75- LA FIESTA DE LAS TIENDAS

Jesús sube a Jerusalén y allí anuncia el Reino de Dios. Los paisanos y paisanas lo escuchan con asombro. Unos apoyan, otros se escandalizan.

Cuando llega el otoño y el trigo llena los graneros y las viñas se cargan de uvas, todo Israel viaja al sur a celebrar la Fiesta de las Tiendas. Son siete días en los que Jerusalén se viste de verde, adornada con las hojas de muchos árboles. Cientos de cabañas hechas de troncos y ramas de palmera rodean las murallas de la ciudad santa, en recuerdo de las tiendas en las que nuestros padres vivieron durante su larga marcha por el desierto. El vino de la nueva cosecha se bebe en abundancia y la alegría corre alocadamente por las estrechas calles de la ciudad del rey David.

Hombre – ¡Yo apuesto cinco ases a que viene a la fiesta!
Viejo – ¡Pues yo no entro en esa apuesta! Ese tipo está muy fichado. Sabe que si viene aquí los romanos le pueden dar un susto. ¡Alborota demasiado!
Hombre – Tengo ganas de verlo de cerca. ¡Y de oírlo! ¡Es un profeta! ¡Camaradas, a Israel no le falta ni el vino ni los profetas! ¡Brindo por nuestro pueblo, el pueblo más grande de la tierra!
Muchacho – Cuidadito con lo que estás diciendo, orejón. De Jesús, el de Galilea, se dicen cosas más gordas. Profeta era Juan. Y por eso le cortaron la cabeza. Éste es más. Dicen que es el mismísimo Mesías.
Hombre – Y entonces… ¿qué le cortarán a éste?
Vecino – ¡Él es quien le cortará el pescuezo a los romanos, maldita sea! Si es el Mesías, vendrá con una espada así de larga y, ¡zas! ¡Abajo todas las águilas imperiales! ¡Ah, carambola, ese día sí que será la fiesta grande de Jerusalén! ¡Brindo por el Mesías de Galilea!

El primer día de la fiesta, cuando el lucero de la tarde brillaba en el cielo, se encendían grandes antorchas en el Templo de Jerusalén. Toda la noche las calles estaban atestadas de peregrinos que cantaban y reían. Jerusalén velaba jubilosa durante una larga semana de fiesta, agradeciendo a Dios los frutos de le nueva cosecha. Mientras tanto, en Nazaret…

María – Entonces, hijo, ¿no piensas ir a Jerusalén?
Jesús – No sé, mamá, aún no lo sé.
María – Tus primos querían viajar contigo, ya ves.
Jesús – Sí, ya veo. Lo que pasa es que yo no quería viajar con ellos.

Cuando terminó la cosecha de aquel año, Jesús fue a Nazaret a ver a su madre. Con él fuimos algunos del grupo. Los campos de trigo ya segados descansaban después del largo trabajo. Y las uvas ya habían sido pisadas en el lagar.

Jesús – ¿Y tú, mamá? ¿No quieres ir a la fiesta?
María – No, hijo. Bastante fiesta hay aquí con la comadre Susana enferma y la mujer de Neftalí igual. Alguien tiene que cuidarle sus muchachos, ¿no?
Simón – Trabajas demasiado, prima María. Será por eso que te conservas tan joven. ¿Qué, Jesús? ¿Ya lo has pensado? ¿Vienes con nosotros a Jerusalén?

Los primos de Jesús, Simón y Jacobo, entraron en la casucha de María. Llevaban ya en las manos los bastones para el camino.

Jesús – No, no voy a ir. Me quedo por Galilea.
Simón – ¿Cómo? ¿No andan diciendo por ahí que haces cosas maravillosas y que hueles a profeta? ¿Entonces? No me digas que los profetas de ahora se esconden bajo la tierra como los topos… Ya que haces cosas tan grandes, ven a hacerlas a la capital y que todos te vean el pelo. Jacobo y yo gritaremos por las calles: «¡Eh, aquí está el profeta! ¡Y es primo nuestro!» Nosotros juntamos a la gente, tú les hablas y te prometo que cuando termines te aplaudiremos, te lo prometo, primo.
Jesús – Muchas gracias, primo Simón. Guárdate los aplausos y ponte en camino de prisa, anda, que la fiesta empezó anoche y vas a llegar tarde. Yo no voy.
Simón – Bah, eres un chiflado y un testarudo, Jesús. Vete a Cafarnaum con esos amigotes que te has echado. ¡Vamos, Jacobo, andando!

