18- UN LOCO QUIERE ENTRAR

A las puertas de la sinagoga de Cafarnaum, está Bartolo. La comunidad lo rechaza, pero Jesús se acerca a él y lo tranquiliza.

Pasó una luna y luego otra. Jesús seguía con nosotros en Cafarnaum. Todas las noches, después del trabajo, nos reuníamos en casa de Pedro para conversar y hacer planes. Cada día que pasaba crecía nuestra amistad. Iba madurando como maduran los frutos en los campos de Galilea al llegar su tiempo. Un sábado fuimos con Jesús a la sinagoga. A la puerta estaba Bartolo, el loco.

Bartolo – ¡A rezar a Dios! ¡A rezar a Dios! ¡Míraloooos! ¡Míralooos! ¡Gori, gori, gori, gori, uuuuu! ¡Yo quiero entrar a rezar a Dios! ¡Yo quiero entrar a rezar a Dios! ¡Gori, gori, gori, uuuuuu!

Bartolo siempre estaba sucio y olía a vino rancio. Tenía los ojos amarillentos y su voz era como la de las cornejas cuando chillan atravesando el cielo. Daba palmadas y lloraba pidiendo que lo dejaran entrar en la sinagoga. Todos en Cafarnaum nos burlábamos de él.

Bartolo – ¡Yo quiero entrar! ¡Gori, gori, gori, gori, uuuu!
Pedro – Mira, Jesús, ahí está otra vez Bartolo, el que vimos en el mercado el otro día.
Jesús – Ah, sí, ya me acuerdo.
Pedro – ¡Maldición de hombre, cuando se pone pesado no hay quien lo aguante!
Jesús – ¿Y si lo dejaran entrar en la sinagoga? ¿Se quedaría tranquilo?
Santiago – Pero, ¿cómo van a dejar entrar a ese loco aquí? Es un tipo peligroso, Jesús. Un día dejó en cueros a una mujer en la calle. Le arrancó la ropa de un tirón.
Pedro – Pues mira que aquella vez que se quiso ahogar en el lago.
Santiago – No sé ni por qué lo salvaron. ¡Mejor se hubiera ido al fondo! ¡Para lo que sirve un hombre así! ¡Para nada!

Después de conversar un rato en el patio, todos entramos a la sinagoga. La sinagoga era nuestro templo. Allí nos reuníamos todos los sábados a dar culto a Dios, a rezar los salmos, a pedirle al Señor de los cielos que no olvidara a su pueblo. Las mujeres se quedaban a un lado, detrás de una rejilla de madera. Los hombres, en el centro. Todos mirábamos hacia el lugar donde estaba colocado el Libro santo de la Ley. Y aquel lugar miraba hacia Jerusalén, la ciudad santa de Dios.

Rabino – Señor, ¿quién entrará en tu casa? ¿Quién habitará en tu monte santo? El que no tiene mancha, el que es puro, el que tiene limpio su corazón y limpias sus manos, el que no ensucia su lengua con engaños…

Después de las lecturas y las oraciones, uno de los hombres se levantaba a explicar el texto de la Escritura que habíamos escuchado. Aquel sábado le tocó hacerlo a Saúl, un viejo comerciante del barrio de los artesanos, que no faltaba nunca a la sinagoga.

Saúl – Hermanos, hemos oído claramente lo que dice el salmo, que para entrar en la casa de Dios hay que ser limpio y puro. Por eso tenemos que recordar que en la casa de Dios no pueden entrar los esclavos ni los hijos de padre desconocido. Tampoco entrarán los leprosos ni los cojos con cojera notable. No pueden entrar en la casa de Dios las prostitutas ni las adúlteras, ni las mujeres en el tiempo de sus reglas. Sólo los limpios, sólo los puros. No pueden entrar en la casa de Dios los hijos bastardos, ni los niños expósitos, ni los pastores con reconocida fama de ladrones. Tampoco entrarán los castrados ni los locos ni los endemoniados. El salmo lo dice claramente: el que no tiene mancha, ése, solamente ése, podrá entrar en la casa de Dios…

El sermón de Saúl era bastante largo y aburrido. Cuando miré a los lados, vi que Santiago daba cabezadas y Pedro ya estaba roncando. A otros les había pasado lo mismo. Fuera, el loco Bartolo no dejaba de gritar. Llegó un momento en que sus alaridos envolvieron la voz gangosa de Saúl y apenas podíamos entender lo que decía el predicador.

