144- NI EN TODOS LOS LIBROS DEL MUNDO

Marcos, el amigo de Pedro, escribe su evangelio. Y también Mateo, el publicano. Y Lucas, el médico. Y Juan el pescador, hijo del Zebedeo.

En poco tiempo, los grupos de los que querían seguir el camino de Jesús se fueron extendiendo por todos los barrios de Jerusalén y por otras ciudades de nuestro país. Y a aquellos que no habían conocido a Jesús, llegaba la buena noticia del Reino de Dios que con él había comenzado. Bueno, ya saben ustedes que al ir de boca en boca la noticia se equivoca.

Marcos – ¡Pedro! ¡Pedro!
Pedro – ¿Qué te pasa ahora, Marcos?
Marcos – Oye, Pedro, ¿es verdad que Jesús dijo: “Felices los que tienen paciencia, aunque no consigan nada”?
Pedro – ¿Cómo dijiste?
Marcos – Que si Jesús dijo que lo primero es la paciencia y lo segundo también.
Pedro – Pero, ¿de dónde te has inventado tú eso, Marcos?
Marcos – Yo no, tirapiedras. Son los del grupo del barrio de Ofel. Dicen que el moreno repetía siempre: “¡Paz y paciencia! ¡Paz y paciencia!”.
Pedro – Pero, ¿están locos? ¿Quién dijo esa tontería?
Marcos – Tú.
Pedro – ¿Yo?
Marcos – Dicen que tú les enseñaste eso.
Pedro – Pero, ¿cómo voy a ser yo, zoquete, si hace cuatro meses que no asomo la nariz por ese grupo?
Marcos – Pues será por eso mismo. Nadie los orienta, ¡y así van las cosas! ¿Sabes también lo que dicen? Que cuando Jesús estaba colgado en la cruz, te guiñó un ojo a ti y te dijo: “No te preocupes, ¡el domingo nos vemos!”.
Pedro – Pero, ¿qué disparates son ésos? Ahora mismo voy a hablar con ellos. ¡Uff, yo no puedo más! Ya no tengo saliva en la boca. Me paso el día corre para aquí, corre para allá… ¡Ay, caramba, qué tranquilo vivía uno en Cafarnaum con su barca y sus redes!

Así era nuestra vida en aquellos primeros años. Pedro y Felipe y el flaco Andrés y todos los que habíamos andado con Jesús desde que se bautizó en el Jordán hasta el día en que Dios lo resucitó, nos reuníamos con los grupos y les contábamos todas las cosas que habíamos vivido con él.

Pedro – Ea, Marcos, ¿qué haces tú ahí con esas cañas y esos papeles?
Marcos – Aprendiendo a escribir, Pedro.
Pedro – ¿A escribir? ¿Y para qué quieres tú saber de letras a tus años?
Marcos – Porque al paso que vamos… ¿Sabes la última que se les ocurrió a los del barrio de Sión? Que cuando era bebé, Jesús no mamaba del seno izquierdo, ¡para hacer penitencia!
Pedro – ¡Habrase visto una cosa igual!
Marcos – Pero tú tranquilo, Pedro. Yo tomé ya una decisión. Voy a poner por escrito lo que dijo Jesús y lo que hizo. Por escrito, ¿entiendes? Así nuestros nietos tendrán algo seguro entre las manos. Eh, ¿qué te parece mi idea?
Pedro – No sé, Marcos, eso es muy difícil. Hay cosas que no se ven con el ojo ni se oyen con la oreja y que también habría que contarlas. Lo de Jesús fue algo tan grande que no cabe en un libro.
Marcos – Menos cabe en la lengua de un puñadito de hombres. Hay que poner remedio. Pedro. Las palabras se las lleva el viento. Lo escrito, escrito se queda.
Pedro – Está bien. Comienza entonces a escribir. Yo te iré contando todo con pelos y señales.
Marcos – Y tú también sin inflar las cosas, tirapiedras. Mira que nos conocemos, ¿eh?
Pedro – ¿Ajá? ¿No tienes confianza en mí?
Marcos – Sí, tengo confianza. Pero también confío en Felipe y en Natanael y en la abuela Rufa, que tiene más memoria que Salomón y se acuerda muy bien de lo que pasó.
Pedro – Pues vete a Cafarnaum y haz tus averiguaciones y escribe después todo lo que quieras. Bueno, todo no…
Marcos – ¿Cómo que todo no?
Pedro – Quiero decir que hay cosas que no hay por qué sacarlas fuera. Por ejemplo… ¿qué vas a decir de mí?
Marcos – ¿De ti? Pues que fuiste de los primeros en entrar en el grupo y…
Pedro – No se te ocurra decir que yo le fallé tres veces al moreno, ¿me oyes?
Marcos – Tengo que ponerlo, Pedro.
Pedro – ¿Por qué tienes que poner eso, a ver?
Marcos – Porque así fue. ¿O no?
Pedro – Bueno, bueno, está bien, escríbelo si quieres. Pero, escúchame bien, pedazo de entrometido, si pones eso, pon también que yo… que yo quise a Jesús tanto como a mi Rufina, ¡que ya es decir!
Marcos – Despreocúpate, narizón. Eso corre por mi cuenta.

