136- UN NOMBRE DE LIBERTAD

A los ocho días, el rabino de Nazaret circuncida al hijo de María. José le pone por nombre Jesús. Y comienza la fiesta.

María – Pues sí, la verdad es que los salmos antiguos tienen razón cuando dicen que al ir se va triste, y al volver, se viene cantando. Porque miren, cuando viajamos a Belén, José y yo íbamos protestando y quejándonos por el lío aquel del censo que les conté. Y luego, cuando emprendimos el camino de regreso a Nazaret, ¡veníamos tan alegres por el recién nacido que traíamos en brazos!

Faltaban pocos días para Pentecostés, la fiesta grande de la cosecha. Sentados en el suelo, en el piso alto de la casa de Marcos, escuchábamos a María, la madre de Jesús, mientras ella rebuscaba en su memoria y nos contaba los primeros recuerdos de la vida de su hijo.

María – Uy, si hubieran visto el alboroto que se armó cuando llegamos con Jesús a la aldea. Bueno, con el niño, porque aún no tenía nombre, que todavía no lo habían circuncidado.

Ana – ¡Ay, qué cosita linda, señores, qué pimpollo de rosa, tan gordito!
Joaquín – Pues yo lo encuentro un poco flacucho, Ana, ¿no te parece?
Ana – Pero, ¿qué quieres tú, Joaquín? ¿Qué a una semana de nacido tenga los molletes de Sansón? Ahora hay que criarlo. María, mi hija, mucha teta primero, muchos garbanzos después.
Joaquín – ¡Y ponerle al sol, que el calor le hace bien a los muchachos!
Ana – ¿De dónde te sacas eso tú, Joaquín? ¡Ay, qué hombre tan bruto éste! ¿Cómo vas a poner al sol a una criaturita tan tierna? Además, dime, ¿para que quiere más si está morenito como un pan sacado del horno? ¡Así me gustan a mí los muchachos, caramba, y no esos otros que nacen blancuzcos como las ranas! ¡Ay, mi morenito lindo, dale un besito a tu abuela!

Mis padres estaban contentísimos y llenos de orgullo con el nieto. Y a los vecinos les faltó tiempo para venir a felicitarnos y también a fisgarle las narices al niño y averiguar a quién se parecía, ya ustedes se imaginan por qué.

Boliche – ¡Epa, déjeme echarle un vistazo al paisanito, a ver si está bien fabricado!
Susana -¡Caramba contigo, Boliche, que me estás apeñuscando!
Boliche – Bueno, compadres, yo lo que quiero saber es por qué nombre va a responder este angelito. Ustedes, los abuelos, ¿qué dicen? ¿Cómo se va a llamar el niño?
Ana – El abuelo no sé qué dirá, pero la abuela se soñó anoche con una paloma blanca y bellísima, una paloma que venía bajando del cielo…
Boliche – Y que traía una ramita de olivo en el piquito, como dice la historia.
Ana – Bueno, yo no sé si traía olivo o mejorana, pero sí sé que vino volando la paloma y se posó en la cabeza del niño.
Vecino – ¿Y qué quiere decir ese sueño, doña Ana?
Ana – Pues mira tú, si este niño hubiera sido hembrita, como era mi deseo, le pondríamos por nombre Paloma.
Boliche – Pero nació macho. Entonces… ¡Palomino!
Joaquín – ¡Qué Paloma ni Palomino! Yo digo que los hijos deben seguir el buen sendero de los padres… o de los abuelos.
Susana – Es decir, que don Joaquín quiere que se llame como él.
Boliche – Sí, hombre, a ver si se le pega algo de su tacañez… ¡digo, de su honradez!
Vecino – Pues yo, con el perdón de ustedes, y viendo cómo están los tiempos, que están malos, yo le pondría un nombre romano. Algo como Julio… o Aurelio. Sí, ustedes dirán lo que quieran, pero así, cuando empiece la escabechina contra nosotros a lo mejor a éste lo confunden y se salva.
Boliche – ¡Bah, cállate la boca, cobarde vendepatria! Y olvídate de eso, que cuando se desenvainen las espadas, aquí no se va a salvar ni Dios. No, no, nada de nombres romanos. Yo tengo una idea mejor. Que se llame… Casimiro.
Susana – ¿Cómo dijiste?
Boliche – Casimiro.
Joaquín – ¿Y se puede saber, Boliche, por qué quieres ponerle un nombre tan extrañísimo?
Boliche – Bueno, pues… Casimiro. Porque yo he estado haciendo mis averiguaciones y “casi-miro”, ¡pero no acabo de “ver” quién es el papá de esta criatura!

