61- UN DENARIO PARA CADA UNO
En la plaza de Cafarnaum se reúnen los hombres buscando trabajo. Corresponde a la parábola del buen patrón y los jornaleros envidiosos.
Capataz – ¡Un herrero! ¡Un herrero para herrar cinco mulos! ¡Un herrero!
Mujer – Oye tú, tuerto, ¿por cuánto me arreglas la puerta del granero, eh?
Tuerto – Primero se la arreglo y después hablamos del precio.
Mujer – No, dime primero cuánto me cobras.
Tuerto – Mire, doña Frisia, con tal de trabajar, hasta de balde se lo hago. ¡Vamos!
En la plaza de Cafarnaum, frente a la sinagoga, se reunían cada mañana los hombres buscando trabajo. Antes que el sol se levantara, ya estaban allí unos cuantos, sentados en los escalones o arrimados al muro, esperando, cada uno con su herramienta: los albañiles, con su paleta y su nivel, los carpinteros con sus martillos, los campesinos con sus manos llenas de callos.
Daniel – ¡Ea, muchachos, vengan a trabajar a mi viña! ¡Hay mucha uva esperando! ¡Sí, todos ustedes! ¡Un denario cuando se ponga el sol! ¡Vengan, vamos pronto, para que rinda el día!
Un grupo de hombres se levantó del suelo y echó a andar detrás de Daniel. A la plaza también iba Jesús todos los días, con sus clavos y su paleta, esperando que lo contrataran.
Vecino – ¡Eh, moreno, tienes cara de sueño!
Jesús – Ayer vine tarde y no me salió ningún trabajo. A ver qué pasa hoy.
Vecino – Si no madrugas no consigues nada. Mira, ahora mismo, antes de llegar tú, vino ese Daniel, a contratar a unos cuantos para su viña. Está recogiendo la uva y parece que tiene mucha.
Jesús – ¿Y cuánto les paga?
Vecino – Un denario, como siempre. Un denario a cada uno. Pero, eso sí, si te dice que te lo paga, te lo paga. Daniel es un buen tipo. Con él se puede trabajar.
Capataz – ¡Un albañil para dos días, un albañil para dos días! ¡Techo y muro! ¡Techo y muro!
Jesús – ¡Oiga, no busque más, aquí está ese albañil! ¿Vamos?
Capataz – ¡Vamos! Un denario hoy y otro mañana. ¿De acuerdo?
Jesús – De acuerdo. ¡Adiós, Simeón!
Vecino – ¡Adiós, Jesús! Ya ves que al que madruga, Dios lo ayuda! Tuvo suerte el moreno. Bien pronto se enganchó.
Ñato – Y dilo. Yo hace tres días que estoy viniendo aquí y nada de nada. En este tiempo nadie esquila las ovejas, ¡maldita sea! Todos los días afilo la navaja y no sé para qué… Un día me cortaré con ella el pescuezo.
Vecino – ¿Y eso, Ñato? ¿Estás preocupado?
Ñato – Estoy harto. Todos los días lo mismo: volver a casa con las manos vacías y ver que los muchachos tienen hambre… No, mi hijo, no hay más que ese poquito de pan. Mañana, mañana habrá más… ¡Y diablos, mañana es igual que hoy!
Vecino – La cosa está difícil, Ñato, muy difícil.
Ñato – Si hoy no consigo un denario, te juro que no vuelvo a casa. No aguanto ver a mis hijos muriéndose de hambre. ¡No aguanto!
A las nueve de la mañana, cuando el sol ya había calentado las piedras de la plaza, volvió por allí Daniel.
Daniel – ¡Eh, muchachos! Necesito más brazos para trabajar en mi viña. ¿Quién quiere venir?
Vecino – Vámonos con éste, Ñato. Es trabajo seguro. Con el denario que nos den, comerán hoy tus muchachos.
Ñato – ¡Sí, vámonos, Simeón!
Simeón, el Ñato y algunos más se fueron a la viña de Daniel. Al poco rato, la plaza volvió a llenarse de hombres que buscaban trabajo. A esa hora, los niños ya jugaban por allí, corriendo y alborotando…
Niño – ¡Un herrero! ¡Un herrero para poner herraduras a cinco mulos!