Y Marcos, el amigo de Pedro, comenzó a poner por escrito la buena noticia del Reino de Dios. Y aquellas primeras páginas iban de grupo en grupo y muchos hermanos que no habían conocido a Jesús en persona, empezaron a conocerlo oyendo los relatos de su vida, de cómo lo mataron y de cómo Dios lo levantó de entre los muertos.

Un tiempo después, Mateo, el que había sido cobrador de impuestos, y que ya tenía experiencia con la tinta y las letras, tuvo una idea parecida a la de Marcos.

Felipe – Pero, ¿qué haces aquí encerrado, Ma… ¡atchísss!… teo.
Mateo – Estudiando, Felipe, estudiando y escribiendo.
Felipe – ¡Maldita sea, qué polvo hay aquí! ¡Atchísss! ¡Te vas a poner amarillo como esos papeles viejos!
Mateo – En estos pergaminos, so burro, están las palabras de los profetas y de los sabios de Israel. Escucha, Felipe, oye lo que dice aquí: “Lo veo, pero no para ahora. Lo diviso, pero no de cerca: de Jacob sale una estrella, sobre Israel se posa”. ¿Te das cuenta?
Felipe – Sí, sí, no me doy cuenta de nada.
Mateo – ¡La estrella, Felipe! La estrella que vio el profeta Balaán hace mil años era el Mesías. Y el Mesías era Jesús. ¿Comprendes ahora?
Felipe – No mucho, pero…
Mateo – Escucha esta otra, oye: “Vendrán a ti los reyes de todas las naciones, una caravana de oro y de incienso”. Eh, ¿qué me dices de ésta?
Felipe – No sé a dónde quieres llegar.
Mateo – A la cueva de Belén. Cuando Jesús nació allá en Belén, una estrella brilló en el cielo y fue guiando a los reyes del oriente que vinieron a rendirle homenaje al Mesías de Israel.
Felipe – Que yo recuerde, María dijo que sólo vinieron unos pastores, y no creo que olieran a incienso.
Mateo – Te falta poesía, compañero.
Felipe – Y a ti te sobra fantasía.
Mateo – No, Felipe. Nuestros profetas escribieron de Jesús. Todas las profecías de antes se han cumplido ahora entre nosotros.
Felipe – No, no, tú estás haciendo trampas, Mateo. Tú sabes que no vino ningún rey de oriente ni nada de eso.
Mateo – No, las trampas las hice antes, cuando cobraba impuestos allá en la aduana de Cafarnaum. Ahora no.
Felipe – Ahora también. Porque eso de la estrella no es verdad.
Mateo – La verdad es como una escalera. Y tú te quedas en el primer escalón.
Felipe – ¿Y cuántos escalones has subido tú ya, eh?
Mateo – No sé, Felipe, pero pienso que la verdad más verdadera está detrás de las letras. Y ésa es la que yo quiero escribir. Mira, a lo mejor con estos relatos míos muchos conocerán a Jesús y se animarán a luchar como él y sentirán que una estrella brilla en mitad de su noche. ¿Quieres más verdad que ésa?

