22- LA BUENA NOTICIA

Jesús viaja a su pueblo, Nazaret, y allí predica por primera vez la justicia del Reino de Dios. Sus vecinos y vecinas no lo comprenden.

Llegamos a Nazaret, el pueblo donde Jesús se había criado. Yo hice el viaje con él desde Cafarnaum. Era sábado, día de descanso. A primera hora de la mañana, los nazarenos se apretujaron en la pequeña y desvencijada sinagoga. Los hombres venían envueltos en sus mantos de rayas negras y blancas. Algunos entraban mascando dátiles para matar el hambre, aunque eso estaba prohibido. Las mujeres se quedaban a un lado, según la costumbre, detrás de la reja trenzada. Allí, entre las demás aldeanas, estaba también María, la madre de Jesús.

Todos – Escucha Israel, el Señor es nuestro Dios, sólo el Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Queden grabadas estas palabras que Yo te mando hoy…

Comenzábamos la ceremonia rezando a coro la oración de la mañana. Después venían las dieciocho plegarias rituales. Cuando llegó el momento de la lectura, el viejo rabino le hizo una señal a Jesús, que estaba a mi lado. Jesús se abrió paso entre sus vecinos y se acercó a la tarima donde estaban guardados los libros santos. Un muchacho joven abrió la caja de madera de sándalo y sacó los pergaminos. En aquellos folios estaba escrita, en letras rojas y negras, la Ley de Dios. Era la Santa Escritura donde los sabios de Israel, a lo largo de mil arios, habían escudriñado detrás de cada palabra, detrás de cada sílaba, la voluntad del Señor. Jesús tomó el libro del profeta Isaías. Desenrolló el pergamino, lo levantó en alto con las dos manos y comenzó a leer a tropezones, como leen los campesinos que no han tenido mucha escuela.

Jesús – El espíritu del Señor está sobre mí.
El espíritu del Señor me ha llamado
y me envía a los pobres para darles
la buena noticia que tanto esperan: ¡su liberación!
Los corazones rotos van a ser vendados,
los esclavos saldrán libres,
los presos verán la luz del sol.
Vengo a pregonar el Año de Gracia del Señor,
el Día de Justicia de nuestro Dios:
para consolar a todos los que lloran,
para poner sobre sus cabezas humilladas
una corona de triunfo,
vestidos de fiesta en vez de ropa de luto,
cantos de victoria en vez de lamentaciones.

Jesús acabó de leer. Enrolló el pergamino, se lo devolvió al ayudante de la sinagoga y se sentó en silencio. Todos teníamos los ojos clavados en él, esperando el comentario de aquellas palabras. Jesús también parecía esperar algo. Con la cabeza entre las manos, se le notaba muy nervioso. Estuvo así unos momentos. Después se puso en pie y comenzó a hablar.

Jesús – Vecinos… yo… Vecinas… yo… la verdad, yo no sé hablar delante de tanta gente… perdonen que… que no sepa hablar como los sacerdotes o los doctores de la Ley. Bueno, yo soy un campesino como ustedes y no tengo mucha palabra. De todas maneras, yo le agradezco al rabino que me haya invitado a comentar la Escritura…
Rabino – ¡No te pongas nervioso, muchacho! Di cualquier cosa, lo que se te ocurra. Y después, cuéntanos un poco lo que ha pasado en Cafarnaum, lo del leproso. La gente anda diciendo muchas cosas raras.
Jesús – Bueno, vecinos, yo quisiera decirles que… que estas palabras del profeta Isaías son… son algo muy grande. Estas mismas palabras se las escuché al profeta Juan allá en el desierto. Juan decía: “Esto va a cambiar, el Reino de Dios se acerca”. Y yo pensaba: sí, Dios se trae algo entre manos, pero… pero, ¿qué? ¿Qué es lo que tiene que cambiar? ¿Por dónde comienza el Reino de Dios? No sé, pero ahora, cuando acabo de leer estas palabras de la Escritura, me parece que ya he comprendido de qué se trata.

El olor a sudor de los nazarenos se mezclaba con el incienso quemado y apenas se podía respirar. El aire caliente de la sinagoga comenzó a llenarlo todo. Jesús también sudaba muchísimo.

