25- EL COBRADOR DE IMPUESTOS
Mateo, un publicano cobrador de impuestos, es invitado por Jesús para formar parte del grupo. Mateo acepta.
A la salida de Cafarnaum, en el camino que viene de Damasco, estaba el puesto de aduanas en el que Mateo, el publicano, el hijo de Alfeo, cobraba los impuestos. Todas las mercancías que las caravanas de comerciantes entraban por esa ruta en Galilea pagaban allí su contribución.
Mateo – ¡A ver, tú, el del turbante rojo! Sí, sí, no te hagas el despistado. ¡Suelta siete denarios!
Mercader – ¿Siete denarios? ¿Siete denarios por dos cajas de pimienta? ¡Eso es demasiado!
Mateo – Eso es lo que toca. Y sin discutir, amigo, que llamo a uno de los soldados.
Mercader – ¡Desgraciado! ¡Ladrón! ¡El impuesto no es tan alto!
Mateo – ¡Te he dicho que sueltes las monedas y que sigas! Hay muchos esperando.
Mercader – Toma… ¡Y así te pudras!
Mateo – Otro. A ver tú… ¿Cuántos sacos de lana llevas?
Mercader – Llevo diez, señor.
Mateo – ¿Diez, verdad? ¡Embustero! ¿Y esos cuatro más que tienes escondidos allá detrás de los camellos?
Mercader – Pero es que esos no son de…
Mateo – Cállate, tramposo. Ahora vas a pagarme cuatro más para que aprendas a respetar la ley. A mí no me engañas, amigo.
Mercader – Pero yo no quería…
Mateo – Diez y cuatro son catorce y cuatro más dieciocho. Vamos, afloja dieciocho denarios. ¡Y ve a meterle mentiras a tu abuela!
Mateo mojó la pluma en el cacharro lleno de tinta y garrapateó algunos números. Inclinado sobre la mesa de impuestos, parecía más jorobado aún de lo que era. Su barba y sus uñas estaban manchadas de tinta. Junto a sus papeles había siempre una jarra de vino. Cuando Mateo veía venir a lo lejos alguna caravana o a los comerciantes de paso, se frotaba las manos, se metía en el cuerpo un par de tragos y se preparaba a sacarles una buena tajada de dinero… En todo Cafarnaum no había tipo que fuera más odiado. Los hombres escupíamos al pasar delante de su caseta. Las mujeres lo maldecían y nunca vimos a un niño que se le acercara.
Mercader – No me cobre usted tanto, señor. Mire que con este aceite no gano ni para dar de comer a mis hijos.
Mateo – ¿Y a mí qué me cuentas? Yo no doy limosnas.
Mercader – Pero, ¿no me podría rebajar un poco? Lo necesito…
Marco – Vete con tus lloriqueos a otra parte y saca las monedas de la bolsa. Yo hago lo que está mandado.
Mercader – ¡Te aprovechas de nosotros porque no sabemos leer, hijo de mala madre! ¡Esas cuentas no están claras!
Mateo – Oye tú, maldito bizco, ¿y a ti quién te manda meter el hocico en esto? Lo dicho, dame veinte. ¡Y andando!
Los impuestos eran la pesadilla de nosotros los pobres. Roma cobraba impuestos en toda Judea. En nuestra tierra, en Galilea, era el rey Herodes, un vendido a los romanos, a quien teníamos que pagárselos. Sus funcionarios, los cobradores de impuestos, a los que llamábamos publicanos, estaban en las entradas de todas las ciudades galileas cobrando los derechos de aduana que el rey ordenaba. Los publicanos cargaban todavía más estos impuestos y se quedaban con la diferencia. Se enriquecían pronto. Y muy pronto también se ganaban el odio y la antipatía de todos.
Mateo – Bueno, a ver tú, el último… ¿qué declaras?
Mercader – Dos sacos de trigo y tres barriles de aceitunas.
Mateo – Abre ese saco, a ver si llevas algo escondido.