Y Mateo siguió encerrado en aquel cuartucho con su caña de escribir y sus dedos manchados de tinta, garrapateando pergaminos, escribiendo para nuestros compatriotas judíos, que tanta importancia le dan a las profecías antiguas, la noticia nueva de Jesús, hijo de David, hijo de Abraham.

Al poco tiempo de comenzar el trabajo en Jerusalén, comenzaron también las persecuciones. Los gobernantes, los grandes señores de Israel, los grandes maestros de la Ley, no querían saber nada de nuestros grupos. Había uno de ellos, un hombre bajito y calvo, que se ensañó contra nosotros. ¡Vaya con el tipo aquel! Nos hizo la guerra, nos arrastraba ante los tribunales, quería acabar con todos los cristianos, que así fue como empezaron a llamarnos en Antioquía, y después la palabrita se pegó en todas partes. Aquel hombre nos hacía la vida imposible. Pero luego, cuando Dios lo tumbó del caballo y le abrió los ojos, el tal Pablo, que así se llamaba el tipo, puso toda su energía al servicio del evangelio de Jesús.

Pedro – Pero, Pablo, compréndelo, tenemos que ir con calma.
Pablo – ¡Qué calma ni calma! ¡El Reino de Dios tiene prisa! ¡Abran los ojos, caramba! Ustedes aquí trabajando con unos grupitos de judíos tercos, y por ahí hay miles de griegos que quieren ver a Jesús, que quieren conocerlo. ¡Se convierten en racimo! ¡Se bautizan, y luego no hay quien les oriente en el Camino! ¿No lo creen? ¡Pues vayan a Éfeso, vayan a Tesalónica, a Chipre, a Filipos, a Corinto, a Atenas! ¡El mundo es grande, compañeros, y Cristo es más grande que el mundo!
Juan – Dime una cosa, Pablo. Esos nuevos cristianos de tus grupos, ¿conocen la ley de Moisés? ¿Están circuncidados?
Pablo – ¡Y dale con el prepucio! ¡No, no están circuncidados, ni falta que hace!
Pedro – Pero, Pablo…
Pablo – ¡Pero nada! ¡Ya es hora de romper el cascarón y salir fuera! ¡Jerusalén no es el ombligo del mundo!
Juan – ¡Ni Roma tampoco!
Pablo – ¡Claro que no! ¡El mundo es más grande que todo eso! ¡Y nosotros tenemos que sembrar la semilla de Jesús en todos los surcos! El evangelio es para todos, ¿se enteran? ¡Para los de cerca y para los de lejos, para los judíos y para los griegos!
Pedro – ¡Está bien, Pablo, está bien, pero cálmate, por favor!
Pablo – ¡No, Pedro, no me voy a calmar! Al contrario, ¿saben lo que voy a hacer? Voy a hablar con un amigo mío que entiende mucho de letras y le voy a decir que escriba las palabras de Jesús, pero que las escriba en griego, para que las lean los griegos, que escriba el evangelio para los que no saben un pepino de Moisés, pero que aman a Dios y lo buscan.

Y Lucas, aquel médico joven amigo de Pablo, recién convertido a nuestra fe, después de hablar con todos nosotros y de recoger muchos datos, por aquí y por allá, escribió su libro para que los paganos también pudieran escuchar y leer la Buena Noticia de Jesús.

Lucas – “Otros antes de mí han escrito estas cosas, tal como se las oyeron contar a los primeros testigos. Yo también, después de haberlo investigado todo cuidadosamente, me he decidido a escribírtelas a ti, que amas a Dios y lo buscas…”

Pasaron unos cuantos años. Por entonces yo estaba en la ciudad de Éfeso. Allí habíamos formado un grupo de cristianos bastante luchadores. Nos reuníamos para compartir el pan, para compartir el bolsillo y para ir abriéndole los ojos a la gente. A mí me pedían siempre que les contara cosas de Jesús, de cómo era, de cómo hablaba. A mí y a María, su madre, que desde hacía unos años vivía allí conmigo. Ya estaba muy viejita María… Tendría como unos ochenta años.

