129- CIENTO CINCUENTA Y TRES PECES GRANDES
Regresan a Galilea contando que Jesús está vivo. Pedro se las quiere dar de jefe del grupo. Los demás lo ponen en su sitio.
Poco después de aquel primer día de la semana, lleno de sorpresas y de alegría, dejamos Jerusalén y nos pusimos en camino rumbo al norte. Para entonces apenas quedaban peregrinos en la capital. Tomamos precauciones para no llamar la atención de los soldados que montaban guardia en las puertas de la ciudad, pasadas las fiestas. En aquellos palacios que dejábamos atrás, los jefes de Israel creían que Jesús no era ya más que un recuerdo enterrado que no tardaría en esfumarse. Nosotros, que sabíamos que Dios lo había levantado del sepulcro, caminábamos de prisa rumbo a la Galilea de los gentiles, para llevar a nuestros paisanos aquella buena noticia.
Pedro – ¡En Cafarnaum pensarán que nos tragó la tierra o que Pilato nos mandó degollar a todos!
Felipe – Hace ya casi un mes que le dijimos adiós al lago ¡y cuántas cosas!
Santiago – ¡Si han sabido lo de Jesús estarán con el corazón en un puño!
Pedro – Pues se lo vamos a hinchar como una esponja cuando les contemos cómo Dios acabó este asunto. ¡Ya tengo ganas de ver las caras que ponen cuando sepan lo que sabemos!
En tres jornadas de camino nos pusimos en Galilea. Y en tres horas conversando con nuestros vecinos de Cafarnaum, que se reunieron como moscas alrededor de la miel, les contamos con pelos y señales todo lo que había sucedido aquellos días en Jerusalén. Nos quitábamos la palabra unos a otros: Todos queríamos hablar a la vez. La casa de mi padre, Zebedeo, resultó muy pequeña para acoger a todo el barrio que vino en busca de noticias.
Juan – Pero no me llore así, abuela Rufa, que usted volverá a ver al moreno. ¡Y más vivo que todos nosotros juntos!
Rufa – Pero si lo entiendo, mi hijo, lo entiendo. Ya veo que a ustedes se les aguaron los sesos con la pena.
Santiago – ¡Que no, vieja, que no! ¡Todos hemos sido testigos de esto! Las mujeres las primeras y los hombres después. Ande, hable con la madre de Jesús. ¡Que ella le cuente!
Zebedeo – ¡Pero que mala estrella me alumbra! ¡Mi Salomé loca, mis dos hijos todavía peor! ¡Y Jesús bajo la tierra! ¡Qué viaje éste del demonio!
Felipe – ¡Pero si ya no hay demonio ni nada que se le parezca! ¡Dios echó los dados y le ganó la partida a todos los demonios juntos! ¡Ellos mataron a Jesús, pero Dios mató a la muerte y lo sacó vivo de la tumba! ¡Está vivo, Zebedeo, el moreno está vivo!
Zebedeo – ¡Calla, Felipe, calla y no loquees más! ¡Pero, qué fiebres serán éstas, Dios santo!
Nos quedamos sin saliva contándoles una y otra vez las mismas cosas. Pero no terminaban de creernos. Y es que a nosotros los pobres, acostumbrados desde siempre a perder, con tanto callo de dolor en el alma desde hacía siglos, aquello nos parecía demasiado hermoso para ser verdad.
Hacía ya tres días que habíamos regresado a Galilea. Era mediodía y al volver al lago los reunimos a todos. Teníamos que contarles lo que nos había pasado aquella misma mañana. La vieja Rufa, Rufina y los muchachos de Pedro, Jonás, mi padre, Zebedeo, la mujer de mi hermano Santiago y algunos vecinos más, en cuclillas sobre el suelo de tierra de la casita de Pedro, nos miraban ansiosos, pendientes de nuestras palabras.
Pedro – ¿No se lo decíamos? ¡Pues ahí lo tienen! ¡Ha estado aquí! ¡Y lo hemos visto! ¡Lo mismo que en Jerusalén, aquí en Cafarnaum!
Rufa – Pedro, mi hijo, ¿no habrá sido un sueño? Mira que tú sueñas las cosas muy a lo vivo.
Pedro – Pero, ¿qué sueño, abuela Rufa? ¿Cómo es la cosa entonces? ¿Es que soñamos todos a la vez? Porque estábamos en la barca suya, Zebedeo, ¡y los siete lo vimos! ¡Lo vimos!
