26- EN CASA DEL PUBLICANO
El publicano Mateo ha invitado a Jesús a comer en su casa. Los del grupo están enfurecidos porque los publicanos apoyan a los romanos.
Jesús – Entonces, ¿qué? ¿Ustedes no vienen?
Santiago – ¡Primero me matan que entrar en esa casa, Jesús! Pero, ¿es que te has vuelto loco? ¿Cómo vamos a ir a comer con ese granuja?
Los gritos de Santiago resonaron en el embarcadero de Cafarnaum. Jesús había ido hasta allá para hablarnos de Mateo y para preguntarnos si queríamos acompañarlo a comer a su casa. Pero odiábamos al cobrador de impuestos desde hacía muchos años y ninguno de nosotros quiso ir.
Mila – ¿Y viene a comer, dices?
Mateo – Sí, mujer. Es un forastero de Nazaret. Yo tengo entre ceja y ceja que es un tipo raro. Me sospecho algo, pero…
Mila – ¿Y no será peligroso ese hombre, Mateo? ¿Quién va a venir a comer a esta casa así porque sí?
Mateo – Ya te digo que es un tipo raro. La verdad es que no parece mala persona, pero debe de serlo.
Mila – Hace tanto tiempo que no viene nadie del pueblo a comer con nosotros… Sólo alguna vez esos capitanes romanos… ¡estoy hasta el último pelo de ellos!
Mateo – No te quejes, Mila. De ellos vivimos.
La mujer de Mateo era una pobre mujer. El oficio de su marido, uno de los más despreciados en nuestro país, la había ido alejando de todos en Cafarnaum. Vivía encerrada en su casa. No le gustaba salir. Cuando iba al mercado, las otras mujeres le canturreaban a la espalda y se burlaban de ella. No tenía amigos. Tampoco había tenido hijos. Y casi nunca preparaba la comida para ningún invitado. Por eso, aquella noche, por más sospechas que tuviera Mateo, su mujer estaba contenta.
Vecina – Eh, Salomé… ¡Salomé!
Salomé – ¿Qué pasa, Ana?
Vecina – ¿Es cierto lo que me han dicho de ese forastero que está viviendo en tu casa?
Salomé – Dime lo que te han dicho y te diré si es cierto.
Vecina – Ha venido por aquí Mila, la mujer de ese sinvergüenza de Mateo, que el infierno se lo trague, y le ha dicho a Noemí que el de Nazaret iba a cenar esta noche en casa de ellos.
Salomé – Pero, ¿qué dices? ¿Que Jesús va a ir a comer en casa del publicano? ¡No me fastidies! Eso es una mentira más grande que los elefantes de Salomón. ¿A quién se le ha ocurrido?
Vecina – ¿No lo crees? Pues pregunta por el mercado, pregunta. Todo el mundo anda con el cuento en la boca. A mí me habían dicho que ese tal Jesús era un tipo decente… Entonces, ¿cómo es que va a comer con un publicano?
Al atardecer, cuando el lucero mayor ya se había encendido en el cielo, Jesús fue hacia la casa de Mateo. Iba solo. El publicano vivía a la salida del barrio de los fruteros. En siete metros a la redonda, no había ninguna otra casa. Nadie quería vivir junto a él. Tanto era el odio que sentíamos en Israel contra los cobradores de impuestos.
Mateo – Entra, entra, forastero. Esta que se asoma es Mila, mi mujer.
Jesús – Buenas noches, Mila.
Mila – Bienvenido a nuestra casa, señor… digo… Bueno, mi marido me dijo que vendría, que… También hemos invitado al capitán Cornelio para que esté con nosotros. Supongo que no le importará… ya sabe, lo conocemos…
Mateo – ¡Basta de cáchara, mujer! ¡A la cocina! ¡Termina de preparar las berenjenas de una vez!
Mila – Ya voy, ya voy…
Mateo – ¿Y qué? ¿Has venido solo, no? Tus amigos no quisieron ensuciarse las sandalias pisando mi casa.
Jesús – Sí, la verdad es que… no han querido venir. Yo les dije, pero… pero…
Mateo – Pero nada. Está bien. Peor para ellos. A menos bocas, a más nos toca. Ea, vamos para dentro.
Mientras tanto, nosotros nos habíamos reunido a discutir en casa del viejo Zebedeo. Todos estábamos furiosos. Mi madre Salomé, que llevaba la voz cantante, ni siquiera había preparado la sopa aquella noche.
Salomé – ¡Hasta el rabino lo sabe! ¡Es una vergüenza! ¡Estamos en la boca de todos! ¡Ay, Jesús, cuando te agarre!
Santiago – No hubo forma de quitarle la idea de ir a comer con ese perro de Mateo.
Pedro – ¡A mí no me cabe en la mollera! ¿Qué quiere Jesús de ese apestoso publicano?
Santiago – ¿O qué quiere ese publicano de Jesús? Eso no es agua clara. Aquí hay algo raro.
Salomé – Eso sí es verdad. Esto huele mal. Como cuando el queso se pudre.
