51- DOS MONEDITAS DE COBRE

Jesús va al templo de Jerusalén, abarrotado de gente. Allí encuentra a sacerdotes y mercaderes ostentando sus limosnas. Y a una pobre viuda.

Aquella mañana, bien temprano, subimos al templo a rezar las oraciones de Pascua, según la costumbre de nuestros padres. Atravesamos el atrio de los gentiles y llegamos a la Puerta que llaman la Hermosa. Junto a ella, como siempre, una hilera de mendigos y de enfermos, levantaban sus manos suplicando una limosna.

Mendigo – ¡Por el amor de Dios, una ayuda para este pobre ciego! ¡Dios se lo pagará, paisano, Dios se lo pagará!
Mendiga – ¡Forasteros, miren estas llagas y sientan lástima de mí!

Judas, el de Kariot, fue el primero en sacar un par de monedas y dárselas a aquella mujer que nos enseñaba sus piernas llenas de úlceras.

Mendiga – ¡Que Dios le dé larga vida y salud!
Judas – Vamos, Natanael, no seas tacaño. Dale algo tú también a esta infeliz.
Natanael – Si no es por no dárselo, Judas. Si a mí se me arruga el corazón como una pasa cuando veo esta miseria. Pero…
Felipe – Pero, ¿qué? Vamos, Nata, afloja el bolsillo. Nosotros estamos mal, pero estos infelices están peor.
Natanael – Ya lo sé, Felipe. Pero ése no es el problema.
Felipe – ¿Y cuál es el problema?
Natanael – ¿Qué se resuelve con un par de monedas, dime?
Felipe – Menos se resuelve con nada.
Natanael – ¿Y a quién le doy la limosna, Felipe? ¿A ésta de las piernas podridas o a aquel otro que está hinchado como un sapo o al ciego de allá o…?
Mendiga – ¡Por el amor de Dios, miren estas llagas y sientan lástima!
Felipe – Tú piensas mucho, Nata. Saca un denario y dáselo a esta pobre mujer. Hoy podrá echarse algo caliente en la tripa.
Natanael – Hoy, Felipe, hoy. Pero, ¿y mañana, eh?
Felipe – Mañana pasará otro por esta puerta y ya le dará otro denario.
Natanael – ¿Y si no se lo da?
Felipe – Bueno, Nata, ¿qué le vamos a hacer? Uno no puede echarse el mundo encima.
Natanael – Nosotros estaremos durmiendo tan tranquilos y esta infeliz aquí muriéndose de hambre.
Felipe – Está bien, me convenciste. Dale entonces dos denarios.
Natanael – ¿Y pasado mañana, Felipe?
Felipe – ¡Al cuerno contigo, Natanael! ¡Tú no sueltas un cobre y a mí me tienes atosigado! ¡Yo no soy el tesorero de los cielos!
Judas – Eh, ustedes, ¿qué les pasa? ¡Dense prisa!
Natanael – Ya vamos, Judas, ya vamos…

Pasamos la Puerta Hermosa y entramos en el atrio de las mujeres, donde está el Tesoro del Templo. Allí, bajo un pequeño pórtico, se encontraban las cajas de bronce donde los israelitas entregábamos los diezmos. En aquellas alcancías también se recogían las ofrendas voluntarias de la gente. Durante los días de Pascua, eran muchos los peregrinos que venían a dar sus limosnas para el culto y el mantenimiento del Templo. Cuando nosotros llegamos, un rico comerciante, con turbante rojo y sandalias de seda, iba dejando caer en la alcancía, uno a uno, un puñado de siclos.

Rico – ¡Para que nuestro Templo brille siempre como brillan estas monedas de plata, amén!
Mujer – ¡Psst, vecina! ¿Sabes quién es ése? ¡Uno de los sobrinos del viejo Anás! Vive en la costa y le lleva el negocio del ganado por allá. ¡Mira qué anillo tiene! Con el precio de ese anillo le podría dar de comer a todos los infelices que están ahí junto a la puerta.
Vecina – Pues fíjate en aquel otro que está a su lado, el que va vestido de griego…
Hombre – ¿Ése no es el hijo del mercader Antonino?
Mujer – El mismito. Un buen hombre ése, sí señor.
Hombre – ¿Un qué? ¡Ja! ¡Que bien se ve que no lo conoces! ¡Ése trata mejor a sus caballos que a sus sirvientes! ¡Menudo señorito!
Mercader – ¡Para que nunca falte incienso en el altar de Dios, amén!
Mujer – ¡Oye a ése! ¡Aquí lo que falta es pan en la barriga de los pobres!
Vecino – ¡Cállate la boca, muchacha! ¿Cómo dices eso? Yo creo que tú estás perdiendo la fe. A mí me parece que ese novio tuyo te está metiendo unas ideas muy raras en la cabeza.

Nosotros también nos acercamos para echar nuestras limosnas en el Tesoro del Templo.

