138- UN VIEJO CON ESPERANZA
José y María suben al Templo de Jerusalén, según la costumbre, para consagrar a Dios a su primogénito. Simeón y Ana bendicen al niño Jesús.
La explanada del Templo de Jerusalén estaba repleta de vendedores. Desde muy temprano balaban las ovejas, revoloteaban las palomas y los peregrinos, que iban llegando por miles a la capital para celebrar la fiesta de Pentecostés, subían la escalinata para ofrecer sus primicias ante el Señor. Recuerdo que en aquellos días de espera, María, la madre de Jesús, nos contó cuando José y ella también subieron al Templo llevando al recién nacido, según la costumbre de mis paisanos de consagrar a Dios todos los primogénitos.
María – Como el niño nació varón, había que cumplir con la ley de ofrecerlo a Dios, que así es que está mandado. En fin, que a los cuarenta días del parto, vuelta a viajar al sur. Ya me sabía yo el camino con los ojos vendados. Después de tres jornadas llegamos a Jerusalén, que entonces no estaba como ahora tan moderna y con tanto barullo. Descansamos en una posada que tenían unos galileos, creo que por Siloé, y después fuimos al Templo.
Vendedor – ¡Cambio moneda, cambio moneda! ¡Griega y romana, las cambio!
Vendedora – ¡Al rico pastel! ¡Al rico pastel!
Vendedor – ¡Agua bendita, para limpiar la llaga grande y la chiquita!
Vendedor – ¡Ea, paisana, no se vaya, venga y mire, que por mirar no se cobra!
María – Ay, José, fíjate en estos pañuelos, qué bonitos.
Vendedor – ¡Y de lana fina! Póntelo, muchacha, ya verás qué bien te cae.
María – Aguántame un momento al niño, José.
Vendedor – Eso es… Ni mandado hacer para ti.
María – ¿Te gusta, José?
José – A mí no, pero si a ti te hace gracia… A ver, mercachifle, ¿cuánto cuesta el pañuelo, dime?
Vendedor – Barato, barato… Tantéelo, amigo, vea, ¡lana fina de Damasco!
José – Que cuánto cuesta te dije.
Vendedor – Un denario y se lo lleva puesto la señora.
José – ¿Un qué? ¿Un denario por este trapo viejo? Pero, ¿tú nos has visto a nosotros cara de bobos? Vamos, María, ¡quítate eso y vámonos!
María – ¡Ay, José, es que es tan bonito!
Vendedor – Regáleselo a su amada, que con un pañuelo así conquistó el rey David a Betsabé.
José – Pues la mía ya está conquistada y no me hace falta. Deja eso, anda, y agarra al niño. ¡Caramba con estas mujeres, se les antoja todo lo que ven!
Según la ley de Moisés había que ofrecer todos los primogénitos al Señor. Y ya ustedes saben que el precio del rescate era de una oveja o un ternero si los padres eran ricos. Y si eran pobres, como nosotros, pues dos pichones.
José – A ver, viejo, que necesito comprar dos pichones.
Simeón – Pues aquí los tienes, muchacho. No busques más.
Era un viejo como de cien años. Me acuerdo que no tenía cejas ni dientes, y estaba muy arrugado ya como la hoja de la higuera en otoño. Junto a una columna tenía amontonadas varias jaulas de paloma.
José – Dame aquellas dos… Sí, la negra y la otra. Eso es. ¿Cuánto te debo, viejo?
Simeón – Dos pichones, cuatro ases.
José – ¿Cuatro qué?
Simeón – Dos pichones, cuatro ases.
José – ¡Al diablo con ustedes los de la capital! ¿Se creen que porque venimos del norte nos pueden esquilmar así como así?
María – ¡Ay, José, por Dios bendito, no empieces otra vez!
José – Yo no empiezo, María, son estos tramposos que quieren aprovecharse de que uno es campesino.
Simeón – Pero fíjate, muchacho, son unas lindas palomas.
José – ¡Lindas palomas! ¡Ja! Ésta sin plumas y la otra con moquillo. ¡Anda, viejo zorro, toma un as y me las llevo!
Simeón – ¿Cómo has dicho? ¿Un as? De ninguna manera. Dos pichones, cuatro ases.
José – ¡Maldita sea, pero que…!
María – José, te lo suplico, ¡no pelees tanto! Dale el dinero y vámonos que se nos va a hacer tarde.
José – Pero, ¿tú eres tonta, María? ¿Cómo voy a pagarle cuatro ases por estos pajarracos? ¡Como que me llamo José que no subo más de un as!
