tenido una forma particular de hacerlo cuando comía con sus compañeros, por la que ellos lo identificaban y reconocían.