Cuando Boliche dijo aquella impertinencia, José le saltó encima como un gato furioso.

José – ¡Te rompo la cara! ¡Te destripo!
Hombre – ¡Sepárenlos, sepárenlos!
Ana – ¡Demonio de muchachos, no respetan ni a las mujeres recién paridas! ¡Ea, largo de aquí todos! ¡Fuera, fuera! Las visitas en otro momento, que esta hija mía viene muy cansada del viaje. ¡Hace solamente una semana que dio a luz!
Joaquín – En eso, en eso mismo estaba yo cavilando, mujer, que ya mañana se cumplen los ocho días y todavía no hay nada preparado. Eh, José, ¿qué dices tú? Vamos, hombre, olvídate de esa zanganada de Boliche. A la palabra del necio, el oído del sordo.
Ana – Lo que dice Joaquín, que en vez de estar charlataneando, hay que ponerse a trabajar. Vamos, las muchachas a ayudarme en la cocina. Y tú, Mariíta, recuéstate un rato, hija.
Joaquín – Pues yo voy ahora mismo a avisarle al rabino. Que mañana hay que circuncidar a este morenito. Y, llámese como se llame, lo que importa es que ya pronto va a formar parte de los hijos de Abraham.

Con los preparativos de la fiesta, a José se le pasó el disgusto. Y al día siguiente, el octavo, según la costumbre, fue la circuncisión. Todo Nazaret estaba allí, desde luego. Venían a darnos la enhorabuena y también a probar las rosquillas de miel que mi madre había preparado. El patio de casa se llenó de vecinos. José había puesto guirnaldas de flores de una tapia a otra. También mandó llamar a los dos viejos que sabían tocar los tamborcitos.

Vecino – ¡Ahí viene el rabino! ¡Ea, la madre que se vaya preparando!
Susana – ¡María, María!
Joaquín – El que se tiene que preparar es el niño, que el tajo se lo van a dar a él.

En aquel tiempo, el rabino Manasés todavía tenía dientes y buena vista y hablaba bonito de las cosas de Dios. Todos en Nazaret lo queríamos mucho. Él era el que enseñaba a leer a los niños en la pequeña sinagoga de la aldea y el único que recordaba los antepasados de cada familia del pueblo.

Rabino – ¡La paz con todos!
Varios – ¡Y con usted, rabino!
Rabino – ¡Uff! ¡Qué sofoco que traigo!
Joaquín – Vamos, Manasés, échese un trago y así se refresca el gaznate antes de hablar.
Rabino – Gracias, Joaquín. Ahhh… Bueno, ahora vamos a lo que vamos. A ver, ¿dónde está la criatura?
Ana – ¡Un momento, rabino, que le estamos cambiando la ropita! ¡Vaya por Dios, qué muchacho este tan meón!

Al poco rato, salí yo de la casa llevando al niño en brazos.

Susana – ¡Que viva el niño y la madre que lo parió!

Me senté en una esquina del patio, sobre un taburete y le di de mamar a mi chiquito para que no hiciera bulla y dejara hablar al rabino.

Rabino – Bueno, vecinos, hoy es un día feliz para todos, ¿verdad? Desde hoy vamos a tener una estrella más en el cielo y un grano de arena más en la playa, que ésa fue la promesa de Dios a Abraham. Porque este niño, hijo de María y de… bueno, dejemos eso ahora. Este niño, digo, va a ser uno más del pueblo elegido por Dios. Como ustedes saben, vecinos, el Dios de Israel hizo con nuestros padres una alianza. Eso fue hace muchos años. Pero desde entonces, sin fallar ni uno, todos los israelitas hemos llevado en nuestra carne la marca de esa alianza. Y ahora vamos a circuncidar a este recién nacido para que también él pueda llamarse hijo de Abraham.

Yo me levanté y le entregué el niño al rabino que lo cargó y lo puso sobre sus rodillas cubiertas con un paño blanco.

Rabino – A ver, tráiganme acá el cuchillo… ¡Y usted, sin rechistar, a portarse como un valiente!