Santiago – Pero, ¿es que no vamos a hacer nada? Jesús comiendo donde Mateo y nosotros aquí, cruzados de brazos…
Pedro – ¿Por qué no vamos por allá y cuando sale le cantamos unas cuantas verdades a ese moreno? ¡Ése va a tener que aclararse! Eh, ¿qué les parece? ¿Nos acercamos por casa de Mateo?
En casa de Mateo, Jesús ya estaba sentado a la mesa comiendo y riendo con los chistes del publicano…
Mateo – Entonces, Jesús, va la mujer y le dice al tipo: ¡así te quería yo agarrar, cebollino! Ja, ja, ja… ¡Y el tipo se asustó y salió corriendo! Ja, ja, ja… ¿qué te parece, eh? Ja, ja, ja…
Mila – Ay, por Dios santo, Mateo, no cuentes más historias de ésas.
Mateo – Vamos, mujer, sírvele más carne a Jesús. Y más berenjenas también. Tiene el plato vacío. Aquí has venido a comer bien, ¿me entiendes? ¡En mi casa no se pasa hambre!
Jesús – Bueno, otra más, pero ya es la última. Estoy repleto. Cocina usted muy bien, doña Mila.
Mateo – Es una gran cocinera, sí, señor. Acá Cornelio siempre se lo dice, pero ella no termina de creérselo. Claro, el que está acostumbrado a que le escupan cuando pasa por la calle… pues, ¿cómo se va a creer que hace algo bueno? Esta mujer mía está encerrada en la casa como un caracol. Le tiene miedo a la gente. Yo le digo yo que se eche el mundo a la espalda. Que digan lo que quieran, ¿verdad amigo? Cada uno a lo suyo. Pero ella tiene la cabeza más dura que una piedra de molino. Ja, ja, ja…
Mila – No es eso, Mateo, es que…
Mateo – ¡Tú te callas! Mira, Jesús, con esto del oficio nuestro pasa como con la tinta. Si se te hace un borrón en el papel cuando estás con las cuentas, ahí se queda. No hay quien lo quite. Ahí tienes la mancha para siempre. Con nosotros, los cobradores de impuestos, pasa igual. Te metes en esto y te cae la mancha. ¡Ya no se quita nunca! ¡Por eso yo digo que hay que acostumbrarse y no sufrir tanto como esta mujer! ¡Si no echa veinte lagrimones cada día no está contenta! ¡Qué plañidera! ¡Bueno, aquí no se llora, aquí se ríe! Sírvele más a Jesús, mujer. Mira, te voy a contar otro: Esta era una mujer altísima que se había enamorado de un enano…
Andrés y Pedro, Santiago y yo, nos acercamos a la casa de Mateo. Sentados en la calle, oíamos a lo lejos las risas del publicano y veíamos con rabia las luces encendidas allá dentro. No podíamos soportar que Jesús estuviera tras esas paredes comiendo con aquel lamepatas de Herodes. Cuando llevábamos un rato allí, pasó el rabino Eliab y nos vio.
Rabino – Anjá, mira qué mochuelos andan por aquí…
Pedro – Hummm…
Rabino – ¿Así que ese amiguito de ustedes se va ahora con el publicano? ¿Cómo es eso? Le vieron esta mañana bebiendo con ese tipo en la taberna y ahora ha venido a comer a su casa. Eh, ¿qué dicen ustedes? ¿O es que también están esperando para entrar?
Aquello era lo que faltaba. Entonces Pedro se levantó de un salto y agarró unas piedras de la calle. Sin pensarlo dos veces, empezó a tirarlas contra la ventana de la casa de Mateo.
Pedro – ¡Maldita sea con este publicano del infierno y con Jesús y con todo el mundo!
Mila – Ay, Dios santo, y ¿ese ruido qué es? ¡Mateo, corre!
Mateo – Pero, ¿quién anda ahí? ¡Desgraciados!
Jesús – Espérate, Mateo, no salgas tú. Vamos, Cornelio.
Jesús salió al portal de la casa. Detrás de él, vimos al capitán romano. En ese momento una piedra pasó zumbando entre los dos.
Jesús – ¿Qué hacen ustedes aquí?
Pedro – Eso decimos nosotros: ¿qué haces tú ahí comiendo con ese traidor chupatinta?
El rabino Eliab, envuelto en su manto negro, se acercó desafiante a Jesús…
Rabino – ¿Cómo te atreves a partir el pan con los pecadores? Todo Cafarnaum está murmurando de ti, forastero.
Jesús – ¿Ah, sí? Pues que sigan gastando saliva, si quieren.
Rabino – No puedes sentarte a la mesa con un hombre que está manchado.
Jesús – ¿Y quién me lo prohíbe?
Rabino – La Ley santa de Moisés y las santas costumbres de nuestro pueblo. ¿No sabes que el que se junta con un hombre impuro se vuelve impuro igual que él?
Jesús – Oye, rabino, y tú, estás limpio?
Rabino – ¿Cómo dices?