Mujer – ¡Ay, pero qué tipo más impertinente ése, díganle que se calle!
Hombre – ¡Manda a callar a ese loco, Jairo, aquí no hay quien oiga nada!
Saúl – Como íbamos diciendo, la casa de Dios es solamente para los limpios y los puros, para los que están purificados de alma y de cuerpo y…
Pedro – ¡Dejen entrar a ese hombre a ver si se calla de una vez!
Santiago – ¡Cállate tú la boca, Pedro!
Rabino – ¡Ese hombre que grita fuera es un impuro! No puede entrar aquí de ninguna manera. Es el diablo el que lo envía para que no podamos alabar al Señor. ¡Pero no se saldrá con la suya!
Mujer – ¡Pues con esos gritos aquí no hay quien alabe a nadie, rabino!
Pedro – ¡Yo creo que si entra se quedaría tranquilo!
Jesús – ¡Yo también creo lo mismo! ¿Por qué no lo dejamos entrar?
Rabino – ¡Basta de discusión! Ese hombre no está limpio. Es un loco que no sabe distinguir la mano derecha de la izquierda. ¿Cómo va a conocer a Dios para poder alabarlo?
Jesús – ¡Pero Dios sí lo conoce a él!
Rabino – ¡Dios sólo quiere en su presencia a los hombres puros!
Mujer – ¡En eso sí tiene razón el rabino!
Jesús – ¡Pues yo creo que Dios quiere en su presencia a todo el mundo! El ya se encargará después de limpiarlos. Pero nos quiere a todos juntos.
Pedro – ¡Bien dicho, Jesús! ¡Dejen entrar a Bartolo!
Santiago – No gastes saliva por ese loco, Jesús. Ese tipo no merece la pena. ¡Y tú no te metas tampoco, Pedro!
Pedro – Cállate, Santiago. Lo que dice Jesús está bien dicho.

Cuando llevábamos un rato discutiendo si el loco Bartolo podía o no podía entrar, la puerta de la sinagoga se abrió de repente como si la empujara un huracán. Rodando como un ovillo, entró Bartolo, todo bañado en sudor y riéndose a carcajadas.

Bartolo – ¡Ja, ja, ja! ¡Ya entré! ¡Gori, gori, gori, uuuuu!

Las mujeres empezaron a dar gritos y se armó la algarabía en la sinagoga…

Bartolo – ¡Yo quiero rezar! ¡Yo quiero rezar! ¡Gori, gori, gori, uuuuu!

Los ojos le brillaban a Bartolo como si llevara un tizón encendido dentro de ellos.

Hombre – ¡Saquen a ese loco de aquí! Maldita sea, ¿pero es que nadie se atreve?
Santiago – Ea, fuera de aquí. ¡Fuera de aquí!
Bartolo – ¡Yo quiero rezar, yo quiero! ¡Gori, gori!
Vieja – ¡Pero esto es el colmo! ¡Traigan una cuerda para amarrarlo!
Hombre – ¡Qué cuerda ni cuerda! ¡Tú, gordinflón, ayúdame! ¡Vamos a echar fuera esta piltrafa!
Bartolo – ¡Gori, gori, gori, uuuuuuu!
Santiago – ¿Piltrafa? ¡Este desgraciado tiene más fuerza que Sansón!
Mujer – ¡Pues córtenle la melena entonces!
Hombre – ¡Agárralo fuerte, caramba!
Santiago – ¡Las mujeres no se acerquen, es peligroso!
Hombre – ¡Dale un pescozón para que se esté quieto!
Herrero – ¡Quítense ustedes, flojos, y déjenmelo a mí!

