39- UNA TORMENTA EN EL LAGO

Jesús embarca con Zebedeo y los del grupo para pescar en el lago. Pero les agarra una tormenta terrible. Remando juntos, se libran de ella.

Jesús – ¡Y entonces llegó el samaritano con su camello!
Zebedeo – Bueno, bueno, muchachos, ya está bien por hoy, ¿no? Se acabaron los cuentos y las historias, que mañana hay que madrugar. ¡Vamos! A dormir todo el mundo.
Juan – Ah, viejo, no seas pesado. Acuéstate tú, si quieres, y déjanos tranquilos. ¿Y qué le pasó entonces al samaritano, Jesús?
Jesús – Bueno, pues resulta que el hombre va y…
Zebedeo – Pero, ¿están sordos? ¡Dije que a la cama! Claro, se acuestan tarde y después se duermen en las barcas. Y tú, el de Nazaret, guárdate la lengua para otro rato.
Juan – Pero, deja que acabe ésta, viejo. La tiene por la mitad. Y dime, ¿qué le pasó al samaritano?
Zebedeo – No, no, no. Si quieres acabar la historia, madruga tú también y ven a pescar con nosotros y en la barca haces todos los cuentos que quieras. Pero, por hoy se acabó la cháchara.

Unas veces en casa de Pedro y Rufina, otras donde mi padre, el viejo Zebedeo, nos reuníamos con Jesús a jugar dados, a contar cuentos, a reírnos con cuatro chistes repetidos. A olvidarnos del cansancio de la jornada. Y nos daban las tantas de la noche sin enterarnos.

Pedro – Sí, hombre, Jesús, ven mañana a pescar con nosotros. Desde que llegaste a Cafarnaum no has metido ni el dedo gordo en el agua del lago.
Jesús – ¿A pescar yo? Qué va, eso es cosa de ustedes, los de la costa. Yo no sé nada de eso.
Zebedeo – Pues aprende, caramba. Aprender no ocupa lugar, así decía mi difunto padre.
Salomé – Así decía, pero él nunca aprendió nada. ¡Era más bruto que un burro de carga!
Jesús – No, no, Pedro, déjame a mí con mis ladrillos y mis herramientas. Los de tierra adentro no somos muy amigos del agua.
Juan – Vamos, moreno, anímate, alguna vez tiene que ser la primera.
Pedro – Y mañana será un buen día de pesca, sí señor.
Santiago – No sé, Pedro. Dicen que el Gran Cofre retumba…
Salomé – Pues no se vayan muy lejos entonces. Hoy el sol estaba rojo como un tomate. Es mala señal.
Pedro – Pero, ¿qué están diciendo ustedes? ¡Si el lago está más quieto que la quijada de un pobre!
Santiago – Este lago es traicionero, Pedro. Todo está muy tranquilo y el viento del Carmelo cae como un puñetazo sobre el agua.
Pedro – No seas agorero, Santiago. Te digo que el tiempo está bueno.
Santiago – ¡Sí, agorero le decían al cojo Filemón y mira dónde está, en el fondo del lago!
Pedro – ¡Al diablo contigo, pelirrojo! ¡Hoy ha hecho buen tiempo y mañana será mejor!
Santiago – ¡Te digo que puede haber tormenta! ¡El Gran Cofre retumba!
Zebedeo – ¡Ya basta, caramba! Cuando no son las historias son las peleas. ¡A acostarse todo el mundo! ¡Mañana saldremos bien temprano para que rinda el día!

El Gran Cofre era el nombre de unas rocas situadas entre Betsaida y Cafarnaum. Los marineros viejos decían que allí se oían retumbar las olas del Mar Grande cuando una tempestad se acercaba.

Zebedeo – ¡Epa, remolones, levántense! ¿No lo dije yo? ¡Pónganse ahora a contar historias! ¡Arriba todo el mundo!

Eran como las cuatro de la madrugada cuando ya mi padre Zebedeo estaba despertándonos a todos.

Zebedeo – Eh, tú, el de Nazaret, ¿no dijiste que venías también? ¡Pues date prisa! Vamos, límpiate las legañas y espabílate, vamos…

Nos tomamos un caldo de raíces que Salomé había preparado y echamos a andar, como todos los días, hacia el embarcadero.

Zebedeo – ¡A las barcas, muchachos, que hay buen tiempo y tenemos que aprovechar la mañana! ¡Hoy será un día de suerte!

Y salimos en dos barcas, con las redes grandes, lago adentro. En la primera barca íbamos Pedro, Santiago, mi padre, Zebedeo, Jesús y yo. En la otra, Andrés con los mellizos y el viejo Jonás. Todavía estaban encendidas las últimas estrellas. Poco a poco, al compás de los remos, nos fuimos alejando de la costa. El viento apenas soplaba y la vela colgaba junto al mástil.

