76- LA PRIMERA PIEDRA

Juana, la adúltera, va a ser lapidada por sus vecinos. Jesús interviene. “El que esté limpio de pecado, sea el primero en apedrearla”, les dice.

Marido – ¡Sal de ahí, descarada! ¡Ya no puedes escaparte!
Vecino – ¡Tumben la puerta y sáquenlos fuera!
Vecina – ¡Adúltera, adúltera!

Un tropel de hombres y mujeres chillaban rodeando la casa de Cirilo, en el barrio de los aguadores de Jerusalén. Las piedras zumbaban contra la puerta y las maldiciones se oían en todo el Ofel.

Vecino – ¡Ahora las vas a pagar todas juntas, buena zorra!
Vecina – ¡Sabemos que están ahí los dos, sinvergüenzas!

Por una brecha del patio, como un ratón que sale de los escombros, un hombre medio desnudo saltó y echó a correr calle abajo.

Marido – ¡Déjenlo a él, de ése ya me encargaré otro día! ¡Pero a la Juana es a la que quiero ajustarle cuentas!
Vecino – ¡Sáquenla de ahí, vamos, no perdamos tiempo!

La tranca de madera que cerraba la puerta se partió con los empujones y un puñado de hombres se coló en la casa. Allá dentro, en un rincón, junto a la sucia estera, una mujer se agazapaba con un gesto de horror en los ojos.

Marido – ¡Así te quería agarrar, so asquerosa! ¡Perra, hija de perra, te juro por mi cabeza que hoy será el último día de tu vida!
Vecino – ¡A la muerte con ella, es adúltera! ¡Hay que matarla!
Vecina – ¡Debe morir, debe morir!
Vecino – ¡Atrápenla!

Dos hombres se abalanzaron sobre la mujer, la agarraron por los pelos y la arrastraron fuera de la casa. Entonces, un viejo le arrancó de un tirón la sábana con que intentaba cubrirse.

Marido – ¡Sí, déjala así, y que todos vean sus vergüenzas! ¡Si a ella no le importó encuerarse con Cirilo, tampoco le importará estar así, en medio de la calle! ¡Vecinos: esta mujer me engañó con otro! ¡Ayúdenme ustedes a borrar la infamia que ha ensuciado mi apellido!
Vecina – ¡A la muerte con ella! ¡A la muerte con ella!
Vecino – ¡Al basurero! ¡La basura, al basurero!

Los dos hombres alzaron a la mujer por los brazos y la arrastraron pataleando por la estrecha callejuela. Con los puños en alto, chillando y silbando, se encaminaron hacia el barranco de la Gehenna, que queda al sur de la ciudad, el valle maldito donde las vecinas de Jerusalén quemaban la basura y donde eran apedreadas las mujeres que habían sido descubiertas en delito de adulterio.

Vecina – ¡A la muerte con ella, a la gehenna!
Vecino – ¡Pero miren quién está aquí! ¡El profeta de Galilea!

Jesús y nosotros estábamos conversando cerca del Templo, cuando vimos acercarse, en medio de una polvareda, aquel tumulto de gente enfurecida.

Vecino – ¡Eh, tú, profeta, ven con nosotros a cumplir la ley de Moisés! ¡La mancha del adulterio sólo se limpia con piedras!
Marido – ¡Mientras más manos, más pedradas! ¡Ea, ven con nosotros! ¡Y que vengan también todos esos amigos tuyos!
Vecino – ¡A esta perra la atrapamos en la misma cama con el aguador Cirilo!
Vecina – ¡No tiene excusa: todos somos testigos de su pecado!

Los dos hombres que arrastraban a la mujer, se abrieron paso y la dejaron caer en medio de todos, boca abajo, con las rodillas sangrando y el cuerpo lleno de salivazos y magullones. Uno de ellos, con un gesto de desprecio, le puso el pie derecho sobre la cara apretándosela contra las piedras del suelo.

Vecino – ¿Quién es el profeta? ¿Tú? ¡Pues échale pronto la maldición para que el diablo se la trague de un bocado y se vaya derechita a los infiernos! Vamos, ¿qué estás esperando? ¿No dicen que tú eres profeta? Pues habla, responde: ¿por qué no la maldices?
Vecina – ¡Que muera, que muera! ¡A la muerte con ella!

Jesús se acercó al grupo de vecinos que chillaban y amenazaban con el puño.

Jesús – ¿Dónde está el marido de esta mujer?
Marido – ¡Aquí estoy! Yo “era” el marido de esta tipeja. Ya la he repudiado. ¿Qué quieres tú?
Jesús – Quiero saber lo que ha pasado. ¿Te había engañado otras veces?
Marido – Claro que sí. Ella lo negaba, pero dicen que más pronto descubren al mentiroso que al cojo.
Jesús – Y dime, ¿cuántas veces crees que te ha engañado?
Marido – ¿Cuántas? ¡Y qué sé yo! Tres, cuatro, cinco veces… ¡Ésta es peor que una perra en celo!