Felipe – ¡Vaya cola, compañeros! ¡Ni la del Leviatán!
Judas – Esto va para largo. Me parece que de aquí no salimos ni a la hora de nona.
Felipe – ¡Y con este sol! ¡Ea, Natanael, ponte un trapo en la cabeza, que ya te está brillando la calva! ¡Capaz de agarrar un tabardillo! Oye, pero, ¿quién me está metiendo la mano? ¿Qué pasa aquí? ¡No empujen, caramba, que no hay para donde moverse! ¡Tengo el cogote de este paisano metido en la boca y encima! Pero, ¿quién rayos me está haciendo cosquillas?
Natanael – Mírala, Felipe, es esta doña que se quiere colar por cualquier entresijo…
Viuda – A ver, mijo, déjame pasar… anda, sí, déjame pasar…
Felipe – Oiga, vieja, póngase en la fila como todos y no empuje.
Hombre – ¡Pero, mira a esta carraca! ¿Qué se habrá creído?
Viuda – Sé bueno, mijo, anda, déjame pasar, sí… que mis nietecitos me están esperando en casa.

Una vieja flaquísima se fue abriendo paso entre todos. Seguramente era viuda, porque iba vestida de negro y llevaba la cara cubierta con un velo también negro. Sin hacer caso de las protestas, la mujer se adelantó y logró ponerse frente a la caja de las ofrendas.

Hombre – ¡Caramba con esta vieja! ¡Llega la última y quiere ser la primera!
Mujer – ¡Bueno, si ya se salió con la suya, por lo menos dese prisa!

La viuda comenzó a buscar el pañuelo donde guardaba sus monedas…

Viuda – Espérate, mijo… ¿Dónde he puesto yo el dinero?

Y se registraba en los bolsillos de la falda, en el cinturón, en el escote, pero no encontraba su pañuelo. La gente comenzó a impacientarse.

Hombre – Pero, bueno, abuela, ¿usted vino a echar limosna o a rezar delante de la alcancía para que le den a usted?
Mujer – ¡Oye tú, saquen a esa vieja de ahí! ¿Qué se piensa? ¿Que nos va a tener esperando toda la mañana?
Viuda – Pero, ¿dónde puse yo mi dinero, mijo? ¿O será que me lo han robado, eh? ¡Ahora hay mucha gente mala en la ciudad, muchos ladrones!
Hombre – ¿Quién te va a robar nada a ti, saco de huesos? ¡Ni el diablo carga ya contigo!
Mercader – ¡Si no sabes dónde demonios guardaste el dinero, vete a tomar fresco y vuelve cuando lo encuentres!
Mujer – ¡Saquen a esa bruja de ahí!

Las protestas fueron subiendo de tono. Pero la viuda no perdió la calma por eso. Siguió buscando y rebuscando su pañuelo hasta que por fin lo encontró en una de las mangas del vestido.

Viuda – Aquí está, aquí está. Por eso decía mi padre que dinero bien guardado, es dinero asegurado.
Hombre – ¡Vamos, vieja, acabe de una vez y lárguese…!

La viuda desató con cuidado el pañuelo y dentro de él aparecieron los dos céntimos de cobre que venía a ofrecer.

Mercader – ¡Tanta historia para dos miserables céntimos! ¡Vete de aquí, roñosa, y no ensucies el Tesoro del Templo con tus cochinas monedas!
Viuda – ¿Cómo dices, mijo? Habla más alto que yo estoy un poco sorda.
Mercader – ¡Que mejor te tragas esas asquerosas monedas! ¡Aquí no hacen falta!
Viuda – ¿Que me trague las monedas? Pero, ¿qué estás diciendo tú, mijo? Un nietecito mío se tragó un día un céntimo y se le tupió esto de aquí y…
Mercader – ¡Al diablo contigo, maldita vieja! ¡Ya me acabaste la paciencia! ¡Vete, vete!
Viuda – Pero, mijo, yo…
Mercader – ¡Que te largues te digo!

EL hombre agarró a la viuda por un brazo y la empujó fuera del pórtico. Los dos céntimos rodaron sobre las baldosas del piso.

Mercader – ¡Ponte allá junto a la puerta con los otros mendigos, que ése es tu sitio!

Pero la viuda, agachada en el suelo, buscaba la dos moneditas que se le habían caído.

Jesús – ¡Aquí hay una, abuela! Tome usted.
Viuda – Ay, mijo, gracias, porque yo estoy ya más cegata que un topo… ¡Estos ojos míos!
Judas – ¡Aquí está la otra!
Viuda – ¡Ay, pero cuántas gracias les tengo que dar a ustedes!… ¡Qué muchachos tan educados!
Jesús – Guárdese las gracias, abuela, que le van a quitar el turno. Vamos, ustedes, córranse un poco…

La viuda se acercó nuevamente a la caja de las ofrendas, acompañada por Judas y Jesús, que le habían devuelto sus dos monedas de cobre.

