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SOMOS CUANDO DECIMOS QUE SOMOS

Radioclip en texto sin audio grabado.

Nos hacemos hombres y mujeres a través del diálogo, de la comunicación.

Por segundo año y a solicitud de la UNESCO, celebramos el Día Mundial de la Radio. Estábamos pensando qué enviarles para este día y nos vino a la mente una anécdota antigua de una de las emisoras latinoamericanas que descubrió el valor educativo de la participación popular, de dar la palabra a la gente. Mejor dicho, de devolverla. Porque en estos siglos de saqueo también quisieron robarnos la palabra y ordenarnos silencio.

Nada empodera más que recuperar la palabra. Nada ciudadaniza más que hablar en público y decir que somos y que tenemos derechos y que pensamos por nuestra propia cabeza y no por lo que mande ningún patrón.

Equipo Radialistas


A comienzos del 77, fui a vivir a Tamayo, a estrenar emisora. Radio Enriquillo, tomando el nombre de aquel indio rebelde, acababa de salir al aire para dar voz a todo el sur dominicano. Como jefe de programación ya había seleccionado locutores, ya tenía micrófonos, tenía discos y cuñas. Lo que me faltaba era audiencia. Entonces, decidí la estrategia de los viejos. Pensé: si hago hablar a los abuelos y abuelas de la zona, haré escuchar a sus hijos, nietos y bisnietos. Y así, grabadora en bandolera, cada tarde salía a entrevistar a los fundadores de aquellas comunidades apartadas, a los patriarcas del lugar.

Un día me hablaron de doña Tatica, una viejita de El Jobo. Había perdido la vista, pero no la memoria. Tatica recordaba los primeros matorrales y hasta los chivos que había cuando ella y su hombre llegaron por aquellos pedazos de mundo.

—¿Y cuántos años tiene usted, abuela?
—Uhhhh… Yo estaba señorita cuando mataron a Lilí.

Coloqué el casete y me puse a dialogar con ella. Que me contara de su vida, de su familia, de cómo se preparan las habichuelas con dulce. Doña Tatica iba hilando sus recuerdos y hasta tarareó los merengues de su juventud, los que se bailan apambichados.

Regresé feliz a la emisora para editar aquella conversación con la viejita de El Jobo. Y como el caserío queda tan cerca de Tamayo, se me ocurrió volver más tarde, pero ya no como periodista, sino como oyente, como vecino. Llegué poco antes de las 6 de la tarde, cuando se emitía Encuentro. Le dije a la hija que prendiera el radito, que en breve saldría la entrevista de su mamá.

Me senté a tomar un café, esperando. Cuando comenzó el programa, Tatica, ciega, pensó que yo estaba haciéndole nuevamente las preguntas.

—Cállese, mai, que eso ya lo dijo. Ahora es por radio.

Pero la abuela escuchaba por la emisora y me repetía las respuestas y hasta con más detalles. Le dije:

—Doña Tatica, oiga el radio. Ésa que está hablando es usted.

Fue un instante, un chispazo de la conciencia. Tatica quedó inmóvil, escuchando el programa. Escuchándose. No dijo una palabra más. Y empezó a llorar como una niña.

—¡Ahora tampoco va a oír —le reprendió la hija— con tanto jipío!

No era para menos. A través del aparato mágico donde sólo hablaba el presidente Balaguer, donde cantaba Johnny Ventura y Fernandito Villalona, donde daba la bendición el obispo Rivas… ¡estaba hablando ella! Menos importante era lo que decía, sino que lo decía. Que hablaba en público. Durante muchos años —toda la vida y todos: el taita, el maestro, el marido, el cura, hasta sus hijos— la mandaron a callar. Las mujeres hablan cuando las gallinas mean, así dicen en este país. Durante muchos años la convencieron de que ella era buena para trabajar, para la cocina y el catre. Pero en silencio, obedeciendo. Ahora, su voz salía por la radio y la estarían escuchando su comadre Hipólita y sus vecinos y todos los suyos. Se sintió importante, se sintió gente.

Regresé a Radio Enriquillo cantando. Había descubierto lo más educativo de una emisora: el valor de la palabra. Antes que cualquier mensaje, antes que cualquier consejo o programa de alfabetización, lo más liberador es la palabra. Se equivocó Descartes cuando dijo aquello de “pienso, luego existo”. Mejor hubiera dicho “hablo, luego existo”. Porque el pensamiento es hijo de la palabra, no al revés. Nos hacemos hombres y mujeres a través del diálogo, de la comunicación. Somos cuando decimos que somos.

BIBLIOGRAFÍA