Entonces Jesús se agachó y escribió con el dedo en la tierra tres, cuatro, cinco rayitas…

Jesús – ¿Qué más tienes contra ella?
Marido – ¿Que qué mas tengo contra ella? ¡Ja! ¿No te basta con esta desvergüenza a plena luz del día? ¿Quieres juntar más carbones sobre su cabeza? Que voy a visitar a una comadre, que voy a llevarle un remedio… ¡Puah! ¡Y la comadre enferma era el aguador Cirilo y un carnicero de la otra esquina que cuando lo vea lo voy a tasajear con su mismo cuchillo de cortar carne!
Vecina – Y cuándo le dio por coquetearle a mi marido, ¿eh? Sí, sí, delante de mis narices como si una fuera una mema. ¡Si ustedes la hubieran visto pasando frente a mi casa con todo su contoneo! Sonrisitas van, sonrisitas vienen… ¡Menuda pájara!
Mujer – ¡Esta se ha acostado con todo el vecindario!
Vieja – ¿Y cuando la atraparon manoseándose con el hijo de Joaquín, ¿eh? ¡Cuéntaselo al profeta, anda!
Vecino – ¡Y por algo será también que el rabino le voltea la cara cuando le pasa por el lado! ¡Las cosas que sabrá él!
Vecina – ¡Tiene la boca más sucia que un camellero, todo lo que dice son palabras asquerosas!
Vecino – ¡Lo que dice y lo que hace!
Vieja – ¡Y cómo viste la «niña», con toda la pechuga afuera! ¡Descarada!

Jesús, en cuclillas, iba haciendo rayas con el dedo a cada una de las acusaciones que lanzaban contra la mujer…

Viejo – ¡Primero se te gasta el dedo que llevar la cuenta de las fechorías de esta ramera!
Vecina – ¡Pero si esto ya se veía venir, vecinos! Hijo de gato caza ratón. ¿Dónde está la madre de ésta? ¡Arrimada al muro, con todas las maturrangas! ¡Del padre no digo nada, porque no se sabe quién sembró esta mala hierba!
Marido – Ya está bien de palabrerías. ¿Tú qué dices, profeta de Galilea?
Jesús – Yo digo que me den una piedra…
Todos – ¡Muy bien, duro con ella!

Un viejo de mirada maliciosa se inclinó, tomó una piedra del suelo y se la dio a Jesús.

Vecina – ¡En la cabeza, pégale en la cabeza como a las culebras!
Vecino – ¡Machácala, machácala!

Jesús tenía en su mano la piedra y la sopesaba mirando a la mujer que seguía tendida boca abajo, en mitad de la calle.

Jesús – Lo siento, paisanos, pero yo no voy a tirarle la piedra. Si alguno de ustedes se considera limpio de pecado, que venga y se la tire.

Entonces otro viejo, de vientre abultado, se acercó a Jesús.

Viejo – Dame la piedra. Yo se la tiraré. Hay que cumplir la ley de Moisés. Y la ley condena el adulterio.
Jesús – Ojalá no te rebote en la frente, como a Goliat.
Viejo – ¿Qué quieres decirme con eso?
Jesús – Escucha… Así, entre nosotros, en confianza, ¿a cuánto interés prestas tu dinero: al diez, al veinte… quizás al cuarenta? Eso también está condenado en la ley de Moisés, ¿verdad, amigo?

Jesús clavó su mirada como un cuchillo en los ojos de aquel viejo gordo que ya levantaba su mano para arrojar la piedra sobre el cuerpo desnudo de la mujer.

Jesús – Está prohibido estrangular a los desgraciados que no pueden pagarte los préstamos a tiempo, ¿verdad, amigo?

La piedra resbaló de la mano del viejo que dio media vuelta y se escabulló entre la gente.

Vecina – ¿Qué le pasó a ése? ¿También se echó para atrás?

Jesús se volvió de nuevo a los vecinos, que esperaban impacientes.

Jesús – ¿Quién quiere tirarle la primera piedra a esta mujer?
Vecino – Yo, dámela a mí. Si hay algo que me repugna en esta vida es la infidelidad… ¡Asco de tipa!

Un hombre alto y arrogante se acercó a la mujer.

Jesús – Oye, amigo, ¿cuál es tu oficio?
Vecino – ¿Mi oficio? Comerciante. Tengo una tienda de alimentos junto a la Puerta del Ángulo.
Jesús – Y a lo mejor tienes dos balanzas en tu comercio, una para pesar lo que compras y otra para pesar lo que vendes. ¿Cuántas tienes tú…? ¿Una o dos?

El vendedor abrió la boca para responderle a Jesús, pero no dijo una palabra. Luego retrocedió y se disimuló entre la turba.

