42- EL CAPITÁN ROMANO
El sirviente del capitán romano Cornelio está muy enfermo. Jesús, a pesar de las críticas, va a su casa y lo cura.
Cornelio era el capitán que mandaba la tropa romana en Cafarnaum. Su casa, muy grande, estaba siempre vigilada por soldados. Allí iba a verlo con frecuencia Mateo, el publicano, que era amigo suyo.
Cornelio – ¿Más vino, Mateo?
Mateo – Sí, un poquito más. Está muy bueno. ¿De Caná, verdad?
Cornelio – Sí, de Caná.
Mateo – Oye, pero tú no has bebido nada. ¿Qué te pasa hoy?
Cornelio – Estoy preocupado, Mateo.
Mateo – ¿Qué pasa? ¿Esos zelotes preparan alguna conspiración?
Cornelio – No, no es cosa política.
Mateo – ¿Qué te ocurre, entonces? ¿Necesitas que te preste algún dinero? Si quieres…
Cornelio – No es eso, Mateo. Se trata de… de Marco.
Mateo – ¿Y quién es Marco?
Cornelio – Uno de mis criados. Lleva diez años conmigo.
Mateo – ¿Y qué le pasa? ¿Se quiere ir a servir a otro?
Cornelio – No, está enfermo. Desde hace unos días no se mueve ni come nada. Tiene unos dolores horribles. He mandado llamar a todos los médicos de Cafarnaum y dicen que es grave, que va a morirse. No hago más que pensar en eso, Mateo.
Mateo – Por el trono del Altísimo, pero ¿cómo puedes preocuparte tanto por un criado, Cornelio? Ea, echa más vino, que tengo la jarra seca.
Cornelio – Lo quiero como a un hijo, ¿sabes? Confío en él más que en mi propia sombra. No quiero que Marco se muera.
Mateo – Pues, no sé… Si es mala la enfermedad esa que tiene… No sé… Oye… A lo mejor…
Cornelio – ¿A lo mejor qué?
Mateo – Nada, este vino me ha metido una idea en la cabeza. No sé, he oído decir que Jesús, el de Nazaret, bueno, tú lo conoces también… Dicen que es curandero. He oído decir que le limpió la carne a un leproso y que curó a un loco y dicen… Bueno, dicen también que allá en Naím hasta levantó a un muerto de la camilla cuando lo llevaban a enterrar. Esto yo creo que son cuentos de la gente. Pero parece que el nazareno ése tiene algo en las manos para curar. Hay campesinos que conocen mucho de hierbas…
Cornelio – ¿Y… y qué?
Mateo – Dile que venga a ver a tu criado. Con probar no pierdes nada. Eh, ¿qué te parece? ¡No me digas que mi idea es mala, caramba!
Cornelio – También yo pensé en eso anoche, Mateo, pero…
Mateo – Pero, ¿qué?
Cornelio – Ese Jesús es un gran tipo, pero… ha hablado duro contra los romanos. Nosotros lo sabemos bien. Hay espías en todos los rincones. Y ésos con los que anda… Bueno, ya sabemos en lo que están.
Mateo – Son unos agitadores y Jesús tampoco se queda atrás. Pero eso es harina de otro costal. ¿No dices que te preocupa tanto ese criado? Pues dile que venga a verlo.
Cornelio – Y él… ¿él querrá venir, Mateo? Yo soy un soldado romano. Ustedes los judíos son muy fanáticos, no sé.
Mateo – ¡Bueno, si tú no te atreves a pedirle que venga por aquí, se lo pido yo, qué caramba! Él es amigo mío. Lo invité a comer en mi casa y allá fue. Yo creo que puede ayudarte, Cornelio.
Cornelio – Sí, Mateo. Yo también lo creo.
Al mediodía, cuando Mateo terminó de cobrar los impuestos a las caravanas del norte, se fue al barrio de los pescadores, junto al embarcadero, a buscar a Jesús en casa de mi padre, Zebedeo.
Vecinos – ¡Publicano del diablo! ¡Vete con los tuyos, asqueroso! ¡Traidor!
Como siempre, el alcohol que llevaba encima le hacía andar tambaleándose. Y como siempre también, la gente escupía a su paso y le insultaba. Pero el cosquilleo del vino le tapaba las orejas. Cuando Mateo llegó a nuestra casa, estábamos comiendo.
Juan – Eh, tú, asqueroso, ¿qué andas buscando por aquí?
Mateo – Busco al de Nazaret.
Juan – ¿Y para qué, si se puede saber?
Mateo – Eso es cosa mía. ¿Está ahí?
Jesús – Aquí estoy, Mateo. ¿Qué pasa?
Detrás de Jesús, salieron mis padres y Santiago y su mujer. En la estrecha calle empezó a arremolinarse la gente. Querían saber qué buscaba Mateo por el barrio. Mi padre, el Zebedeo, fue el primero en levantar la voz. Después, el griterío creció como la espuma.
Zebedeo – ¿Qué haces tú aquí, hijo de perra? ¡No te atrevas a poner un pie en mi casa!
