93- LOS QUE MATAN EL CUERPO

María y Susana y María Magdalena y otros se suman al grupo que viaja a Jerusalén. Jesús advierte de los peligros que enfrentarán.

Santiago – ¡Llegó la hora, compañeros, la hora de la victoria!
Simeón – ¡En tres días nos pondremos en Jerusalén y en tres horas la capital será nuestra!
Julio – ¡Y entonces, que se preparen todos los vendepatrias! ¡Fuera con ellos!
Simeón – ¡Los romanos, fuera!
Julio – ¡Los herodianos, fuera!
Santiago – ¡Los saduceos, fuera también!
Vecino – Oye, tú, ¿y quién va a quedar dentro entonces?
Santiago – Nosotros, pedazo de idiota, nosotros sentados sobre doce tronos y con el bastón de mando entre las rodillas.
Vecino – ¿De veras, Santiago? ¿Tú crees que llegaremos a eso?
Santiago – No lo creo. ¡Estoy seguro! ¡Y por eso voy con el nazareno y con esta gente! ¡Anímate, hombre! ¡Va a ser algo grande, el acabose! ¡Luego te arrancarás los bigotes por no haber venido!

No sólo los hombres, también las comadres de Cafarnaum hablaban de aquel viaje a Jerusalén.

Ana – Así como lo oyes, Rufina. Jesús dijo que le iba a pegar candela a Jerusalén por las cuatro puntas. ¡Y que en el Templo no iba a quedar una piedra sobre otra!
Rufina – Y después, ¿qué?
Ana – ¿Cómo que qué? ¡Después de la batalla, a repartir el botín! ¡Yo le tengo echado el ojo a las cortinas del atrio! ¡Y a los manteles!
Rufina – ¡Pues yo me conformaría con un candelabro de ésos que tienen siete angelitos de oro!
Vecina – ¿Y a mí qué me van a dejar, eh? ¿Las siete velas? ¡Caramba con estas tipas!

Cada día eran más los vecinos y vecinas de Cafarnaum que se animaban a viajar con nosotros a Jerusalén a celebrar la Pascua de aquel año. Yo creo que teníamos ideas bien distintas de lo que pasaría allá, durante las fiestas. Cada uno llevaba dentro una esperanza diferente. Pero todos soñábamos con ver llegar el día grande de la liberación de nuestro pueblo.

Julio – Escucha, Cleto: ¡el cielo se abrirá de par en par! Entonces Dios sacará el dedo por entre las nubes y dirá: ¡ese moreno es el Mesías! ¡Vayan con él a donde él diga! ¿Comprendes, Cleto? ¡Él delante y nosotros detrás!
Cleto – Y detrás de nosotros, los guardias con los garrotes, ¿verdad? No, no, a mí déjame tranquilo que yo no voy a ninguna parte.
Julio – ¿Cómo que no? Y entonces, ¿cuando Dios saque el dedo?
Cleto – Si lo saca, que se lo chupe, ¡a mí qué me importa! Pero yo no voy con ustedes ni amarrado.

La noticia de nuestro viaje a Jerusalén salió pronto de Cafarnaum y fue rebotando a través del valle, de caserío en caserío, de puerta en puerta, hasta llegar a Nazaret y colarse en la choza de María, la madre de Jesús.