Jesús – Y tú… por la cara debes ser abogado o juez. Juez de los que juzgan en el Gran Consejo. Y dime, amigo, ¿cuántos denarios te ponen bajo el asiento para que digas que el terrateniente tiene la razón y la viuda es la culpable? ¿Quieres tirar tú la primera piedra…? Y tú… tus manos son de médico. Vamos, toma la piedra, tírasela tú. No importa, si esta mujer vive en el Ofel… Tú nunca vas por esas barracas de adobe, ¿verdad? Todos tus clientes son del barrio alto porque ellos sí te pueden pagar, claro…
Vecino – ¡Basta ya de tonterías! Esta mujer es una pecadora. Tú mismo anotaste sus delitos con esas rayas en la tierra. ¡Y mira cuántas hay!
Jesús – ¿Y por qué te fijas tanto en todas estas pajitas en el ojo de ella y no ves el tronco que hay en tu propio ojo?
Vecino – ¡Pajitas! ¡Esta mujer ha cometido el más grande de los pecados, el adulterio!
Jesús – Mayor adulterio es ver a los sacerdotes del Templo coqueteando con los gobernantes que oprimen al pueblo, y nadie les tira piedras. Mayor adulterio es ver a los servidores de Dios sirviendo a Mamón, el dios del dinero, y nadie levanta el dedo contra ellos. ¡Hipócritas! Escóndanse en las cuevas de los montes porque el Dios de Israel está al llegar y les va a echar mano y los dejará en cueros igual que ustedes hicieron con esta mujer. Porque con la medida con que midieron a los demás, con esa misma los medirán a ustedes.

Jesús se agachó y no dijo una palabra más. Con la mano extendida alisó la tierra donde había ido marcando las acusaciones contra aquella mujer sorprendida en adulterio.

Pedro – ¡Caramba, Jesús, los dejaste sin resuello!
Jesús – Es que parece, Pedro, que el único pecado que existe para ellos es acostarse con una mujer. O con un hombre. Se pasan la vida escudriñando estos pecados y ahí sí cuelan hasta el último mosquito, hasta los malos pensamientos, uno a uno. Y los grandes camellos, los grandes abusos contra los pobres, les pasan por delante y ni se enteran.

Pedro se inclinó sobre la mujer que seguía tirada en la calle…

Pedro – De buena te libraste tú, ¿eh? ¿Cómo te llamas?
Juana – Juana… pero yo… yo…
Jesús – Vamos, no llores. Ya todo pasó. Tápate con este manto, anda. Cálmate, mujer. Nadie te va a hacer nada. Abre los ojos, mira… ¿Dónde están los que te acusaban? Ninguno te condenó. Y Dios tampoco te condena ni te tira ninguna piedra. Fíjate, todo está borrado ya. Todo.

Pedro y Jesús levantaron a Juana del suelo y la acompañaron de vuelta a su casa, por la calle del acueducto, la que da al barrio de los aguadores, cerca del Templo santo de Jerusalén.

Juan 8,2-11

Notas

* En Israel, el adulterio era tenido por delito público. Las antiguas leyes lo castigaban con la muerte (Levítico 20, 1). La tradición y las costumbres dieron a esta ley, como a tantas otras, una interpretación machista. Y así, el adulterio del hombre casado sólo era tal si tenía relaciones con una mujer casada, pero si ésta era soltera, prostituta o esclava, su relación no se consideraba como adúltera. En el caso de la mujer, bastaba que tuviera relaciones con cualquier hombre. La mujer sospechosa de adulterio era sometida a la prueba pública de tomar aguas amargas. Si le hinchaban el vientre era cierto su adulterio. Si no sentía malestares, todo quedaba en falsa sospecha (Números 5, 11-31). Esta prueba la realizaba diariamente un sacerdote en la Puerta de Nicanor en el Templo de Jerusalén. El hombre no podía ser sometido a este rito.

* Comprobado el adulterio, los pecadores él o ella debían ser apedreados por la comunidad. Por ser el adulterio un pecado considerado público, la comunidad debía borrar la mancha también públicamente. El apedreamiento o lapidación debían realizarlo los vecinos del lugar en que el pecador había sido descubierto en falta y, generalmente, el sitio del suplicio estaba fuera de los muros de la ciudad. Los testigos de los hechos eran los que arrojaban las primeras piedras contra el culpable. Otros delitos castigados con el apedreamiento eran la blasfemia, la adivinación y las distintas formas de idolatría, así como la violación de la ley del descanso del sábado. Delitos sexuales de mayor gravedad se castigaban con la hoguera. A estos condenados se les enterraba hasta la cintura en estiércol, se les rodeaba todo el torso con estopa y se les introducía en la boca una antorcha encendida.

* El relato de Jesús y la adúltera sólo aparece en el evangelio de Juan y no está en todos los antiguos manuscritos que se conservan del texto original de este evangelio. Algunos piensan que este relato, que tiene todas las garantías de ser histórico, pudo ser suprimido del evangelio de Lucas y de los primeros manuscritos del evangelio de Juan porque la indulgencia de Jesús con la mujer pecadora resultaba excesiva, y hasta escandalosa, incluso a las primeras comunidades cristianas.