Santiago – ¡Aquí no se te ha perdido nada, borracho! ¡Vete a vomitar en otra esquina!
Vecinos – ¡Fuera, fuera!
Mateo – ¡Al infierno con todos ustedes! ¡He dicho que venía a buscarte, nazareno!
Zebedeo – Jesús, ¿qué tienes que ver tú con este tipo, eh?
Jesús – No sé lo que quiere, Zebedeo. Ustedes no lo han dejado hablar todavía. ¿Dices que venías a buscarme a mí, Mateo?
Mateo – ¡Sí, a ti! ¡Y éstos, que se vayan al cuerno todos juntos!
Jesús – Bueno, ¡basta ya! ¿Qué es lo que pasa, Mateo?
Mateo – Cornelio, el capitán romano, quiere que vayas a su casa.
Jesús – ¿Para qué quiere que vaya?
Juan – Esto es una encerrona, Jesús. No te fíes de este tipo.
Mateo – Tiene un criado enfermo. Quiere que vayas a verlo.
Santiago – ¡Al diablo con el capitán romano y con su criado y contigo!
Mateo – Sí, sí, mucho grito ahora, pelirrojo, pero cuando hubo que construir la sinagoga, bien que se acordaron del capitán ustedes todos los que están aquí para que les consiguiera el permiso pronto.
Juan – ¡Eso pasó hace mucho tiempo!
Mateo – Sí, y el año pasado, cuando lo de los presos… Entonces, a buscar al capitán para que les sacara las tortas de la candela, ¿eh?
Zebedeo – ¡Cállate ya, asqueroso! ¡No haces más que abrir la boca y ya estás lamiéndoles las patas a los romanos! ¡Vete, vete de aquí antes que te retuerza el pescuezo como a las gallinas! ¡No quiero ni verte pasar frente a mi puerta! ¡Lárgate de aquí! ¡Puah!
Pero Mateo no se fue. Se limpió el salivazo con la manga de la túnica y miró a Jesús.
Mateo – Entonces, ¿qué? ¿Vienes o no vienes?
Santiago – ¡Pues claro que no va a ir!
Jesús – Oye, Santiago, yo tengo boca para contestar, ¿no? Sí, voy contigo, Mateo.
Zebedeo – ¡Jesús, si te atreves a poner un pie en casa de ese perro romano, no lo volverás a poner en mi casa! ¡No vuelves a entrar aquí! ¿Me oyes? ¿Me has oído bien?
Jesús – Con esos gritos, Zebedeo, tendría que estar muy sordo para no oírte. Vamos, Mateo.
Jesús y Mateo se abrieron paso entre la gente y se alejaron calle abajo. Mi padre, rojo de ira, golpeó con el puño cerrado la pared y entró en casa de nuevo. Detrás de él, entramos todos. Afuera, el barrio entero se quedó dando lengua a lo que había pasado. El chisme apenas tardó unos minutos en dar la vuelta al barrio de los pescadores.
La casa del capitán Cornelio estaba a las afueras de Cafarnaum, junto al cuartel. Jesús y Mateo, seguidos muy de cerca por un montón de curiosos, salieron de la ciudad y se encaminaron hacia allí.
Mateo – Detesto a tus amigos, nazareno.
Jesús – Y ellos te detestan a ti, Mateo. Odio saca odio. Así pasa siempre.
Mateo – Pues ya ves, eso que dices no vale con Cornelio. Esos amigos tuyos lo odian a él, pero él siempre que ha podido los ha ayudado.
Cuando ya estaban llegando a la casa del capitán, Cornelio salió al camino. La gente se apretujó junto a Jesús y Mateo procurando no perder ni una sola de las palabras que se iban a decir.
Cornelio – ¡Saludos, Jesús! Has conseguido que viniera, Mateo.
Mateo – Mi trabajo me ha costado, señor capitán. Ese viejo Zebedeo le ha echado siete maldiciones porque iba a venir a tu casa. Dice que no lo dejará entrar otra vez en la suya.
Cornelio – ¿Zebedeo ha dicho eso?
Mateo – Eso, más un escupitajo que me gané yo por tocar a la puerta.
Cornelio – ¿Y toda esta gente que viene con ustedes?
Mateo – Los mirones de siempre. Como aquí en Cafarnaum no hay teatro, tienen que entretenerse con algo.
Cornelio – Disculpa, Jesús, no pensé que esto te trajera tantas molestias.
Jesús – No te preocupes, Cornelio. Y menos por Zebedeo. Perro que ladra no muerde.
Cornelio – También dicen: más vale precaver que remediar. Mira, Jesús, no vale la pena que te busques ningún problema por entrar en mi casa. Yo no valgo tanto, como para eso. Ya ves, ni siquiera me atreví yo a ir a buscarte.
Jesús – Mateo me dijo que tenías un criado enfermo.