Simeón – ¡Como que me llamo Simeón que no bajo de cuatro ases!
José – Pues entonces, adiós, viejo ladrón, y métete tus pichones…
María – ¡José, por favor!
José – …que los metas otra vez en la jaula, digo. ¡Adiós!
Simeón – Espérate, paisano, no te vayas. ¡Caramba con estos galileos, qué genio se gastan!
José – ¿Qué quieres ahora?
Simeón – Tampoco hay que ponerse así, hombre. Mira, porque tienes una linda mujercita, anda, toma, llévate otro más por el mismo precio.
José – ¿Cómo has dicho?
Simeón – Que te dejo tres pichones por los cuatro ases que me ibas a dar.
José – ¡Vaya negocio! ¿Y para qué demonios quiero yo tres pichones? Yo necesito solamente dos para ofrecerlos en el Templo.
Simeón – Con el tercero le haces una sopita al niño que es muy sabrosa, ¿verdad, muchacha? Claro que sí, eso es lo que hago yo cuando no los vendo.
José – Mira, carcamal, no hablemos más de esto. Toma dos ases y dame los pichones. ¿De acuerdo?
Simeón – Ni para ti ni para mí. Lo dejamos en tres ases.
José – ¡Al diablo contigo! De dos no subo.
Simeón – ¡Y de tres no bajo!
José – ¡Dos!
Simeón – ¡Tres!
José – ¡Dos!
Simeón – ¡Tres!
María – ¡Ay, ya, por Dios santo, dejen eso ya, que el niño se me va a asustar con tantos gritos! No es nada, cariño mío, no pasa nada.
José – Óyeme bien, viejo tacaño, si yo tuviera dinero no estaría aquí comprando palomas, ¿entiendes?
Simeón – ¡Vaya chiste! ¡Y si yo tuviera dinero tampoco estaría aquí vendiéndolas!
José – ¡Tú lo que eres es una sanguijuela que se aprovecha de la necesidad ajena!
Simeón – ¿Yo? ¿Sanguijuela yo, que ni sangre me queda en el pellejo? Mira, mira cómo estoy yo, mi hijo: medio muerto, mira…
José – Pues te vas a morir entero cuando venga el Mesías y agarre un látigo y te espante todas tus palomas y te saque de una patada en el trasero, ¿me oyes?
María – José, no le faltes al respeto a un anciano.
Simeón – ¿A mí? ¿Tú crees que el Mesías me va a hacer eso a mí?
José – ¡Sí, a ti mismo, matusalén, a ti y a todos estos bandidos que negocian con las cosas de Dios!
Simeón – A mí no, hijo, a mí no. Yo vendo palomas en el templo como si vendiera berenjenas en la plaza o lo que aparezca para poder vivir. Mírame bien: yo soy un infeliz. Y no le tengo miedo al Mesías, ¿sabes? Porque el Mesías tendrá piojos en la cabeza, igual que yo. Y no habrá comido caliente en siete días, igual que yo. Y no tendrá dónde reclinar la cabeza, como yo. ¿No te parece entonces que el Mesías y yo podemos entendernos bien?
José – Bueno, viejo, ahí sí tiene usted razón.
Simeón – Y tú y yo también podemos entendernos bien, muchacho. Porque mira, los dos somos unos muertos de hambre, ¿no es eso? Entonces, ¿por qué tenemos que andar peleando, dime?
María – Eso era lo que yo quería decir desde hace un rato.
Simeón – Guárdate el látigo para los otros, muchacho, para los que están repantingados en los palacios. Esos son los que le harán la guerra al Mesías cuando venga. Mira, ven, ¿ves todas aquellas mesas de monedas, y los corrales de vacas y todo ese ganado? ¡Todo es de la familia de Beto! Los hijos de Beto, tan religiosos, tan piadosos… Con la boca llena de Dios y con los bolsillos llenos de lo que nos roban a nosotros. ¡Ay, mi hijo, si yo te contara! Pero llegará, llegará el día de la candela, ¡ya lo creo que llegará!
José – ¡Bien dicho, abuelo, así se habla!
María – ¡No alboroten tanto, caramba, que por aquí hay mucha gente que uno no conoce!