Cuando Jacobo y Simón ya se habían perdido en la línea del horizonte…

Jesús – Mamá, mañana, al amanecer, me voy.
María – ¿A dónde, hijo? ¿A Cafarnaum?
Jesús – No, a Jerusalén. A la fiesta. Vamos Santiago y Pedro y Juan y algunos más del grupo.
María – Ya sabía yo que irías. Le estabas diciendo a Jacobo y a Simón que no con la boca, pero yo te miraba y a mí tú no me engañas. Jesús, hijo, ten cuidado. Jerusalén no es Galilea. Allí los romanos tienen siete ojos y se enteran de todo.
Jesús – ¿Todavía tienes miedo, mamá?
María – Sí, hijo, ¿cómo no voy a tenerlo? Pero ya no es como al principio. Me parecía entonces que podía regañarte como si fueras un muchacho. Jesús, eso no se hace, obedece a tu madre… No, ya sé que no puedo poner piedras en tu camino para torcerlo. Le he dado vueltas y vueltas a todo lo que me dijiste allá en Cafarnaum, ¿te acuerdas?
Jesús – Claro que me acuerdo. Y la verdad es que me puse un poco peleón contigo ese día.
María – No, hijo, era yo la que andaba peleando con Dios como nuestro abuelo Jacob cuando se las dio de muy gallito y se puso a forcejear una noche con aquel ángel y él fue quien acabó cojeando. Así me pasó a mí, ¿sabes? Yo le decía a Dios: Ve y búscate a otro. ¿Por qué tienes que antojarte de mi hijo? Es lo único que yo tengo. ¿Por qué me lo quieres quitar? José murió. Yo voy para vieja. Por lo menos, que pueda verlo casado con una buena muchacha y con un trabajito seguro y, a lo mejor, hasta le ayudo a criar el primer nieto. No pedía más que eso. Tampoco era mucho, ¿verdad? Pero ya ves, Dios se salió, como siempre, con la suya. Te echó mano y te dijo: Tú eres el que ando buscando. Está bien, hijo. Él ganó. Él es el más fuerte.
Jesús – Eres valiente, mamá.
María – No, hijo, qué va, me estoy muriendo de miedo. Y sigo sin entender bien lo que Dios se trae entre manos contigo. Pero no te preocupes que no me voy a atravesar en tu camino. Al contrario, me gustaría seguirte, me gustaría ayudarte, pero no sé cómo.
Jesús – ¡Pero, mamá, si fuiste tú la que me dio el empujón a mí! Tú que andabas siempre con aquella matraquilla: «Dios quiere tumbar a los grandes y levantar a los humildes». Tú me enseñaste eso. Y eso es lo que hemos estado haciendo durante todos estos meses en Cafarnaum y en las ciudades del lago.
María – ¿Y en Jerusalén?
Jesús – También en Jerusalén hay que anunciar la buena noticia. Y lo haremos, sí, ya es momento de hacerlo.
María – Bueno, deja eso ahora y toma un poco más de leche, que con lo flaco que estás no vas a llegar caminando ni a Samaria… Anda, hijo, que está muy buena.

Cuando llegamos a Jerusalén, la fiesta ya iba por la mitad. Al acercarnos al templo vimos salir la procesión. Hombres, mujeres y niños con ramas de palmera y de sauce, cantaban por las calles. En el atrio de los sacerdotes se repetía la misma ceremonia: los ministros de Dios rodeaban una y otra vez el altar entonando los salmos de las tiendas.

Sacerdote – ¡Señor, danos la salvación! ¡Señor, danos el éxito!
Todos – ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!

Los atrios del templo estaban llenos de borrachos y de niños que correteaban detrás de las ovejas. Jerusalén olía a frutos maduros y despedía con risas el año que terminaba.

Hombre – ¡Paisana, mire quién está allí! ¡Es el profeta de Galilea!
Mujer – ¡Tú has bebido tanto, sinvergüenza, que ahora hasta ves profetas por las esquinas!
Hombre – Te digo que no, mujer, mira ese del manto lleno de parches… ése mismito, es. ¡Eh, camaradas! ¡Corran! ¡Llegó el profeta! ¡Llegó el profeta!

A los gritos de aquel hombre la gente comenzó a arremolinarse en donde estábamos, junto a la Puerta de Corinto. Un grupo de hombres empujó a Jesús para que se subiera en un quicio de piedra.

Hombre – Eh, tú, galileo, ¿qué haces tú por aquí?
Jesús – ¡Celebrando la cosecha de este año, amigo, que ha sido buena!
Viejo – ¡Habla más alto que aquí no se oye nada! ¡Maldito seboso, no te me pongas delante!

La Puerta de Corinto parecía un gallinero revuelto. Todos querían ver de cerca las barbas al profeta recién llegado.

Jesús – ¡Hemos venido a celebrar la cosecha de este año y a contarles lo que está pasando por el norte del país! Los campos han dado trigo y las viñas han dado sus uvas, sí. Pero Dios nos anuncia una cosecha mayor, una fiesta y un banquete que celebrarán todos los pueblos de la tierra. Amigos de Jerusalén: venimos a traerles una buena noticia. ¡El Reino de Dios ha llegado!
Hombre – ¡Bien por ese Reino de Dios!
Mujer – ¿Y dónde diablos está para que lo veamos?
Jesús – No mire para arriba ni para el lado, paisana. ¡Está aquí donde los pobres nos juntamos con esperanza!
Viejo – ¡Arriba los de Galilea! ¡En Jerusalén y en todo el país!
Vieja – Oye, muchacho, tú que hablas tan bonito, explícanos una cosa: ¿qué hay que hacer para entrar en ese Reino? ¡Porque a ésta que está aquí no la dejan fuera!
Jesús – La puerta para entrar es estrecha. Para poder pasar por ella hay que llevar los bolsillos vacíos. Por esa puerta pasarán solamente los que comparten lo que tienen con los demás. Y los que cierren su mano a los pobres se quedarán fuera. ¡Los que piensen que son los primeros, ésos serán los últimos! ¡Y los que están en la cola, los últimos, ésos irán los primeros!
Hombre – ¡Muy bien hablado, galileo!