Jesús – Vecinos… escúchenme… yo… yo… les anuncio una alegría muy grande: nuestra liberación. Nosotros, los pobres, nos hemos pasado la vida doblados sobre la tierra, como animales. Los grandes nos han puesto un yugo muy pesado sobre los hombros. Los ricos nos han robado el fruto de nuestro trabajo. Los extranjeros se han adueñado del país y hasta los sacerdotes se pasaron al bando de ellos y nos amenazaron con una religión hecha de leyes y de miedo. Y así estamos, como nuestros abuelos en Egipto, en tiempos del Faraón. Hemos comido un pan amargo, hemos bebido ya muchas lágrimas. Y tantos palos nos han dado, que hemos llegado hasta a pensar que Dios ya se olvidó de nosotros. No, vecinos, no, comadres, el tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca, cerquísima.

El viejo Ananías, dueño del lagar y del molino de aceite, dueño de las tierras que bordeaban la colina de Nazaret y se extendían hacia Caná, levantó su bastón como si fuera un larguísimo dedo acusador.

Ananías – Oye tú, muchacho, hijo de María, ¿qué locuras estás diciendo? ¿Quieres explicarme qué es lo que tiene que cambiar? ¿A quién te estás refiriendo?
Jesús – Todo tiene que cambiar, Ananías. Dios es un padre y no quiere ver a sus hijos ni a sus hijas tratados como esclavos ni muertos de hambre. Dios toma el nivel como un albañil para nivelar el muro: ni ricos ni pobres, todos iguales; ni faraones ni esclavos, todos hermanos. Dios baja de su andamio del cielo y se pone del lado de nosotros, los pisoteados de este mundo. ¿No hemos oído siempre que Dios ordenó el Año de Gracia?(5) ¿No lo acabamos de escuchar? Dios quiere que cada cincuenta años haya un año de tregua. Que cada cincuenta años se rompan todos los títulos de propiedad, todos los papeles de deudas, todos los contratos de compra y venta. Y que la tierra se divida a partes iguales entre todos. Porque la tierra es de Dios, y de Dios también todo lo que hay en ella. Que no haya diferencias entre nosotros. Que a nadie le sobre ni a nadie le falte. Eso fue lo que ordenó Dios a Moisés hace mil años y todavía está esperando, porque ninguno lo cumplió. Ni los gobernantes, ni los terratenientes, ni los usureros quisieron cumplir el Año de Gracia. ¡Y ya es hora de que se cumpla!

Todos estábamos en silencio, con la boca abierta, asombrados de lo bien que se expresaba el hijo del obrero José, el hijo de la campesina María.

Vecino – Esas palabras suenan bonitas, Jesús. Pero con palabras no se come. “¡Liberación, liberación!” Pero, ¿para cuándo, dime, para la otra vida, para después de la muerte?
Jesús – No, Esaú. En la otra vida sería muy tarde. El Año de Gracia es para esta vida. El Reino comienza en esta tierra.
Viejo – ¿Cuándo, entonces? ¿Cuando a los ricos se les ablande el corazón y nos repartan el dinero que tienen amontonado?
Jesús – Las piedras no se ablandan por dentro, Simeón. Hace falta un martillo.
Susana – ¿Cuándo entonces, Jesús, cuándo se va a cumplir esa profecía que acabas de leer?
Jesús – Hoy, Susana. Hoy mismo. Hoy vamos a comenzar. Claro que no es lucha de un día. Una roca no se rompe de un solo martillazo. A lo mejor nos pasamos otros mil años como Moisés. O dos mil. Pero nosotros también cruzaremos el Mar Rojo y seremos libres. ¡Hoy nos ponemos en marcha!

Jesús ya no temblaba. Con sus dos manos, grandes y callosas, se agarró fuertemente al borde de la tarima y respiró hondo como el que toma impulso cuando va a dar un salto. Iba a decir algo importante.

