143- TODO EN COMÚN

Caifás y los sacerdotes persiguen a los seguidores de Jesús. Estos forman la primera comunidad donde todos los bienes se comparten.

Desde el día de la fiesta de Pentecostés, cuando Pedro se lanzó abiertamente a hablar del Reino de Dios en el corazón mismo de Jerusalén, la vida cambió para todos los del grupo. En pocas semanas nos repartimos por los barrios de la capital y por otras ciudades de Judea para que la causa de Jesús siguiera adelante. Para que a todos nuestros paisanos llegara la buena noticia de que él seguía vivo entre nosotros, animándonos a los pobres en nuestra lucha por la justicia, dándonos la fuerza de su Espíritu para hacer cosas aún mayores de las que él mismo había hecho.

Juan – ¡Bueno, Tomás, a ver si la lengua se te afloja de una vez en Jericó! ¡Suerte, compañero!
Pedro – ¡Y tú, Nata, buen viaje hasta Silo! ¡Ven por aquí de vez en cuando para que nos cuentes cómo va el grupo!
Felipe – Oigan, oigan, que nos hemos olvidado de los samaritanos. ¿Quién va a trabajar con ellos?
Juan – Siempre llegas tarde, Felipe. Mateo y Andrés ya están aparejando el mulo para ir allá.
Felipe – Bueno, esto camina. ¡Echaremos las redes al norte y al sur, al oriente y al poniente!
Pedro – ¡Y en Jerusalén, como están los peces gordos, nos quedaremos los pescadores más fuertes!
Juan – ¡Qué fanfarrón eres, Pedro! ¡Ese vicio no te lo quita a ti ni el Santísimo Espíritu!

Los que nos quedamos en Jerusalén con María, la madre de Jesús, la magdalena y otras mujeres, queríamos reunir a unos cuantos vecinos del barrio y empezar por ahí, como Jesús, cuando formó nuestro grupo en Galilea. Una tarde, Pedro y yo estábamos hablándole a un puñado de gente allá en el Pórtico de Salomón, el que da a la explanada del Templo, cuando llegaron los soldados…

Soldado – ¡A ver estos piojosos! ¡Fuera de aquí! ¡Fuera de aquí! ¡Ya tenemos bastantes alborotadores en Jerusalén! ¡Y encima esta plaga de galileos! ¡Fuera! ¡Fuera de aquí!

Los guardias del Templo, furiosos, con las espadas desenvainadas, dispersaron el grupo en un momento y nos echaron mano a nosotros. Aquella noche, Pedro y yo la pasamos en el calabozo.

Pedro – ¿Tienes miedo, Juan?
Juan – ¡Lo tengo, pero guardado en el bolsillo! ¿Y tú, tirapiedras?
Pedro – ¿Yo? Cuando me vea delante de esos tipos, voy… voy a respirar primero tres veces y…
Juan – ¿Y después?
Pedro – Y después les voy a decir todo lo que se merecen, caramba. Hace muy poco tiempo Jesús estuvo aquí mismo y les supo cantar las verdades, ¿no? Pues tenemos que hacer lo mismo que él, Juan, lo mismo que él.

Al día siguiente nos llevaron delante del viejo Anás y de su yerno Caifás, el sumo sacerdote que había condenado a Jesús. Con ellos estaban un tal Juan y un tal Alejandro, también de la familia de Beto, de la gente más rica de la capital, y otros consejeros del Sanedrín.

Caifás – Díganme, embaucadores, ¿con qué autoridad reúnen a la gente para llenarles la cabeza de patrañas, eh?

Caifás trataba de disimular su furia, pero no lo conseguía.

Caifás – Agitadores del pueblo, basura de pescadores, chusma de Cafarnaum, les venimos siguiendo los pasos, ¡para que lo sepan! ¡Sabemos de sobra quiénes son ustedes y lo que traman! A ver, respondan, ¿con qué autoridad andan calentándole la cabeza al pueblo ignorante?
Pedro – ¿Y tú eres el que nos preguntas? Tendríamos que preguntarte nosotros, en nombre de todos los pobres de Israel, con qué autoridad sentenciaste tú a Jesús de Nazaret y lo enviaste a la muerte.
Magistrado- ¡Maldito galileo! ¿Cómo te atreves a hablarle así al sumo sacerdote?

Pedro se mordió los labios, pero siguió hablando.