José le pasó un cuchillo de pedernal y el rabino con mucho cuidado cortó un poco de la piel que le cubre el miembro a los niños. La sangre empapó la toalla. Entonces el rabino pegó su boca a la herida y chupó en ella con fuerza para contenerla.

Rabino – Bueno, ya está.

Con un trapo limpio le vendó la pequeña herida. Jesús lloró mucho.

Rabino – Ea, ustedes, las muchachas, guarden el pellejito. ¡Y ya saben, para las estériles no hay mejor medicina!
María – Vamos, mi niño, vamos, ya pasó. Vamos… Sana, sana, culito de rana.
Rabino – ¡Y a propósito, todavía no me han dicho cómo se va a llamar este pichón de judío!
Ana – Bueno, rabino, yo dije que le pusieran…
Joaquín – Déjalo ya, Ana, que eso no te toca a ti. Se acabaron las discusiones. Tú, José, tú tienes la última palabra.

José se adelantó con una sonrisa grande y mojó sus dedos en la sangre de la herida del niño.

José – Se llamará Jesús.

Y con la sangre escribió las letras del nombre de Jesús sobre la piedra de ángulo de nuestra casa.

Rabino – ¡Jesús! Sí, es un nombre bonito. Pues así te llamarás: ¡Jesús, que quiere decir Liberador! Vecinos: ya este muchacho está circuncidado como Dios manda y tiene su nombre, ¡un nombre de libertad! Y ahora, hijos, siéntense y escúchenme. Como cada vez que repetimos la señal de la alianza, debemos recordar también la historia de los que la sellaron con esta misma tradición. Y ustedes, los mocosos, abran bien las orejas, que ustedes tendrán luego que contar todo esto a sus hijos y a sus nietos, y decirles de dónde venimos y quiénes somos.

Todos se pusieron en cuclillas rodeando al rabino Manasés que nos miraba con sus ojos perdidos en el recuerdo…

Rabino – Verán, hijos, la cosa empezó en el país de los caldeos, con Abraham, aquel viejo pastor a quien Dios llamó y le prometió un hijo. Sara, su mujer, que también era vieja y ni la regla tenía ya, se rió. Y por eso, le pusieron Isaac al varoncito que les nació. Isaac, que eso quiere decir, “hijo de la risa”, que luego se casó con Rebeca y tuvo a Jacob, el padre de los doce hijos que poblaron esta tierra. Uno de ellos, Judá, se enredó con una tal Tamar, medio putica ella, que tampoco todo lo que trae nuestro río es agua limpia. Bueno, de Tamar nació Farés, y de Farés, Esrón. Esrón engendró a Arán, y Arán a Aminadab, que fue el padre de Nasón, que fue a su vez el padre de Salmón. Resulta que Salmón también resbaló con una llamada Rajab. Esta sí, ésta era puta entera. Pero Dios hace sus cosas, porque, vean ustedes, de ella nació Booz que fue el que se compadeció de Rut, la moabita. Ahí tienen ustedes, una extranjera. Eso lo digo para los que se las dan de llevar sangre pura. No, hijos, que aquí todos estamos muy revueltos y el que no tiene lunares por el padre los tiene por la madre. Bueno, volviendo a Rut, les decía que engendró a Obed. Y este Obed fue el padre de Jesé y el abuelo del gran rey David, ¡bendito sea su nombre!
Todos – ¡Bendito sea!
Rabino – Ay, hijos, los caminos de Dios tienen sus vericuetos, porque, vean ustedes, David fue un gran guerrero, un gran valiente, con una sola debilidad: las mujeres. Pues eso, que se trincó a Betsabé, la mujer de Urías. Y de aquel gran pecado salió nada menos que el gran sabio Salomón. Por eso, no pierdas la esperanza, María, Dios ya se inventará algo grande con tu hijo, sea de quien sea… Ejem… Bueno, sigamos con nuestra historia familiar. Sucede que Salomón tuvo un hijo, Roboam. Y Roboam tuvo a Abiá y Abiá a Asaf. Asaf engendró a Josafat y Josafat a Jorán y Jorán a Ozías. Ozías engendró a Joatán, Joatán a Acaz, Acaz a Ezequías, Ezequías a Manasés, Manasés a Amón, Amón a Josías, Josías a Jeconías… Ahh…
Vecino – Espérese, espérese, rabino, no corra tanto…
Rabino – … y los hijos de Jeconías fueron a parar a Babilonia.
Ana – Pues, vamos, descanse un rato en Babilonia y tómese un poco de vino para que coja impulso.
Rabino – Gracias, mi hija, gracias… Ahh… Bueno, ¿dónde nos quedamos? En Jeconías, ¿no es eso? Pues resulta que después que nuestros abuelos lo pasaron tan mal allí junto a los canales de Babilonia, al fin pudieron regresar a esta tierra de nuestras promesas. Y entonces Jeconías engendró a Salatiel. Salatiel a Zorobabel y Zorobabel a Abiud. Este Abiud fue el padre de Eliazín, que tuvo un hijo llamado Azor, que fue el padre de Sadoc. Ya seguramente a los más viejos de la aldea les suena el nombrecito porque el tal Sadoc fue el padre de Oquín, y Oquín el de Eliud, y ustedes saben el resto porque Eliud viene siendo el bisabuelo de acá, de don Jacobo, el padre de José, pasando por Eleazar y Matán, que en paz descansen. Y José, hijo de Jacobo, se casó con Mariíta, la tercera de las hijas de Joaquín, y es la madre que parió a este morenito a quien hoy hemos circuncidado y hemos puesto el nombre de Jesús.
Susana – ¡Caracoles, rabino, qué buena memoria tiene usted! ¡Que Dios se la bendiga!
Rabino – Ay, hija, que Dios nos eche la bendición a todos. Y en especial a este muchachito. Ea, José, cárgalo tú ahora. En nombre de la comunidad yo te entrego a este nuevo israelita.

