133- UNA NOCHE DE DUDAS

Los vecinos y vecinas de Nazaret murmuran cuando saben del embarazo de María. José, su novio, primero se desespera, luego la recibe como esposa.

Abarrotada de peregrinos, Jerusalén esperaba con alegría la fiesta de la cosecha, ya próxima. Los once del grupo y las mujeres, reunidos por aquellos días en casa de Marcos, escuchábamos a María, la madre de Jesús, que iba sacando recuerdos de su memoria, como el que saca de su arcón cosas nuevas y antiguas.

María – Pueblo chico, infierno grande, así dicen. Y es verdad. Porque en Nazaret no se podía estornudar sin que todo el mundo se enterara del catarro. Claro, ya ustedes se pueden imaginar, éramos apenas unas veinte familias. Y aunque mi madre me había mandado a la otra punta del país para evitar habladurías, la lengua de los vecinos no se quedó quieta.

Vecina – ¿Que tú no sabes nada? ¡Ay, muchacha, pero tú estás en las nubes! ¡La hija de Joaquín! Sí, sí, la Mariíta ésa que parecía tan mosquita muerta.
Comadre – ¿Y qué pasa con ella, dime, cuéntame?
Vecina – ¿Qué pasa? ¡Que está como el pan! ¡Le echaron levadura y está creciendo la masa!
Comadre – ¡Bendito Señor, qué escándalo, qué poca vergüenza! Y mira que también el Joseíto ése no perdió tiempo, ¿eh?
Vecina – No, muchacha, qué va, a ése mejor tenerle lástima. “Si te ponen los cuernos, lararó, lararí…”

Murmuraban las mujeres y murmuraban también los hombres…

Vecino – Ya decía yo que esa morenita era demasiado alegre. Mucha risa, mucho baile, mucho juego y claro, ¡después viene el otro juego! ¡Ay, compadre, la juventud de ahora está perdida, se lo digo yo!
Compadre – ¡Y yo le digo a usted que si fuera hija mía le daba una tunda de palos que le dejaba el trasero más colorado que el Mar Rojo! ¡Es que esto es un relajo ya, compadre! En nuestros tiempos, una muchacha decente no se asomaba por la ventana ni se quitaba el pañuelo de la cara. Y usted ve ahora a estas mocosas que le enseñan a uno hasta el tobillo. ¡Y después no quieren que pase lo que pasa!
Vecino – ¡Así mismo es! Y yo pregunto, compadre, ¿qué ha dicho el novio? Porque tengo entendido que esa barriga no es suya. ¿Qué piensa hacer José? ¿Ya estará recogiendo piedras, ¿no es eso?
Vecino – Bueno, lo primero es que se entere. El pobre muchacho está en ayunas. Sí, sí, como lo oye. El José no sabe nada todavía…

Como siempre pasa, José fue el último en enterarse…

José – Pero, ¿qué está pasando aquí? ¿Tengo yo la lepra para que nadie se me arrime? Voy caminando y todos vuelven la cara. Voy al trabajo y una riéndose y la otra cuchicheando. ¡Maldita sea, ¿qué demonios pasa conmigo?
Vecino – Contigo no pasa nada, muchacho. La cosa es con ella, con tu novia.
José – ¿Con María? ¿Qué le pasa a María? Habla, di.
Vecino – Lo siento, José, pero tengo que decírtelo. El asunto apesta más que un queso rancio y mientras más tiempo pase, será peor.
José – Sin rodeos. Habla claro.
Vecino – Bueno, pues… que está esperando un hijo.
José – ¿Cómo has dicho?
Vecino – Que está preñada. Sí, así como suena. Y como todos sospechamos que tú no sembraste esa mata…
José – Pero no es posible, no es posible… Yo no puedo creer que María me haya hecho una cosa así.
Vecino – Pues créelo, muchacho. ¡Que si Noé no hubiera creído lo del diluvio, se lo hubieran comido los peces!
Boliche – ¡Al buen tiempo, José! ¿Y qué, compañero? ¿Ya te contaron el traspié de tu querida noviecita? ¡Ah, caramba, todas son iguales! ¡La que no cojea de una pata, cojea de las dos! ¡Ja, ja, ja!
José – ¡Cállate ya, Boliche!
Boliche – Pero no te preocupes, hombre, que también se la jugaron al pobre Oseas y, mira tú, ¡llegó hasta profeta!
José – ¡Si no te largas ahora mismo, te rompo las narices!
Boliche – Está bien, hombre, está bien. «Si te ponen los cuernos… »
José – ¡Vete al diablo, desgraciado!
Boliche – ¡Que él te acompañe!