Zebedeo – Oye, Juan, ¿y qué le pasa a ése? Mírale qué cara tiene…
Juan – Está más blanco que la leche.
Pedro – Los del campo no tienen costumbre. Se marean con el triquitraque del agua.
Santiago – ¡O con el triquitraque del miedo!
Juan – ¡Eh, tú, moreno, échate ahí, a ver si se te pasa el susto!
Santiago – Con una buena vomitera se le pasará. Déjalo quieto.
Zebedeo – ¡La red, muchachos, la red! ¡Por acá hay un banco de dorados, me lo dice mi nariz! Asegura bien las boyas, Pe­dro. ¡Tú, Santiago, afloja un poco! ¡Eh, ustedes, los de la otra barca, vamos a echar la red!

Mientras nosotros preparábamos la red grande, Jesús se arrimó a la borda y se agarró con las dos manos. Estaba muy mareado. Luego, se tiró en el cabezal de popa y se hizo un ovillo sobre él. Al poco rato, se durmió.

Santiago – ¡Uff! No me gusta ni un pelo este viento. Está soplando recio.
Juan – Sí, se ha levantado de repente.
Zebedeo – ¡Vamos, muchachos, recojan un poco más la vela si no quieren que el viento nos arrastre como al profeta Habacuc! ¡Tú, Pedro, no sueltes la red que viene cargada de agujetas! ¡Hala duro!
Santiago – ¡Por las pezuñas de Satanás, este viento sopla cada vez más fuerte! ¡Viene tormenta!
Zebedeo – ¡Maldita sea, saca ya los remos y volvamos a la costa! ¡Estas olas nos van a tragar!
Pedro – ¡Eh, ustedes, los de la otra barca! ¡Jonás! ¡Recojan la red y vámonos! ¡Viene tormenta!
Jonás – ¡Está bien! ¡Nosotros vamos delante! ¡Buena suerte!
Zebedeo – Caracoles, pero… ¿ése todavía está durmiendo? ¡Míralo ahí acurrucado como un sapo!
Juan – ¡Jesús, moreno, despiértate! Tenemos tormenta. ¡Y de las malas! Que te despiertes… Este tipo no se mueve. ¡A lo mejor se ha muerto!
Pedro – ¡Muerto de espanto es lo que está! ¡Pobre hombre, para ser la primera vez que viene a pescar!
Jesús – ¿Para qué me habré metido yo en esto, eh?
Zebedeo – Ya resucitó nuestro hombre. ¿Qué está diciendo?
Juan – ¿Qué dices, moreno?
Jesús – ¡Que para qué me habré metido yo en esto!
Pedro – ¿Qué te pasa, Jesús? ¿Tienes miedo?
Jesús – Pues, claro, ¿y qué voy a tener?
Zebedeo – ¡Ponte a contar ahora la historia de anoche, anda!
Santiago – ¡Maldición, estas olas nos van a partir la vela!

El mástil crujió de pronto con un estruendo terrible. Una ola enorme nos levantó en el aire y nos dejó caer con toda su fuerza. Después, una columna de agua nos empapó hasta los huesos. Pedro y yo fuimos rápido a amarrar la vela, pero se nos escapaba de las manos, hecha jirones. EL viento soplaba de frente y zarandeaba nuestra barca cada vez con más violencia.

Santiago – ¡Te lo dije, Pedro, te dije que no saliéramos hoy, que el Gran Cofre retumbaba!
Pedro – ¡Al cuerno, Santiago! ¿Y qué iba a saber yo?
Santiago – ¡Es que tienes la cabeza más dura que un yunque! Te lo advertí: ¡no te separes de la costa! ¡Pero eres tan estúpido que has metido más gente que nunca en la barca! ¡Nos vamos a hundir con tanto peso!
Juan – ¡Pues tírate tú al agua para aligerar!
Santiago – ¡No te apures mucho, que dentro de un rato le haremos compañía al cojo Filemón, allá en el fondo! Y tú tendrás la culpa, ¿me oyes?
Pedro – ¡Escúchame, pedazo de animal: nadie podía imaginar esto!
Santiago – ¿Ah, no, verdad? ¿Y no se puso ayer el sol rojo, más rojo que mis pelos?
Pedro – ¿Y por qué viniste tú entonces, buen imbécil? ¡Te hubieras quedado!
Santiago – ¿Con que el imbécil soy yo, verdad? ¡Te mereces que te parta el hocico de un puñetazo!
Pedro – ¡Atrévete, zampaboñigas, atrévete y vas a saber quién soy yo!
Santiago – ¡Te dije que el Gran Cofre retumbaba!
Pedro – ¡Y yo me limpio el trasero con el Gran Cofre!
Jesús – ¡¡Basta ya, Santiago!!… ¡Cállate ya, Pedro! Al diablo con ustedes, ¿por qué en vez de pelearse no se ponen a hacer algo? Estamos ahogándonos todos y ustedes perdiendo el tiempo en discutir y ver quién tiene la razón.
Zebedeo – ¡Bien dicho, Jesús! ¡A éstos se les va la fuerza por la boca! ¡Yo no sé qué es peor: si aguantar la tormenta o aguantar a estos charlatanes! Ea, muchachos, vamos a torcer hacia allá, a estribor. ¡Epa, remando todos juntos con fuerza, a ver si salvamos el pellejo! ¡Cada uno a su remo y todos a la vez! ¡Duro, muchachos, vamos yaaa!
Todos – ¡Yaaa!
Zebedeo – ¡A Dios rogando y con el remo dando, vamos yaaa!
Todos – ¡Yaaa!
Zebedeo – ¡Aprieten, aprieten, vamos yaaa!
Todos – ¡Yaaa!
Zebedeo – ¡Como si fuera el cogote de Belcebú, vamos yaaa!
Todos – ¡Yaaa!
Zebedeo – ¡No aflojen, caramba, vamos yaaa!
Todos – ¡Yaaa!
Zebedeo – ¡Todos a una, a estrujar la aceituna!
Todos – ¡Yaaa!
Zebedeo – ¡Todos a la vez, como pisa el ciempiés!
Todos – ¡Yaaa!
Zebedeo – ¡No tengan miedo, muchachos, vamos yaaa!
Todos – ¡Yaaa!
Zebedeo – ¡Hombres de poca fe, vamos yaaa!
Todos – ¡Yaaa!
Zebedeo – ¡Arriba la fe y abajo los remos, vamos yaaa!