A media mañana, Mateo había acabado con las caravanas de la primera hora. Era el momento que aprovechaba para contar las monedas. Separaba lo que tenía que entregar a los soldados de Herodes y lo que guardaba para él. Entonces, se sentaba a la mesa con su jarra de vino y su libro de cuentas. No sabía vivir sin ninguno de los dos. Cerca de la caseta, los soldados que vigilaban la aduana, jugaban a los dados, esperando que llegaran nuevos mercaderes. Fue a esa hora cuando Jesús pasó por delante de la mesa de impuestos de Mateo.
Mateo – Eh, tú, ven acá.
Jesús – ¿Qué pasa?
Mateo – ¿Qué llevas en ese saco?
Jesús – Herraduras.
Mateo – ¿Herraduras, verdad? ¿A dónde vas tú, si se puede saber?
Jesús – Voy a Corozaim.
Mateo – ¿A hacer qué, si se puede saber?
Jesús – Voy a herrar unos mulos. He estado haciendo las herraduras y voy allá a venderlas. Me ha salido este trabajito.
Mateo – Tres denarios. Paga y sigue. ¿Eres sordo? He dicho tres denarios.
Jesús – Pero, ¿cómo que tres denarios? Si no voy a salir fuera de Galilea. Te digo que voy a Corozaim.
Mateo – Y yo no te creo. No soy tonto. ¡Tú eres de esos que andan metidos en el contrabando con los sirios!
Jesús – ¿Qué contrabando? Yo voy a Corozaim a herrar unos mulos, te digo.
Mateo – ¡Y yo te digo que tú vas fuera de Galilea y estás en el contrabando! Métete en el lío que más te guste. Pero a mí me tienes que soltar los tres denarios.
Jesús – Pero, ¿de qué me estás hablando? Además, no te los puedo pagar. No tengo nada encima.
Mateo – Pues entonces me das las herraduras y con eso me pagas.
Jesús – Pero, ¿cómo te voy a dejar las herraduras? Si no las llevo, no hay trabajo y si no hay trabajo, ¿para qué voy a ir a Corozaim?
Mateo – Ah, amigo, eso es problema tuyo. O los tres denarios o el saco de herraduras.
Jesús – Pero, ¿qué es este enredo?
Mateo – Esta es la ley, amigo. Y la ley agarra por el gañote a los contrabandistas como tú. Así te quería yo atrapar.
Jesús – Lo siento, Mateo, pero ni hago contrabando con los sirios ni tengo los tres denarios ni te puedo dejar las herraduras. Tengo que trabajar. Por favor, déjame seguir.
Mateo – No me hables de favores cuando te estoy hablando de ley. Y además, no quiero gastar más saliva contigo. ¡Puah, tengo la garganta seca! Tú eres un contrabandista. No creas que me engañas. Esas herraduras no salen de la aduana. Ya está dicho todo. Ahora, haz lo que quieras.
Jesús – ¡Uff! ¡Vaya tipo éste! Pues tendré que esperar, a ver si con el fresco de la mañana se te aclara la cabeza y entras en razones. ¿Me puedo sentar por aquí?
Mateo – Por mí pon el trasero donde te dé la gana. Y no me fastidies más. ¡Al diablo con estos contrabandistas!
Jesús se sentó en el suelo, apoyó la espalda en una de las paredes de la caseta de Mateo y se quedó mirando el camino que se perdía a lo lejos como una cinta. El sol empezaba a calentar con fuerza la tierra y al poco rato se quedó adormilado. Mientras tanto, Mateo siguió contando sus monedas y emborronando papeles con números y más números.
Cuando Jesús se despertó, la jarra de vino del cobrador de impuestos estaba seca y los ojos del publicano rojos y brillantes. Como cada día, antes de que el sol llegara a la mitad del cielo, Mateo ya estaba borracho.
Jesús – Hummm… Me he quedado dormido. Bueno, Mateo, ¿ya has resuelto mi asunto? ¿Qué? ¿Me dejas seguir a Corozaim con las herraduras?
