19- LA SUEGRA DE PEDRO

Rufina, la suegra de Pedro está enferma. Jesús conversa con ella y le devuelve las ganas de vivir. Y de cocinar.

Al salir de la sinagoga, Santiago, Jesús y yo fuimos a casa de Pedro. Rufina, su mujer, nos estaba preparando una buena olla de lentejas.

Pedro – Vengan, camaradas, siéntense aquí en esta sombrita, que en menos de lo que canta un gallo está la comida. Y les juro por mis bigotes que a cada uno le alcanzará un buen pedazo de tocino. Ven, Jesús, vamos a buscar unas aceitunas mientras Rufina sopla el fogón.

Simón Pedro era un tipo especial. Pedro-tirapiedras, como todos le llamábamos. Tenía la barba muy rizada y la nariz gorda como un higo. Era el mejor remero del lago y el más alborotador también. Pedro siempre olía a pescado y siempre estaba de buen humor. Tenía cuatro muchachos. Se mataba trabajando por ellos. Y por Rufina, su mujer. La quería mucho, aunque siempre estaban peleando.

Pedro – Pero, Rufina, mujer, ¿cuándo van a estar esas lentejas? ¡Esta gente tiene hambre! ¡Por la cola de Satanás, date prisa!
Rufina – Con prisas ahora, ¿verdad? ¿Y por qué no me diste el dinero antes, so tacaño? Pero, ¿qué te piensas, tú, eh? ¿que las lentejas llueven del cielo? ¡Hay que pagarlas, narizón, hay que pagarlas!
Pedro – ¿Y esa bruja del mercado no te las puede fiar?
Rufina – ¡Esa bruja, como dices tú, lleva tres semanas fiándonos la comida, y dice que si tú no le pagas antes del sábado, no me da ni una cebolla más!
Pedro – ¿Y qué le respondiste tú?
Rufina – ¡Que me parece muy bien, que ella tiene la razón!
Pedro – Ah, ¿con que ella tiene la razón?
Rufina – ¡Sí, ella tiene la razón!
Pedro – ¡Mira, Rufina, no me levantes la voz, no me levantes la voz!
Rufina – ¡Ni tú a mí tampoco, hombre escandaloso! ¡Yo creo que mi madre se ha enfermado por cuenta de tus gritos!
Pedro – ¡No, qué va, la suegra está enferma por cuenta de tu haraganería, que si ella estuviera aquí en el fogón estas lentejas ya estarían listas!
Rufina – Pedro… Pedrito…
Pedro – ¿Qué… qué pasa?
Rufina – No me digas haragana que no es verdad.
Pedro – Ni tú me digas tacaño a mí que no me gusta.
Rufina – Pedrito, ¿qué haría yo sin ti?
Pedro – Humm… Eso digo yo, ¿qué haría yo sin ti, Rufi?

Pedro y Rufina habían tenido cuatro hijos: Simoncito, el primer varón. Luego estaba Alejandro, de cinco años; Rubén, de tres; Efraín, de dos y otro que venía de camino y que todos esperábamos que fuera niña. Con Pedro vivía su hermano Andrés, el flaco, todavía soltero. Y el padre de ellos dos, Jonás, un abuelo cascarrabias. Y la vieja Rufa, la mamá de Rufina, que estaba enferma desde hacía dos meses.

Santiago – Bueno, Pedro, ¿qué pasa con esas lentejas? ¿Vienen o no vienen? ¡Me está pareciendo que el chivo se las comió antes de llegar a la mesa!
Pedro – Camaradas, no se desesperen. Ya casi casi comemos. No se impacienten, es que… en esta temporada, con la suegra enferma todo se complica.
Simoncito – Jesús, abuelita está enferma.
Jesús – ¿Ah, sí? ¿Y dónde está, Simoncito?
Simoncito – Allá en el rincón.
Pedro – La vieja Rufa, Jesús, mi suegra. Una pena, tú sabes. Una fiebre mala de estas que hay ahora. Oye, ¿y por qué no la saludas y le cuentas una historia de las tuyas en lo que mi mujer acaba de ablandar estas malditas lentejas? Sí, ven, entra, Jesús, la vieja está tumbada ahí dentro. Ven, no te fijes en el desorden que hay, ya sabes cómo vive uno aquí con tanta gente en un solo cuarto.