Susana – María, comadre María, ¿no te has enterado? ¿No te han dicho nada tus primos?
María – Sí, Susana, ya lo sé. Jacobo vino a decírmelo hace un rato.
Susana – ¡Si Jesús no está loco, lo aparenta muy bien! Pero, dime tú, María, ¿es que ese moreno hijo tuyo no puede estarse tranquilo? Pero, ¿con qué lo criaste tú, con leche o con salsa picante?
María – Dicen que van setecientos, ochocientos, mil hombres con él. Un ejército entero.
Susana – ¡Sí, claro, un ejército de hormigas peleando contra un gigante!
María – Bueno, Susana, también David salió a pelear contra Goliat y le ganó.
Susana – ¿Ah, sí, verdad? ¿Con que cambiándote de camisón? ¡Sólo faltaba eso ahora! Comadre María: en ese viaje hay gato encerrado, te lo digo yo.
María – ¿Y cuál es el gato, Susana?
Susana – Política, revoluciones… El moreno tiene el agua hasta el cuello.
María – Pues si él está en peligro, yo no voy a quedarme aquí tranquila. Hoy mismo salgo para Cafarnaum.
Susana – Pero, ¿qué estás diciendo, María? ¿Ya no te acuerdas? La otra vez fuiste a buscarlo y te mandó a paseo. Jesús ya no te hace caso.
María – Ahora no voy a pelearle, Susana, sino a estar a su lado. Y a ayudarle en lo que pueda. Y si hace falta, me voy con él a Jerusalén ¡y a donde sea!
Susana – Pero, María, espérate, déjame explicarte…
María – Me lo explicas por el camino, Susana. Tú vendrás conmigo, ¿no?
Susana – ¿Yo? ¡Pero, María!
María – Vamos, Susana, date prisa, tenemos que salir cuanto antes para que no nos agarre la noche.
Susana – Ay, Dios santo, pero, ¿qué sarampión es éste?

María y Susana hicieron viaje a Cafarnaum. Cuando llegaron, ya brillaba el lucero de la tarde.

Jesús – Pero, mamá… y tú, Susana… ¿qué hacen ustedes aquí en Cafarnaum?
Susana – Que vamos contigo y con todos esos melenudos que te siguen a celebrar la Pascua en Jerusalén.
Jesús – Pero, ¿ustedes se han vuelto locas?
Susana – Aquí el único loco eres tú, Jesús, pero eso es otro asunto.
María – Jesús, hijo, esto parece una caldera hirviendo. La gente no habla de otra cosa que del viaje a la capital.
Jesús – Hablan, hablan… A la hora de la verdad, ¿cuántos quedarán?
Susana – Bueno, aquí tienes dos hormiguitas más en el hormiguero.
Jesús – Ya lo veo, sí. Pero mejor es que regresen a Nazaret. Las cosas ya están bastante complicadas y pueden complicarse más. No sabemos cómo terminará todo esto.
María – Por eso mismo, hijo. De aquí no nos movemos. Si tú vas a Jerusalén vamos contigo. Si vuelves a Galilea, a Galilea volvemos contigo.
Jesús – Pero, mamá, ¿no te das cuenta de que…?
María – No gastes tu saliva, Jesús. Tú no me hiciste caso cuando te mandé volver a Nazaret, ¿te acuerdas? Pues ahora yo tampoco te hago caso a ti. Iremos a Jerusalén. Ven, Susana, vamos a hablar con Salomé, la mujer del Zebedeo, para que nos meta a ti y a mí en algún rincón de su casa, vamos.

Todavía faltaban dos largas semanas para la fiesta de la Pascua, pero los vecinos de Cafarnaum ya estaban preparando sus alforjas. Todos estaban entusiasmados con el viaje. Aquel día, cuando vi a Jesús hablando con Pedro, me di cuenta que se traía algo entre manos.

Pedro – Pero, Jesús, ¿cómo voy a decir eso?
Jesús – Hazme caso, Pedro. Es mejor así.
Pedro – Pero eso es como espantar el mulo antes de cruzar el río.
Jesús – Peor es que se espante en mitad de la corriente y nos pase como a los jinetes del faraón.
Pedro – Está bien, si tú lo dices, lo haré. Pero después no te quejes. Yo te lo advertí.

Aquella noche la luna parecía un gran pan redondo partido a la mitad. Y la gente del barrio estaba reunida con nosotros en el embarcadero, pidiéndole a Jesús que les hablara de lo que haríamos al llegar a Jerusalén.