Simeón – ¡Yo lo grito y no me importa! ¡Mira este templo, muchacho! Hace veinte años que el pillo de Herodes lo está poniendo bonito, pegándole mármoles y forrándolo con oro. Y dime tú, ¿para qué? ¿Para que Dios esté más cómodo? No, Dios no necesita nada de esto. ¡Que cuando el Señor iba con Moisés por el desierto le bastaba con una tienda de campaña! ¡Todo este lujo es para ellos, los que levantan las manos a Dios, pero luego doblan la rodilla ante el becerro de oro!
María – Ya me despertaron al niño con tanta algarabía, ¡caramba con ustedes!
Simeón – Pobrecito, pobrecito… Es que uno se emociona cuando se topa con jóvenes como ustedes que tienen la mente clara. Ah, caray, en mis tiempos las cosas eran distintas. Los jóvenes hablábamos del Mesías, discutíamos, nos peleábamos por ir a conocer a los hijos de los Macabeos. Ahora no. La juventud de ahora lo que quiere es divertirse y sólo piensan en pasarlo bien. Si ven un pañuelito nuevo, ya se les van los ojos y quieren comprarlo.
José – Esa va para ti, María…
Simeón – Aquí vienen algunos y me dicen: Olvídelo, viejo, que este mundo no tiene arreglo. Usted se morirá y todo seguirá igual. Y yo digo que eso es lo que ellos quieren, hacernos tragar el cuento de que las cosas no se pueden cambiar. ¡Claro que se pueden! ¡Con jóvenes como ustedes se puede sacudir la mata!
José – Con nosotros y con los que vienen empujando detrás, abuelo. Mire a este morenito… ¿Sabe qué nombre le hemos puesto? Jesús, nombre de valiente. Y lo vamos a criar con leche de camella para que salga terco como Moisés ante el faraón, ¿verdad que sí, mi niño, verdad?
Simeón – Jesús… Bonito el nombre y más bonito el muchacho. Se parece a los míos cuando estaban así pequeñitos.
María – ¿Usted tiene hijos, abuelo?
Simeón – Tuve dos, muchacha. Uno se me murió muy joven. Cogió una fiebre y yo no tenía ni un céntimo para pagarle al médico. Al otro me lo mataron. Cuando tenía tus años se metió con los grupos de Perea. Le echaron mano los guardias de Herodes y… Ah, prepárate, muchacha, que si a este morenito lo crías luchador, un día una espada te partirá el corazón. Como a mí.
María – Ay, abuelo, por Dios, no diga esas cosas…
José – ¡Vamos, viejo, no se ponga triste ahora, que con el calor que hace, le puede dar un tabardillo!
Simeón, aquel viejo vendedor de palomas, con los ojos aguados, me pidió al niño para cargarlo.
Simeón – ¡Qué niño tan hermoso has tenido, muchacha! ¡Que el Dios de Israel te lo bendiga desde la coronilla hasta el dedo meñique del pie!
María – ¡Ay, sí, que Dios lo oiga!
Simeón – Y que lo puedas criar bien, y lo veas crecer y hacerse un hombre!
José – Y que usted también lo vea, abuelo.
Simeón – Ay, hijo, yo tengo ya un pie en la tumba y el otro a medio entrar. Ya estos ojos míos han visto demasiado. He visto todas las violencias que se cometen bajo el sol. Tanto llanto de inocentes esperando un consuelo que no llega. Tanta risa de sinvergüenzas sin que nadie les ajuste las cuentas. Llevo cien años esperando la liberación de mi pueblo. Pero, mira, cuando los oigo hablar a ustedes, es como si una lucecita se me encendiera en mitad de la noche. Sí, yo estoy seguro. Dios no faltará a su promesa. Nuestro pueblo será libre algún día.
El viejo Simeón le dio un beso al niño y me lo devolvió.
Simeón – Tómalo, muchacha. Ya puedo morirme tranquilo. En este niño y en los que vengan detrás está la salvación de Israel y la esperanza de tantos pueblos que sufren igual que el nuestro. ¡Sí, sí, pronto seremos libres, me lo da el corazón! ¡El Mesías está cerca, muy cerca de nosotros!
María – ¡Viejo, por Dios, no grite! Por ahí anda una mujer un poco rara… Yo creo que desde hace un rato nos está acechando.
Simeón – ¿Quién? ¿Esa vieja? No, hija, ésa es de confianza. ¡Ana, ven acá!
Se llamaba igual que mi madre y era una vieja gorda, toda vestida de negro, con una cara redonda y risueña.
Ana – ¿Qué te pasa ahora, Simeón?
Simeón – Nada, mujer, aquí dándole a la lengua con este par de galileos que han venido a presentar a su niño.