¡Qué mal lo tuvo que pasar José! ¡Cada vez que me acuerdo de aquello me da como un remordimiento! Él me contó después que ese día se encerró en la casa y no quiso comer ni hablar con nadie.

Madre – José, hijo, ¿no vas a comer nada? José…
José – ¡No quiero nada! ¡Váyanse todos al infierno y déjenme en paz!

Estaba desesperado. Se tiró sobre la estera, cerró los ojos y trató de dormir.

José – ¡Descarada, ahora vas a saber quién soy yo! Muchas palabras bonitas y muchos arrumacos, ¡y ahora esto! Pero, prepárate, porque te voy a agarrar por los moños y te traigo aquí y te arrastro por la aldea. ¿O qué te crees tú? ¿Que por tu culpa voy a ser el hazmerreír del pueblo? Maldita sea, te voy a repudiar, te voy a llevar en cueros frente a la casa de tu padre y le diré al viejo Joaquín: quédese con ella, se la devuelvo, ¡no quiero basura en mi casa! ¡Para que aprendas a respetar, que cuando uno da una palabra, la da. Y yo te dije que me quería casar contigo y tú me dijiste que también y ahora… ahora…

José se mordía la lengua para que sus hermanos no lo oyeran llorar. Se apretó los ojos con los puños, pero las lágrimas le subían a la garganta como un río salado.

José – Me has roto el corazón, María, me lo has partido como un jarro de alfarero, que ya no tiene arreglo. ¿Por qué me hiciste esto? ¿Por qué si yo te quería, si yo te quiero desde cuando jugábamos en la colina, si tú eres lo único que me da ganas de vivir, si yo no me he fijado nunca en ninguna muchacha. Sólo en ti, María. ¿Y qué voy a hacer ahora? Me largaré de aquí, donde nadie sepa quién diablos soy y… y ya encontraré otra mujer. ¿O qué te crees tú? ¿Que eres la única? Pues mira, hay muchas muchachas más bonitas que tú, ¿me oyes? Y que saben cocinar mejor, para que te vayas enterando…

José dio media vuelta en la estera, se arrebujó en la manta y trató de dormir. Pero el sueño se le escapaba como agua entre las manos.

José – No, yo no puedo irme sin verte antes. Tengo que verte, aunque sea para que me digas lo que ya sé. Anda, sé valiente y dímelo tú, mirándome a la cara. ¡Sí, sí, tengo que verte!

José se sentó en la estera. A pesar de la brisa de la noche, tenía la frente bañada en sudor.

Madre – ¿Te pasa algo, José, hijo?
José – No, mamá, nada, que no tengo sueño…

Se ahogaba. No cabía en la casa. A tientas se levantó, se echó encima la túnica y, sin despedirse de su madre, abrió la puerta y se fue. No llevaba alforja ni bastón y el camino era muy largo. Pero no le importaba. Tenía que llegar cuanto antes a Ain Karem, donde yo estaba viviendo aquellos meses. Después de dos días de camino, llegó a los montes de Judá y vio a lo lejos la aldea. Se detuvo. El corazón le traqueteaba en el pecho. Respiró hondo y apuró el paso hasta la casita de mis tíos. Yo lo vi llegar…

José – ¿No es aquí donde vive…?
María – ¡José!
José – ¡María!

José se quedó pasmado en el marco de la puerta, frente a mí, con los ojos clavados en mi vientre ya crecido.

María – José, ¿qué haces tú aquí?
José – Vine a verte.
María – Pues… ya me estás viendo.
José – Sí, ya veo… ya veo…
María – Estoy esperando un hijo, José.
José – Y yo estoy esperando una palabra tuya, María. Después… después me iré y nunca más sabrás de mí.