María – Juan, hijo, ¿por qué hay tanta bulla ahí fuera?
Juan – Nadie está haciendo bulla, María.
María – Pues a mí me zumban los oídos.
Juan – A ti te pasa como a los caracoles. Aunque los saquen del mar, guardan dentro el ruido de las olas. Tú estás aquí, María, en Grecia, pero tu corazón anda por allá, por el mar de Galilea, por Cafarnaum, por tu aldeíta de Nazaret.
María – ¡Ay, Juan, hijo! ¿Y qué quieres? ¡Son tantos recuerdos!
Juan – Pues mira, hablando de recuerdos, ¿sabes lo que me han pedido los de la comunidad? Que escriba. Dicen que si no, las cosas que hizo Jesús acabaran olvidándose.
María – Pues yo me acuerdo de todo como si fuera ayer.
Juan – Sí, María, tú sí. Y yo también. Pero ellos no. Ellos no conocieron a tu hijo. Y preguntan y quieren saber. Además, cuando nosotros faltemos, ¿quién les va a decir lo que fue y lo que no fue?
María – Ahí sí tienes razón, Juan, porque yo estoy ya con un pie del otro lado. Mira, tengo un dolor clavado aquí en la espalda…
Juan – Entonces, ¿qué? ¿Me vas a ayudar?
María – ¿Ayudarte a qué, Juan?
Juan – A escribir las cosas de Jesús.
María – ¡Ay, hijo, pero si yo estoy que no sé ni cómo me llamo! ¡Esta cabeza mía!
Juan – Pero, María, ¿no me acabas de decir que te acordabas de todo?
María – Los viejos decimos muchas cosas. Anda, comienza tú, Juan, comienza tú a escribir y después me lo cuentas.

Yo me reuní con los de la comunidad, y rezando y pensando entre todos, fuimos poniendo por escrito nuestra fe en Jesús.

Juan – ¡Vamos, María, vamos abre bien las orejas y escucha esto, a ver qué te parece! Ya tenemos la primera página.
María – Vamos a ver, Juan. Ya estoy curiosa por saber lo que ustedes han escrito.
Juan – Oye… “En el principio era la Palabra, y la Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios. Y Aquel que es la Palabra estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por él y sin él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho”. ¿Eh, qué te parece, dime?
María – Repítelo otra vez, Juan. Es que me perdí.
Juan – Oye, María: “En el principio era la Palabra, y la Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios”.
María – Pero, ¿de qué palabra me estás hablando tú, muchacho?
Juan – María, ¡la Palabra es tu hijo! ¡El Verbo, la Palabra hecha carne, la Plenitud de la Vida! ¿Comprendes?
María – Ay, Juan, hijo, ¿no te parece que eso está un poco subido?
Juan – ¡Más quisiera subir yo, María! La vida del moreno fue tan grande, tan importante, tan… ¿Sabes lo que me pasa, María? Que no encuentro palabras para decir lo que fue.
María – Pues si no las encuentras, no las pongas.
Juan – ¿Ajá? ¿Y qué pongo entonces? ¿Que Dios es bueno y que tenemos que querernos mucho? ¿Eso voy a poner?
María – Sí, eso. ¿Para qué hace falta más? Cuando tengas mis años, Juan, no te harán falta muchas palabras, ya verás.
Juan – No, no, no. Yo quiero escribir todo lo que pasó, desde aquel primer día allá en el Jordán, cuando el flaco Andrés y yo conocimos al moreno por primera vez y nos pasamos la tarde entera conversando con él y haciendo chistes. Yo quiero escribirlo todo, María, y que todos los hombres del mundo puedan conocer quién fue tu hijo.
María – Si lo escribes todo, Juan, no vas a acabar nunca. Cuando el pozo es profundo, siempre hay agua que beber.

Sí, María tenía razón. Marcos y Mateo y Lucas y yo, escribimos muchas cosas sobre Jesús. ¡Pero si se escribieran todas las que hizo, no cabrían los libros en el mundo!

Juan 21,24-25

 Notas

* Mientras que del apóstol Pablo tenemos documentos escritos por él mismo que han llegado íntegros hasta nosotros, de Jesús no tenemos ni una sola línea escrita por su mano. Habían pasado unos treinta años después de su muerte cuando algunos comenzaron a poner por escrito lo que Jesús había dicho. Durante todo este tiempo sus palabras y sus hechos fueron pasando de boca en boca. Los comentaban las comunidades que lo habían conocido personalmente y éstas a su vez los transmitían a otras gentes, a quienes se interesaban por saber algo de aquel famoso profeta. Fuera de las fronteras de Israel era indispensable traducir al griego las palabras de Jesús, pues era la lengua más común en todo el mundo conocido entonces. Al pasar del arameo al griego, las palabras de Jesús variaron algo. Hay palabras arameas que no se traducen exactamente en griego o al revés. Por eso, no se puede tomar «a la letra» todo lo escrito en los cuatro evangelios como palabras salidas tal cual de la boca de Jesús.