José se acercó al rabino, tomó al niño con sus manos fuertes y callosas y lo levantó en medio de todos. Me acuerdo que era mediodía y el sol brillaba mucho.

José – Jesús, hijo, ahora no entiendes lo que te digo porque eres muy chiquito. Bueno, para eso tu madre y yo te hemos puesto un nombre, para llamarte siempre por él y que tú no olvides nunca lo que esperamos de ti. Jesús, que seas un hombre libre ¡y que ayudes a nuestro pueblo a conquistar su libertad!

José me entregó al niño y se volvió a todos los vecinos. Estaba radiante de alegría.

José – ¡Y ahora, a cantar y a bailar todos! ¡Que suenen las flautas y repiquen los tamborcitos!
Ana – Sí, ustedes a su festejo. Y éste, a mamar, que si le quitaron el prepucio, que al menos le den la teta. ¿No es verdad, corazón mío?

Mientras los vecinos comenzaron la fiesta, yo me senté en el taburete con Jesús. Sí, era verdad, del tronco de José había salido un retoño, un brote nuevo de las raíces de nuestro pueblo. Había nacido un niño, un hijo se nos había dado. Y se llamaba Admirable Consejero, Dios Fuerte, Padre Fiel, Príncipe de la Paz.

Mateo 1,1-17; Lucas 2,21 y 3,23-38.

 Notas

* La circuncisión consistía en cortar el prepucio, tejido que cubre el glande del miembro masculino. Se hacía con un cuchillo de piedra afilada. Esta costumbre la han practicado y aún practican muchísimos pueblos, entre ellos el propio pueblo judío. Es posible que Israel la aprendiera de los egipcios. En muchos pueblos se circuncida en la adolescencia, como un rito de iniciación a la vida sexual. En Israel es, sobre todo, un símbolo de la alianza hecha entre Dios y el pueblo y un signo de que el israelita se incorpora a la comunidad, de la que forma parte como hijo de Abraham (Génesis 17, 1-27). En tiempos de Jesús, se circuncidaba al niño a los ocho días de nacido y en ese momento se le imponía el nombre.

* Jesús es la forma griega del nombre hebreo que sonaba Yeshua y que primitivamente tuvo la forma Yehoshua. Significa “Dios libera”. Fue uno de los nombres de persona más populares entre los israelitas durante siglos. Lo llevó Josué, el líder que sustituyó a Moisés al morir éste y que entró con el pueblo de Israel en la Tierra Prometida.