Jesús – ¿Cómo está usted, abuela? ¿Cómo se siente?
Rufa – ¿Que me siente? Yo no puedo sentarme porque me estoy muriendo.
Jesús – ¿Que cómo se siente?
Pedro – Está un poco sorda, Jesús. No le hagas mucho caso.
Rufa – ¿Y quién eres tú?
Pedro – Mire, suegra, este es un amigo de Nazaret, ¿usted oye? De Nazaret. Se llama Jesús y ha venido a pasarse unos días con nosotros. Un tipo chistoso, suegra. Dígale que le cuente una historia y verá cómo se ríe.
Rufa – ¡Pa’reírme estoy yo! ¡Mejor me pongo a llorar!
Jesús – Vamos, abuela, no sea tan ceniza. ¿Qué enfermedad es la que tiene? Cuénteme.
Rufa -Ay, mijo, ¿y qué sé yo? ¡Yo no soy médica!
Pedro – Bueno, Jesús, te dejo con la vieja. Yo voy a meterle prisa a Rufina. Vengo a avisarte después.
Rufa – Yo me encuentro raro este quebranto, hijo, porque, mira, por dentro yo siento como si un fuego se me hubiera colado en los huesos, ¿tú me oyes bien?
Jesús – ¡Sí, abuela, la oigo bien!
Rufa – Pero entonces por fuera tengo como un frío, un frío tan grande que se me engurruña el pellejo.
Jesús – Eso no es nada grave, abuela. Es una fiebrecita.
Rufa – Pero, mijo, ¿cómo lo frío y lo caliente van a estar juntos?
Jesús – ¿Y qué tiene eso de raro, abuela? También el cariño y los pleitos van juntos. ¿Usted no oyó hace un momento la gritería entre su hija y su yerno?
Rufa – Yo estoy sorda, no oigo ná. Oigo las campanas pero no sé dónde repican.
Jesús – Pues estaban repicando en la cocina. Pedro y Rufina peleando.
Rufa – Ah, sí, esos dos se dan un beso hoy y un mordisco mañana. Yo no entiendo cómo es la juventud de ahora. Porque dicen que se quieren muchísimo y no se cansan de pelear.
Jesús – Bueno, así pasa siempre. Usted habrá dado sus besos y sus mordiscos también, ¿verdad abuela?
Rufa – Ay, mijo, pero eso era antes. Ahora ya ni dientes me quedan. Mira cómo tengo la boca… Yo estoy como esas redes viejas que por donde quiera que las agarres se rompe el nudo. Ya no sirvo pá ná.
Jesús – No venga con mentiras, abuela. Yo estoy seguro que si usted se levanta, se arregla un poco, sale a dar una vuelta por el pueblo y todavía le echan un piropo.
Rufa – ¿Que me echan un qué?
Jesús – Un piropo, abuela, una palabra bonita.
Rufa – ¿Un piropo a mí? Ji, ji… Ay, caramba, mijo, yo ya no sirvo pá ná. Antes sí. Antes yo tenía todos mis dientes y un pelo muy suave y…
Jesús – Y le decían muchas cosas lindas cuando iba caminando por Cafarnaum, ¿verdad que sí?
Rufa – Cuando el último piropo que me dijeron por la calle, tenía yo cuarenta años, imagínate. Yo me conservé mucho tiempo.
Jesús – ¿Ajá? ¿Y qué fue lo que le dijeron, eh, abuela? Cuénteme.
Rufa – Bah, ya no me acuerdo. Ha llovido mucho desde entonces.
Jesús – No, no, viejita, ya usted me picó la curiosidad. A ver, dígamelo en secreto para que nadie se entere.
Rufa – Tonterías de ustedes los hombres. Mira tú, iba yo caminando por el mercado con una rosa en el pelo. Y va y me dicen: Cuando yo te veo pasar, le digo a mi corazón: qué bonita piedrecita para darme un tropezón… Ji, ji… Así me dijo un frutero, oyes…
Jesús – Usted tiene un pelo muy bonito, abuela.
Rufa – Dentro de poco se me caerá también. A los viejos se nos va cayendo todo, como las hojas secas a la higuera.
Jesús – A la higuera se le caen las hojas en invierno, pero luego viene la primavera y retoña otra vez y vuelven las hojas nuevas y las flores.
Rufa – Pero para los viejos no hay más primavera. Tú me ves hoy aquí. Vuelves mañana y a lo mejor ya no me encuentras.
Jesús – El cuerpo se nos va gastando, abuela. Pero el corazón no. El espíritu no se pone viejo. Lo importante es tener el espíritu joven. Fíjese en Dios… ¡los años que ha vivido Dios desde que creó el mundo! Pero Dios es joven, tiene joven el corazón. Como usted también, abuela.
Rufa – Dios no se acuerda de nosotros los viejos.
Jesús – No diga eso, abuela. Dios se ocupa de todos sus hijos: de los grandes y de los chicos, de los niños y de los viejos. Él no nos abandona nunca.
Rufa – Pues yo a veces me siento abandonada, mijo, como esos troncos secos que las olas del lago empujan pá aquí y pá allá, así estoy yo.
Jesús – Qué va, mi vieja. Usted tiene buenas raíces todavía. Usted tiene fuerza para unos cuantos años más. Y después, cuando Dios la llame, no se asuste tampoco. No nos quedamos en la tierra, abuela. Vamos junto a Dios, a seguir viviendo en su casa, una casa grande y alegre donde cabemos todos.
Rufa – Tú hablas bonito, muchacho. Que Dios te bendiga la lengua.
Jesús – Y que a usted le bendiga los huesos para que se le salga ese fuego que tiene dentro.
Rufa – Gracias, mijo. Pero, ya pá qué… no hace mucha falta. A mí nadie me necesita ya en este mundo.
Jesús – ¿Cómo va a decir eso usted? Sus nietos la necesitan. Su yerno Pedro estaría más tranquilo ahora si usted fuera a echarle una mano a su hija que está pasando un mal rato con esas lentejas que no se quieren ablandar.
Rufa – Ah, eso sí te digo, mijo, en el fogón no hay quién me gane. Porque así como tú me ves, hasta hace dos lunas yo estaba amasando el pan y recogiendo leña y lavando ropa. Coser no, ya tengo los ojos cansados. Pero todos los demás oficios los hago igual que una recién casada.
Jesús – ¿Ajá? Y usted me decía que no servía para nada…
Rufa – Sí, pero con esta enfermedad me derrumbé. Ya no tengo ganas ni de cantar.
Jesús – ¿Usted también sabe cantar, abuela?
Rufa – Ay, sí mijo, mucho. Yo era muy alegre.
Jesús – Mi abuelo Joaquín siempre nos cantaba allá en el campo las tonadas antiguas, las de su tiempo.
Rufa – ¿A ti te gustan esas canciones viejas?
Jesús – Mucho, abuela. Oiga, ¿usted no se sabe esa de “Los lirios del rey David”?
Rufa – Claro que sí. Esa me la enseñó una comadre mía cuando viajamos a Jerusalén en la fiesta de las tiendas.
Jesús – ¿Y por qué no la canta, abuela?
Rufa – Yo estoy enferma, muchacho. ¿Cómo voy a cantar?
Jesús – Sí abuela, sí, anímese y cántela. ¿Por qué no se sienta y está más cómoda? Vamos, deme la mano. Anímese.
Rufa – Espérate, muchacho, que me derriengo…
Jesús – No, mi vieja, usted tiene buena cara. Vamos, póngase de pie, sí, claro que sí… upa, levántese… despacito, abuela…
Rufa – Espérate, muchacho… que estos huesos… ay…
Jesús – ¿Ya ve usted que puede? ¿No se siente un poco mejor ahora?
Simoncito – Abuelita, ¿ya te curaste?
Pedro – Pero, suegra, ¿qué hace usted de pie? ¡Acuéstese inmediatamente!
Jesús – Déjala tranquila, Pedro, que ella va a cantar “Los lirios del rey David”, ¿verdad, abuela?
Pedro – Los lirios de… Pero, ¿quién tiene aquí la fiebre mala, ella o tú? ¿Se han vuelto locos los dos? ¡Ven a ver esto, Rufina!
Rufa – Déjame quieta, Pedro, que ya me siento de lo más bien.
Niños – ¡Abuelita se curó, abuelita se curó!
Rufina – Pero, mamá, ¿qué hace usted de pie? ¡Échese en la estera!
Rufa – Échate tú si quieres y a mí no me jeringues, que yo me siento bien. Es más, voy ahora mismito al fogón a ayudarte con la comida para que vean que la vieja Rufa todavía sirve pá algo, ¡caramba! ¡Y que sabe hacer unos guisos, que hasta el más desabrido se rechupetea los dedos!