* En los primeros años bastó con la tradición oral. De palabra se transmitía cuál había sido la buena noticia anunciada por Jesús y esto era suficiente. Al no ser los primeros cristianos gente «de letras» no se pensó en escribir nada. Pero cuando las comunidades se fueron extendiendo por otros países o cuando fueron muriendo los discípulos y los hombres y mujeres de la primera generación cristiana, empezó a pensarse que era urgente poder conservar lo que ellos habían visto y oído de Jesús. Por eso nacieron los evangelios. Se escribieron muchos más que los cuatro que aparecen en la Biblia, pero algunos textos estaban llenos de historias «maravillosas» y extrañas, tratando de agigantar con eso la figura de Jesús, y otros no eran fieles a la tradición primera, pues falseaban lo que había pasado, exageraban, cambiaban los hechos. Las primeras comunidades cristianas fueron las que decidieron que de todos aquellos escritos sólo eran válidos los cuatro evangelios que se leen hoy en la Biblia.
* «Evangelio» es una palabra griega que en su origen significó la propina que se entregaba al mensajero que le traía a uno una buena noticia. Más adelante pasó a significar la buena noticia misma. Los evangelios las buenas noticias de Jesús no son una biografía, pues no pretenden contar simplemente la vida de un hombre importante, sus hechos o su sicología. Si hubiera sido ésa su intención serían muy incompletos. Tampoco son libros «de memorias» para conservar vivo el recuerdo de un gran personaje. Tampoco son panfletos que busquen entusiasmar al público con la doctrina de un maestro, un mago o un filósofo. Para este fin serían demasiado secos y repetitivos. Fundamentalmente, se escribieron para que las comunidades cristianas llegaran a tener fe en Jesús y para que a partir de esa fe se comprometieran en el mismo camino abierto por él.

* Los evangelios son básicamente esquemas de catequesis, de «evangelización», basados naturalmente en lo que Jesús dijo e hizo, pero que resaltan lo que pueda ayudar más a la comunidad, silencian lo que no tiene interés para este objetivo y hasta «crean» episodios o completan por su cuenta algunos acontecimientos, basándose más que en la letra en el «espíritu» de Jesús. Esto explica por qué los cuatro evangelios no son iguales, por qué hay historias que sólo aparecen en alguno de ellos, por qué algunos cuentan una escena con lujo de detalles y otros no. Tampoco fue una sola persona Mateo, Marcos, Lucas o Juan quien escribió el texto íntegro de cada uno de los evangelios. Atribuir cada uno a un autor indica a qué tradición pertenece cada texto, entre qué comunidades surgió, cuál fue su «escuela», la enseñanza que transmitió a los lectores.
Ninguno de los primeros escritos de los evangelios ha llegado hasta nosotros en los originales de quienes fueron sus autores. Los primerísimos ejemplares de los evangelios fueron escritos en papiro, papel hecho con hojas de plantas acuáticas, que sólo se conserva en climas secos y calientes. Al pasar de mano en mano y de país en país, estos papiros se dañaron y se perdieron definitivamente. Entretanto, se habían sacado más y más copias, con la posibilidad de cometer errores, que son las que han llegado hasta nosotros. Cuando después de 400 años se usó el pergamino, hecho con piel de animales, este problema empezó a tener solución. Hoy en día se conservan más de setenta pedacitos o hasta páginas casi enteras de los primitivos papiros. De los pergaminos hay muchísimos más originales.