El viejo Zebedeo nos marcaba el golpe de los remos. Y, poco a poco, uniendo todos los brazos, con las venas del cuello a punto de reventar, fuimos avanzando en medio de aquel mar negro y revuelto. A Jesús, como no sabía remar, le dimos un balde para que achicara el agua que entraba en la barca.

Después de mucho batallar con las olas, cuando la tormenta había amainado, vimos las rocas negras de la costa. Despacio, tanteando el fondo con un remo, fuimos acercándonos al pedregal que formaba una brecha entre los acantilados. No lejos de allí se divisaba una pequeña ciudad.

Pedro – Pero, ¡miren a dónde hemos salido! ¡Si estamos en la otra orilla del lago! Esto es Gerasa.
Santiago – ¿Gerasa? ¡Que el diablo me agarre por los sobacos! ¡Esto es tierra de puercos!
Zebedeo – ¡Alégrate de estar pisando tierra firme, aunque sea la de los gerasenos! ¡A estas horas podrías tener la boca llena de cangrejos!
Juan – Es verdad, viejo. ¡Uff, vaya susto!
Zebedeo – Susto grande el que habrá pasado acá el de Nazaret.
Pedro – Cuando aquel golpe de viento nos reventó por el costado, a ti casi se te mojaron los calzones, ¿eh, Jesús?
Jesús – Bueno, la verdad es que… sin el casi. ¡Nunca en mi vida había pasado tanto miedo!
Santiago – ¡No te rías, Pedro, que tú también hueles a orines!
Pedro – Pues mira que, cuando el moreno nos gritó a ti y a mí, parecía el capitán del barco: ¡¡Basta ya, cállenseee!! Yo creo que hasta el mar se asustó con aquel grito tuyo y se quedó más tranquilo.
Zebedeo – Vamos, muchachos, vamos a echarnos algo caliente en la tripa. ¡A ver si estos paganos son hospitalarios con unos náufragos de Cafarnaum!

Muchos años después, cuando recordábamos aquella tormenta en el lago, Pedro decía que no había sido así, que las olas fueron más grandes y se calmaron cuando Jesús gritó. No sé, tuvimos tanto miedo que se me confunden las cosas en la memoria. Lo cierto es que el moreno nos parecía cada día más un tipo extraordinario. De él aprendimos aquel día a arrimar todos el hombro para vencer cualquier dificultad.

Mateo 8,23-27; Marcos 4,35-41; Lucas 8,22-25.

 Notas

* La geografía del lago de Galilea, flanqueado al norte por el cauce del Jordán y por altas montañas, facilita la formación en sus aguas de aparatosas y sorpresivas tormentas, con vientos huracanados y olas de gran altura.

* En los evangelios se narran seis milagros de Jesús “sobre la naturaleza”. El signo que Jesús habría realizado en estas ocasiones, no fue la curación de una persona, sino una acción sobre los elementos físicos. En uno de estos relatos, Jesús calma una tempestad con sólo alzar la voz. En estos textos, los evangelistas elaboraron esquemas de catequesis para transmitir ideas teológicas. En el relato de la tempestad calmada, parten de la mentalidad israelita, que veía en el mar (y el lago de Tiberíades se consideraba mar) el lugar donde estaban escondidos los espíritus malignos, los demonios, las fuerzas ocultas que representan un peligro para los seres humanos. El hecho de que Jesús calmara las olas era un signo del poder que Dios le había dado, una forma de proclamar que era el Mesías.