Tía Isabel apareció enseguida. También ella había visto llegar a José…

Isabel – ¡Tú no te vas a ningún lado! ¡Y antes de ponerse tan sombrío, salude a la gente! ¡Caramba con estos jóvenes de ahora! Llegan a tu casa y como si una fuera un saco de harina. Tú eres José, ¿verdad? Estoy segura, se te ve en la cara. ¿Y qué? ¿De visita por aquí?
José – Bueno, sí, señora, yo… yo vine a hablar algo con María…
Isabel – Algo y mucho. Pero para hablar tendrán tiempo después. Ahora ven, para que te laves los pies y comas algo.
José – No, señora, yo no quiero molestar, yo…
Isabel – Vamos, muchacho, no disimules, que tienes unas ojeras más grande que los pliegues de mi túnica. Y no debes haber comido nada caliente desde que saliste de Nazaret, ¿verdad? Vamos, entra. Ahora llamo al viejo. ¡Zacarías, ven para que conozcas al novio de Mariíta! Vamos, muñeco, tranquilo… Juanito… ¿Es mi hijo, sabes? Ayer cumplió un mes. Y no es porque sea mío, pero dímelo tú, José, ¿no es más bonito que un querubín?

¡Qué bien se portó tía Isabel con José! Lo hizo entrar en la casa, le preparó un guiso, lo puso a descansar en el cuartito del fondo. Después, tío Zacarías le enseñó la huerta y una crianza de gallinas que tenía junto al pozo. Entre los dos le ensancharon el corazón. Y luego, cuando el sol ya iba bajando, en esa hora de la tarde en que todo vuelve a la calma, en que todo se ve con más serenidad, José y yo nos sentamos a conversar, junto a un olivo verde del patio.

María – Pues… no sé por dónde empezar.
José – Pues… yo tampoco.
María – ¿Qué han dicho de mí en la aldea?
José – Bah, tonterías. Sólo saben darle a la sin hueso.
María – ¿A la qué?
José – A la lengua, María. Por eso se mueve tanto.
María – Dime, José… ¿tienes más confianza en lo que yo te diga que en lo que te hayan dicho tus amigos?
José – ¿De… de quién es el niño?
María – No lo sé.
José – ¿Cómo que no lo sabes?
María – No lo sé, de veras. Mira este árbol… Yo no sé quién lo ha sembrado, pero a cuánta gente no le habrá dado sombra, ¿verdad?
José – Si no te explicas mejor…
María – José, tampoco a una flecha le pregunta uno de qué arco salió sino a dónde se dirige en su vuelo. Escucha, antes de venir aquí, yo fui a hablar con el abuelo Isaías…

Le conté todo a José, desde el principio. Y él me escuchó en silencio, sin pestañear. Después, puso sus ojos sobre los míos, me agarró fuerte las manos y se quedó un buen rato así, callado.

José – ¿Por qué no me lo dijiste antes, María?
María – Porque… porque tenía miedo. He pasado mucho miedo, José.
José – Y yo, mucha rabia, ¿sabes?
María – Tía Isabel me ha ayudado mucho, me aconsejó.
José – Pues yo me comí lo mío solito.
María – Dime, José, ¿tú crees lo que yo te he dicho? ¿Me crees, José?
José – Te quiero, María. Te quiero y… y si tú dices que en este asunto está la mano de Dios, pues ya veremos a dónde nos va llevando. Mira, María, sea lo que sea, tú eres mi novia y me casaré contigo y ¡que salga el sol por donde salga! Y ese niño, pues… ¡como si fuera mío, caramba!
María – ¡José, qué bueno eres!
Isabel – ¡Y dilo, muchacha, que gente tan buena ya no se ve por estos rincones!
María – Tía, ¿qué hace usted ahí?
Isabel – Bueno, al fin y al cabo, ésta es mi casa. ¿Con que pronto tendremos boda, no?
José – Pues sí, doña Isabel. María y yo nos vamos a casar pronto. Así que, a recoger las cosas, que mañana mismo nos ponemos en camino al norte.
María – ¿A Nazaret? ¿Y qué dirán allá cuando nos vean llegar y…?
José – Que digan lo que quieran, a nosotros qué más nos da, ¿verdad, doña Isabel?
Isabel – Claro que sí, muchacho. ¡Que gasten saliva! Lo que importa son ustedes dos y la criatura. Oye, y a propósito, ¿qué nombre le van a poner, Mariíta?
María – Pues no sé, tía, a la verdad no lo hemos pensado aún.
José – ¡Bueno, ya que otra cosa no, por lo menos que me dejen a mí ponerle el nombre! Mira, si sale niña, le pondremos como tú, María. Y si sale varoncito, pues le pondremos… Jacob. Eso, que fue un gran valiente. No, mejor Jesús, como el que entró al frente del pueblo en la tierra prometida. ¡Eso, Jesús, un nombre de libertad!