* El evangelio de Marcos es el más antiguo de los textos evangélicos. Desde el siglo II se le atribuye a Marcos, el amigo de Pedro. Y por eso se ha entendido que Marcos escribió en su texto las catequesis que daba Pedro y a las que después él hizo de «intérprete». Fue escrito unos 30 ó 50 años después de la muerte de Jesús en lengua griega. Marcos utilizó un griego muy primitivo, menos adornado y más simple que el de los otros. Su texto es el más espontáneo de todos, el menos «pensado». El evangelio de Marcos sirvió de base al de Mateo y al de Lucas, más cuidadosos y elaborados. Se centró en el relato de la pasión, muerte y resurrección de Jesús, y todo el comienzo del evangelio es una preparación para llegar a este punto esencial. La vida de Jesús no aparece como la de un hombre que lo tenía todo planeado de antemano. Y en esto radica el dramatismo de la historia que cuenta.

* Desde el año 140 se atribuye el primer evangelio a Mateo, el publicano cobrador de impuestos. Se calcula que fue escrito entre 75 y 90 años después de la muerte de Jesús. Analizando el texto, se descubre la mano de un judío que conocía bien la lengua griega y que tenía formación en letras. Como el texto se escribió después del de Marcos, se basó en gran parte en él, añadiendo mucho material nuevo. Más de la mitad de lo que cuenta Mateo no aparece en Marcos. Aunque el griego en el que escribió Mateo es mucho más culto y cuidado que el de Marcos, se notan continuamente los giros de la lengua aramea. Aunque escrito en griego, este evangelio se dirigió a comunidades de cultura judía. Por eso Mateo se refiere con frecuencia a relatos y profecías del Antiguo Testamento. Este evangelio busca convencer a los lectores de que Jesús es el Mesías esperado por el pueblo de Israel durante siglos. A Mateo es al que más le interesan los temas “judíos: polémicas con los fariseos y escribas, crítica al nacionalismo judío, a la ley, a los ritos. Mateo le interesó mucho más que contar con exactitud lo que pasó, explicar las enseñanzas que podía sacar la comunidad de cada acontecimiento. Por eso busca siempre la “moraleja” y, con toda libertad, la añade, poniéndola en boca de Jesús para dar aún más autoridad a lo que quiere enseñar a quienes le lean.

* Hacia finales del siglo II se le atribuía ya el texto del tercer evangelio a Lucas, un médico amigo de Pablo (Colosenses 4, 14), autor también del libro de los Hechos de los Apóstoles. El texto fue escrito más o menos a la par que el de Mateo. No está dirigido a los judíos. Es una catequesis escrita para extranjeros, para gente con cultura y mentalidad griegas. Por eso Lucas dejó de lado algunos temas del ambiente judío para resaltar muchos otros temas que tenían que ver con las comunida­des a las que se dirigió. La riqueza de su vocabulario y la libertad en la construcción de las frases indica que dominaba el griego mu­cho más que Mateo y Marcos. Es un gran redactor, tiene un plan al escribir, es el único que da “razones” al comenzar su texto (Lucas 1, 1-4 y Hechos 1, 1-2). Aunque siguió a Mateo y a Marcos, usó mucho material que no aparece en esos dos evangelios. Lucas quiso hacer una “historia de la salvación” y es el único que llama a Jesús “salvador”. Le interesa resaltar los elementos sociales y humanos que harán posible, a partir de Jesús, una historia nueva y seres humanos nuevos. Su evangelio es el más social, retratando siempre críticamente a los poderosos y explotadores de los pobres.

* El evangelio de Juan es totalmente distinto a los otros tres. Fue escrito más o menos en el mismo tiempo que el de Mateo y el de Lucas, entre 75 y 90 años después de la muerte de Jesús. Su autor fue testigo muy directo de la vida de Jesús por la abundancia de pequeños y exactos detalles que sólo este texto posee. Se le atribuye a Juan, el hijo de Zebedeo, aunque pudo serlo también un discípulo de él. La tradición dice que fue escrito en Éfeso, donde Juan habría pasado con María, la madre de Jesús, los últimos años de su vida. El autor de este evangelio “piensa” en arameo, aunque escribe en griego. Se dirige tanto a judíos que conocen bien el ambiente de Palestina, como a ex­tranjeros a los que hay que explicar con detalle algunas costumbres judías. Juan es quien menos cita el Antiguo Testamento. Desarrolla un tema principal de distintas maneras para afirmar que Jesús es la definitiva revelación de Dios a la humanidad.