El herrero Julián, que tenía los brazos negros y duros como tenazas, agarró a Bartolo por el cogote y comenzó a arrastrarlo hacia la puerta. El loco forcejeaba tirando patadas a todos lados.
Vecino – ¡Fuera de aquí, entrometido, pedazo de demonio, fuera!
Jesús – ¡Oye tú, suelta a ese hombre! ¡Sí, suéltalo, déjalo ya!

Al fin, Jesús pudo abrirse paso entre aquel tumulto de gente…

Jesús – ¿No ves que es un infeliz? Suéltalo. Vamos, dejen sitio para que respire.

La gente se fue separando un poco. Bartolo jadeaba como un caballo después de una carrera y lloriqueaba con la cabeza pegada al suelo.

Rabino – ¡Que nadie lo toque! ¡Ese hombre es un impuro, está manchado! ¡Sepárense de él! ¡Aléjense! ¡He dicho que nadie lo toque!

Pero Jesús no hizo caso de las amenazas del rabino y se quedó allí, junto al loco.

Jesús – ¿Y por qué no voy a tocarlo, rabino?
Rabino – ¡Porque es un impuro! ¡Y la impureza se pega como la sarna!
Jesús – No es ningún impuro. Es un pobre hombre. Está cansado de que la gente se ría de él y lo echen de todas partes. Por eso se porta así. Pero Dios no quiere echarlo de su casa.

Jesús se inclinó sobre él…

Jesús – Bartolo… Bartolo, ¿qué te pasa? ¿No me oyes?

Entonces el loco abrió los ojos y miró a Jesús desafiante…

Bartolo – ¡No te metas conmigo! ¡No te metas conmigo!
Jesús – Oye, Bartolo, quieres quedarte a rezar con nosotros, ¿verdad que sí?
Bartolo – ¡Yo te conozco! ¡Tú quieres matarme! ¡Yo te conozco!
Jesús – Pero, cállate de una vez, caramba.
Bartolo – ¡Yo te conozco! ¡Gori, gori, uuuu! ¡Yo te conozco! ¡Tú eres amigo de Dios! ¡Tú eres amigo de Dios!
Jesús – Y Dios es amigo tuyo, Bartolo.
Bartolo – ¡Uuuuu! ¡Uuuuu!
Jesús – Vamos, hombre, tranquilízate.

Bartolo lloraba y temblaba en el suelo. Jesús se agachó y le dio la mano para ayudarlo a levantarse.

Jesús – A ver, ven conmigo, anda… levántate… así…

Pero Bartolo, cuando ya estaba de pie, dio un grito muy grande… y se cayó sin sentido.

Hombre – ¡Eh, se murió Bartolo!
Pedro – ¡No se mueve! Jesús, ¿qué le ha pasado? ¿Qué le pasó?
Mujer – ¡Ay, el pobrecito, miren cómo se ha quedado! ¡Más tieso que una vela!
Rabino – ¡Dios lo castigó por atreverse a entrar en su casa! ¡Era un hombre pecador! ¡Era un impuro! Aléjense de él. Atrás, atrás, vamos, sepárense…

El loco Bartolo estaba tirado en el suelo, blanco como la harina. No movía ni un dedo.

Jesús – No está muerto, Pedro, qué va a estar muerto.
Pedro – Que sí está muerto, Jesús, mírale la cara. Ése ya se fue para el otro lado. Cuando dio el grito, se le salió el alma del cuerpo.
Mujer – Oye lo que dice el rabino, que Dios lo mató.
Hombre – Y bien dicho está. Dios lo castigó por atrevido.
Jesús – Dios no lo ha castigado. Y él no está muerto.

Jesús se acercó a Bartolo y lo zarandeó…

Jesús – Vamos, hermano, levántate, que ya nos has pegado un buen susto y tenemos que seguir rezando… ¡Bartolo!