Jesús – Yo quisiera decirles… Yo siento en mi garganta, apretujadas como flechas en la mano de un arquero, las voces de todos los profetas que hablaron antes de mí, desde Elías, aquel valiente del Carmelo, hasta el último profeta que hemos visto entre nosotros: Juan, el hijo de Zacarías, al que el zorro Herodes tiene preso en Maqueronte. Vecinos: ¡Ya se acabó la paciencia de Dios! Esta Escritura que les acabo de leer no es para mañana: es para hoy. ¿No se dan cuenta? Se está cumpliendo ante los ojos de ustedes.

El viejo rabino se rascó la coronilla con aire preocupado…

Rabino – ¿Qué quieres decir con eso de que se está cumpliendo ante nuestros ojos? Delante de mis ojos tengo el Libro Santo de la Ley, bendito sea el Altísimo. Y junto al Libro, estás tú, comentando lo que has leído en él.
Jesús – Yo hago mías esas palabras que están escritas en este Libro. Perdonen que les hable así, vecinos, pero…

Jesús se detuvo. Nos miró a todos lentamente como pidiendo permiso para decir lo que iba a decir.

Jesús – Cuando el profeta Juan me bautizó en el Jordán, yo sentí que Dios me llamaba para proclamar esta buena noticia. Y por eso, yo quiero hoy…
Vecino – ¡Ten cuidado con lo que dices, Jesús! ¿Quién te crees que eres? ¡Tal como hablas, te estás comparando con el profeta Elías y con Juan el bautizador!
Jesús – Yo no me comparo con nadie. Yo sólo anuncio la liberación para nosotros los pobres!

Un anciano con doble joroba como los camellos soltó una carcajada…

Viejo – ¡Médico, cúrate a ti mismo!
Jesús – ¿Por qué me dices eso de médico cúrate a ti mismo?
Viejo – ¿Que por qué? ¡Porque nosotros estamos mal, pero tú peor! ¿De qué miseria nos vas a sacar tú, si tú eres el ma­yor harapiento de Nazaret? Mira a tu madre ahí, detrás de la reja. Vamos, doña María, no se esconda, que todos la conocemos aquí. Y tu padre José, que en paz descanse, ¿quién fue? Un pobre diablo, como todos nosotros. Y mira aquí a tus primos y a tus primas. Por los pelos de Abraham, ¿de qué nos vas a librar tú que no tienes ni un cobre en el bolsillo?
Vecina – ¡Yo creo que a este moreno se le ha subido el humo a la cabeza!
Rabino – ¡Esperen, hermanos, déjenlo hablar ¡Déjenlo hablar!
Vecino – ¡Basta ya de palabrerías! ¡Haz un milagro!
Vecina – ¡Eso, eso, un milagro!
Vecino – ¡Cuéntanos lo que pasó en Cafarnaum! ¡Si aprendiste alguna brujería para limpiar leprosos y curar a las viudas con fiebres malas!
Vecina – Eh, usted, doña María, ¿quién le enseñó a su hijo esos trucos?
Rabino – ¡Un momento, un momento! Jesús, ¿oyes lo que dicen? Tienen razón, hijo. ¿Tú no hablas de liberación? Pues comienza aquí en tu pueblo, que la buena caridad empieza por casa.
Vecino – ¡Si curaste a los leprosos de Cafarnaum, cura a los de aquí!
Vecina – Vamos, ¿qué esperas? ¡Mira cómo tengo las piernas: ¡llenas de úlceras!
Jesús – La historia se repite, vecinos. La historia se repite. En tiempos del profeta Elías había muchas viudas necesitadas, pero Elías fue enviado a la ciudad de Sarepta, en tierra extranjera. Y en tiempos de Eliseo había muchos leprosos en Israel y el profeta curó a Naamán el sirio, que también era un extranjero.
Vecino – Oye, tú, ¿qué quieres decir con eso?
Jesús – Nada, que pasa lo de siempre. Que ningún profeta es bien recibido en su tierra. Está bien, me voy otra vez a Cafarnaum.

Los nazarenos comenzaron a patear y a silbar contra Jesús…

Vecino – No, tú no te vas a Cafarnaum: ¡tú te vas al cuerno! ¿Habrase visto un charlatán mayor que éste?
Todos – ¡Charlatán! ¡Embustero! ¡Sáquenlo de ahí! ¡Fuera, fuera!

