15- EL VENDEDOR DE BARATIJAS

Jesús invita a Felipe a sumarse al grupo que están formando con los pescadores de Cafarnaum. Después de muchos peros, Felipe se decide.

El tercer día de la semana la plaza de Cafarnaum se llenaba de colores y de gritos. Era día de mercado. La gente de los pueblos vecinos venía a comprar y a vender frutas, telas, tortas de miel…

Felipe – ¡Peines y peinetas, sortijas, gargantillas, collares y pastillas! ¡Anillos de novia, aretes de casada, pulseras de viuda! ¡Amuletos contra el mal de ojo y contra todos los enojos! ¡Zapatos, zapatillas, zapatillas, zapatos! ¡Me voy dentro de un rato!

Nuestro amigo Felipe venía siempre al mercado de Cafarnaum cargado de cosas. Llevaba en la cabeza un turbante viejo y deshilachado de rayas amarillas y empujaba un carretón destartalado lleno de cachivaches. Con una corneta chillona, Felipe hacía más ruido que nadie en la plaza. Las mujeres de Cafarnaum eran buenas clientas suyas. Aunque engañaba siempre en los precios, se las ingeniaba para traer todas las semanas mil baratijas nuevas. Alrededor de él había siempre una nube de mujeres, regateando y revolviéndolo todo.

Felipe – ¡Mírese, mírese, doña, en este espejo! ¡Si está usted más bonita que un pimpollo de tomate! ¡Cinco monedas, cinco monedas nada más! ¡Espejitos, espejos, cambio uno nuevo por dos viejos! María, María, te he traído los coloretes, muchacha. ¡Aquí están! Está bien, está bien, me los pagas la semana que viene! ¡Oiga, oiga, traiga acá eso, no me lo manosee tanto, que esa es mercancía delicada! ¡Hierbas, a las buenas hierbas! ¡Un cocimiento caliente con estas hierbas de Oriente!
Salomé – ¡Felipe, muchacho! ¡Felipe!
Felipe – ¿Qué hay, doña Salomé? ¿Quiere algún peine, un perfume? Vamos, meta aquí la nariz, huela éste nuevo que me han traído de Arabia.
Salomé – Déjate de perfumes, que ya estoy muy vieja para eso. Mira, cuando quieras puedes ir por casa a tomarte la sopa.
Felipe – ¡Caray, no me falla usted nunca, doña Salomé! La verdad es que ya tengo un hambre!
Salomé – Claro, rediablos, con todo lo que gritas, acabas más gastado que una moneda en la mano de un avaro.
Felipe – ¡Mire, doña Salomé, a cambio de esa sopa, llévese estas agujas!
Salomé – Pero, Felipe, hombre, si sabes que lo hago de buena gana. No me tienes que dar nada. Cuando necesite algo ya te lo pediré. ¿Y qué? La María ésa, la magdalenita, ha venido a comprarte unos coloretes, ¿no? ¡Vaya perla!
Felipe – Bueno, doña Salomé, para mí todos los clientes son iguales, yo tengo que servir a todo el mundo.
Salomé – Desde que llegó aquí tiene alborotados a todos los hombres en el barrio. ¡Con esos contoneos! ¡Con esos olores! ¡Que los malos vientos se la lleven!

Semana tras semana, el vendedor Felipe saboreaba las sopas de pescado que hacía mi madre.

Felipe – ¡Y buena que está la sopa, doña Salomé! Oiga, ¿y dónde están Juan y Santiago?
Salomé – Pues ¿dónde quieres que estén? Sudando y ganándose el pan. Para los pescadores no hay días de mercado. Todos los días son iguales: los barcos, las velas, las redes, y vuelta a empezar la misma canción.
Felipe – Así que, ¿ninguna novedad, doña Salomé?
Salomé – Bueno, novedad sí hay. Está por aquí uno de Nazaret, que parece que lo conocieron mis hijos por allá por el Jordán. ¿Tú no estuviste también donde Juan el profeta? A lo mejor lo conoces.
Felipe – ¿De Nazaret? ¿Será Jesús, un moreno un poco cuentista?
Salomé – Ese mismito. Sabe contar unas historias muy divertidas. Estas noches nos ha tenido embobados a todos hasta las tantas. Parece un buen tipo. Está viviendo aquí con nosotros.
Felipe – ¿Y por dónde anda ahora ése?
Salomé – Debe estar en casa de una comadre de la Rufina, arreglándole el techo.
Felipe – Caray, me gustaría saludarlo. Ahora mismo voy allá.
Salomé – Pero acaba primero con la sopa, hombre. Tengo también unas aceitunas y un poco de pan. Toma.
Felipe – Es verdad, doña Salomé. La tripa primero, los amigos después. Además, tengo que enseñarle a usted unos collares de piedras rojas que le van a gustar. ¡Y los doy muy baratos, ya verá!