El loco se levantó del suelo. Le había vuelto el color a la cara. Parecía muy cansado, pero se reía enseñando sus dientes partidos y sucios.

Jesús – Vamos, Bartolo, ven, que hay un sitio para ti entre nosotros.

El loco Bartolo se sentó entre Pedro y yo, y cantó y rezó con todos. Desde aquel día pudo ir a la sinagoga y al mercado y a la plaza. Estaba más tranquilo. Poco a poco, fuimos comprendiendo que aquel hombre, del que todos nos habíamos reído y al que todos habíamos puesto a un lado, tenía también su sitio entre nosotros. Que aquel pobre loco, alborotador y sucio, era hermano nuestro.

Marcos 1,21-28; Lucas 4,31-37.

 Notas

* Unos 500 años antes de Jesús, cuando fue destruido el Templo de Jerusalén y el pueblo de Israel fue deportado, los judíos comenzaron a construir sinagogas, casas de oración, donde reunirse a rezar y a leer las Escrituras, en las que no se ofrecía ningún sacrificio. En tiempos de Jesús, aunque ya había un nuevo Templo en Jerusalén, existían muchísimas sinagogas por todo el país. En Cafarnaum había una pequeña, sobre la que fue construida, cuatro siglos después, otra mayor, de la que se conservan ruinas de gran valor histórico.

* En la sinagoga se reunía todo el pueblo los sábados para asistir a la oración y escuchar al rabino o a cualquier paisano que quisiera hacer comentarios a los textos de la Escritura que se habían leído. La sinagoga no es el equivalente exacto de los actuales templos cristianos. Era un lugar más familiar, más popular y más laico, en el que se podía hablar libremente, sin que fuera necesaria la presencia de ningún ministro sagrado. El rabino era un maestro-catequista, no un sacerdote.

* En los tiempos de Jesús, como durante muchísimos siglos en la antigüedad, la falta de conocimientos científicos y la ignorancia sobre el funcionamiento del cuerpo humano, hacía que se atribuyera a la acción de los demonios algunas enfermedades. Sobre todo las enfermedades mentales, ya que los gritos, ataques y falta de control de los movimientos del enfermo, resultaban llamativos y enigmáticos. Decir “loco” equivalía a decir “endemoniado” y por esto, era lo mismo que decir impuro: dominado o poseído por un “espíritu impuro”, el diablo.

* La mayoría de las religiones antiguas consideraron que en el mundo hay personas, cosas o acciones impuras y, como contrapartida, personas, cosas o acciones puras. Unas y otras “contagian”. Esa impureza no tiene nada que ver con la suciedad exterior. Ni la pureza con la limpieza. Tampoco tiene que ver con lo moral, “lo bueno” o “lo malo”. Lo “impuro” es lo que está cargado de fuerzas peligrosas y desconocidas y lo “puro” es lo que tiene poderes positivos. Quien se acerca a lo impuro, no puede acercarse a Dios. La pureza-impureza es una idea fundamentalmente “religiosa”.

* Desde muy antiguo, la religión de Israel había asimilado esta forma de pensamiento y existían multitud de leyes para resguardarse de la impureza referidas a la sexualidad (la menstruación y la blenorragia eran formas de impureza); a la muerte (un cadáver era impuro); a algunas enfermedades (la lepra, la locura hacían impuro); a algunos alimentos y animales (el buitre, la lechuza, el cerdo eran, entre otros muchos, animales impuros). La mayoría de estas leyes se conservan en el libro del Levítico. A medida que el pueblo fue evolucionando de una religión mágica a una religión de responsabilidades personales, estas ideas fueron cayendo en desuso. Sin embargo, algunos grupos las observaban escrupulosamente, y de ahí los prolongados y minuciosos lavatorios o purificaciones para hacerse agradables a Dios. Jesús echó por tierra todas estas ideas y costumbres y con su palabra y sus actitudes borró la frontera entre lo puro y lo impuro, idea central en la antigua religión.