Jesús le dio a la vieja Rufa muchas ganas de vivir. Y la suegra de Pedro se levantó aquel día y muchos días más. Y ayudaba en la cocina y lavaba la ropa y servía la mesa… y cantaba los cantares antiguos, los que sus abuelos le enseñaron a ella, y ella ahora les enseñaba a sus nietos.

Mateo 8,14-15; Marcos 1,29-31; Lucas 4,38-39.

 Notas

* Los cimientos de la casa de Pedro, en las ruinas de Cafarnaum, son uno de los lugares con mayor autenticidad histórica entre los recuerdos materiales de la vida de Jesús. De la casa de Pedro se conserva el basamento original y el dintel de entrada. Con toda certeza, Jesús lo cruzaría cientos de veces. Estos cimientos dejan ver un espacio de vivienda reducidísimo donde la familia de Pe­dro viviría muy pobremente. Las casas se construían unas junto a otras, de forma que varias casas y varias familias compartían una especie de patio común, cuyo trazado puede apreciarse en las ruinas.

* Simón Pedro es el discípulo de Jesús de quien más información nos dan los evangelios. Son abundantes los datos sobre su carácter apasionado y espontáneo. Además, los evangelios recuerdan que tenía suegra y, por lo tanto, estaba casado.

* En los tiempos de Jesús había menos viejos que hoy en día. La vida de las personas era más corta porque se tenían muy pocos conocimientos médicos. La mayoría de los hombres y mujeres moría joven según los criterios actuales. Los ancianos eran muy queridos en Israel y su presencia inspiraba respeto en la familia. Eran también los responsables de transmitir la historia familiar y las tradiciones culturales.