Al salir de casa de mi madre, Felipe se topó con Jesús que regresaba de donde Rufina, todavía con la paleta de albañil…

Felipe – ¡Eh, Jesús! ¡Jesús!
Jesús – ¡Caramba, si es Felipe!
Felipe – Jesús, moreno, qué alegría verte!
Jesús – Yo también tenía muchas ganas de saludarte, cabezón. Me dijeron que vendrías hoy por Cafarnaum.
Felipe – Hoy es día de mercado. Vine a vender, como siempre.
Jesús – ¿Y dónde dejaste el carretón?
Felipe – En casa de la Salomé. Ella fue la que me dijo que andabas por aquí. ¡Si aún no he visto a los muchachos del Zebedeo, ni a Andrés, ni a Pedro. Pero, bueno, ¿y eso? ¿Qué haces por aquí?
Jesús – Ya lo ves, ahora le estoy techando la casa a esta comadre de la mujer de Pedro y así me gano un par de denarios. Mira cómo estaban de podridas estas tablas. Si se descuidan les caen encima.
Felipe – Me dijo la Salomé que venías a quedarte por aquí. ¿Qué? ¿Aburrido de Nazaret? No, no me digas más. Yo te entiendo, Jesús. Aquello es demasiado tranquilo. Yo nunca voy por allá. Nadie compra nada.
Jesús – Hay poco dinero, ya sabes.
Felipe – ¿Así que te has pasado al bando de los de Cafarnaum? ¡Te felicito, Jesús! Y me alegro. Así nos veremos más a menudo. Yo vengo por aquí todas las semanas.
Jesús – Bueno, Felipe, la verdad es que no he venido porque esté aburrido de Nazaret. A mí aquello me gusta. También me gusta esto, pero… vine porque…
Felipe – ¡Porque te enamoraste de alguna muchacha de Cafarnaum! No, no me digas más. Yo te entiendo, Jesús. El tiempo pasa, uno se va haciendo viejo y eso de tener una casita, una mujer y unos hijos… Me alegro, hombre. Me alegro de verdad.
Jesús – Que no, Felipe, que no es eso. Oye, tú cuando vienes a vender ya llegas con el impulso y no paras de hablar. Espera que te diga.
Felipe – Bueno, pues dime entonces.
Jesús – Mira, ayer estuvimos hablando los del Zebedeo, Andrés, Pedro y yo. Queremos hacer algo. A Juan el profeta le han callado la voz, pero nosotros tenemos lengua todavía. Podemos seguir hablando a la gente como él lo hacía, podemos seguir anunciando el Reino de Dios… Pero hay que hacerlo todos juntos.
Felipe – Oye, ¿qué estás diciendo tú? Eso lo sabía hacer Juan. Con aquellas melenas y aquella voz que atronaba. Pero, nosotros… ¡ustedes se han vuelto locos!
Jesús – No, Felipe, no estamos locos. Tenemos que hacer algo. Y no vamos a esperar a que lo hagan los demás. Vamos a empezar a hacerlo nosotros. Dentro de poco tiempo seremos muchos. Dios está de nuestra parte.
Felipe – Bueno, moreno, pues también me alegro de eso. Si has venido a revolucionar, me alegro. Y te deseo suerte.
Jesús – Felipe, pero la cosa es que contamos contigo.
Felipe – ¿Conmigo?
Jesús – Sí, hombre, contigo. ¿Por qué te extrañas tanto?
Felipe – Pero si yo no sirvo para eso, Jesús. Yo sólo sé pregonar peines y espejos. Yo sólo sé de mi negocio. Claro que quiero que haya justicia en este país. ¡Y primero que nadie conmigo, que soy un muerto de hambre! Pero si ni yo mismo puedo salir adelante, ¿cómo voy a empujar a los demás?
Jesús – Algo haremos, Felipe, ya verás que sí.
Felipe – Yo soy un burro en dos patas, Jesús, un ignorante. Juan el bautizador había estudiado las Escrituras santas y sabía lo que tenía que decir. Pero, ¿cómo vamos a hacer nosotros lo mismo que él? Bueno, dejo a los demás. En lo que digan ellos yo no me meto. Pero yo… Yo no sé hablar ni leer. Oí las Escrituras cuando era chiquito en la sinagoga, pero me aburría mucho y no aprendí nada. Yo no sirvo para esas prédicas de la justicia. Tú déjame a mí con mi corneta y mi carretón.
Jesús – Pero, Felipe, todos nosotros somos también unos ignorantes, como tú. ¿Quién es Pedro, eh? ¿Quién es Santiago? ¿Y quién soy yo? Pero, mira, me acuerdo de un salmo que dice: “con los más pequeños, con los niños de pecho, Dios hace cosas grandes”.
Felipe – Pues estás mejor que yo, porque te acuerdas de algo de la Escritura. Bueno, ¿y qué me quieres decir con esas palabras?
Jesús – Pues que delante de Dios la gente que más vale son ésos: los que son poca cosa. Como nosotros, como tú. Tú sirves para nuestro grupo por eso mismo.
Felipe – Bueno, eso suena bien. ¡Pero a mí déjame con mi negocio! ¡Yo no me meto en ningún lío! Te digo que no sirvo para eso.
Jesús – Felipe, ¿y Moisés? ¿No formó Moisés nuestro pueblo con una pandilla de esclavos zarrapastrosos que no tenían ni un trozo de tierra que fuera suyo?
Felipe – Bueno, eso sí, eso es cierto. Aunque algo tendrían, digo yo.
Jesús – Tenían esperanza y ganas de luchar. Nada más, Felipe. Lo mismo que tenemos nosotros ahora: esperanza y ganas de luchar.
Felipe – Bueno, ahí tengo que darte la razón. ¡Pero no me has convencido todavía! ¡Yo tengo la cabeza muy grande y muy dura!
Jesús – Felipe, ¿quién fue el rey David? Un pastor de ovejas, un pobretón. ¿Y quién fue Jeremías el profeta? Un niño que no sabía ni hablar. ¿Y el profeta Amós? Un campesino que estaba arando la tierra cuando Dios lo llamó. ¿Y Judit, la heroína? Una viuda a quien le temblaban las manos. Dios escoge a los débiles, a los pobres, para que así a los sabios no se les suban los humos a la cabeza. Escucha, cabezón, queremos que estés en nuestro grupo. Sí, nosotros somos unos ignorantes y unos desarrapados, ¡pero entre todos podemos hacer algo!
Felipe – Pero, Jesús, si me meto en eso… ¿y mi negocio, qué? ¿Cómo me voy a ir yo al Jordán a bautizar a la gente en el río? ¿Qué hago con mi carretón, eh?
Jesús – Pero si no nos vamos a ir tan lejos, hombre. La gente ya fue al Jordán y se bautizó para prepararle el camino al Liberador de Israel. Ahora tenemos que hacer otra cosa, no sé.
Felipe – Yo lo único que sé hacer es ir de pueblo en pueblo pregonando cachivaches. A mí de ahí no me sacas.
Jesús – Pues podemos ir de pueblo en pueblo pregonando lo que Dios se trae entre manos. Sí, no es mala idea la tuya.
Felipe – Hombre, si es así, entonces si me meto en ese grupo. A lo mejor hasta levanto el negocio. Nos ponemos a anunciar esos planes de Dios y… y yo aprovecho y vendo algunos collares! ¡Ahora sí que me convenciste, moreno!
Jesús – Pues mira, voy a dejar este techo un rato y vamos a buscar a los demás para hablar con ellos.
Felipe – ¿Tú sabes dónde estarán ahora?
Jesús – Deben andar por el embarcadero. Ven, Felipe, sígueme…