Pedro – Ustedes crucificaron a Jesús, pero no se salieron con la suya, porque Dios lo levantó de entre los muertos. Él está vivo, ¿me oyen? ¡Está vivo! ¡Y nosotros somos testigos de esto!
Caifás – ¡Charlatán! ¡Estás loco de remate!
Juan – No, Pedro no está loco. Ni yo, ni ninguno de los que hemos escuchado la buena noticia de Jesús. ¡Los locos son ustedes, ustedes que lo sacaron a él fuera de la ciudad como a una piedra de desecho! ¡Pero Dios lo escogió como piedra angular, para que se enteren!
Caifás – ¡Maldita sea, llévense a estos deslenguados de aquí ahora mismo! ¡Azótenlos! ¡Para que escarmienten en su propio pellejo!

Entre cuatro soldados nos sacaron a empujones de la sala y nos metieron en los calabozos del sótano. Caifás y los magistrados se quedaron cavilando.

Magistrado- ¿Qué podemos hacer con esta gentuza, excelencia? Son unos pobres diablos, sí, pero también son testarudos como camellos. ¡Galileos al fin!
Escriba – Ya dicen, y dicen bien, que de tal palo tal astilla. Son igual de rebeldes que el maldito nazareno, ¿no cree usted, excelencia?
Magistrado- Lo peor es que desde hace un tiempo la chusma los sigue a todas partes, excelencia.
Caifás – ¡Excelencia, excelencia! ¿ Es que no saben decir más que sandeces? ¡Imbéciles! ¡No hemos sabido cortar por lo sano! ¡Aquí no ha valido matar al perro, porque sigue la rabia! ¡Los mandaremos a crucificar a todos a la vez! ¡Estoy harto de que Pilato me pida a mí la responsabilidad de los disturbios callejeros!
Anás – Vamos, vamos, tranquilízate, querido yerno, no te pongas así por tan poca cosa. Estos tipos se han envalentonado con la engañifa del profeta que vuelve a vivir. Pero son de mala madera. Vamos a asustarlos un poco. Por hoy, caliéntales el cuero y ya verás cómo se les va enfriando la cabeza. Y también la lengua.

Después de azotarnos nos llevaron nuevamente a la sala del Gran Consejo.

Caifás – Escuchen bien, galileos: este tribunal les prohíbe terminantemente volver a hablar en las calles de ese tal Jesús, que fue al patíbulo, reo de la peor rebeldía. ¿Está claro?
Pedro – No, no está claro.
Caifás – ¿Qué es lo que no está claro, malditos? ¡Este tribunal habla en el nombre del Dios vivo!
Pedro – No, este tribunal habla en el nombre de los intereses de ustedes. ¡El Dios vivo no tiene nada que ver con esto!
Juan – ¡Prohíban, prohíban, sigan con sus prohibiciones! ¡Nosotros obedeceremos a Dios antes que a los hombres!

Tenían el dinero, tenían el poder, pero también tenían miedo a la verdad, a que el pueblo se levantara contra ellos si nos hacían algo a nosotros. Por eso aquella mañana nos dejaron libres. Fue el Espíritu de Jesús quien nos dio fuerzas ante el tribunal y bajo los látigos de los verdugos. Y el tirapiedras y yo salimos de allí con la espalda hecha trizas, pero contentos de haber dado la cara por el Reino de Dios.

María – ¿Y qué les dijeron esos tipos? Cuenten, cuenten.

En la casa de Marcos, las mujeres y los demás compañeros nos esperaban impacientes.