Zebedeo – Bueno, bueno, está bien. No fue un sueño ni una pesadilla. ¿Qué fue lo que pasó entonces? Clarito y por partes. Explícalo tú, Pedro.
Simoncito – Clarito y por partes. Explícalo tú, papá.
Rufa – ¡Cállese la boca, muchacho!
Pedro – ¡Y prepare bien esas orejas sucias, Simoncito! ¡Que un día usted le contará esto mismo a sus hijos!
Pedro se sentó en medio de todos y empezó a contar lo que nos había pasado…
Pedro – ¡Compañeros, con este viento y estas nubes me huelo que habrá buena pesca!
Juan – ¿Tú crees, tirapiedras?
Pedro – Estoy seguro, Juan. Mis narices no se engañan. ¡Ea, vamos a probar suerte! ¡Será buena, ya verán!
Pedro – El flaco Andrés, Juan, el pelirrojo, Felipe y el Nata, y Tomás, que se mareó como siempre, se montaron conmigo en la barca. Era bien de madrugada. Las estrellas brillaban sobre nuestras cabezas que parecía que se iban a desprender del cielo y caernos encima.
Pedro – ¡Oye, Andrés, vamos a echar las redes allá! Me da que ahí hay un buen banco de peces. ¡Condenados, los vamos a agarrar mansitos! ¡Seguro! ¡Rema, Santiago, rema!
Santiago – ¡Uff!… ¡Nada, Pedro, nada! Ni aquí ni allá ni acá… ¡Me parece a mí que tus narices…!
Tomás – ¡Esta no-noche no pe-pescamos ni pa-para el de-desayuno!
Pedro – No seas desconfiado, Tomás. Ea, vamos a enfilar para arriba, hacia Betsaida. ¡Allí habrá buenos dorados! ¡Seguro que ahora acertamos!
Juan – ¿Seguro, Pedro?
Pedro – ¡Palabra del hijo de Jonás! Si lo digo, lo digo. Compañeros, háganme caso! ¡Vamos!
Pedro – Pero, qué va… Nos pasamos la noche entera echando una y otra vez las redes y siempre las sacábamos vacías. Caramba con la mala suerte, decía yo, pero seguía dale que dale probando, de puro terco. Pero qué va, ni uno. ¡No pescamos nada en toda la noche!
Juan – ¡Por la almohada de Jacob, qué sueño tengo!
Santiago – Pues Felipe y Natanael están roncando desde hace rato.
Juan – ¡Ya va a amanecer! ¡Última vez en la vida que te hacemos caso, narizón!
Pedro – Bueno, está bien, está bien. Vamos a casa ya. A ver si nos echamos algo caliente en la tripa.
Pedro – Empezamos a remar hacia Cafarnaum y cuando estábamos llegando, como a doscientos codos del embarcadero ése de las Siete Fuentes, vemos allá a lo lejos, en la orilla, a un tipo haciéndonos señas. Al principio, no entendíamos lo que decía, pero después ya lo oímos bien. Quería saber si habíamos pescado algo. Bah, qué gracioso, ¿no? Yo le grité con rabia: Nada, hombre, nada, ¡ni falta que nos hace! Pero entonces, va y nos dice que echemos la red por la derecha que allí encontraríamos. A mí aquello me calentó la sangre, pero después me dio un pálpito… Y bueno, echamos las redes. ¡Al momento estaba repleta de pescados!
Juan – Bueno, ya se sospecharán quién era aquel hombre, ¿no?
Rufa – Ay, mi hijo, sería ese Serafino, que es tan madrugador.
Juan – ¡Qué Serafino! ¡Era el moreno! ¡Sí, sí, Jesús en persona! Yo se lo dije a Pedro y Pedro se echó la túnica encima, porque andaba medio en cueros, y se tiró de cabeza al agua.
Pedro – La verdad es que nadé más rápido que una anguila y llegué a la orilla el primero. Detrás vinieron éstos, con la barca cargada de pescados. En el muelle, Jesús tenía preparada una fogata y estaba asando allí un dorado. También había conseguido pan, yo no sé de dónde. Nos dijo que trajéramos algunos pescados para hacernos un buen desayuno.
Felipe – ¡Eh, compañeros, fíjense qué pesca! Ciento cincuenta y tres… ¡y de los grandes!
Pedro – Era Jesús: Hemos estado con él esta mañana mientras todos ustedes roncaban.
Zebedeo – Pero, ¿quién te va a creer a ti eso, embustero?