Mateo – ¡De aquí no sales! ¡Lo digo yo! ¡Hip! ¡Y déjame trabajar en paz!
Jesús se levantó y estiró los brazos bostezando. Después, inclinado sobre la mesa de los impuestos, se puso a seguir con atención los movimientos de la pluma que manejaba Mateo con sus manos manchadas de tinta.
Jesús – Eso… eso sí debe ser difícil, ¿eh, Mateo?
Mateo – Hummm…
Jesús – Digo, lo de escribir. Yo sé escribir algunas letras solamente. Me gustaría aprender más. Tú lo haces muy rápido.
Mateo – Para eso tuve un maestro. Y en este oficio, sin escribir, no sirves para nada.
Jesús – Si me quedo más tiempo en Cafarnaum, ¿me podrías enseñar?
Mateo – Hummm… ¡Yo sé escribir, pero no sé enseñar, caramba!
Jesús – Oye, Mateo, ¿cuántos años llevas en esto?
Mateo – Bah, muchos. Ya ni me acuerdo. Uno, dos, tres, cuarto… No me acuerdo.
Jesús – ¿Y te gusta el trabajo?
Mateo – Pues claro que me gusta, amigo. ¿A quién no le gusta tener siempre dinero para comprar lo que quiere? A mí no me falta nada. Claro que me gusta esto. ¡Hip! Maldita sea, me estás confundiendo las cuentas. ¡Cállate de una vez y déjame trabajar!
Jesús – Pero, ¿te ha costado un poco caro, no?
Mateo – ¿Caro, qué?
Jesús – Digo que para tener todo lo que quieres te has quedado sin ningún amigo.
Mateo – ¿Y para qué quiero yo los amigos, eh? Nadie es amigo de nadie. Si alguien va detrás de ti, desconfía, que algo te quiere sacar. ¡Yo no creo en eso!
Jesús – Bueno, pero no me vas a decir que estás acostumbrado a que la gente escupa cuando pasa por aquí.
Mateo – Por mí, que escupan. Como si se quieren sonar las narices. Ellos escupen, yo los maldigo. Ellos me insultan, pero no pueden hacerme nada. Yo sí. Yo les saco el dinero. Eso es más importante. ¡Yo puedo más que ellos! ¿Qué? ¿Te parece que no tengo razón? Pues me da lo mismo.
Mateo dejó por un momento los números y la tinta, y se volvió hacia Jesús con los ojos hinchados por el alcohol.
Mateo – Oye, ¿y quién eres tú y a qué viene tanta pregunta? No creas que no te conozco… Ya sé con qué tipos andas tú por aquí desde que llegaste a Cafarnaum. El flaco ése y el pelirrojo y…
Jesús – Y Juan y Pedro…
Mateo – Sí, una pandilla de bandidos. Contrabandistas, eso es lo que son. Y tú, que eres forastero, debes ser el jefe.
Jesús – ¡Y dale con los contrabandistas! Somos un grupo de amigos, Mateo. Los conocí en el Jordán, cuando fuimos a ver a Juan, el profeta.
Mateo – ¡Otro agitador! A saber qué conspiraciones se traerán ustedes entre manos. Ya me encargaré yo de enterarme. Tengo mis maneras.
Jesús – Si quieres enterarte, la manera es que vengas tú mismo un día con nosotros.
Mateo – Sí, sí, todo eso es para disimular. Conozco bien a los tipos como tú. Son como los camaleones, cambian el color de la piel, ¡zas!, así de rápido.
Jesús – Te hablo en serio, Mateo. Ven un día a casa de doña Salomé y podemos conversar de…
Mateo – ¿Y por qué no eres tú el que vienes a mi casa, eh? A que tú y tus amigos no se atreverían a poner un pie en mi casa, ¿eh?
Jesús – A mí no me importaría nada. Si me invitas, acepto ahora mismo. Se lo diré a los demás…
Mateo – ¿Tú vendrías a comer a mi casa?
Jesús – Sí, Mateo. Voy cuando me digas.