Pedro – ¿Que qué nos dijeron, María? Miren… ¡Así dicen ellos las cosas!
Susana – ¡Pobres muchachos! ¡Cómo les han dejado las espaldas, Dios del cielo!
María – Con compasión no se cura esto, sino con carne cruda. Ea, Susana, vamos a buscar unos trozos para ponerles en las heridas.
Felipe – Y ustedes, ¿qué hicieron?
Juan – Lo que había que hacer. Acusarlos. Decirles bien claro que ellos mataron a Jesús, pero que con eso no se acabó el asunto.
Felipe – ¿Y qué?
Juan – Y nada. Esos engolletados no escuchan nada. Están sordos.
Susana – Bueno, al principio siempre es así. Pero luego ya Dios les irá abriendo las entendederas…
Pedro – ¿A quién? ¿A esos ricachones del Sanedrín? No, Susana, no se haga ilusiones. Yo creo que esa gente tiene tan tupidas las orejas que aunque un muerto resucite y les grite la verdad no le hacen caso. Porque no hay peor sordo que el que no quiere oír.
Susana – No hables así, Pedro. Al fin y al cabo, ellos son los que tienen la cazuela por el asa. Si ellos no se convierten y aflojan un poco, estamos perdidos.
Juan – Perdidos estaríamos si nos sentamos a esperar que ellos nos dejen meter la cuchara. No sea tan inocente, Susana. Mire, ¿usted ha visto en alguna casa que levanten primero el tejado y luego pongan los cimientos, ¿no, verdad? ¿Y ha visto algún árbol creciendo de arriba para abajo?
Susana – Tampoco.
Juan – Pues tampoco va a ver que las cosas cambien desde arriba.
María – Entonces menos palabras y al grano. ¿No decimos que a unos les falta lo que a otros les sobra? ¿Y que en el Reino de Dios todos somos iguales? Pues vamos a poner junto todo lo que tengamos, el dinero y todas las cosas. ¡Y a ver qué pasa!
Pedro – María tiene razón. Y vamos a comenzar aquí mismo, en este grupo. Y que los del grupo de Ofel hagan lo mismo, que bastantes viudas y huérfanos hay por ese barrio. Y los que están con Santiago y los del grupo de esa muchacha Lidia, lo mismo. Que nada sea de nadie y que todo sea de todos.

Fue en aquellos primeros tiempos cuando entendimos que si todo lo poníamos en común, los problemas podían empezar a solucionarse. Y en los pequeños grupos que se iban formando en Jerusalén la costumbre prendió muy pronto. Y aquello de tenerlo todo en común, de no conservar nada propio, se convirtió en la señal de los que llevábamos adelante la causa de Jesús. Así nacieron las primeras comunidades. Nadie entraba en ellas si no compartía todo lo suyo con los demás.

Bernabé – Miren, compañeros, he vendido el terreno que tenía por el camino que sale a Jaffa. Ha sido un buen negocio. Aquí está lo que me han dado.

Era José Bernabé, un levita de la isla de Chipre, que se unió pronto al grupo y que con el tiempo llegó a trabajar tanto por el evangelio.

Viuda – Ay, hijos, yo soy viuda y poco tengo, pero mi viejo me dejó unos ahorritos por lo que me pudiera pasar. Y yo me digo, ¿para qué los voy a tener guardados en un agujero cuando hay tantas necesidades que remediar?

Era la vieja Noemí, arrugada como una pasa, pero con el corazón más nuevo que ninguno.

Esteban – ¡Hermanos! ¿Saben una cosa? ¡Por fin conseguí trabajo en el taller de Jasón, el curtidor! El jornal no es mucho, pero, al menos, ya no estoy aquí de zángano. ¡Ya tengo un granito de arena que poner en el grupo!

Era Esteban, un muchacho joven y bien dispuesto, que empezó dando su jornal y su tiempo para la causa de Jesús y que terminó un día dando hasta su sangre. Cada vez se unían más a la comunidad. Eran hombres y mujeres del pueblo que llevaban sobre las espaldas años y años de sufrimiento y de esperanza y que estaban decididos a luchar y a compartir. Costó, sí, costó mucho eso de acostumbrarse a que las cosas de cada uno fueran de todos, a no decir mío ni tuyo. Era un milagro aquello, pero lo fuimos consiguiendo y éramos felices. El Reino de Dios empezaba a abrirse paso en pequeños grupos en donde no había ningún necesitado, ningún hambriento, porque todo se ponía en común. Y también en común se hacía la fiesta…

Pedro – ¡Padre, como se recogen los granos de trigo dispersos por el campo para formar con ellos un solo pan, reúnenos también a nosotros, los pobres de la tierra, únenos para que seamos fuertes, apriétanos junto a ti para que podamos levantar entre todos el Reino de justicia que tú nos prometiste por boca de Jesús, tu hijo, nuestro gran Liberador!
Todos – ¡Amén, amén!

El primer día de la semana nos reuníamos en las casas de los compañeros. Rezábamos juntos a Dios, el Padre de Jesús, y comíamos juntos también. En mitad de la comida, partíamos el pan, para dar gracias a Dios por tantas cosas. Y en los barrios y en la calle y en todos los rincones de la ciudad, como la marea cuando sube, como el pan cuando fermenta, crecíamos. Éramos muchos, muchísimos, pero teníamos un sólo corazón y una sola alma.