Julio – Bueno, Jesús, ¿por dónde vamos a comenzar, eh? ¿Por la Torre Antonia o por el palacio de Herodes?
Simeón – ¡Yo digo que lo primero es darle una patada en el trasero al gordo Caifás!
Ana – ¡En la capital van a saber quiénes somos los galileos cuando tiramos todos de la misma cuerda!
Vecino – ¡Yo soñé anoche con el momento en que entrábamos en Jerusalén con la bandera del Mesías entre las manos! ¡Que viva Jesús, hosanna!

Cuando estábamos más enardecidos, Jesús le hizo una seña a Pedro…

Pedro – Pues yo lo que soñé fue otra cosa, compañeros.
Ana – ¿Qué soñaste tú, Pedro? A ver, cuéntanos, que un buen sueño vale más que una buena sopa.
Pedro – Mejor no digo nada. En fin, un sueño…
Compadre – ¡No, no, cuéntalo! ¡Suelta la lengua, Pedro, vamos!
Pedro – Está bien. Voy con el sueño. Verán, soñé que todos nosotros íbamos caminando, caminando por un valle largo, caminando. Y de pronto, cuando levantamos la cabeza, vimos un buitre haciendo círculos en el cielo, sobre nosotros. Y cada vez que terminaba un círculo, venía otro buitre y se ponía junto a él, y volaban juntos, ala con ala. Y luego, otro más, y otro… Y, al final, eran muchísimos los buitres, una bandada de pajarracos negros dando vueltas sobre nuestras cabezas, esperando…

Cuando Pedro dijo aquello, todos tragamos en seco. Las mujeres se miraban con el rabillo del ojo. Algunos nos mordíamos las uñas sin atrevernos a preguntarle nada. Fue Julito, un muchacho un poco tonto, el que rompió el silencio.

Julito – Oye, Pedro, y ese sueño… ¿qué quiere decir, eh? Explícalo, anda.
Pedro – Explícalo tú, Jesús. Seguramente tú sabes mejor que yo lo que significa.
Jesús – Bueno, Pedro, yo creo que aquí todos lo hemos entendido. Amigos, que nadie venga engañado. El Reino de Dios tiene un precio. El precio de la sangre. Y los grandes de Jerusalén nos lo harán pagar. Ellos no nos perdonan lo que hemos dicho por acá por Galilea. Tampoco nos perdonarán lo que vamos a echarles en cara cuando lleguemos a la capital. Los lobos salen de noche a buscar el rebaño y se esconden y esperan el mejor momento para saltar sobre las ovejas y despedazarlas. Así harán ellos con nosotros. Y después, nos regalarán a los buitres.
Julio – ¡Eh, Jesús, no seas aguafiestas, caramba! ¡Primero, Pedro, y ahora tú!
Jesús – Es que no vamos a una fiesta, sino a una lucha. Y el enemigo es mucho más fuerte que nosotros. Hoy estamos aquí. Mañana podemos estar en la cárcel. Todos corremos peligro. Y a muchos de nosotros nos perseguirán de pueblo en pueblo, nos arrastrarán ante Herodes y ante Pilato, y los jefes de los sacerdotes nos golpearán en las sinagogas y muchos perderemos la vida.
Cleto – No hables así, Jesús. Nosotros seremos los vencedores. ¿No vienes tú al frente de nosotros?
Jesús – Por eso mismo, yo seré el primero en caer. Los profetas mueren siempre en Jerusalén.

Todos nos miramos con inquietud y sentimos el aire frío de la noche como un cuchillo que nos traspasaba la carne y los huesos. Ya no sirvieron de nada las palabras que Jesús siguió diciendo.

Jesús – Pero no se asusten, amigos. No hay que tenerle miedo a los que matan el cuerpo pero no pueden matar nuestro espíritu. Dios está con nosotros. Y Dios tiene contado hasta el último pelo de nuestra cabeza y no permitirá que nuestra lucha sea estéril. A lo mejor caemos en esa lucha. Pero entonces daremos más fruto, como la semilla cuando cae en la tierra.