Pedro – ¿Cómo que quién me cree? ¡Que lo digan estos seis embusteros que estaban allí igual que yo!
Zebedeo – Estarían soñando. Después de toda la noche sin dormir…
Pedro – Váyase al muelle, Zebedeo, y mire las redes. Sanitas. Con tanta pesca, ¡y ni un agujero! Vaya y cuente los pescados si quiere. Ahí están los ciento cincuenta y tres, menos ocho que nos comimos.
Tomás – Lo que de-decimos es verdad. ¡Jesús está vi-vivo!
Zebedeo – ¡Sí, si, y yo soy el rey de Babilonia! No me creo nada de eso. ¡O ustedes están locos o se han propuesto tomarnos el pelo a todos!
Rufa – Ay, viejo, no hable así. Uno nunca sabe… Los muchachos dicen las cosas con un aplomo que a mí se me engurruña el pellejo. Mire, Zebedeo, que Dios puede hacer esa maravilla y cuarenta más grandes que ésta. ¡Para algo es Dios, digo yo! Pedro, mi hijo, ¿y qué más pasó? Cuenta. Desayunaron con Jesús ¿y qué? ¿Qué les dijo?
Pedro – Lo que nos dijo… Bueno, digamos mejor, lo que “me” dijo. Cuando acabamos de desayunar habló claro y me dijo que de ahora en adelante yo era el jefe y que dispusiera de todo.
Santiago – ¡Eso no fue así, Pedro! ¡No revuelvas el agua para salir ganando!
Pedro – ¿Anjá? ¿Con que no fue así? ¿Y cómo fue entonces, pelirrojo?
Juan – Yo lo oí bien: Jesús te preguntó si podía contar contigo.
Pedro – Pues eso mismo, Juan. Y yo le dije: Pero, ¿cómo me preguntas eso? Tú sabes que sí. Claro que puedes contar conmigo. ¡Hasta la muerte, moreno! Y Jesús se puso contento, se le veía, porque él sabe que yo…
Juan – Claro que sabe que tú… Y por eso te lo volvió a preguntar otra vez. Lo mismo otra vez. Y otra vez. ¡Tres veces! Tres veces, ¿saben? Por algo sería…
Pedro – Bueno, está bien, tres veces, ¿y qué? No hay por qué andar sacando ahora los trapos sucios. Tres veces me preguntó y otras tres yo le dije que contara conmigo.
Rufa – ¿Y entonces, Pedro?
Pedro – Entonces, Jesús, que me conoce como si me hubiera parido, que sabe cómo soy yo por dentro y por fuera, me dijo: Tirapiedras, cuídame las ovejas, diles por dónde tienen que ir y venir, enséñales lo que tienen que hacer. En fin, ya ustedes saben…
Juan – Maldita sea, pero, ¿de qué entresijo te has sacado tú esos disparates, Pedro?
Pedro – ¡Me lo dijo Jesús! Me dijo que la voz de mando la tengo yo ahora.
Juan – ¡No! Te dijo que contaba contigo, que lo siguieras, pero no que nosotros te siguiéramos a ti.
Pedro – Para el caso es lo mismo. Yo delante y ustedes detrás.
Felipe – ¿Cómo que tú delante y nosotros detrás? Pero, ¿habrase visto un descaro más grande?
Pedro – Ningún descaro. Jesús me dejó el bastón de mando.
Tomás – Lo que te-te dejó fue una toalla de la-lavar pies.
Juan – Óyeme bien, narizón engreído, Jesús dejó dicho bien claro que en el Reino de Dios todos íbamos juntos y éramos iguales.
Pedro – ¡Juntos pero no revueltos!
Santiago – Y revueltos también, Pedro, que aquí nadie vale más que nadie, mujeres y hombres, niños y viejos, casados, solteros o viudos. Todos lo mismo. ¡Nadie delante, nadie detrás!
Pedro – Pero sí alguien arriba. Si no, ¿quién organiza esto, eh?
Felipe – Caramba con el tirapiedras, se quiere colar por cualquier lado…
Pedro – ¿Qué culpa tengo yo que Jesús se haya fijado en mí para este cargo? Jesús necesita un hombre de confianza, vamos a decir, un jefe. ¡Y ése soy yo!
Santiago – ¡El único jefe es Dios, Pedro, y todos los demás somos hermanos, y aquí no es cuestión de mandar, sino de empujar todos juntos! ¡Ábrete la sesera y entiéndelo de una vez!
Pedro – Pues yo no lo entendí así…
Juan – Pues entonces lo entendiste mal. Te equivocaste, Pedro.