Nos costó mucho trabajo salir del templo. La gente se apretujaba contra nosotros. Todos querían ver a Jesús. Los soldados romanos vigilaban de cerca para que aquel alboroto no terminara en una revuelta mayor. Algunos galileos nos invitaron a pasar la noche en sus tiendas de palmeras y cañas. Y hacia una de ellas nos fuimos al caer la tarde, mientras los vecinos de la capital seguían discutiendo…

Vecino – ¿No oíste la lengua que se gasta? ¡Ese hombre es el Mesías, te lo digo yo!
Vecina – Pero, ¿cuándo se ha visto un Mesías con sandalias rotas? ¡Tú estás loco!
Viejo – Además el Mesías no puede ser galileo. Tiene que ser de la familia del rey David.
Vecino – Y éste, ¿de qué familia será? Eso sí que no lo sabemos.
Mujer – ¡Tiene que ser hijo de David! ¡O es de la familia de David o no es el Mesías!
Maestro – Pero, amigo, ¿cómo va a ser el hijo de David si hay un salmo en que David lo llama padre en vez de hijo?
Vecino – Pero, ¿qué está diciendo usted? ¡Qué salmo ni qué salmo! ¡Ese tipo habla claro y tiene a Dios en la garganta!
Fariseo – Y yo digo que cómo puede el Mesías ser hijo de David si el mismo David le llama padre, porque, como dice otro salmo, nadie puede ser hijo de su propio hijo, ¿no le parece?
Vecino – Oiga, amigo, yo a usted no le entiendo ni una… y a ese galileo todas. ¡Así que váyase a cantar sus salmos en otra esquina!
Viejo – ¡Ese galileo nació en un pueblo de mala muerte que se llama Nazaret! ¿Acaso el Mesías, va a salir de ahí, eh? ¡No sean pazguatos! Cuando venga el Mesías, nadie sabrá de dónde viene. Vendrá de repente. ¡Zas! Se abrirán los cielos y lo veremos. Ese tipo es un engañabobos. Ea, dejemos al Mesías que duerma tranquilo esta noche y nosotros, ¡a la taberna de Aziel! ¡El mejor vino de Jerusalén está metido en los barriles de ese granuja!

Aquella noche, una misma pregunta recorrió el barrio de los alfareros y el barrio de los aguadores, la calle de las prostitutas y el mercado grande. Todos preguntaban por el profeta de Galilea. Y nadie sabía encontrar una buena respuesta. Cuando la luna nueva del mes del otoño, en el punto más alto del cielo, alumbraba débilmente las murallas rodeadas de cabañas de la ciudad santa, Jerusalén, cansada de tanta fiesta, se fue quedando adormilada.

Juan 7,1-13 y 40-43

Notas

* Al comienzo del otoño, en el mes de septiembre, el pueblo de Israel celebra la fiesta de los «sukkot» (de las Tiendas o de las cabañas). Con ella termina la recolección de los frutos y la vendimia. La ley mandaba peregrinar a Jerusalén. Durante los siete días que duraba la fiesta, el pueblo vivía en chozas o cabañas que se construían en las terrazas o los patios de las casas, en la explanada del Templo, en las plazas públicas o en los alrededores de la capital. Las chozas recordaban las tiendas en las que los hebreos vivieron durante 40 años en su peregrinación por el desierto hacia la Tierra Prometida. En tiempos de Jesús y por influencia de textos de los profetas (Zacarías 14, 16 y 19), el pueblo tenía asociada la fiesta de las Tiendas al triunfo definitivo del Reino de Dios y de su Mesías.

* Los caminos que llevaban a Jerusalén no eran nada seguros. En los tiempos de Jesús reinaba en todo el país el bandolerismo. Para proteger el comercio en las rutas de las caravanas, los romanos habían tomado especial interés en limpiar los caminos de atracadores. Los campesinos agrandaban las historias de salteadores que corrían de boca en boca y, aunque ellos no llevaran mucho en sus viajes, temían especialmente estos peligros y consideraban un favor especial de Dios el llegar sanos y salvos a Jerusalén.

* En tiempos de Jesús, la espera del Mesías liberador era un tema habitual en las conversaciones populares. Para algunas escuelas de rabinos el Mesías acreditaría que lo era por su pertenencia a la familia de David. Sería «su hijo». Otros no daban demasiada importancia a este aspecto y se fijaban no en de dónde vendría el Mesías sino en lo que haría.