Cornelio – Sí, Marco. Tú has curado a muchos enfermos. Lo he oído decir. No puedo hacer ya nada por él. Está hirviendo de fiebre. Y pensé que…
Mateo – Cornelio quiere que tú lo cures. Digo, si puedes…
Jesús – Pero… me gustaría ir a verlo. Vamos.
Cornelio – No, Jesús. Ya te he dicho que no quiero buscarte problemas. Mira, el Dios en quien tú crees, así dicen ustedes, los judíos, es el dueño de la vida y de la muerte. Si él da una orden a la enfermedad, Marco quedará sano.
Jesús – ¿Tú lo crees así, Cornelio?
Cornelio – Bueno, cuando a mí me dan una orden, yo tengo que obedecer. Y yo también, cuando digo a uno de mis soldados: ven acá, él viene. Y cuando digo que vaya, él va. ¿Tu Dios no es el jefe de todos nosotros? Entonces, no hace falta que entres. Da una orden en el nombre de ese Dios en quien tú crees y la enfermedad te obedecerá.
Cuando Jesús oyó lo que decía el capitán Cornelio, se quedó admirado y se volvió hacia la gente que le había seguido.
Jesús – ¡Caramba, este hombre que es extranjero tiene más fe en nuestro Dios que todos los que estamos aquí!
Mujer – ¿Cómo dijiste, nazareno?
Jesús – Digo que un día muchos vendrán de fuera, como Cornelio, y se sentarán a comer en la misma mesa de nuestro padre Abraham.
Hombre – ¡Oye a éste ahora! ¡Cuánto te habrá pagado el capitán para que le eches esos piropos!
Jesús – Sí, de veras lo digo: entrarán ellos. Y muchos de los que están dentro y se creen muy seguros, se quedarán fuera.
Mujer – Pero, ¿qué está diciendo éste? ¡Habrase visto!
Hombre – ¡Te pasaste al otro bando, Jesús!
Mateo – ¡Al diablo con esta gente! Si no arman una algarabía no están conformes. ¡Váyanse de aquí, gritones y chismorreros, fuera de aquí todos!
Mujer – ¡Fuera tú, borracho vendepatrias!
Jesús – Déjalos, Mateo. Vámonos ya. Y tú, Cornelio, no te preocupes más por tu criado. Dios te dará lo que esperas de él.
Cornelio se volvió a su casa entre los silbidos y el griterío de la gente. Entonces, Jesús alzó la voz muy molesto.
Jesús – Ustedes tienen ojos y no ven, tienen orejas y no oyen.
Hombre – ¿Qué diablos es lo que hay que ver? Que ese capitán es un perro romano. Y los romanos son nuestros enemigos. ¡Y el que alaba a los romanos es tan perro como ellos!
Jesús – Ustedes tienen ojos y no ven, tienen orejas y no oyen.
Mujer – ¡Y dale con lo mismo! ¡Tú eres el que estás ciego, nazareno, tú!
Hombre – ¡Ciego no, vendido! ¡A ver, enseña el bolsillo, a ver cuánta plata te soltó el capitancito!
Mujer – ¡Abajo Roma y abajo los traidores!
El alboroto duró un buen rato. Cuando la gente se cansó de gritar, regresó a Cafarnaum llevando el cuento de lo que allí había pasado. Jesús volvió más tarde, por otro camino, al barrio de los pescadores. Allá le estábamos esperando. Mientras tanto, en casa del capitán Cornelio, a Marco le había bajado la fiebre.
Mateo 8,5-13; Lucas 7,1-10; Juan 4,43-54.
Notas
* Por la importancia estratégica de Cafarnaum, había en la ciudad una guarnición romana con un centurión al frente. El centurión, equivalente a un capitán o comandante, era la autoridad militar que mandaba sobre la centuria, la unidad más pequeña de la infantería romana, compuesta por cien soldados. Seis centurias formaban una cohorte. Y diez cohortes formaban una legión. Los soldados romanos usaban cascos de bronce y cotas de malla y entre sus armas contaban con jabalina, espada y puñal. El escudo era curvo, de madera forrada de piel con refuerzos de metal.
* Aunque Mateo, como cobrador de impuestos, no era funcionario del imperio romano, sino del rey Herodes (porque su puesto de aduanas estaba en Galilea, territorio bajo el control de Herodes) tendría muy buenas relaciones con los soldados romanos. Era el poder de Roma quien mantenía en su trono a Herodes.
* El pueblo israelita ha sido y es un pueblo excesivamente nacionalista. Su convicción de ser el pueblo elegido por Dios está en la raíz de ese sentimiento, excluyente de los otros pueblos y discriminador de los extranjeros. En el tiempo de Jesús, era creencia bastante generalizada que cuando llegara el Mesías sería la hora del gran juicio de Dios a todas las naciones y entonces habría venganza contra ellas. Jesús rompió radicalmente con estas ideas y sustituyó el nacionalismo por el universalismo. Y aunque se relacionó sólo en ocasiones aisladas con extranjeros, los trató sin prejuicios, como un signo de que Dios no pertenece a ninguna raza ni a ninguna nación.