Niña – ¡Yo soy el mulo!
Jornalero – Y yo también, muchacho, yo también soy el mulo…
Tito – ¿Por qué dices eso, tú?
Jornalero – Porque eso es lo que soy: un mulo de carga. Ni más ni menos. Y tú también, Tito. Tú lo mismo. Y ése y aquél otro. Todos aquí no somos más que eso: ¡mulos! Sólo nos falta el rabo.
Tito – Vamos, vamos, ya empiezas con tus cosas.
Jornalero – Es la verdad. Si es que parece que no hemos nacido más que para eso, para doblar el lomo. Desde la mañana a la noche. ¡Y todos los días, vuelta a empezar! ¿Es que a ti no te da rabia, Tito, eh, no te da rabia?
Tito – ¿Y qué vamos a hacer, hombre, qué quieres que hagamos?
Jornalero – ¡Nada, qué voy a querer! Eso debe de estar escrito en algún lado, que los pobres venimos a este mundo a doblar el lomo y a echar hijos para que sigan haciendo lo mismo que nosotros: seguir doblando el lomo y tener las tripas vacías. Míralos… Cuando sean mayores, estarán aquí en nuestro lugar, esperando que les den trabajo para seguir viviendo… ¡como mulos!
A mediodía, la plaza bullía de gente por sus cuatro esquinas. Los balidos de las ovejas que se acercaban a la fuente redonda, se confundían con los gritos de los niños, los pregones de los vendedores y los lamentos de los mendigos. A esa hora, todavía quedaban hombres esperando para conseguir algún trabajo.
Mujer – ¿Nada, Samuel?
Samuel – Nada, mujer. Todavía nada.
Mujer – ¿Y qué vamos a comer hoy?
Samuel – ¡Hierve una piedra, a ver si sale algo!
Vieja – ¡Una limosnita para esta pobre ciega, que no puede ver la luz del sol! ¡Una limosnita por piedad!
Mujer – Vieja, pero ¿cuánto tiempo sin venir por la plaza? ¿Qué le pasaba?
Vieja – Ay, muchacha, mírame el pellejo. ¡Si los que tienen bien sus ojos dicen que estoy más amarilla que los huevos de las gallinas!
Mujer – Pero… ¿qué ha sido?
Vieja – Muriéndome, hija. Con una enfermedad que me chupó la poquita vida que me quedaba. Ya ves, ciega, coja… ¡Y ahora esto!
Mujer – Ay, abuela, ¿y qué le voy a decir?
Vieja – Ay, hija, si la que tengo que decir soy yo… Te digo que si yo fuera escribiente y contara todos mis males, me salía un libro más largo que el de Moisés.
Mujer – Pues dele gracias a Dios de estar ciega, que más vale eso. Abre uno los ojos y sólo ve cosas tristes. Bueno, para qué hablar… Yo creo que si el lago de Galilea se secara, ¡lo volveríamos a llenar con lágrimas en un momento!
Daniel – Eh, muchachos, ¿qué les pasa a ustedes? ¡No pierdan el tiempo! ¡Vengan a mi viña, que ningún brazo sobra! ¡Vamos!
Y un grupo de hombres se levantó y fue con Daniel a su viña. A las tres de la tarde, cuando el sol reverberaba sobre el empedrado de la plaza, varios hombres esperaban todavía, en cuclillas sobre las escalinatas, una oportunidad para trabajar.
Samuel – Me han dicho que Daniel está contratando hoy a medio Cafarnaum. A ver si vuelve otra vez por aquí.
Jornalero – Es que tiene todas las matas paridas. Si no recoge pronto las uvas, se las estropean las lluvias.
Samuel – ¡Qué bonito! Primero recogerlas, después ir a pisarlas en el lagar, después que se fermente el mosto y… y al final, ¿para qué?
Jornalero – ¿Cómo que para qué? Pues para que tengamos un buen trago de vino que pasarnos por el gaznate, ¡qué caray! ¿Eso no es bastante?
Samuel – Bastante para olvidar. Pero después, cuando el vino baja de la cabeza, todo sigue lo mismo que antes… ¡bah!
Jornalero – ¿Y qué quieres tú, Timoteo?
Samuel – ¿Que qué quiero yo?
Jornalero – Sí, sí, ¿qué quieres tú?