Caifás – ¿Qué es esto? ¿Una plaga, una lepra, una fiebre? ¡Hay que acabar con esos locos de una vez por todas o ellos acabarán con nosotros! ¡Aún estamos a tiempo!
Gamaliel – Excelencia y colegas del Sanedrín, tengan cuidado con lo que van a hacer. Hace un tiempo se levantó Teudas, dándoselas de ser el Liberador. Y lo siguieron como unos cuatrocientos hombres. Pero cuando lo mataron, los que iban detrás se dispersaron y todo se acabó. Y lo mismo pasó con aquel otro galileo rebelde, ¿no se acuerdan? Dejen quietos a estos hombres que siguen a ese tal Jesús. No se metan con ellos. Si este asunto es cosa de hombres, se acabará. Pero si es de Dios, no lo podremos destruir nosotros.

Y como el asunto de Jesús era cosa de Dios, siguió adelante. Aquel granito de mostaza que el moreno había plantado en Galilea, a las orillas del lago, creció y creció, echó raíces en Jerusalén y extendió sus ramas por toda la tierra de Israel.

Hechos 2,42-47; 4,1-22 y 32-37; 5,28-42.

 Notas

* Las primeras comunidades cristianas se formaron en Jerusalén, poco después de los acontecimientos de Pascua. Las formaban los discípulos de Jesús, las mujeres y hombres de Galilea o de Judea que le habían conocido y seguido durante su vida y otros israelitas y algunos extranjeros que se iban acercando a aquellos grupos y se integraban en ellos. En aquellos comienzos, lo que llamaba más la atención a «los de fuera» era el espíritu comunitario con que vivía aquella gente. Fieles al evangelio de Jesús, el principal distintivo de las comunidades fue compartir. La influencia que en el cristianismo naciente tuvieron las primeras comunidades de Jerusalén desapareció cuando la ciudad fue destruida unos 40 años después de la muerte de Jesús. Esto contribuyó poderosamente a que el cristianismo se desligara del judaísmo, en el que había tenido su origen, para expandirse por todo el mundo mediterráneo.

* Desde los mismos orígenes del cristianismo y durante los primeros siglos de expansión de la fe cristiana, hubo persecuciones contra los que acogían el mensaje de Jesús. Al comienzo, los mismos sacerdotes que juzgaron, condenaron y asesinaron a Jesús, persiguieron a sus discípulos y los llevaron ante los tribunales. Las primeras comunidades tuvieron serios problemas con la institución religiosa judía y en la medida en que se multiplicaron, las persecuciones fueron en aumento. La mayoría de los discípulos murieron asesinados como Jesús y durante los tres primeros siglos hubo miles de mártires entre los hombres y mujeres de aquellos grupos originales. El primero de estos mártires fue Esteban, un diácono que pertenecía a la comunidad de Jerusalén (Hechos 7, 1-60; 8, 1-3).

* Lo más original de la práctica de las primeras comunidades cristianas fue poner todo en común, compartir sus bienes. Los primeros cristianos ponían su dinero, sus tierras, el producto de sus cosechas, sus casas y el jornal que recibían por su trabajo, al servicio de la comunidad. «Miren cómo se quieren», decían los demás, asombrados por aquel nuevo estilo de vida comunitaria.

* Los primeros cristianos se reunían para partir el pan. Estas celebraciones no se llamaban entonces «eucaristía» ni mucho menos «misa», sino «la fracción del pan». Con esta expresión se indicaba que se congregaban para comer juntos en una mesa común y así hacer presente a Jesús, el que les había enseñado a compartir. Las primeras celebraciones de la «fracción del pan» no eran reuniones rituales en un templo. No había templos entonces. Las comunidades se congregaban en casas de familia. Los textos de los Hechos de los Apóstoles y de algunos documentos antiguos conservan la estructura que tendrían estas reuniones. Las asambleas comenzaban cuando uno de los discípulos o de quienes recorrían otras ciudades o países llevando el mensaje de Jesús ponía en común con todos lo que había hecho durante aquellos días problemas que se habían presentado, viajes, proyectos, necesidades de los huérfanos, de las viudas, creación de nuevas comunidades. Después, seguía un saludo, llamado el «beso de la paz» (1 Pedro 5, 14), con el que comenzaba la comida comunitaria, en mitad de la cual se compartía el pan. Se terminaba con el canto de salmos y oraciones en común. Si había llegado alguna carta de los apóstoles que estaban fuera, se leía también en común. Algunas de estas cartas se conservan en la Biblia: de Juan, de Pedro, de Santiago, de Judas Tadeo y muchas de Pablo.