* Para Israel, como para todos los pueblos orientales y para la mayoría de las antiguas culturas, el nombre no es sólo lo que distingue a una persona de otra, sino que indica la más profunda personalidad del individuo. El nombre hace a la persona, indica quién es, cuál es su destino. Imponer un nombre a un niño tenía enorme significado. No era un mero trámite ni un simple gesto social. Este modo de entender qué es el nombre explica la reverencia de los israelitas al pronunciar el nombre de Yahveh, el nombre de Dios. Creían que, de alguna forma, con el nombre se hacía presente a quien lo llevaba. También se entendía que decir a otra persona el nombre propio era una señal de gran confianza. Por esto, no se decía el nombre al principio de establecer una relación, sino cuando ya había un cierto conocimiento y afecto. Se creía también que quien conocía el nombre de otro tenía poder sobre él. Cuando Dios reveló a Moisés su nombre le estaba revelando quién era Dios y cuando en el último libro de la Biblia se promete para el Reino de Dios “un nombre nuevo” (Apocalipsis 2, 17), se promete el ser “hombres nuevos”.

* Al ser circuncidados, los niños en Israel recibían nombres de tipo profano o religioso. Los profanos eran nombres de animales (Raquel = oveja), (Débora = abeja), de cosas (Rebeca = lazo), que indicaban la alegría de los padres por el niño (Saúl = el deseado), (Noemí = mi delicia), que hacían referencia a alguna cualidad del pequeño (Ajab = semejante a su padre), (Esaú = velludo), (Salomé = sana). Los nombres religiosos combinaban varias palabras para indicar cómo los padres creyentes representaban la relación que Dios iba a tener con el niño o la niña o lo que de Dios esperaban para él o para ella. Son nombres que reconocen la acción de Dios (Jeremías = Dios consuela), indican agradecimiento (Matatías = regalo de Dios), proclaman cómo es Dios (Elí = Dios es grande).

* Por la genealogía, cada familia israelita indicaba de dónde venía, a cuál de las doce tribus pertenecía su linaje. Así demostraba por cuál rama estaba entroncada en el pueblo de Dios. La relación con la tribu de Judá fue la que dio origen al mayor número de árboles genealógicos. Y dentro de la tribu de Judá, la de la familia de David. Es comprensible, porque aquel rey había marcado la historia del pueblo. Hasta unos cien años antes de Jesús se elegía siempre entre los miembros de esta familia al jefe civil del Senado de Israel. La esperanza mesiánica estaba ligada a los descendientes de la familia de David y quien tuviera sangre de su familia real buscaba demostrar tan destacado origen.

* Al escribir el evangelio, tanto Mateo como Lucas elaboraron genealogías con las que quisieron demostrar el origen davídico de Jesús y dar con ello una “prueba” de que era el Mesías. La genealogía se establecía siempre en relación a los antepasados del padre y no a los de la madre. José era quien pertenecía a la familia de David, y no María. Lucas elaboró su genealogía partiendo de Jesús hacia arriba, hasta llegar al mismo Adán. Mateo la elaboró en forma inversa, comenzando con Abraham. Las dos genealogías corren parejas desde el patriarca Abraham al rey David, pero después ya son distintas. Mateo la continúa por Salomón y Lucas por Natán, los dos hijos de David. En algunos puntos vuelven a coincidir. Con los antepasados de Jesús que presentan ambas genealogías no se busca dar datos exactamente históricos. Hay en ellas errores, omisiones. Y también hay teología. Incluso en el número de las generaciones que se cuentan, los evangelistas juegan con símbolos numéricos.

* En la genealogía de Mateo aparecen varias mujeres. Ninguna en la de Lucas. Mateo, al incluirlas, como al incluir a otros antepasados, está haciendo a la vez historia y teología. Jesús aparece como miembro de una historia «impura» en cuanto a la raza, la sangre y el origen. Mateo incluye extranjeros y mujeres de moral «dudosa». La ascendencia de Jesús se inicia con Abraham, un idólatra convertido, y pasa por todas las clases y tipos sociales: patriarcas nómadas, esclavos en Egipto, reyes, soldados, gente sin ningún relieve, Tamar -mujer astuta y hábil (Génesis 38, 6-26); Rut, una extranjera emigrante (libro de Rut); Rajab, la prostituta (Josué 2, 1); Betsabé, adúltera con David (2 Samuel 11, 4). Los dos evangelistas, cada uno a su estilo, construyeron una historia llena de baches, de «manchas», de saltos. Esa fue la historia de Jesús, como suele ser la historia de cada uno de nosotros. No hay en Jesús, por más que fuera descendiente de la familia real de David, ninguna “sangre azul” sino la roja sangre del común de los mortales.