Samuel – Yo quiero… ser feliz. Eso solamente.
Y a las tres de la tarde, volvió Daniel a buscar más trabajadores para su viña. Y todavía encontró a algunos con los brazos cruzados y la cabeza baja, mirando al suelo, esperando siempre…
Daniel – Pero, ¿qué hacen ustedes aquí, bostezando y perdiendo el tiempo? ¡Y yo en mi viña necesitando gente! Eh, ¿quién viene conmigo? ¡Aún le quedan un puñado de horas al día! ¡Vamos, vamos!
A las cinco de la tarde, Daniel volvió una vez más por la plaza…
Daniel – ¡Caramba, si todavía aquí hay algunos mirando las nubes!
Samuel – Nadie nos ha contratado. Ya ves, esperando a ver si cae algo.
Daniel – Bueno, en esta plaza lo único que cae es la basura de las palomas. ¡Ea, todavía el sol no se acuesta, vengan a mi viña!
Cuando la luna ya dibujaba su silueta sobre la viña de Daniel y empezaba a oscurecer…
Daniel – ¡Muchachos, ya está bien de partirse el lomo! ¡Ya es hora de cobrar! ¡Vengan todos para pagarles!
Y Daniel llamó al capataz de su viña…
Daniel – Ciro, págales un denario a cada uno. ¡Y hasta otro día, compañeros!
Tuerto – Un momento, Daniel. ¿Cuánto dijiste que nos ibas a pagar?
Daniel – A cada uno, un denario. ¿Qué pasa?
Ñato – Es que… estos cuatro acaban de llegar hace una hora. Y aquí hay algunos que llevamos todo el día trabajando y aguantando el sol y…
Daniel – Bueno, ¿y qué? ¿No los contraté a todos por un denario?
Tuerto – Sí, pero no es justo pagar a los que vinieron al final lo mismo que a nosotros.
Daniel – ¿Ah, no? ¿Y por qué no es justo?
Ñato – Bueno, porque… porque…
Daniel – Tú tienes hijos, ¿verdad? Y necesitas el denario para darles de comer. Por eso te doy a ti tu denario. Y éste que llegó último, también tiene hijos y necesita un denario para darles de comer. ¿Dónde está la injusticia? Cada uno hizo lo que pudo.
Tuerto – ¡Pero nosotros trabajamos más tiempo en la viña!
Daniel – Di mejor que ustedes esperaron menos tiempo en la plaza. No, amigo, no te quejes. Mañana, cuando seas tú el último en llegar, te alegrarás de recibir un denario completo. Porque todos necesitamos un denario para vivir.
A la noche, en casa, y alrededor de un caldero de sopa, mi madre Salomé comentaba las novedades del día…
Salomé – Pues me contó mi comadre Lía que hoy su marido y otros hombres estuvieron en la viña de Daniel trabajando. Pero, ¿sabes una cosa, Jesús? A unos fue y los contrató de mañanita.
Jesús – Sí, yo acababa de llegar a la plaza cuando Daniel apareció.
Juan – ¡Hoy madrugó el moreno, eso sí que es un milagro!
Salomé – Pues a las nueve volvió y se llevó más hombres. Y a las doce y a las tres, lo mismo. Dicen que hasta las cinco de la tarde estuvo buscando gente para que le recogieran las uvas. Pero, el muy condenado, a la hora de pagar, les ha dado un denario a cada uno. A todos lo mismo, ¿te das cuenta? Lo mismo a los que fueron tempranito que a los que trabajaron sólo una hora.
Juan – El siempre hace así. Dice que todos necesitan para comer. Y a todos les paga por igual.
Salomé – ¡Ese Daniel es un patrón loco, eso digo yo!
Jesús – ¿Por qué dice eso, Salomé? Al contrario, es el mejor patrón que hay por aquí por Cafarnaum. ¿Y sabe lo que pienso? Que cuando Dios se pone a contratar peones para que trabajemos en este mundo, hace lo mismo que Daniel.
Juan – No entiendo lo que quieres decir…
Jesús – Lo mismo que dijo Daniel. Que todos necesitamos un denario para vivir. Un denario de pan. Y un denario de esperanza también. Todos estamos sentados en la plaza, esperando ser felices.