Al poco rato, en el embarcadero…

Pedro – Entonces, Felipe, ¿te metes en esto?
Felipe – Este Jesús me ha llenado la cabeza con palabras bonitas y he picado el anzuelo.
Juan – ¡Pues para llenar una cabeza tan grande, tiene que haber hablado mucho!
Santiago – Óyeme bien, Felipe, nos estamos metiendo en un lío muy serio. Vamos a empezar a trabajar por nuestra cuenta, sin contar con los zelotes, ¿comprendes? Aquí hay que ser valiente, ¿me oyes?
Felipe – Bueno, Santiago, yo haré lo que pueda. No vengas tú ahora a meterme miedo. Ya le dije a Jesús que… que eso de ir de pueblo en pueblo me gusta. Yo llevo mi corneta y mi carretón y aprovecho para…
Santiago – Pero, ¿qué tiene que ver tu corneta con lo que estamos planeando?
Juan – Déjalo, Santiago, Felipe es medio tonto.
Felipe – ¿Ah, sí, verdad? ¿Con que tonto yo? Atrévete a repetir eso, anda.
Pedro – Bueno, basta ya, Felipe. ¿Te quieres meter en el grupo o no?
Felipe – Ya estoy metido, Pedro. Y de aquí no me salgo. Sí me llegan a dejar fuera, los despanzurro a todos. Arriba, ¡mano con mano!

Felipe, de Betsaida de Galilea, se unió a nuestro grupo. No sabíamos entonces muy bien por dónde empezar ni qué hacer. Éramos sólo seis. Y sólo teníamos esperanza y ganas de luchar.

Juan 1,43-44

Notas

* Pocos datos hay en los evangelios sobre el apóstol Felipe. Se le menciona sólo cinco veces. Era de Betsaida, donde también habían nacido los hermanos Andrés y Pedro. Felipe pudo ser un buhonero, un vendedor ambulante, oficio frecuente en la época, clasificado como “despreciable” junto a otros muchos oficios populares que rebajaban socialmente a quienes los ejercían. Una de las razones para considerar despreciable al buhonero era que, por su trabajo, tenía que relacionarse con mujeres, lo que lo hacía sospechoso de inmoralidad. Los que ejercían éste u otros oficios clasificados en listas públicas como despreciables no podían acceder a ningún cargo de responsabilidad comunitaria.