Viuda – A ver, mijo, déjame pasar, anda, dame un lugarcito…
Mercader – ¿Otra vez? ¡Te dije que te fueras de aquí, vieja atravesada!
Jesús – ¿Y por qué se tiene que ir, si se puede saber?
Mercader – Porque ya me llenó la copa.
Jesús – Ella viene a dar su limosna al Templo como tú y como todos.
Mercader – Ella viene a dar dos céntimos sobados que no sirven ni para comprar la mecha de una de las velas del candelabro, ¿me oyes?
Jesús – Pues mira, esta vieja atravesada, como dices, va a echar en la alcancía más limosna que tú.
Mercader – ¿Ah, sí? ¿No me digas? ¿Y cómo sabes tú lo que voy a echar yo?
Jesús – No lo sé. Pero estoy seguro que tú echas de lo que te sobra. Y esta pobre viuda da lo poco que tiene para vivir. La limosna de ella vale más a los ojos de Dios.
Mercader – ¡Qué gracioso este galileo! ¡A los ojos de Dios, a los ojos de Dios! Pero ocurre que las cortinas y las copas del altar y los ornamentos de los sacerdotes no se pagan con centavitos de viuda sino con mucha plata y mucho oro.
Judas – ¿Y no te parece a ti que algo anda al revés en todo esto?

Judas, el de Kariot, se acercó al comerciante…

Judas – El templo de Dios tiene las paredes cubiertas de oro y mármol, mientras los hijos de Dios se mueren de hambre ahí fuera. ¿No te parece que algo anda mal?
Mercader – Lo que me parece es que ustedes se están metiendo en lo que no les importa. El templo es un lugar santo y todo lo que se haga por embellecer el templo es poco, porque Dios se merece eso y mucho más.
Jesús – El verdadero templo de Dios es el corazón de la gente. Dios no vive entre piedras, sino en la carne de todos ésos que están gritando de hambre junto a la puerta.
Mercader – ¡Lo que me faltaba por oír! ¡Ya no hay respeto para las cosas sagradas ni para la religión!
Hombre – Maldita sea, pero, ¿qué está pasando hoy aquí? ¡Primero la vieja y ahora ustedes! ¡Ea, llamen a un levita y que venga a poner un poco de orden!

En ese momento, pasó un sacerdote cerca de las cajas de las ofrendas.

Sacerdote – A ver, ¿qué chachareo se traen ustedes, eh? Si no van a dar limosna, ¡váyanse a otra parte y no molesten!
Jesús – Vamos, abuela, eche las moneditas y vuelva a su casa.
Viuda – ¿Cómo dices, mijo?
Jesús – ¡Que eche sus monedas y vuelva a su casa!
Viuda – Ah, sí, claro… las monedas… vaya por Dios, ¿Y dónde las habré metido yo ahora? Ustedes me las dieron, ¿verdad? Espérate, mijo, deja ver dónde las puse…
Jesús – Mire, si quiere, no las eche aquí. Déselas a aquellos mendigos de la puerta.
Viuda – Habla más duro, mijo, que yo estoy sorda y no me entero de nada.
Jesús – No, qué va, usted no es la sorda, abuela. Los sordos somos nosotros que no queremos oír el grito de tantos que se mueren de hambre mientras la casa de Dios tiene las arcas llenas.
Sacerdote – ¡Vamos, vamos, no se demoren, que hay muchos esperando! ¡Bendito sea Dios que siempre encuentra almas generosas para sostener el culto y el esplendor de su santuario!

Y la viuda acabó encontrando sus dos moneditas de cobre y las echó en el Tesoro del Templo. Después, se alejó por la calle de los tejedores, despacio, hacia la casucha destartalada donde vivía, allá en el barrio de Ofel.

Marcos 12,41-44; Lucas 21,1-4.

Notas

* En tiempos de Jesús, Jerusalén era un centro de mendicidad. Como se consideraba especialmente grato a Dios dar limosna en Jerusalén, esto fomentaba aún más el número de mendigos. Los limosneros se concentraban especialmente cerca del Templo, donde muchos de ellos no podían entrar si padecían alguna de las enfermedades que se consideraban impedimento para estar en presencia de Dios: leprosos, tullidos, enfermos mentales.

* En el Templo de Jerusalén, junto al atrio de las mujeres, estaba el llamado Tesoro del Templo, en el que los israelitas entregaban ofrendas para el culto. En la fachada exterior del atrio había trece alcancías de madera en forma de trompetas, para recoger las ofrendas obligatorias y las voluntarias. Entre las obligatorias estaba el diezmo que pagaba anualmente al Templo todo israelita varón mayor de 20 años. En tiempos de Jesús eran dos dracmas o dos denarios, equivalentes al jornal de dos días. Había otros dineros también obligatorios que debían ofrendarse para el culto: para incienso, oro, plata, tórtolas. Las limosnas voluntarias eran de muy diversa clase: por expiación de una falta, por purificaciones. En las fiestas había mayores aglomeraciones en el Tesoro, pues gentes de todo el país acudían a cumplir su deber religioso de sostener el culto.

* El Tesoro del Templo tuvo siempre fama de lujoso y opulento. Los poderosos del país dejaban allí riquezas de valor incalculable en objetos preciosos y también en dinero. El Tesoro hacía también para ellos las funciones de un banco. Muchas familias depositaban allí sus bienes, sobre todo las de la aristocracia y las de los sacerdotes. Esto hacía del Templo la institución financiera más importante del país.