Salomé – Sí, claro, eso es lo que todos queremos, pero…
Jesús – Pero se nos ponen los ojos amarillos de envidia cuando vemos que algunos se levantan de la plaza primero que nosotros. Pero, mira, más tarde o más temprano, nos llegará el turno a todos. Y entonces, Dios hará como hizo Daniel: él se las arreglará para darnos a todos un buen salario. A todos por igual, que es la mejor justicia. Sí, yo estoy seguro que, al final, cuando la plaza esté vacía, todos tendremos en la mano el mismo denario, la misma felicidad que tanto tiempo esperamos.
Poco a poco, se fueron apagando las luces. El barrio de los pescadores, las calles y también la plaza, quedaron vacías y oscuras. Los ojos de Cafarnaum, cansados, se cerraron en el sueño, esperando la luz de un nuevo día.
Mateo 20,1-16
Notas
* La vid es uno de los cultivos más típicos de Palestina y de todos los países vecinos. La vendimia recogida de las uvas en la viña comienza hacia mediados del mes de septiembre. Y puede durar hasta mitad de octubre. Hay que terminarla antes de que empiecen las lluvias de otoño, porque las noches entonces son ya muy frías y pueden estropearse las frutas. Cuando ha habido una buena cosecha, se deben recoger pronto los racimos para que no se dañen en las plantas.
* Jesús fue un artesano y sus manos sabían más de toscas herramientas que de libros. Tuvo que saber de albañilería. En varias ocasiones comparó el trabajo de construcción de una casa con la construcción del Reino de Dios (Mateo 7, 24-27; Lucas 14, 28-30). Cuando el evangelio de Marcos se refiere al oficio de Jesús emplea el vocablo griego “tekton”, que originalmente significa “constructor” y “artesano” y se usaba para designar tanto al carpintero como al herrero o al albañil (Marcos 6, 3). Un aldeano como Jesús conocería, por necesidad, tres o más oficios. En Israel, el trabajo manual era considerado algo noble, valioso. En el país no existían apenas esclavos sólo los poseían las familias adineradas y todos los oficios manuales los realizaban hombres y mujeres libres. Los oficios se enseñaban de padres a hijos y cada artesano solía llevar un distintivo visible de su oficio: los carpinteros una astilla de madera en la oreja, los sastres una aguja clavada en la túnica, los que se dedicaban a elaborar tintes un trapo de colores.
* El jornal de un trabajador en tiempos de Jesús era ordinariamente un denario. En algunos casos la comida se incluía en el jornal. En pueblos pequeños se pagaba frecuentemente en especie. El denario fue la moneda oficial en Israel en tiempos de la dominación romana. Era de plata y llevaba inscrita el rostro del emperador que gobernaba desde Roma las provincias. Equivalía a la dracma, moneda también de plata, que se había usado oficialmente, en tiempos de la dominación griega, unos 200 años antes de Jesús.
* En las plazas se reunían quienes buscaban trabajo. En los tiempos de Jesús abundaban los trabajadores eventuales, contratados por unas horas, por unos días, para una cosecha. En los pueblos pequeños, en el campo, esto era aún más generalizado que en Jerusalén. No existía ninguna seguridad en el empleo ni tampoco derechos o especialización laboral. La dominación romana había agravado aún más esta situación, típica de un sistema económico primitivo. En tierras galileas los impuestos a que obligaba el imperio habían ido acabando con la propiedad comunal de la tierra y favoreciendo, a la par, la concentración de la tierra cultivable en muy pocas manos. La venta forzosa de la tierra a la que se habían visto obligados los pequeños propietarios les convirtió de repente en asalariados. Gran cantidad de jornaleros no organizados vivía buscando trabajo en donde apareciera. De no encontrarlo en pocos días, quedaban en la miseria más absoluta.
* La parábola de “los llamados a la viña” se ha interpretado generalmente como un ejemplo para ilustrar la vocación en las distintas etapas de la vida. Pero el sentido profundo de esta historia de Jesús justifica que se la llame, con más propiedad, la parábola “del buen patrón”. La primera comunidad cristiana puso en práctica el gesto del buen patrón de la historia: se le daba a cada uno según sus necesidades, no según lo que producía (Hechos 2, 44-45).