Yo estaba sentado en el suelo, con la cabeza entre las manos. Cuando levanté los ojos, vi a Ismael y a su compañero Neftalí que se alejaban por la calle del embarcadero. Los del barrio, el viejo Simeón, doña Ana y los mellizos también se fueron escabullendo con algún disimulo. Después, de repente, el grupo más numeroso de hombres y mujeres, como si obedecieran a una orden silenciosa, se levantaron y se perdieron en la noche.

Pedro – ¡Cobardes! ¡Ojalá que venga el diablo y les meta un tizón en la boca a todos ustedes por charlatanes!
Santiago – ¡El ejército salió corriendo antes de ponerse el uniforme!
Pedro – ¡Ya te lo advertí, Jesús, que los galileos tenemos sangre de gallina! Mira los que hemos quedado, nosotros doce, ¡los mismos de siempre!
Santiago – Y tu madre María y su vecina Susana.
Magdalena – ¡Y yo también, qué caray! ¿O es que las magdalenas no somos gente?
Santiago – ¿Qué hace aquí esta tipa?
Magdalena – Lo mismo que tú, paisano. Yo le dije a Jesús que iba y aquí estoy. Voy con ustedes a Jerusalén.
Pedro – Ya nadie va con nadie, María. Este viaje fracasó.
Jesús – ¿Por qué dices eso, Pedro?
Pedro – Abre los ojos, Jesús. Todos se han ido. Somos un puñadito de nada.
Jesús – ¿Y qué importa, Pedro? ¿No te acuerdas de Gedeón? Salió a la guerra con treinta mil hombres y llegó con trescientos. Los demás se le fueron. Sintieron miedo y doblaron la rodilla. Pero con aquel grupito, el Señor le dio la victoria contra sus enemigos. Sí, somos un rebaño pequeño. Pero Dios levantará el cayado y nos defenderá de los lobos. No tengamos miedo: Dios estará con nosotros en Jerusalén.
Santiago – ¿Estás hablando en serio, Jesús?
Jesús – Claro que sí, Santiago. Mañana mismo salimos hacia la capital.
Pedro – Pero, si todavía faltan dos semanas para la Pascua…
Jesús – Hay que andar de prisa. Aquí no podemos quedarnos ya. Hay muchos soplones y mucha vigilancia. ¡Ea, compañeros, levanten ese ánimo! ¡Mañana al amanecer nos pondremos en camino! Dios viajará con nosotros. ¡Jerusalén nos espera!
Pedro – ¡Y los buitres también!

Aquella noche todos nos acostamos sobresaltados. A las pocas horas, cuando aún no había salido el sol, nos desperezamos, tomamos los bastones y alguna alforja y echamos a andar por la ruta de las caravanas. Atrás quedaba Cafarnaum. Las barcas de los pescadores se adentraban ya en el lago. Delante de nosotros, a tres días de camino, nos esperaba Jerusalén.

Mateo 10,16-33; Marcos 13,9-13; Lucas 12,4-12 y 21,12-19.

Notas

* En los evangelios se lee que Jesús “predijo” su pasión en tres oportunidades, con más insistencia a medida que se acercaba el que fue su último viaje a Jerusalén. Son textos que hay que leer con cautela, para no sacar de ellos la conclusión de un Jesús adivino del curso de su propia vida, que sabía de antemano todo lo que le iba a suceder. Interpretarlo así, deshumaniza a Jesús y convierte su muerte en una obra de teatro. Como todo hombre, Jesús estaba al tanto de los riesgos que corría, pero no conocería las circunstancias ni los desenlaces. Y como todo hombre, se vio sorprendido por los hechos adversos y procuraría modificarlos. Todo parece indicar que Jesús contó con la muerte por apedreamiento (Mateo 23, 37), con que sería enterrado como delincuente en una fosa común (Marcos 14, 8), y con que inmediatamente después de su muerte, sus discípulos serían también violentamente perseguidos y muertos (Lucas 22, 35-38). También creyó que Dios no permitiría su fracaso, que no lo abandonaría. Sin embargo, las cosas no sucedieron como pensaba.