Los hombres, con los puños apretados, se lanzaron sobre la tarima donde estaba Jesús, mientras las mujeres chillaban detrás de la reja. La pelea había comenzado y las viejas piedras de la sinagoga retemblaron con el griterío de los nazarenos.

Mateo 13,53-58; Marcos6,1-6; Lucas 4,16-28.

 Notas

* En Nazaret se conserva una pequeña sinagoga edificada sobre los restos de la del tiempo de Jesús. Aquella debió ser una construcción aún más pequeña que la actual, por tener tan pocos vecinos la aldea. Como todas las sinagogas, estaba orientada de tal forma que, al rezar, el pueblo miraba hacia el Templo de Jerusalén, centro religioso del país. En la sinagoga, los varones se cubrían la cabeza con un manto y las mujeres no se mezclaban con ellos. Se les destinaba un lugar apartado, separado por una rejilla. Tampoco en la sinagoga las mujeres podían leer en público las Escrituras ni comentarlas.

* Cuando el pueblo se reunía los sábados en la sinagoga, comenzaba siempre la oración con la recitación del “Shema” (“Escucha Israel”, Deuteronomio 6, 4-9.). Es una de las plegarias preferidas de la piedad judía, que tiene hasta el día de hoy la costumbre de escribirla y colocarla en el marco de la puerta de las casas. Después de esta oración seguían otras 18 plegarias rituales que precedían a la lectura de las Escrituras.

* El lugar más sagrado de la sinagoga se encontraba en la pared que se orientaba hacia Jerusalén. Allí se guardaban los pergaminos de la Torá (Ley), donde estaban escritos los libros sagrados, los que hoy se conocen como Antiguo Testamento. No eran libros como los actuales, sino pergaminos enrollados. Se guardaban en cajas de madera artísticamente labradas. Era costumbre que cualquiera de los hombres presentes en la sinagoga leyera un fragmento de la Escritura y después lo comentara a sus paisanos según su inspiración. Esta misión no era exclusiva de los rabinos y participaban en ella los laicos varones. El texto que Jesús leyó en la sinagoga de Nazaret, momento con el que dio comienzo a su actividad pública, lo tomó del capítulo 61 del libro del profeta Isaías en los versos 1 al 3.

* Jesús, como todos los israelitas de su tiempo, hablaba en arameo, pero al leer tenía que emplear el hebreo. El arameo es una lengua del mismo tronco lingüístico que el hebreo, hablada aún en algunos pueblos de Siria. Se usaba en todo el país como lenguaje familiar y popular desde unos cinco siglos antes de nacer Jesús. A partir de aquella época, el hebreo se limitó a ser la lengua de los doctores de la Ley. En hebreo se escribían las Escrituras. El rollo en el que leyó Jesús en la sinagoga de Nazaret estaba escrito en hebreo. Jesús, un campesino nada familiarizado con esa lengua culta y además hombre de pocas letras, titubearía al leer en público.

* El Año de Gracia era una institución legal muy antigua que se remontaba a los tiempos de Moisés. Se llamaba también Año del Jubileo, porque se anunciaba con el toque de un cuerno llamado en hebreo “yobel”. El Año de Gracia debía cumplirse cada 50 años. Al llegar esa fecha, las deudas debían anularse, las propiedades adquiridas debían volver a sus antiguos dueños con el fin de evitar la excesiva acumulación y los esclavos debían ser dejados en libertad. La ley era expresión y proclamación de que el único dueño de la tierra es Dios. Desde el punto de vista social ayudaba a mantener unidas a las familias en torno a un patrimonio suficiente para garantizar una vida digna. Era también un memorial de la igualdad original que existió al llegar el pueblo de Israel a la Tierra Prometida cuando nada era de nadie y todo era de todos (Levítico 25, 8-18). En el mismo sentido existía también la institución del Año Sabático, que debía cumplirse cada siete años. Estas instituciones legales se entendían como leyes de liberación. Así fueron proclamadas por Jesús en la sinagoga de Nazaret, donde se presentó el cumplimiento del Año de Gracia como el punto de partida para iniciar un cambio urgente en el país dada la gran diferencia que existía entre pobres y ricos.