Ana – Deja ver… Ay, qué muñeco tan lindo… Enséñale a rezar, muchacha, que el árbol se endereza desde pequeño.
Simeón – Eso es lo único que sabes hacer tú, reza que reza, como si con tanta oración fueras a sonsacar a Dios.
Ana – Por lo menos, tengo entretenida la quijada, ¿saben? Y así se olvida una del hambre.
José – ¿Y qué le pide usted a Dios, abuela?
Ana – ¿Y qué le voy a pedir, mi hijo? Llevo ochenta y cuatro años pidiéndole siempre lo mismo. Desde que me quedé viuda, y de eso hace ya mucho, le digo a Dios: Escoge, o me mandas otro marido o me mandas al Mesías para que me haga justicia, ¡porque así no hay quien aguante! ¡Y les juro que primero se va a cansar Dios de oír mi monserga que yo de echársela!
Simeón – Pues, ¿sabes lo que te digo, Ana? Yo creo que Dios ya te está oyendo. Con jóvenes como éstos saldremos adelante. Nosotros ya vamos para atrás, Ana. ¡Pero la antorcha de Israel no se apagará! ¡Ea, muchacho, toma tus dos pichones y ofrécelos por este niño! ¡Y vayan pronto, que les van a cerrar la puerta!
José – Espérese, abuelo, mire, tome… los cuatro ases que me pidió antes.
Simeón – No, muchacho, te los regalo… Que sí, que son tuyos.
José – Que no, abuelo, que usted tiene que comer. Tome los cuatro ases.
Simeón – ¡Que no, que te los regalo he dicho!
María – ¡Válgame Dios, ahora el pleito es al revés!
Y subimos por la escalinata que da al atrio de las mujeres para cumplir la ceremonia de la purificación y presentar a nuestro hijo ante el altar del Señor. A la salida del Templo, en la explanada, ya no vimos al viejo Simeón. Al otro día, lo buscamos, pero Ana, la rezadora, nos dijo que no había ido porque estaba enfermo. Al año siguiente, cuando viajamos a Jerusalén, preguntamos por él, pero nadie nos supo decir qué había sido del vendedor de palomas.
Lucas 2,22-38
Notas
* Las leyes de Israel relativas a la «pureza» consideraban que el parto dejaba a la madre «impura» ante Dios. Se creía que el parto, como las reglas de la mujer o el derrame de semen del hombre eran una pérdida de la vitalidad y que para recuperarla debían hacerse ciertos ritos y restablecer con ellos la unión con Dios, fuente de vida. Si la mujer había dado a luz un varón era impura durante cuarenta días y si había tenido una niña, durante ochenta. Cuando pasaba ese tiempo debía presentarse en el Templo de Jerusalén para consagrar a Dios al recién nacido y purificarse ella ofreciendo un sacrificio de un cordero y una tórtola. Si era pobre y éste era el caso de María bastaba con que ofreciera dos tórtolas o pichones (Levítico 12, 1-8). Las aves se mataban y desplumaban antes de ofrecerlas en el altar. Las mujeres que esperaban ser purificadas por el sacerdote se congregaban en el Templo, en la Puerta de Nicanor. Esta puerta unía el atrio hasta donde podían entrar las mujeres con el atrio de los varones. Allí se purificaba también a los leprosos que hubieran quedado sanos y se hacían las pruebas a las mujeres que fueran sospechosas de haber cometido adulterio.
* Jerusalén era el más importante centro comercial del país. A la capital llegaban productos de todas las regiones y también del extranjero. Había varios mercados: de cereales, frutas, legumbres, ganado, madera. Existía también un lugar para exponer y vender esclavos, que eran siempre extranjeros. Todo se pregonaba a gritos para animar a la clientela. Había que tener especial cuidado en el momento de comprar, pues en la capital se usaba una medida de peso distinta que la del resto del país y también usaban monedas propias. Todo era allí más caro, especialmente la comida, el vino y el ganado. Si en Jerusalén se compraban tres o cuatro higos por un as, en el campo se conseguían por ese mismo precio diez o hasta veinte higos. Junto a los grandes comerciantes, existían pequeños negocios de tenderos o revendedores minoristas y muchísimos vendedores ambulantes. Los puestos para el comercio de los animales que se vendían para los sacrificios corderos, cabritos, becerros, palomas estaban colocados en la enorme explanada del Templo. En aquel atrio podían entrar todos: hombres, mujeres y extranjeros.