Jesús – Digo que si tú estás limpio. Has levantado el dedo contra Mateo. Ten cuidado Dios no levante su dedo contra ti.
Rabino – ¡Y tú ten cuidado con lo que dices, maldito! ¡Me estás llamando pecador a mí, que soy el que enseño la Ley!
Jesús – No, eres tú el que primero llamaste pecador a Mateo y a todos los que estamos sentados en su mesa. ¿Mateo es un pecador? Muy bien. Dios no necesita convertir a los justos sino a los pecadores. Que yo sepa no son los sanos los que necesitan al médico. Son los enfermos. Mateo está enfermo y lo sabe. Necesita que entre todos lo curemos.
Rabino – ¡Qué pamplinas estás diciendo, campesino ignorante! Así que tú eres médico, ¿no? ¡Y has venido a curar al “pobrecito” de Mateo! Tú estás tan enfermo como él. Oye lo que te digo: el que se arrima a un puerco, se le pega su porquería. Tú entraste en esta pocilga. Ahora estás manchado igual que el asqueroso publicano que vive en ella. ¿No sabes lo que dice la Escritura en estos casos? No te acerques por la sinagoga si no ofreces antes un sacrificio de purificación por tus pecados.
Jesús – ¿Y tú no sabes lo que dice en otra parte la misma Escritura? “Quiero amor y no sacrificios”. Dios prefiere el amor a las penitencias.
Rabino – ¡Insolente! ¡Maldito sin ley! ¡Algún día te tragarás esas palabras que acabas de decir!
El rabino escupió a Jesús en la cara. Tenía las venas del cuello enrojecidas, a punto de estallar. Sacudió con rabia las sandalias delante de él y se alejó por la oscura calleja.
Pedro – Jesús, nos has traicionado. No esperábamos esto de ti.
Santiago – Ponte claro de una vez. ¿De qué lado estás?
Pedro – Mucha palabrería: “las cosas van a cambiar, las cosas van a cambiar”. Y ahora vienes tú a comer con un vendepatrias y con un soldado romano. Entonces, ¿qué?
Jesús – Entonces es lo que llevamos diciendo hace mucho tiempo. Para que las cosas cambien, la gente tiene que cambiar. Mateo es el hombre más odiado en Cafarnaum. Entre todos podemos echarle una mano.
Santiago – ¡Vete al diablo, Jesús! Está bien, haz lo que te dé la gana. Pero ten cuidado con ese tipo. Puede llevarnos a todos a la cárcel.
Pedro – Ea, vámonos de aquí. Y tú, sigue comiendo, sigue comiendo… ¡Ojalá se atraganten todos, maldita sea!
Jesús y el capitán Cornelio entraron de nuevo en casa de Mateo. Y continuaron comiendo con él. Nosotros volvimos al barrio, sin decir una palabra más. Que yo recuerde, aquella fue la primera pelea fuerte que tuvimos con Jesús. No comprendimos por qué había hecho aquello. No entendíamos entonces que en el Reino de Dios hubiera sitio para un hombre tan despreciable como Mateo, el publicano.
Mateo 9,10-13; Marcos 2,15-17; Lucas 5,28-32.
Notas
* El publicano o recaudador de impuestos, además de ser aborrecido por el pueblo, era un ciudadano proscrito civilmente. Su testimonio no tenía ningún valor jurídico y de alguna forma se le equiparaba al esclavo, por la inferioridad en la que se encontraba ante el resto de sus compatriotas. Como “pecador”, se le rechazaba moralmente y esto llegaba al extremo de que el dinero proveniente de las cajas del cobro de impuestos no podía aceptarse como limosna para los pobres por considerarlo dinero injusto. El desprecio popular se extendía también a la familia de los publicanos.
* Entre los orientales, comer con una persona en la misma mesa es muestra de respeto, de fraternidad y de perdón. Compartir la mesa era compartir la vida. Que Jesús no sólo se relacionara con publicanos, sino que compartiera con ellos la mesa resultó un gran escándalo. Al escándalo moral se unía el escándalo político por ser los publicanos colaboradores de Roma. Las comidas de Jesús con “publicanos y pecadores” tuvieron también significación teológica. En los evangelios son presentadas como una anticipación del banquete final del mundo, en el que Dios sentará a su mesa en los primeros puestos a los que los “buenos” rechazaron como los últimos.
* Separarse de los pecadores era el máximo deber de un hombre que quisiera agradar a Dios. La religión que practicaban los piadosos en tiempo de Jesús sostenía que Dios rechazaba al pecador y sólo lo acogía si se arrepentía y cambiaba de conducta. Sólo entonces, el pecador era objeto del amor de Dios: cuando se transformaba en justo. Jesús revolucionó esta arraigada idea religiosa proclamando, con palabras y acciones que para Dios no cuenta la moral, que Dios demuestra un amor especial a los considerados inmorales. Esta idea era escandalosa, representaba la disolución de toda “moral”. Hasta el final de su vida Jesús fue acusado por las personas decentes de una conducta inmoral, porque “bebía y comía con publicanos y pecadores”.