Mateo – Reconozco que sabes disimular muy bien, forastero. Pero… hace mucho tiempo que no tengo invitados.
Jesús – Pues aquí tienes el primero. ¿Cuándo comemos en tu casa? ¿El sábado? O esta noche misma, si quieres.
Mateo – ¿Estás hablando en serio?
Jesús – Pues claro que sí, Mateo. Con el tiempo que he pasado detenido en esta dichosa aduana, tengo un hambre que no me aguanto. Les avisaré a los demás. Iremos a tu casa esta noche. ¿De acuerdo?
Mateo – De acuerdo. ¡Hip! Pero… hará falta vino para tantos. ¡Yo no puedo comer sin vino!
Jesús – Sí, ya lo veo.
Mateo – Bueno, pues, acompáñame a comprarlo.
Jesús – Trato hecho. ¡Vamos!
Jesús dejó las herraduras junto a la mesa de los impuestos y caminó hacia la taberna de Joaquín, el tuerto, la que está a la salida de Cafarnaum. Mateo, dando tumbos, se levantó y lo siguió.
Mateo 9,9; Marcos 2,13-14; Lucas 5,27-28.
Notas
* De Mateo, uno de los doce discípulos de Jesús, sabemos por los datos que nos dan los evangelios, que era hijo de un tal Alfeo y que su oficio era cobrar impuestos en la aduana de Cafarnaum, ciudad de paso de las caravanas que llegaban a Palestina procedentes de Damasco. El evangelio de Lucas y el de Marcos le llaman también Leví. Desde el siglo II se le consideró autor de uno de los cuatro evangelios.
* Desde la época de la dominación persa, Israel conoció el pago de impuestos a una potencia extranjera. Pero sólo hasta los tiempos del imperio romano empezaron a cobrarse tributos de forma sistemática. Toda provincia romana debía contribuir al fisco de Roma, aunque algunas ciudades y príncipes aliados del imperio podían cobrarlos para su propio provecho. Era el caso del tetrarca Herodes Antipas, que los recaudaba en distintas ciudades de Galilea, entre ellas Cafarnaum. Los impuestos eran una dura carga para el pueblo y una importante arma de control político en manos de los gobernantes. A las sumas ya establecidas se añadían todo tipo de prebendas y sobornos que había que ofrecer a las autoridades y a los servicios administrativos. La corrupción se extendía desde los más bajos hasta los más altos puestos del poder.
* Los cobradores o recaudadores de impuestos, llamados publicanos, formaban parte de la categoría social más despreciable del país, junto a usureros, cambistas, jugadores de azar y pastores. En su oficio, además del estricto cobro del tributo, suficiente motivo para hacerse acreedores del odio del pueblo, realizaban todo tipo de trampas. Por estar basado en el fraude y por ser imposible de conocer el número de todos los estafados o engañados, ser publicano era una mancha social que suponía la pérdida de todos los derechos civiles y políticos. En el lenguaje popular, los cobradores de impuestos se asociaban siempre con ladrones, paganos, prostitutas, asesinos y adúlteros, con la hez de la sociedad. Todo esto pone de relieve el fuerte escándalo que constituyó el que Jesús llamase a un publicano a formar parte de su grupo y el que dijese en varias ocasiones que su mensaje estaba destinado a “publicanos y pecadores”.
* En tiempos de Jesús se escribía usualmente en papiros. El papiro era un arbusto acuático, que crecía cerca de los pantanos. Se cosechaba al norte del lago de Tiberíades. Con sus fibras se hacían cestas, barcas y una especie de papel que podía enrrollarse con facilidad. La tinta con la que se escribía sobre el papiro era un colorante negro, formado principalmente de hollín, bastante espeso. Muchos escribientes llevaban el tintero colgado a la cintura. Los recaudadores de impuestos tenían que dominar la escritura. Y debían tener también nociones de griego, porque en su oficio se relacionaban con comerciantes de otros países. Frente a los conocimientos que tendría un hombre como Mateo, la cultura de Jesús resultaba notablemente inferior.