Pedro – ¡No me equivoqué! ¡Yo no me equivoco!
Santiago – ¿Ajá? ¿Con que tampoco te puedes equivocar? ¡Al cuerno contigo, Pedro! ¡Esto es lo último que nos faltaba por oír!
Rufina – Pues yo que soy su mujer, he oído cosas peores, ¿saben? ¡Sí, eso es lo que le gusta a él, mandar y mandar y abrir la boca y que todos se callen!
Pedro – ¡Y tú la primera, Rufina!
Rufina – ¿Ven? ¿Ven lo que les digo? ¡Mucho bla-bla con la justicia, pero luego, en casa, peor que el rey Nabuco!
Pedro – ¡Que se calle le digo!
Rufa – ¡Pedro, mi hijo, baja esos humos, que así no hay Dios que te aguante!
Pedro – ¡Usted también se calla, suegra!
Simoncito – ¡Y usted también se calla, papá!
Pedro – ¡Mocoso del demonio! Pero, ¿qué está pasando aquí hoy? ¿Se han conchabado todos contra mí? ¿Qué quieren? ¿Bajarme de la silla para sentarse ustedes? ¿Eso, verdad, eso?
Juan – No, Pedro, no. Lo que queremos es que no haya silla. Ni silla ni trono ni primer puesto. Queremos sentarnos en el suelo, todos juntos, como Jesús nos enseñó, y poder conversar sin que nadie mande callar a nadie, ¿comprendes?
El tirapiedras se quedó enfurruñado un largo rato. Pero luego, como tenía tan buen corazón, hizo las paces con Rufina, su mujer, y con la suegra, y con nosotros. A Pedro, como a todos los que conocimos a Jesús, se nos hizo muy difícil comprender lo que él tantas y tantas veces nos repitió: que el enviado no vale más que el que lo envía, que el más grande entre nosotros tenía que hacerse como el más pequeño, y el primero como el último. Se nos hizo muy difícil, pero de Jesús mismo lo fuimos aprendiendo. Porque, ¿quién es más grande, el amo que está a la mesa o el criado que le sirve? El que está a la mesa, ¿verdad? Pues Jesús, que era el Maestro y el Señor, estuvo en medio de nosotros como el que sirve.
Juan 21,1-19
Notas
* En las orillas del lago de Galilea, en la zona de Tabgha, hay un muelle donde fue construida una iglesia con ladrillos de basalto negro, que conserva en su interior una piedra muy grande, a la que la tradición llama «mesa del Señor». La iglesia recuerda el encuentro de Jesús resucitado con sus compañeros, la comida que habrían tomado sobre esta «mesa» natural y la conversación con Pedro, en la que Jesús le confió el cuidado de la primera comunidad cristiana. Junto a la iglesia quedan aún unas escaleras de piedra que fueron parte del embarcadero que hubo en esta zona del lago en tiempos de Jesús.
* Ciento cincuenta y tres es una cifra formada por tres grupos de cincuenta, a los que se le añade el tres. Para Israel, el número 50 era sinónimo de madurez, de término (Pentecostés = 50 días después de Pascua). Y el 3 el número de la divinidad (Dios es el tres veces santo, a Abraham Dios se le aparece en forma de tres caminantes). En el relato pascual de la pesca, el fruto del trabajo de los apóstoles, representado por los 153 peces que capturaron, simboliza las primeras comunidades cristianas (cada grupo de 50), multiplicadas por la presencia de Dios en Jesús (el 3).
* Si el pastor simbolizaba en Israel al rey, al Mesías, al mismo Dios, el verbo «pastorear», cuidar a las ovejas, se usaba también en el sentido de «gobernar» (Salmo 78, 70-72), evocando al oficio de David antes de ser ungido rey. Jesús, tanto con su actitud como con sus palabras, cambió el significado del pastoreo como cambió el del señorío o el de la realeza. Ser pastor, ser rey, ser señor significó una sola cosa para Jesús: servir a Dios y al pueblo hasta dar la vida (Juan 15, 14-15). El relato con el que se cierra el evangelio de Juan, en el que Jesús confía a Pedro el cuidado de la comunidad, es una «lección» sobre el espíritu de equidad y de servicio que debe reinar en la comunidad cristiana si quiere ser fiel a Jesús, que con tanta insistencia proclamó la igualdad radical de todos los seres humanos ante Dios, única autoridad y único Padre (Mateo 20, 25-28; 23, 8-12).