Y al día siguiente, tempranito, nos pusimos en camino hacia Galilea. Los vecinos de Nazaret, cuando nos vieron llegar juntos, se reían. Se reían de mí y, sobre todo, de José. Pero José no se dejó achicar por eso y comenzó a preparar la boda como si nada hubiera pasado. A los pocos días…

Rabino – José, recibe a María como esposa tuya, según la ley de Moisés. Ámala, cuídala, sé fiel a la palabra que hoy has dado delante de todos nosotros, y que el Señor nuestro Dios te bendiga con muchos hijos y que alguno de ellos llegue a ser el Mesías que tanto necesitamos.
Todos – ¡Amén, amén!
Vecino – ¡Que vivan los recién casados!
Vecina – ¡Para que sean felices y tengan muchos hijos!
Boliche – ¡Y para que otra vez no se den tanta prisa!
Vecino – ¡Vamos, que empiece la música, que empiece el baile, y que la fiesta dure hasta el amanecer!

Mateo 1,18-24

 Notas

* En los desposorios o esponsales quedaba formalizado el matrimonio, aunque éste no se hubiera consumado ni existiera aún el contrato matrimonial, que sólo se establecía con la boda propiamente dicha. Pero el muchacho y la muchacha desposados y fue el caso de José y María se consideraban ya esposo y esposa. Hasta el punto, que si moría el joven, se consideraba viuda a la mujer a efectos legales. Y si era descubierta en adulterio, se la condenaba a muerte por apedreamiento. También si el hombre quería podía repudiarla presentando contra ella el libelo de divorcio. Todo, como si estuvieran ya ligados por el compromiso matrimonial. Al tener noticia del embarazo de María, a José se le presentaban varios caminos. El de repudiarla divorciarse de ella, rompiendo los desposorios alegando cualquiera de las razones que la ley le ofrecía por ejemplo, algún defecto que hubiera descubierto en María, físico o moral. El de denunciarla como adúltera, infiel a la palabra dada, con lo que María podía ser matada a pedradas por los vecinos de Nazaret. O el de huir de la aldea, quedando ante sus vecinos como un cobarde que no cumple con su esposa y más tarde, por el estado de María, convertirse en el hazmerreír de todos sus paisanos.

* Para resolver las terribles dudas que tuvo que experimentar José antes de aceptar a María como esposa, sabiéndola ya embarazada, el evangelista Mateo hizo intervenir en su relato a un ángel que habla a José en sueños y le da fuerza para decidir. En la Biblia, el ángel es siempre un mensajero de Dios, que trae a los seres humanos un mensaje positivo. En su relato, Mateo buscó especialmente que sus lectores judíos relacionaran a José de Nazaret con el patriarca José, uno de los doce hijos de Jacob. En Egipto, mil años antes, José había tenido sueños en los que Dios le revelaba lo que le iba a ocurrir a él, a sus hermanos y a su pueblo, en los momentos en que comenzaba la esclavitud de Israel en Egipto. También interpretó José los sueños del faraón (Génesis 37, 5-11; 40, 1-15, 41, 1-36).

* Pasados los siete días que solían durar las bodas, lo más ordinario era que la esposa fuera a vivir con su esposo a la casa de la familia de éste. Sobre lo que hicieran José y María no existe ningún dato. Sí se conserva en Nazaret la pared trasera de una cueva de piedra, que desde el siglo II se venera como la «casa de María», en donde quizá viviría la familia durante todos aquellos años. Este trozo de cueva está hoy en el interior de la Basílica de la Anunciación, amplísimo templo edificado en la ciudad. Es un recuerdo de probada autenticidad histórica.